Luego ambos, de pie sobre las agitadas aguas, junto al barco, oyeron que Amairgen decía con tono solemne:
-¿Qué noticias me traéis después de tanto tiempo?
Jaelle vio con sorpresa lágrimas en el rostro de Pwyll, quien dijo con suavidad:
-Son noticias de paz, fantasma errante. Has sido vengado y tu bastón ha sido redimido.
El Traficante de Almas de Maugrim ha sido muerto. Vete en paz, primero de los magos, bienamado de Lisen. Navega entre las estrellas hacia la diestra del Tejedor y descansa en paz después de tantos años. Fuimos a Cader Sedat y destruimos el mal que allí residía con el poder de tu bastón blandido por uno de tus discípulos: Loren Manto de Plata, primer mago de Brennin. Todo lo que te digo es cierto. Soy el Dos Veces Nacido de Mórnir, el señor del Árbol del Verano.
Entonces se oyó el sonido que Jaelle no olvidó en el resto de sus días. Pero no provenía de Amairgen; más bien parecía haberse levantado del propio barco, aunque no se veía a nadie. Era un sonido penetrante, parejo en cierto modo a la Luna que se inclinaba hacia el oeste, y que parecía nacer a la vez del éxtasis y el dolor. De pronto se dio cuenta de que había otros fantasmas, aunque no podía verlos. Otros fantasmas que tripulaban aquel barco condenado.
Luego habló Amairgen acallando el sonido emitido por los marineros:
-Si han ocurrido todas esas cosas, si por fin han ocurrido, en nombre de Mórnir te confío esta lanza. Pero hay algo que debo pedirte, algo más que necesito para que mí descanso sea completo. Debe morir alguien más.
Por primera vez, Jaelle vio que Paul parecía dudar. No sabía por qué, pero ella sabía algo, y en consecuencia preguntó:
-¿Galadan?
Notó que Pwyll retenía el aliento, mientras sentía que los ojos de zafiro de quien había escrutado la ciencia de los cielos se clavaban en ella. Deseó con toda su alma no acobardarse.
Oyó que él le decía:
-Estás muy lejos de tu templo y de tu sedienta hacha, sacerdotisa. ¿Acaso no temes el mar asesino?
-Temo más al Desenmarañador -dijo ella, satisfecha al comprobar que la firmeza de su voz no vacilaba.
«El mar asesino», se repitió a si misma con tristeza. «Lisen.»
-Y odio a la Oscuridad más de lo que nunca te odié a ti y a los magos que te sucedieron. Reservo mis maldiciones para Maugrím, y… -añadió tragando saliva- y desde esta noche rogaré a Dana por tu descanso y el de Lisen.
Luego acabó su parlamento con una fórmula ritual, como había hecho Pwyll:
-Todo lo que te digo esta noche es cierto. Soy la suma sacerdotisa de la diosa en Fionavar.
«¿Qué es lo que acabo de decir?», se preguntó con divertido asombro. Pero procuró que tal sentimiento no le aflorara a los ojos. Con gravedad él la miró desde el destrozado barco, y por primera vez ella distinguió en su mirada algo que estaba más allá del poder y del dolor. Recordó que había sido amado. Y que él había amado tanto que su amor lo había condenado dolorosamente, más allá de la muerte, durante muchísimos años, a la bahía donde había muerto Lisen.
La voz de Amairgen se oyó por encima de los sonidos que provenían del arruinado casco de su barco:
-Te agradeceré siempre que reces por mí.
Eran las mismas palabras que Pwyll había pronunciado poco antes, pensó, las mismas palabras. Le parecía que aquella noche estaba fuera del tiempo, donde todo tiene su significado en un sentido o en otro.
-Galadan -repitió Amairgen.
El lamento del tenebroso barco se hizo aún más sonoro, mezcla de alegría y dolor. Vio que la Luna brillaba a través del destrozado casco y se iba desvaneciendo mientras miraba.
Galadan -repitió Amairgen una vez más mirando al Dos Veces Nacido.
-Lo he jurado -dijo Pwyll, y Jaelle por primera vez creyó captar en su voz una ligera vacilación. Lo vio retener el aliento y erguir la cabeza.
-He jurado que su muerte corre por mi cuenta -añadió, con voz esta vez firme.
-Que así sea -dijo el fantasma de Amairgen-. Ojalá no se rompa tu hilo.
Comenzaba a desvanecerse; una estrella brillaba a través de él. Levantó la lanza disponiéndose a arrojársela.
Los dominios de Dana terminaban en el mar; no tenía allí ningún poder. Pero era quien era, y mientras permanecía sobre las tenebrosas olas la asaltó un repentino pensamiento.
-¡Espera! -gritó con voz potente y clara en la estrellada noche-: ¡Deténte, Amairgen!
Creyó que ya era tarde, pues estaba tan traslúcido y su barco tan etéreo que podían ver la Luna, ya baja, entre la arboladura. Los lamentos de los invisibles marineros parecían venir de muy lejos.
Sin embargo, le obedeció. No arrojó la lanza y, muy despacio, mientras lo miraban, fue tomando una forma más nítida. Un silencio total reinaba en el barco que se balanceaba sobre las aguas de la bahía.
Junto a ella, Pwyll permanecía en silencio, esperando. Ella era consciente de que él ya no podía hacer nada más. Había hecho todo lo que estaba en sus manos: había reconocido el barco, había visto la lanza y se había aventurado sobre las aguas para pedirsela al mago y liberarlo de su larga y atormentadora singladura. Le había llevado noticias de venganza y de paz.
Lo demás, lo que podía suceder ahora, era asunto de ella, puesto que él no podía saber lo que ella en cambio si sabia.
La fría y espectral mirada del mago se clavó en ella.
-Habla, sacerdotisa. ¿Por qué habría de detenerme?
-Porque tengo que hacerte una pregunta, no sólo en nombre de Dana sino en nombre de la Luz.
De pronto, se asustó de su pensamiento y de lo que quería conseguir de él.
-Pregúntame de una vez, pues -dijo Amairgen.
Hacía mucho tiempo que era suma sacerdotisa como para plantear una pregunta de forma tan directa, incluso en aquellas circunstancias.
-Estabas a punto de arrojar la lanza -dijo-. ¿Acaso pensaste que así te liberarías de la obligación de llevarla?
-Así es -replicó el mago-. Os la entrego a vosotros ahora que el Guerrero está en Fionavar.
Haciendo acopio de todo su coraje, Jaelle dijo con frialdad:
-No puede ser, mago. ¿Y quieres que te diga por qué?
La mirada del mago era gélida, más aún que la suya, y mientras ella hablaba se había vuelto a levantar del barco un sonido profundo y amenazador. Pwyll permanecía callado.
Escuchaba dejándose balancear por el mar junto a Jaelle.
-Dime por qué -dijo Amairgen.
-Porque tenias que entregarle la lanza al Guerrero para que la usara contra la Oscuridad, no para que la llevara lejos del campo de batalla.
Desde la distancia del invierno de su muerte iluminada por la Luna, la expresión del mago parecía terriblemente sarcástica.
-Argumentas como una sacerdotisa -murmuró-. Es evidente que las cosas no han cambiado en Gwen Ystrat pese a los años que han transcurrido.
-No es cierto -dijo con voz calmosa Pwyll ante la sorpresa de ambos-. Ha prometido rezar por ti, Amairgen. Y, si eres capaz de vernos con claridad, sabrás que estaba llorando cuando te lo dijo. Con seguridad sabes mejor que yo qué cambio supone tal actitud.
Ella tragó saliva, preguntándose si realmente deseaba que él hubiera visto tal cosa.
Pero no podía perder tiempo en semejantes pensamientos.
Los alejó de su mente y de nuevo levantó la voz:
-Oyeme bien, Amairgen Rama Blanca, de quien se dice que has odiado a Rakoth Maugrim y a las legiones de la Oscuridad más que ningún otro ser vivo haya podido odiarlos jamás. El soberano rey de Brennin está cabalgando en estos momentos desde Celidon; o por lo menos así lo creemos todos nosotros. Se dispone a librar la batalla contra Maugrim en Andarien, igual que hizo en tus días el soberano rey. Estamos tan lejos de allí como ese ejército, pero no tenemos caballos. Ni el Guerrero con la lanza ni ninguno de los que estamos junto al Anor llegará allí a tiempo. Emplearemos tres días en atravesar Sennett, quizás cuatro, antes de que crucemos el río Celyn para internarnos en Andarien.
Era muy cierto. Lo sabia muy bien, y también Diarmuid y Brendel. Pero no tenían otra posibilidad, dado que todos estaban de acuerdo en pensar que Aileron cabalgaría hacia el norte al no haber podido participar en la batalla junto a Celidon. No tenían más remedio que caminar a toda prisa. Y rezar.
Ahora quizás tenían otra posibilidad. Terrible, pero al fin y al cabo los tiempos que corrían eran terribles y parecía como si ella quizás pudiera cargar con la responsabilidad de una posible solución.
-Si lo que dices es cierto -dijo el fantasma-, tenéis sobrados motivos para tener miedo.
Pero querías preguntarme algo. Estoy esperando. Habla pronto, porque la cortesía no será capaz de hacerme demorar demasiado tiempo la hora de mi descanso.
Y entonces ella preguntó:
-¿Puede tu barco transportar viajeros mortales, Amairgen?
Pwyll exhaló un penetrante suspiro.
-¿Eres consciente de lo que estás pidiéndome? -dijo Amairgen con voz suave.
Ahora hacía frío, en medio del mar, al socaire de aquel fantasmal barco.
-Creo que si -respondió ella.
-¿No comprendes que ahora somos libres? ¿Que la noticia de la muerte del Traficante de Almas supone nuestra liberación del cautiverio del mar? ¿Y tú pretendes esclavizarnos por más tiempo aún?
Aquello resultaba muy duro.
-No se trata de esclavizaros, mago. No tengo ningún poder aquí, no puedo detenerte.
Sólo te he planteado una cuestión; nada más.
Se daba cuenta de que estaba temblando.
Durante un tiempo que parecía eterno, el fantasma del mago de Conary permaneció en silencio. Luego con una voz semejante al soplo del viento, dijo:
-¿Os atreveríais a navegar con los muertos?
«¿El mar asesino?», pensó ella por segunda vez. Sintió un miedo que la hizo estremecerse hasta la médula pues se sabía muy lejos del templo. Sin embargo, lo disimuló y acabó por vencerlo.
-¿Podemos hacerlo? -preguntó-. Somos cincuenra y tenemos que estar en la desembocadura del Celyn pasado mañana.
Frente a ellos la arboladura del barco aparecía negra y astillada. Había resquebrajaduras en la línea de flotación y un agujero enorme por el que se colaba el agua del mar.
Amairgen miró hacia abajo, mientras sus pálidos cabellos se agitaban con la brisa de la noche.
-Lo haremos -dijo-. Durante dos noches y un día os conduciré más allá de los acantilados de Rhudh, hacia la playa de Sennetr y luego descenderemos hacia la desembocadura del Celyn. Así me ganaré las plegarias que me has prometido, suma sacerdotisa de Dana. Y la sal de tus lágrimas.
Era difícil de asegurar a la débil luz de la Luna, y además los separaba una considerable distancia, pero a ella le pareció captar cierta amabilidad en su sonrisa.
-Puedo llevaros hasta allí -añadió él-, pero no veréis a ninguno de los marineros, y a mí sólo me veréis cuando las estrellas se alcen sobre nuestras cabezas. A popa encontraréis una escalera de mano. Debéis subir a bordo; anclaremos el barco en el muelle junto al Anor, para que vuestros compañeros puedan embarcar.
-Hay muy poca profundidad -dijo Pwyll-. ¿Podrás acercarte tanto?
Al oírlo, Amairgen de pronto echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que resonó dura y fría en las tinieblas que se cernían sobre el mar.
-Dos Veces Nacido de Mórnir -dijo-, no te inquietes por lo que estás a punto de emprender. No hay aguas poco profundas para este barco. No estamos aquí. Ni tampoco vosotros lo estaréis una vez que hayáis subido a bordo. Te lo pregunto de nuevo: ¿te atreverías a navegar con los muertos?
-Sí -contestó Paul con calma-, si es ése mi deber.
Juntos caminaron sobre el mar hacia la escalera que colgaba a popa, en el costado más traslúcido del destrozado barco. Se miraron uno a otro sin decir nada. Pwyll subió primero, comprobando con su peso la resistencia de la escala. Aguantaba y siguió subiendo hasta llegar a la cubierta. Jaelle lo siguió. Parecía que había que escalar un largo camino hacia ningún lado, para no llegar a ninguna parte. Trató de no pensar tal cosa. Pwyll le tendió la mano. Ella se la cogió y dejó que la izara a cubierta. Las tablas sostenían su peso aunque podía ver a través de ellas. Las olas iban y venían por allá abajo. Levanto la vista.
El viento parecía haber cesado de pronto, pero las estrellas y la Luna brillaban con mayor intensidad. Amairgen no se les acercó. Se dirigió hacia el timón y sin ayuda visible comenzó a llevar el barco hacia el muelle.
No se veía a nadie, pero Jaelle oía a su alrededor pasos y el crujir de las desgarradas velas mientras se iban hinchando con un viento que, sin embargo, no podía sentir.
Sonaban débiles voces, un trazo de lo que podía haber sido una carcajada; navegaban hacia el Anor. Al mirar a tierra, Jaelle vio que todos se habían despertado y los aguardaban en absoluto silencio. Se preguntaba si la podían ver y lo que debían parecerles ella y Pwyll allí de pie; se preguntaba asimismo si ellos no se habrían convertido también en fantasmas. Y lo que sería de ellos cuando descendieran de aquel barco, si es que descendía alguna vez.
Era evidente que sobraban las palabras. Diarmuid, inquietamente rápido como siempre, había adivinado enseguida lo que estaba ocurriendo. Amairgen dirigía con suavidad el barco hacia el pie de la torre de Lisen, cosa que jamás había hecho en vida, como Jaelle bien sabia. Lo miró, pero no pudo leer nada en su rostro. Quizás la sonrisa que le había parecido ver desde abajo había sido sólo producto de su imaginación.
Pero no era tiempo de tales preguntas. El primer grupo de hombres del muelle se estaba acercando a la borda, y en sus caras se dibujaban en distintas proporciones el asombro y el temor. Ella y Pwyll se apresuraron a ayudarlos. Luego se acercaron Sharra, Ginebra y Arturo; el último en subir a bordo fue Diarmuid dan Ailell.
Miró a Pwyll y luego sus ojos se posaron en Jaelle.
-No tiene mucho de barco -murmuró al fin- pero debo conceder que no había tiempo para conseguir algo mejor.
Estaba tan cansada que ni siquiera se le ocurrió una respuesta. De todos modos, él no íe dejó tiempo para responder. Con una ligera inclinación, le dio un beso en la mejilla -lo cual no era en modo alguno algo que pudiera permitirse- y le dijo:
-Brillantemente entretejido, primera sacerdotisa de Dana. Os felicito a ambos.
Se incorporó y besó también a Pwyll.
-No sabia -respondió Pwyll con sequedad- que encontraras tan estimulante este tipo de cosas.