—¡Por Dios, querida! No intente defenderlo. ¡Qué me habla de ningún compromiso efectivo después de hacerla recorrer toda la casa de Allenham y mostrarle las habitaciones mismas en que iban a vivir de ahí en adelante!
Pensando en su hermana, Elinor no quiso seguir con el tema, y también por Willoughby esperaba que no le pidieran hacerlo, pues aunque Marianne podía perder mucho, era poco lo que él podía ganar si se hacía valer la verdad. Tras un corto silencio por ambas partes, la señora Jennings, con todo su característico buen humor, se embarcó de nuevo en el tema.
—Bueno, querida, como dicen, nadie sabe para quién trabaja, porque el que saldrá ganando con todo esto es el coronel Brandon. Al final la tendrá; sí, claro, la tendrá. Escuche lo que le digo, si no van a estar casados ya para el verano. ¡Dios! ¡Cómo va a gozar el coronel con estas noticias! Espero que venga esta noche. Apostaría todo a uno a que será una unión mucho mejor para su hermana. Dos mil al año sin deudas ni cargas… excepto, claro está, la jovencita, su hija natural; claro, se me olvidaba ella, pero sin mayores gastos la pueden poner de aprendiza en alguna parte, y entonces ya no tendrá ninguna importancia. Delaford es un sitio muy agradable, se lo aseguro; exactamente lo que llamo un agradable sitio a la antigua, lleno de comodidades y conveniencias; rodeado de un enorme huerto con los mejores frutales de toda la región, ¡y qué morera en una esquina! ¡Dios! ¡Cómo nos hartamos con Charlotte la única vez que fuimos! Además hay un palomar, unos excelentes estanques con peces para la mesa y una preciosa canaleta; en resumen, todo lo que uno podría desear; y, más aún, está cerca de la iglesia y a sólo un cuarto de milla de un camino de portazgo, así que nunca es aburrido, pues basta ir a sentarse en una vieja glorieta bajo un tejo detrás de la casa y se puede ver pasar los carruajes. ¡Ah, es un hermoso lugar! Un carnicero cerca en el pueblo y la casa del párroco a tiro de piedra. Para mi gusto, mil veces más lindo que Barton Park, donde tienen que recorrer tres millas para ir por la carne y no hay ningún vecino más cerca que la madre de ustedes. Bueno, le daré ánimos al coronel apenas pueda. Ya sabe usted, un clavo saca otro clavo. ¡Si
pudiéramos
sacarle a Willoughby de la mente!
—Ay, si pudiéramos hacer al menos eso, señora —dijo Elinor—, nos arreglaríamos de lo más bien con o sin el coronel Brandon.
Levantándose, entonces, fue a reunirse con Marianne, a quien encontró, tal como se lo había esperado, en su habitación, inclinada en silenciosa desesperación sobre los restos de lumbre en la chimenea, que hasta la entrada de Elinor habían sido su única luz.
—Mejor me dejas sola —fue toda la señal de atención que dio a su hermana.
—Lo haré —dijo Elinor—, si te vas a la cama.
A esto, sin embargo, con la momentánea porfía de un ardoroso padecimiento, se negó en un principio. Pero los insistentes, aunque gentiles, argumentos de su hermana pronto la condujeron suavemente a la docilidad; y antes de dejarla, Elinor la vio recostar su adolorida cabeza sobre la almohada y, tal como esperaba, en camino a un cierto sosiego.
En la, sala, adonde entonces se dirigió, pronto se le reunió la señora Jennings con un vaso de vino, lleno de algo, en la mano.
—Querida —le dijo al entrar—, acabo de recordar que acá en la casa tengo un poco del mejor vino añejo de Constantia que haya probado, así que le traje un vaso para su hermana. ¡Mi pobre esposo! ¡Cómo le gustaba! Cada vez que le daba uno de sus ataques de gota hepática, decía que nada en el mundo le hacía mejor. Por favor, lléveselo a su hermana.
—Mi querida señora —replicó Elinor, sonriendo ante la diferencia de los males para los que lo recomendaba—, ¡qué buena es usted! Pero acabo de dejar a Marianne acostada y, espero, casi dormida; y como creo que nada le servirá más que el descanso, si me lo permite, yo me beberé el vino.
La señora Jennings, aunque lamentando no haber llegado cinco minutos antes, quedó satisfecha con el arreglo; y Elinor, mientras se lo tomaba, pensaba que aunque su efecto en la gota hepática no tenía ninguna importancia en el momento, sus poderes curativos sobre un corazón desengañado bien podían probarse en ella tanto como en su hermana.
El coronel Brandon llegó cuando se encontraban tomando el té, y por su manera de mirar a su alrededor para ver si estaba Marianne, Elinor se imaginó de inmediato que ni esperaba ni deseaba verla ahí y, en suma, de que ya sabía la causa de su ausencia. A la señora Jennings no se le ocurrió lo mismo, pues poco después de la llegada del coronel cruzó la habitación hasta la mesa de té que presidía Elinor y le susurró:
—Vea usted, el coronel está tan serio como siempre. No sabe nada de lo ocurrido; vamos, cuénteselo, querida.
Al rato él acercó una silla a la mesa de Elinor, y con un aire que la hizo sentirse segura de que estaba plenamente al tanto, le preguntó sobre su hermana.
—Marianne no se encuentra bien —dijo ella—. Ha estado indispuesta durante todo el día y la hemos convencido de que se vaya a la cama.
—Entonces, quizá —respondió vacilante—, lo que escuché esta mañana puede ser verdad… puede ser más cierto de lo que creí posible en un comienzo.
—¿Qué fue lo que escuchó?
—Que un caballero, respecto del cual tenía motivos para pensar… en suma, que un hombre a quien se
sabía
comprometido… pero, ¿cómo se lo puedo decir? Si ya lo sabe, como es lo más seguro, puede ahorrarme el tener que hacerlo.
—Usted se refiere —respondió Elinor con forzada tranquilidad— al matrimonio del señor Willoughby con la señorita Grey. Sí, sí sabemos todo al respecto. Este parece haber sido un día de esclarecimiento general, porque hoy mismo en la mañana recién lo descubrimos. ¡El señor Willoughby es incomprensible! ¿Dónde lo escuchó usted?
—En una tienda de artículos de escritorio en Pall Mall, adonde tuve que ir en la mañana. Dos señoras estaban esperando su coche y una le estaba contando a la otra de esta futura boda, en una voz tan poco discreta que me fue imposible no escuchar todo. El nombre de Willoughby, John Willoughby, repetido una y otra vez, atrajo primero mi atención, y a ello siguió la inequívoca declaración de que todo estaba ya decidido en relación con su matrimonio con la señorita Grey; ya no era un secreto, la boda tendría lugar dentro de pocas semanas, y muchos otros detalles sobre los preparativos y otros asuntos. En especial recuerdo una cosa, porque me permitió identificar al hombre con mayor precisión: tan pronto terminara la ceremonia partirían a Combe Magna, su propiedad en Somersetshire. ¡No se imagina mi asombro! Pero me seria imposible describir lo que sentí. La tan comunicativa dama, se me informó al preguntarlo, porque permanecí en la tienda hasta que se hubieron ido, era una tal señora Ellison; y ése, según me han dicho, es el nombre del tutor de la señorita Grey.
—Sí lo es. Pero, ¿escuchó también que la señorita Grey tiene cincuenta mil libras? Eso puede explicarlo, si es que algo puede.
—Podría ser así; pero Willoughby es capaz… al menos eso creo —se interrumpió durante un instante, y luego agregó en una voz que parecía desconfiar de sí misma—; y su hermana, ¿cómo lo ha…?
—Su sufrimiento ha sido enorme. Tan sólo me queda esperar que sea proporcionalmente breve. Ha sido, es la más cruel aflicción. Hasta ayer, creo, ella nunca dudó del afecto de Willoughby; e incluso ahora, quizá… pero, por
mi
parte, tengo casi la certeza de que él nunca estuvo realmente interesado en ella. ¡Ha sido tan falso! Y, en algunas cosas, parece haber una cierta crueldad en él.
—¡Ah! —dijo el coronel Brandon—, por cierto que la hay. Pero su hermana no… me parece habérselo oído a usted… no piensa lo mismo que usted, ¿no?
—Usted sabe cómo es ella, y se imaginará de qué manera lo justificaría si pudiera.
El no respondió; y poco después, como se retirara el servicio de té y se formaran los grupos para jugar a las cartas, debieron dejar de lado el tema. La señora Jennings, que los había observado conversar con gran placer y que esperaba ver cómo las palabras de la señorita Dashwood producían en el coronel Brandon un instantánea júbilo, semejante al que correspondería a un hombre en la flor de la juventud, de la esperanza y de la felicidad, llena de asombro lo vio permanecer toda la tarde más pensativo y más serio que nunca.
Tras una noche en que había dormido más de lo esperado, Marianne despertó a la mañana siguiente para encontrarse sabiéndose tan desdichada como cuando había cerrado los ojos.
Elinor la animó cuanto pudo a hablar de lo que sentía; y antes de que estuviera listo el desayuno, habían recorrido el asunto una y otra vez, Elinor sin alterar su tranquila certeza y afectuosos consejos, y Marianne manteniendo la exacerbación de sus emociones y cambiando una y otra vez sus opiniones. A ratos creía a Willoughby tan desdichado e inocente como ella; y en otros, se desconsolaba ante la imposibilidad de absolverlo. En un momento le eran absolutamente indiferentes los comentarios del mundo, al siguiente se retiraría de él para siempre, y luego iba a resistirlo con toda su fuerza. En una cosa, sin embargo, permanecía constante al tratarse ese punto: en evitar, siempre que fuera posible, la presencia de la señora Jennings, y en su decisión de mantenerse en absoluto silencio cuando se viera obligada a soportarla. Su corazón se rehusaba a creer que la señora Jennings pudiera participar en su dolor con alguna compasión.
—No, no, no, no puede ser —exclamó—, ella es incapaz de sentir. Su afabilidad no es conmiseración; su buen carácter no es ternura. Todo lo que le interesa es chismorrear, y sólo le agrado porque le doy material para hacerlo.
Elinor no necesitaba escuchar esto para saber cuántas injusticias podía cometer su hermana, arrastrada por el irritable refinamiento de su propia mente cuando se trataba de opinar sobre los demás, y la excesiva importancia que atribuía a las delicadezas propias de una gran sensibilidad y al donaire de los modales cultivados. Al igual que medio mundo, si más de medio mundo fuera inteligente y bueno, Marianne, con sus excelentes cualidades y excelente disposición, no era ni razonable ni justa. Esperaba que los demás tuvieran sus mismas opiniones y sentimientos, y calificaba sus motivos por el efecto inmediato que tenían sus acciones en ella. Fue en estas circunstancias que, mientras las hermanas estaban en su habitación después del desayuno, ocurrió algo que rebajó aún más su opinión sobre la calidad de los sentimientos de la señora Jennings; pues, por su propia debilidad, permitió que le ocasionara un nuevo dolor, aunque la buena señora había estado guiada por la mejor voluntad.
Con una carta en su mano extendida y una alegre sonrisa nacida de la convicción de ser portadora de consuelo, entró en la habitación diciendo:
—Mire, querida, le traigo algo que estoy segura le hará bien.
Marianne no necesitaba escuchar más. En un momento su imaginación le puso por delante una carta de Willoughby, llena de ternura y arrepentimiento, que explicaba lo ocurrido a toda satisfacción y de manera convincente, seguida de inmediato por Willoughby en persona, abalanzándose a la habitación para reforzar, a sus pies y con la elocuencia de su mirada, las declaraciones de su carta. La obra de un momento fue destruida por el siguiente. Frente a ella estaba la escritura de su madre, que hasta entonces nunca había sido mal recibida; y en la agudeza de su desilusión tras un éxtasis que había sido de algo más que esperanza, sintió como si, hasta ese instante, nunca hubiera sufrido.
No tenía nombre para la crueldad de la señora Jennings, aunque ciertamente hubiera sabido cómo llamarla en sus momentos de más feliz elocuencia; ahora sólo podía reprochársela mediante las lágrimas que le arrasaron los ojos con apasionada violencia; un reproche, sin embargo, tan por completo desperdiciado en aquella a quien estaba dirigido, que ésta, tras muchas expresiones de compasión, se retiró sin dejar de encomendarle la carta como gran consuelo. Pero cuando tuvo la tranquilidad suficiente para leerla, fue poco el alivio que encontró en ella. Cada línea estaba llena de Willoughby. La señora Dashwood, todavía confiada en su compromiso y creyendo con la calidez de siempre en la lealtad del joven, sólo por la insistencia de Elinor se había decidido a exigir de Marianne una mayor franqueza hacia ambas, y esto con tal ternura hacia ella, tal afecto por Willoughby y tal certeza sobre la felicidad que cada uno encontraría en el otro, que no pudo dejar de llorar desesperadamente hasta terminar de leer.
De nuevo se despertó en Marianne toda su impaciencia por volver al hogar; nunca su madre le había sido más querida, incluso por el mismo exceso de su errada confianza en Willoughby, y anhelaba desesperadamente haber partido ya. Elinor, incapaz de decidir por sí misma qué sería mejor para Marianne, si estar en Londres o en Barton, no le ofreció otro consuelo que la recomendación de paciencia hasta que conocieran los deseos de su madre; y finalmente logró que su hermana accediera a esperar hasta saberlo.
La señora Jennings salió más temprano que de costumbre, pues no podía quedarse tranquila hasta que los Middleton y los Palmer pudieran lamentarse tanto como ella; y rehusando terminantemente el ofrecimiento de Elinor de acompañarla, salió sola durante el resto de la mañana. Elinor, con el corazón abatido, consciente del dolor que iba a causar y dándose cuenta por la carta a Marianne del escaso éxito que había tenido en preparar a su madre, se sentó a escribirle relatándole lo ocurrido y a pedirle que las guiara en lo que ahora debían hacer. Marianne, entretanto, que había acudido a la sala al salir la señora Jennings, se mantuvo inmóvil junto a la mesa donde Elinor escribía, observando cómo avanzaba su pluma, lamentando la dureza de su tarea, y lamentando con más afecto aún el efecto que tendría en su madre.
Llevaban en esto cerca de un cuarto de hora cuando Marianne, cuyos nervios no soportaban en ese momento ningún ruido repentino, se sobresaltó al escuchar un golpe en la puerta.
—¿Quién puede ser? —exclamó Elinor—. ¡Y tan temprano! Pensaba que
estábamos a
salvo.
Marianne se acercó a la ventana.
—Es el coronel Brandon —dijo, molesta—. Nunca estamos a salvo de
él
.
—Como la señora Jennings está fuera, no va a entrar.
—Yo no confiaría en eso —retirándose a su habitación—. Un hombre que no sabe qué hacer con su tiempo no tiene conciencia alguna de su intromisión en el de los demás.