Sin rehuir a su familia o salir de la casa en voluntaria soledad para evitarla o quedarse despierta toda la noche para abandonarse a sus cavilaciones, Elinor descubrió que cada día le ofrecía tiempo suficiente para pensar en Edward, y en el comportamiento de Edward, de todas las maneras posibles que sus diferentes estados de ánimo en momentos distintos podían producir: con ternura, piedad, aprobación, censura y duda. Abundaban los momentos cuando, si no por la ausencia de su madre y hermanas, al menos por la naturaleza de sus ocupaciones, se imposibilitaba toda conversación entre ellas y sobrevenían todos los efectos de la soledad. Su mente quedaba inevitablemente en libertad; sus pensamientos no podían encadenarse a ninguna otra cosa; y el pasado y el futuro relacionados con un tema tan interesante no podían sino hacérsele presentes, forzar su atención y absorber su memoria, sus reflexiones, su imaginación.
De una ensoñación de este tipo a la que se había entregado mientras se encontraba sentada ante su mesa de dibujo, la despertó una mañana, poco después de la partida de Edward, la llegada de algunas visitas. Por casualidad se encontraba sola. El ruido que la puertecilla a la entrada del jardín frente a la casa hacía al cerrarse atrajo su mirada hacia la ventana, y vio un gran grupo de personas encaminándose a la puerta. Entre ellas estaban sir John y lady Middleton y la señora Jennings; pero había otros dos, un caballero y una dama, que le eran por completo desconocidos. Estaba sentada cerca de la ventana y tan pronto la vio sir John, dejó que el resto de la partida cumpliera con la ceremonia de golpear la puerta y, cruzando por el césped, le hizo abrir el ventanal para conversar en privado, aunque el espacio entre la puerta y la ventana era tan pequeño como para hacer casi imposible hablar en una sin ser escuchado en la otra.
—Bien —le dijo—, le hemos traído algunos desconocidos. ¿Le gustan?
—¡Shhh! Pueden escucharlo.
—Qué importa si lo hacen. Sólo son los Palmer. Puedo decirle que Charlotte es muy bonita. Alcanzará a verla si mira hacia acá.
Como Elinor estaba segura de que la vería en un par de minutos sin tener que tomarse tal libertad, le pidió que la excusara de hacerlo.
—¿Dónde está Marianne? ¿Ha huido al vernos venir? Veo que su instrumento está abierto.
—Salió a caminar, creo.
En ese momento se les unió la señora Jennings, que no tenía paciencia suficiente para esperar que le abrieran la puerta antes de que ella contara
su
historia. Se acercó a la ventana con grandes saludos:
—¿Cómo se encuentra, querida? ¿Cómo está la señora Dashwood? ¿Y dónde están sus hermanas? ¡Cómo! ¡La han dejado sola! Le agradará tener a alguien que le haga compañía. He traído a mi otro hijo e hija para que se conozcan. ¡Imagínese que llegaron de repente! Anoche pensé haber escuchado un carruaje mientras tomábamos el té, pero nunca se me pasó por la mente que pudieran ser ellos. Lo único que se me ocurrió fue que podía ser el coronel Brandon que llegaba de vuelta; así que le dije a sir John: «Creo que escucho un carruaje; quizá es el coronel Brandon que llega de vuelta…».<
En la mitad de su historia, Elinor se vio obligada a volverse para recibir al resto de la concurrencia; lady Middleton le presentó a los dos desconocidos; la señora Dashwood y Margaret bajaban las escaleras en ese mismo momento, y todos se sentaron a mirarse mutuamente mientras la señora Jennings continuaba con su historia a la vez que cruzaba por el corredor hasta la salita, acompañada por sir John.
La señora Palmer era varios años más joven que lady Middleton, y completamente diferente a ella en diversos aspectos. Era de corta estatura y regordeta, con un rostro muy bonito y la mayor expresión de buen humor que pueda imaginarse. Sus modales no eran en absoluto tan elegantes como los de su hermana, pero sí mucho más agradables. Entró con una sonrisa, sonrió durante todo el tiempo que duró su visita, excepto cuando reía, y seguía sonriendo al irse. Su esposo era un joven de aire serio, de veinticinco o veintiséis años, con aire más citadino y más juicioso que su esposa, pero menos deseoso de complacer o dejarse complacer. Entró a la habitación con aire de sentirse muy importante, hizo una leve inclinación ante las damas sin pronunciar palabra y, tras una breve inspección a ellas y a sus aposentos, tomó un periódico de la mesa y permaneció leyéndolo durante toda la visita.
La señora Palmer, por el contrario, a quien la naturaleza había dotado con la disposición a ser invariablemente cortés y feliz, apenas había tomado asiento cuando prorrumpió en exclamaciones de admiración por la sala y todo lo que había en ella.
—¡Miren! ¡Qué cuarto tan delicioso es éste! ¡Nunca había visto algo tan encantador! ¡Tan sólo piense, mamá, cuánto ha mejorado desde la última vez que estuve aquí! ¡Siempre me pareció un sitio tan exquisito, señora —dijo volviéndose a la señora Dashwood—, pero usted le ha dado tanto encanto! ¡Tan sólo observa, hermana, que delicia es todo! Cómo me gustaría tener una casa así. ¿Y a usted, señor Palmer?
El señor Palmer no le respondió, y ni siquiera levantó la vista del periódico.
—El señor Palmer no me escucha —dijo ella riendo—. A veces nunca lo hace. ¡Es tan cómico!
Esta era una idea absolutamente nueva para la señora Dashwood; no estaba acostumbrada a encontrar ingenio en la falta de atención de nadie, y no pudo evitar mirar con sorpresa a ambos.
La señora Jennings, entre tanto, seguía hablando a todo volumen y continuaba con el relato de la sorpresa que se habían llevado la noche anterior al ver a sus amigos, y no cesó de hacerlo hasta que hubo contado todo. La señora Palmer se reía con gran entusiasmo ante el recuerdo del asombro que les habían producido, y todos estuvieron de acuerdo dos o tres veces en que había sido una agradable sorpresa.
—Puede imaginar lo contentos que estábamos todos de verlos —agregó la señora Jennings, inclinándose hacia Elinor y hablándole en voz baja, como si pretendiera que nadie más la escuchara, aunque estaban sentadas en diferentes extremos de la habitación—, pero, así y todo, no puedo dejar de desear que no hubieran viajado tan rápido ni hecho una travesía tan larga, porque dieron toda la vuelta por Londres a causa de ciertos negocios, porque, usted sabe —indicó a su hija con una expresiva inclinación de la cabeza—, es inconveniente en su condición. Yo quería que se quedara en casa y descansara ahora en la mañana, pero insistió en venir con nosotros; ¡tenía tantos deseos de verlas a todas ustedes!
La señora Palmer se rió y dijo que no le haría ningún daño.
—Ella espera estar de parto en febrero —continuó la señora Jennings.
La señora Middleton no pudo seguir soportando tal conversación, y se esforzó en preguntarle al señor Palmer si había alguna noticia en el periódico.
—No, ninguna —replicó, y continuó leyendo.
—Aquí viene Marianne —exclamó sir John—. Ahora, Palmer, verás a una muchacha monstruosamente bonita.
Se dirigió de inmediato al corredor, abrió la puerta del frente y él mismo la escoltó. Apenas apareció, la señora Jennings le preguntó si no había estado en Allenham; y la señora Palmer se rió con tantas ganas por la pregunta como si la hubiese entendido. El señor Palmer la miró cuando entraba en la habitación, le clavó la vista durante algunos instantes, y luego volvió a su periódico. En ese momento llamaron la atención de la señora Palmer los dibujos que colgaban en los muros. Se levantó a examinarlos.
—¡Ay, cielos! ¡Qué hermosos son éstos! ¡Vaya, qué preciosura! Mírelos, mamá, ¡qué adorables! Le digo que son un encanto; podría quedarme contemplándolos para siempre y volviendo a sentarse, muy pronto olvidó que hubiera tales cosas en la habitación.
Cuando lady Middleton se levantó para marcharse, el señor Palmer también lo hizo, dejó el periódico, se estiró y los miró a todos alrededor.
—Amor mío, ¿has estado durmiendo? —dijo su esposa, riendo.
El no le respondió y se limitó a observar, tras examinar de nuevo la habitación, que era de techo muy bajo y que el cielo raso estaba combado. Tras lo cual hizo una inclinación de cabeza, y se marchó con el resto.
Sir John había insistido en que pasaran el día siguiente en Barton Park. La señora Dashwood, que prefería no cenar con ellos más a menudo de lo que ellos lo hacían en la casita, por su parte rehusó absolutamente; sus hijas podían hacer lo que quisieran. Pero éstas no tenían curiosidad alguna en ver cómo cenaban el señor y la señora Palmer, y la perspectiva de estar con ellos tampoco prometía ninguna otra diversión. Intentaron así excusarse también; el clima estaba inestable y no prometía mejorar. Pero sir John no se dio por satisfecho: enviaría el carruaje a buscarlas, y debían ir. Lady Middleton también, aunque no presionó a la señora Dashwood, lo hizo con las hilas. La señora Jennings y la señora Palmer se unieron a sus ruegos; todos parecían igualmente ansiosos de evitar una reunión familiar, y las jóvenes se vieron obligadas a ceder.
—¿Por qué tienen que invitarnos? — dijo Marianne apenas se marcharon—. El alquiler de esta casita es considerado bajo; pero las condiciones son muy duras, si tenemos que ir a cenar a la finca cada vez que alguien se está quedando con ellos o con nosotras.
—No pretenden ser menos corteses y gentiles con nosotros ahora, con estas continuas invitaciones —dijo Elinor— que con las que recibimos hace unas pocas semanas. Si sus reuniones se han vuelto tediosas e insulsas, no son ellos los que han cambiado. Debemos buscar ese cambio en otro lugar.
Al día siguiente, en el momento en que las señoritas Dashwood ingresaban a la sala de Barton Park por una puerta, la señora Palmer entró corriendo por la otra, con el mismo aire alegre y festivo que le habían visto antes. Les tomó las manos con grandes muestras de afecto y manifestó gran placer en verlas nuevamente.
—¡Estoy feliz de verlas! —dijo, sentándose entre Elinor y Marianne— porque el día está tan feo que temía que no vinieran, lo que habría sido terrible, ya que mañana nos vamos de aquí. Tenemos que irnos, ya saben, porque los Weston llegan a nuestra casa la próxima semana. Nuestra venida acá fue algo muy repentino y yo no tenía idea de que lo haríamos hasta que el carruaje iba llegando a la puerta, y entonces el señor Palmer me preguntó si iría con él a Barton. ¡Es tan gracioso! ¡Jamás me dice nada! Siento tanto que no podamos permanecer más tiempo; pero espero que muy pronto nos encontraremos de nuevo en la ciudad.
Elinor y Marianne se vieron obligadas a frenar tales expectativas.
—¡Que no van a ir a la ciudad! —exclamó la señora Palmer con una sonrisa—. Me desilusionará enormemente si no lo hacen. Podría conseguirles la casa más linda del mundo junto a la nuestra, en Hanover Square. Tienen que ir, de todas maneras. Créanme que me sentiré feliz de acompañarlas en cualquier momento hasta que esté por dar a luz, si a la señora Dashwood no le gusta salir a, lugares públicos.
Le agradecieron, pero se vieron obligadas a resistir sus ruegos.
—¡Ay, mi amor! —exclamó la señora Palmer dirigiéndose a su esposo, que acababa de entrar en la habitación—. Tienes que ayudarme a convencer a las señoritas Dashwood para que vayan a la ciudad este invierno.
Su amor no le respondió; y tras inclinarse ligeramente ante las damas, comenzó a quejarse del clima.
—¡Qué horrible es todo esto! —dijo—. Un clima así hace desagradable todo y a todo el mundo. Con la lluvia, el aburrimiento invade todo, tanto bajo techo como al aire libre. Hace que uno deteste a todos sus conocidos. ¿Qué demonios pretende sir John no teniendo una sala de billar en esta casa? ¡Qué pocos saben lo que son las comodidades! Sir John es tan estúpido como el clima.
No pasó mucho rato antes de que llegara el resto de la concurrencia.
—Temo, señorita Marianne —dijo sir John—, que no haya podido realizar su habitual caminata hasta Allenham hoy día.
Marianne puso una cara muy seria, y no dijo nada.
—Ah, no disimule tanto con nosotros —dijo la señora Palmer—, porque le aseguro que sabemos todo al respecto; y admiro mucho su gusto, pues pienso que él es extremadamente apuesto. Sabe usted, no vivimos a mucha distancia de él en el campo; me atrevería a decir que a no más de diez millas.
—Mucho más, cerca de treinta —dijo su esposo.
—¡Ah, bueno! No hay mucha diferencia. Nunca he estado en la casa de él, pero dicen que es un lugar delicioso, muy lindo.
—Uno de los lugares más detestables que he visto en mi vida —dijo el señor Palmer.
Marianne se mantuvo en perfecto silencio, aunque su semblante traicionaba su interés en lo que decían.
—¿Es muy feo? —continuó la señora Palmer—. Entonces supongo que debe ser otro lugar el que es tan bonito.
Cuando se sentaron a la mesa, sir John observó con pena que entre todos llegaban sólo a ocho.
—Querida —le dijo a su esposa—, es muy molesto que seamos tan pocos. ¿Por qué no invitaste a los Gilbert a cenar con nosotros hoy?
—¿No le dije, sir John, cuando me lo mencionó antes, que era imposible? La última vez fueron ellos los que vinieron acá.
—Usted y yo, sir John —dijo la señora Jennings— no nos andaríamos con tantas ceremonias.
—Entonces sería muy mal educada —exclamó el señor Palmer.
—Mi amor, contradices a todo el mundo —dijo su esposa, con su risa habitual—. ¿Sabes que eres bastante grosero?
—No sabía que estuviera contradiciendo a nadie al llamar a tu madre mal educada.
—Ya, ya, puede tratarme todo lo mal que quiera —exclamó con su habitual buen humor la señora Jennings—. Me ha sacado a Charlotte de encima, y no puede devolverla. Así es que ahora se desquita conmigo.
Charlotte se rió con gran entusiasmo al pensar que su esposo no podía librarse de ella, y alegremente dijo que no le importaba cuán irascible fuera él hacia ella, igual debían vivir juntos. Nadie podía tener tan absoluto buen carácter o estar tan decidido a ser feliz como la señora Palmer. La estudiada indiferencia, insolencia y contrariedad de su esposo no la alteraban; y cuando él se enfadaba con ella o la trataba mal, parecía enormemente divertida.
—¡El señor Palmer es tan chistoso! —le susurró a Elinor—. Siempre está de mal humor.
Tras observarlo durante un breve lapso, Elinor no estaba tan dispuesta a darle a él crédito por ser tan genuina y naturalmente de mal talante y mal educado como deseaba aparecer. Puede que su temperamento se hubiera agriado algo al descubrir, como tantos otros de su sexo, que por un inexplicable prejuicio en favor de la belleza, se encontraba casado con una mujer muy tonta; pero ella sabía que esta clase de desatino era demasiado común para que un hombre sensato se sintiera afectado por mucho tiempo. Más bien era un deseo de distinción, creía, lo que lo inducía a ser tan displicente con todo el mundo y a su generalizado desprecio por todo lo que se le ponía por delante. Era el deseo de parecer superior a los demás. El motivo era demasiado corriente para que causara sorpresa; pero los medios, aunque tuvieran éxito en establecer su superioridad en mala crianza, no parecían adecuados para ganarle el aprecio de nadie que no fuera su mujer.