—¡Oh, no pienses en mí! —replicó ella con animosa entereza, aunque se le llenaron los ojos de lágrimas al hablar—, no pienses en
mi
salud. Elinor está bien, como puedes ver. Eso debiera bastarnos a ti y a mí.
Esta observación no iba a hacerles más fácil la situación a Edward y a Elinor, ni tampoco conquistaría la buena voluntad de Lucy, quien miró a Mariana con expresión nada benévola.
—¿Te gusta Londres? —le dijo Edward, deseoso de decir cualquier cosa que permitiera cambiar de tema.
—En absoluto. Esperaba encontrar grandes diversiones aquí, pero no he hallado ninguna. Verte, Edward, ha sido el único consuelo que me ha ofrecido; y ¡gracias a Dios!, tú no has cambiado.
Hizo una pausa; nadie dijo nada..
—Creo, Elinor —agregó Marianne después de un rato—, que debemos pedir a Edward que nos acompañe en nuestra vuelta a Barton. Estaremos partiendo en una o dos semanas, me imagino; y confío en que él no se negará a aceptar esta solicitud.
El pobre Edward masculló algo, pero qué fue, nadie lo supo, ni siquiera él. Pero Marianne, que se dio cuenta de su agitación y que sin mayor esfuerzo era capaz de atribuirla a cualquier causa que le pareciera conveniente, se sintió completamente satisfecha y muy pronto comenzó a hablar de otra cosa.
—¡Qué día pasamos ayer en Harley Street, Edward! ¡Tan aburrido, tan espantosamente aburrido! Pero —tengo mucho que contarte al respecto, que no puedo decir ahora.
Y con tal admirable discreción, postergó para el momento en que pudieran hablar más en privado su declaración respecto a haber encontrado a sus mutuos parientes más insoportables que nunca, y el especial desagrado que le había producido la madre de él.
—Pero, ¿por qué no estabas tú ahí, Edward? ¿Por qué no fuiste?
—Tenía otro compromiso.
—¡Otro compromiso! ¿Y cómo, si te esperaban tus amigas?
—Quizá, señorita Marianne —exclamó Lucy, deseosa de vengarse de alguna manera de ella—, usted crea que los jóvenes nunca honran sus compromisos, grandes o pequeños, cuando no les interesa cumplirlos.
Elinor se sintió muy enojada, pero Marianne pareció por completo insensible al sarcasmo de Lucy, pues le respondió con gran tranquilidad:
—En realidad, no es así; porque, hablando en serio, estoy segura de que sólo su conciencia mantuvo a Edward alejado de Harley Street. Y en verdad creo que su conciencia es delicadísima, la más escrupulosa en el cumplimiento de todos sus compromisos, por insignificantes que sean y aunque vayan en contra de su interés o de su placer. Nadie teme más que él causar dolor o destrozar una expectativa, y es la persona más incapaz de egoísmo que yo conozca. Sí, Edward, es así y así lo diré. ¡Cómo! ¿Es que nunca vas a permitir que te alaben? Entonces no puedes ser mi amigo, pues quienes acepten mi amor y mi estima deben someterse a mis más abiertos elogios.
El contenido de sus elogios en el caso actual, sin embargo, resultaba particularmente inadecuado a los sentimientos de dos tercios de su auditorio, y para Edward fue tan poco alentador que muy luego se levantó para marcharse.
—¡Tan pronto te vas! —dijo Marianne—. Mi querido Edward, no puedes hacerlo.
Y llevándolo ligeramente a un lado, le susurró su convencimiento de que Lucy no se quedaría mucho rato más. Pero incluso este incentivo falló, porque persistió en irse; y Lucy, que se habría quedado más tiempo que él aunque su visita hubiera durado dos horas, poco después se fue también.
—¡Qué la traerá acá tan a menudo! —dijo Marianne en cuanto salió—. ¡Cómo no se daba cuenta de que queríamos que se fuera! ¡Qué fastidio para Edward!
—¿Y por qué? Todas somos amigas de él, y es a Lucy a quien ha conocido por más tiempo. Es natural que desee verla tanto como a nosotras.
Marianne la miró fijamente, y dijo:
—Sabes, Elinor, éste es el tipo de cosas que no soporto escuchar. Si lo dices nada más que para que alguien te contradiga, como imagino debe ser el caso, debieras recordar que yo sería la última persona del mundo en hacerlo. No puedo rebajarme a que me saquen con engaños declaraciones que en verdad nadie desea.
Con esto abandonó la habitación, y Elinor no se atrevió a seguirla para decir algo más, pues atada como estaba por la promesa hecha a Lucy de guardar su secreto, no podía dar a Marianne ninguna información que pudiera convencerla; y por dolorosas que fueran las consecuencias de permitirle seguir en el error, estaba obligada— a aceptarlas. Todo lo que podía esperar era que Edward no la expusiera a menudo, y tampoco se expusiera él, al sinsabor de tener que escuchar las desacertadas muestras de afecto de Marianne, y tampoco a la reiteración de ningún otro aspecto de las penurias que habían acompañado su último encuentro… y este último deseo, podía confiar plenamente en que se cumpliría.
Pocos días después de esta reunión, los periódicos anunciaron al mundo que la esposa de Thomas Palmer, Esq., había dado a luz sin contratiempos a un hijo y heredero; un párrafo muy interesante y satisfactorio, al menos para todos los conocidos cercanos que ya estaban enterados de la noticia.
Este suceso, de gran importancia para la felicidad de la señora Jennings, produjo una alteración pasajera en la distribución de su tiempo y afectó en forma parecida los compromisos de sus jóvenes amigas; pues, como deseaba estar lo más posible con Charlotte, iba a verla todas las mañanas apenas se vestía, y no volvía hasta el atardecer; y las señoritas Dashwood, por pedido especial de los Middleton, pasaban todo el día en Conduit Street. Si hubiera sido por su propia comodidad, habrían preferido quedarse, al menos durante las mañanas, en la casa de la señora Jennings; pero no era esto algo que se pudiera imponer en contra de los deseos de todo el mundo. Sus horas fueron traspasadas entonces a lady Middleton y a las dos señoritas Steele, para quienes el valor de su compañía era tan escaso como grande era el afán con que aparentaban buscarla.
Las Dashwood eran demasiado lúcidas para ser buena compañía para la primera; y para las últimas eran motivo de envidia, pues las consideraban intrusas en sus territorios, partícipes de la amabilidad que ellas deseaban monopolizar. Aunque nada había más cortés que el trato de lady Middleton hacia Elinor y Marianne, en realidad no le gustaban en absoluto. Como no la adulaban ni a ella ni a sus niños, no podía creer que fueran de buen natural; y como eran aficionadas a la lectura, las imaginaba satíricas: quizá no sabía exactamente qué era ser satírico, pero
eso
carecía de importancia. En el lenguaje común implicaba una censura, y la aplicaba sin mayor cuidado.
Su presencia coartaba tanto a lady Middleton como a Lucy. Restringían el ocio de una y la ocupación de la otra. Lady Middleton se sentía avergonzada frente a ellas por no hacer nada; y Lucy temía que la despreciaran por ofrecer las lisonjas que en otros momentos se enorgullecía de idear y administrar. La señorita Steele era la menos afectada de las tres por la presencia de Elinor y Marianne, y sólo dependía de éstas que la aceptara por completo. Habría bastado con que una de las dos le hiciera un relato completo y detallado de todo lo ocurrido entre Marianne y el señor Willoughby, para que se hubiera sentido ampliamente recompensada por el sacrificio de cederles el mejor lugar junto a la chimenea después de la cena, gesto que la llegada de las jóvenes exigía. Pero esta oferta conciliatoria no le era otorgada, pues aunque a menudo lanzaba ante Elinor expresiones de piedad por su hermana, y más de una vez dejó caer frente a Marianne una reflexión sobre la —inconstancia de los galanes, no producía ningún efecto más allá de una mirada de indiferencia de la primera o de disgusto en la segunda. Con un esfuerzo menor aún, se habrían ganado su amistad. ¡Si tan sólo le hubieran hecho bromas a causa del reverendo Davies! Pero estaban tan poco dispuestas, igual que las demás, a complacerla, que si sir John cenaba fuera de casa podía pasar el día completo sin escuchar ninguna otra chanza al respecto sino las que ella misma tenía la gentileza de dirigirse.
Todos estos celos y sinsabores, sin embargo, pasaban tan totalmente inadvertidos para la señora Jennings, que creía que estar juntas era algo que encantaba a las muchachas; y así, cada noche felicitaba a sus jóvenes amigas por haberse librado de la compañía de una anciana estúpida durante tanto rato. Algunas veces se les unía donde sir John y otras en su propia casa; pero dondequiera que fuese, siempre llegaba de excelente ánimo, llena de júbilo e importancia, atribuyendo el bienestar de Charlotte a los cuidados que ella le había prodigado y lista para darles un informe tan exacto y detallado de la situación de su hija, que sólo la curiosidad de la señorita Steele podía desear. Había
una
cosa que la inquietaba, y sobre ella se quejaba a diario. El señor Palmer persistía en la opinión tan extendida entre su sexo, pero tan poco paternal, de que todos los recién nacidos eran iguales; y aunque ella percibía con toda claridad en distintos momentos la más asombrosa semejanza entre este niño y cada uno de sus parientes por ambos lados, no había forma de convencer de ello a su padre, ni de hacerlo reconocer que no era exactamente como cualquier otra criatura de la misma edad; ni siquiera se lo podía llevar a admitir la simple afirmación de que era el niño más hermoso del mundo.
Llego ahora al relato de un infortunio que por esta época sobrevino a la señora de John Dashwood. Ocurrió que durante la primera visita que le hicieron sus dos cuñadas junto a la señora Jennings en Harley Street, otra de sus conocidas llegó inesperadamente, circunstancia que, en sí misma, aparentemente no podía causarle ningún mal. Pero mientras la gente se deje arrastrar por su imaginación para formarse juicios errados sobre nuestra conducta y la califique basándose en meras apariencias, nuestra felicidad estará siempre, en una cierta medida, a merced del azar. En esta ocasión, la dama que había llegado al último dejó que su fantasía excediera de tal manera la verdad y la probabilidad, que el solo escuchar el nombre de las señoritas Dashwood y entender que eran hermanas del señor Dashwood, la llevó a concluir de inmediato que se estaban alojando en Harley Street; Y esta mala interpretación produjo como resultado, uno o dos días después, tarjetas de invitación para ellas, al igual que para su hermano y cuñada, a una pequeña velada musical en su casa. La consecuencia de esto fue que la señora de John Dashwood debió someterse no sólo a la enorme incomodidad de enviar su carruaje a buscar a las señoritas Dashwood, sino que, peor aún, debió soportar todo el desagrado de parecer hacerles alguna atención: ¿quién podría asegurarle que no iban a esperar salir con ella una segunda vez? Es verdad que siempre tendría en sus manos el poder para frustrar sus expectativas. Pero ello no era suficiente, porque cuando las personas se empeñan en una forma de conducta que saben equivocada, se sienten agraviadas cuando se espera algo mejor de ellas.
Marianne, entretanto, se vio llevada de manera tan paulatina a aceptar salir todos los días, que había llegado a serle indiferente ir a algún lugar o no hacerlo; se preparaba callada y mecánicamente para cada uno de los compromisos vespertinos, aunque sin esperar de ellos diversión alguna, y muy a menudo sin saber hasta el último momento adónde la llevarían.
Se había vuelto tan indiferente a su vestimenta y apariencia, que en todo el tiempo que dedicaba a su arreglo no les prestaba ni la mitad de la atención que recibían de la señorita Steele en los primeros cinco minutos que estaban juntas, después de estar lista.
Nada
escapaba a su minuciosa observación y amplia curiosidad; veía todo y preguntaba todo; no quedaba tranquila hasta saber el precio de cada parte del vestido de Marianne; podría haber calculado cuántos trajes tenía mejor que la misma Marianne; y no perdía las esperanzas de descubrir antes de que se dejaran de ver, cuánto gastaba semanalmente en lavado y de cuánto disponía al año para sus gastos personales. Más aún, la impertinencia de este tipo de escrutinios se veía coronada por lo general con un cumplido que, aunque pretendía ir de añadidura al resto de los halagos, era recibido por Marianne como la mayor impertinencia de todas; pues, tras ser sometida a un examen que cubría el valor y hechura de su vestido, el color de sus zapatos y su peinado, estaba casi segura de escuchar que «a fe suya se veía de lo más elegante, y apostaría que iba a hacer muchísimas conquistas».
Con estas animosas palabras fue despedida Marianne en la actual ocasión mientras se dirigía al carruaje de su hermano, el cual estaban listas para abordar cinco minutos después de tenerlo ante su puerta, puntualidad no muy grata a su cuñada, que las había precedido a la casa de su amiga y esperaba allí alguna demora de parte de las jóvenes que pudiera incomodarla a ella o a su cochero.
Los acontecimientos de esa noche no tuvieron nada de extraordinario. La reunión, como todas las veladas musicales, incluía a una buena cantidad de personas que encontraba real placer en el espectáculo, y muchas más que no obtenían ninguno; y, como siempre, los ejecutantes eran, en su propia opinión y en la de sus amigos íntimos, los mejores concertistas privados de Inglaterra.
Como Elinor no tenía talentos musicales, ni pretendía tenerlos, sin grandes escrúpulos desviaba la mirada del gran piano cada vez que deseaba hacerlo, y sin que ni la presencia de un arpa y un violoncelo se le impidieran, contemplaba a su gusto cualquier otro objeto de la estancia. En una de estas miradas errabundas, vio en el grupo de jóvenes al mismísimo de quien habían escuchado toda una conferencia sobre estuches de mondadientes en Gray's. Poco después lo vio mirándola a ella, y hablándole a su hermano con toda familiaridad; y acababa de decidir que averiguaría su nombre con este último, cuando ambos se le acercaron y el señor Dashwood se lo presentó como el señor Robert Ferrars.
Se dirigió a ella con desenvuelta cortesía y torció su cabeza en una inclinación que le hizo ver tan claramente como lo habrían hecho las palabras, que era exactamente el fanfarrón que le había descrito Lucy. Habría sido una suerte para ella si su afecto por Edward dependiera menos de sus propios méritos que del mérito de sus parientes más cercanos. Pues en tales circunstancias la inclinación de cabeza de su hermano le habría dado el toque final a lo que el mal humor de su madre y hermana habrían comenzado. Pero mientras reflexionaba con extrañeza sobre la diferencia entre los dos jóvenes, no le ocurrió que la vacuidad y presunción de uno le quitara toda benevolencia de juicio hacia la modestia y valía del otro. Por supuesto que
eran
diferentes, le explicó Robert al describirse a sí mismo en el transcurso del cuarto de hora de conversación que mantuvieron; refiriéndose a su hermano, lamentó la extremada
gaucherie
que, en su verdadera opinión, le impedía alternar en la buena sociedad, atribuyéndola imparcial y generosamente mucho menos a una falencia innata que a la desgracia de haber sido educado por un preceptor particular; mientras que en su caso, aunque probablemente sin ninguna superioridad natural o material en especial, por la sencilla razón de haber gozado de las ventajas de la educación privada, estaba tan bien equipado como el que más para incursionar en el mundo.