—Me temo que hay demasiada verdad en eso —dijo Marianne—; pero, ¿por qué hacer alarde de ello?
—Sospecho —dijo Elinor— que para evitar caer en un tipo de afectación, Edward cae aquí en otra. Como cree que tantas personas pretenden mucho mayor admiración por las bellezas de la naturaleza de la que de verdad sienten, y le desagradan tales pretensiones, afecta mayor indiferencia ante el paisaje y menos discernimiento de los que realmente posee. Es exquisito y quiere tener una afectación sólo de él.
—Es muy cierto —dijo Marianne— que la admiración por los paisajes naturales se ha convertido en una simple jerigonza. Todos pretenden admirarse e intentan hacer descripciones con el gusto y la elegancia del primero que definió lo que era la belleza pintoresca. Detesto las jergas de cualquier tipo, y en ocasiones he guardado para mí misma mis sentimientos porque no podía encontrar otro lenguaje para describirlos que no fuera ese que ha sido gastado y manoseado hasta perder todo sentido y significado.
—Estoy convencido —dijo Edward— de que frente a un hermoso panorama realmente sientes todo el placer que dices sentir. Pero, a cambio, tu hermana debe permitirme no sentir más del que declaro. Me gusta una hermosa vista, pero no según los principios de lo pintoresco. No me gustan los árboles contraídos, retorcidos, marchitos. Mi admiración es mucho mayor cuando son altos, rectos y están en flor. No me gustan las cabañas en ruinas, destartaladas. No soy aficionado a las ortigas o a los cardos o a los brezales. Me da mucho más placer una acogedora casa campesina que una atalaya; y un grupo de aldeanos pulcros y felices me agrada mucho más que los mejores bandidos del mundo.
Marianne miró a Edward con ojos llenos de sorpresa, y a su hermana con piedad. Elinor se limitó a reír.
Abandonaron el tema, y Marianne se mantuvo en un pensativo silencio hasta quede súbito un objeto capturó su atención. Estaba sentada junto a Edward, y cuando él tomó la taza de té que le— ofrecía la señora Dashwood, su mano le pasó tan cerca que no pudo dejar de observar, muy visible en uno de sus dedos, un anillo que en el centro llevaba unos cabellos entretejidos.
—Nunca vi que usaras un anillo antes, Edward —exclamó—. ¿Pertenecen a Fanny esos cabellos? Recuerdo que prometió darte algunos. Pero habría pensado que su pelo era más oscuro.
Marianne había manifestado sin mayor reflexión lo que en verdad sentía; pero cuando vio cuánto había turbado a Edward, su propio fastidio ante su falta de consideración fue mayor que la molestia que él sentía. El enrojeció vivamente y, lanzando una rápida mirada a Elinor, replicó:
—Sí, es cabello de mi hermana. El engaste siempre le da un matiz diferente, ya sabes.
La mirada de Elinor se había cruzado con la de él, y también pareció turbarse. De inmediato ella pensó, al igual que Marianne, que el cabello le pertenecía; la única diferencia entre ambas conclusiones era que lo que Marianne creía un regalo dado voluntariamente por su hermana, para Elinor había sido obtenido mediante algún robo o alguna maniobra de la que ella no estaba consciente. Sin embargo, no estaba de humor para considerarlo una afrenta, y mientras cambiaba de conversación pretendiendo así no haber notado lo ocurrido, en su fuero interno resolvió aprovechar de ahí en adelante toda oportunidad que se le presentara para mirar ese cabello y convencerse, más allá de toda duda, de que era del mismo color que el suyo.
La turbación de Edward se alargó durante algún tiempo, y terminó llevándolo a un estado de abstracción aún más pronunciado. Estuvo especialmente serio durante toda la mañana. Marianne se reprochaba de la manera más severa por lo que había dicho; pero se habría perdonado con mucho mayor rapidez si hubiera sabido cuán poco había ofendido a su hermana.
Antes de mediodía recibieron la visita de sir John y la señora Jennings, que habiendo sabido de la visita de un caballero a la cabaña, vinieron a echar una mirada al huésped. Con la ayuda de su suegra, sir John no tardó en descubrir que el nombre de Ferrars comenzaba con F, y esto dejó abierta para el futuro una veta de chanzas contra la recta Elinor que únicamente porque recién conocían a Edward no explotaron de inmediato. En el momento, tan sólo las expresivas miradas que se cruzaron dieron un indicio a Elinor de cuán lejos había llegado su perspicacia, a partir de las indicaciones de Margaret.
Sir John nunca llegaba a casa de las Dashwood sin invitarlas ya fuera a cenar en la finca al día siguiente, o tomar té con ellos esa misma tarde. En la ocasión actual, para distracción de su huésped a cuyo esparcimiento se sentía obligado a contribuir, quiso comprometerlos para ambos.
—Tienen
que tomar té con nosotros hoy día —les dijo—, porque estaremos completamente solos; y mañana de todas maneras deben cenar con nosotros, porque seremos un grupo bastante grande.
La señora Jennings reforzó lo imperioso de la situación, diciendo:
—¿Y cómo saben si no organizan un baile? Y eso sí la tentará
a usted
, señorita Marianne.
—¡Un baile! protestó Marianne. —¡Imposible! ¿Quién va a bailar?
—¡Quién! Pero, ustedes, y los Carey y los Whitaker, con toda seguridad. ¡Cómo! ¿Acaso creía que nadie puede bailar porque una cierta persona a quien no nombraremos se ha ido?
—Con todo el corazón —exclamó sir John— querría que Willoughby estuviera entre nosotros de nuevo.
Esto, y el rubor de Marianne, despertaron nuevas sospechas en Edward.
—¿Y quién es Willoughby? —le preguntó en voz baja a la señorita Dashwood, a cuyo lado se encontraba.
Elinor le respondió en pocas palabras. El semblante de Marianne era mucho más comunicativo. Edward vio en él lo suficiente para comprender no sólo el significado de lo que los otros decían, sino también las expresiones de Marianne que antes lo habían confundido; y cuando sus visitantes se hubieron ido, de inmediato se dirigió a ella y, en un susurro, le dijo:
—He estado haciendo conjeturas. ¿Te digo lo que me parece adivinar?
—¿Qué quieres decir?
—¿Te lo digo?
—Por supuesto.
—Pues bien, adivino que el señor Willoughby practica la caza.
Marianne se sintió sorprendida y turbada, pero no pudo dejar de sonreír ante tan tranquila sutileza y, tras un momento de silencio, le dijo:
—¡Ay, Edward! ¿Cómo puedes…? Pero llegará el día, espero… Estoy segura de que te gustará.
—No lo dudo —replicó él, con un cierto asombro ante la intensidad y calor de sus palabras; pues si no hubiera imaginado que se trataba de una broma hecha para diversión de todos sus conocidos, basada nada más que en un algo o una nada entre el señor Willoughby y ella, no habría osado mencionarlo.
Edward permaneció una semana en la cabaña; la señora Dashwood lo urgió a que se quedara más tiempo, pero como si sólo deseara mortificarse a sí mismo, pareció decidido a partir cuando mejor lo estaba pasando entre sus amigos. Su estado de ánimo en los últimos dos o tres días, aunque todavía bastante inestable, había mejorado mucho; día a día parecía aficionarse más a la casa y a su entorno, nunca hablaba de irse sin acompañar de suspiros sus palabras, afirmaba que disponía de su tiempo por completo, incluso dudaba de hacia dónde se dirigiría cuando se marchara…, pero aun así debía irse. Nunca una semana había pasado tan rápido, apenas podía creer que ya se hubiera ido. Lo dijo una y otra vez; dijo también otras cosas, que indicaban el rumbo de sus sentimientos y se contradecían con sus acciones. Nada le complacía en Norland, detestaba la ciudad, pero o a Norland o a Londres debía ir. Valoraba por sobre todas las cosas la gentileza que había recibido de todas ellas y su mayor dicha era estar en su compañía. Y aun así debía dejarlas a fines de esa semana, a pesar de los deseos de ambas partes y sin ninguna restricción en su tiempo.
Elinor cargaba a cuenta de la madre de Edward todo lo que había de sorprendente en su manera de actuar; y era una suerte para ella que él tuviera una madre cuyo carácter le fuera conocido de manera tan imperfecta como para servirle de excusa general frente a todo lo extraño que pudiera haber en su hijo. Sin embargo, desilusionada y molesta como estaba, y a veces disgustada con el vacilante comportamiento del joven hacia ella, aun así tenía la mejor disposición general para otorgar a sus acciones las mismas sinceras concesiones y generosas calificaciones que le habían sido arrancadas con algo más de dificultad por la señora Dashwood cuando se trataba de Willoughby. Su falta de ánimo, de franqueza y de congruencia, era atribuida en general a su falta de independencia y a un mejor conocimiento de las disposiciones y planes de la señora Ferrars. La brevedad de su visita, la firmeza de su propósito de marcharse, se originaban en el, mismo atropello a sus inclinaciones, en la misma inevitable necesidad de transigir con su madre. La antigua y ya conocida disputa entre el deber y el deseo, los padres contra los hijos, era la causa de todo. A Elinor le habría alegrado saber cuándo iban a terminar estas dificultades, cuándo iba a terminar esa oposición…, cuándo iba a cambiar la señora Ferrars, dejando a su hijo en libertad para ser feliz. Pero, de tan vanos deseos estaba obligada a volver, para encontrar consuelo, a la renovación de su confianza en el afecto de Edward; al recuerdo de todas las señales de interés que sus miradas o palabras habían dejado escapar mientras estaban en Barton; y, sobre todo, a esa halagadora prueba de ello que él usaba constantemente en torno a su dedo.
—Creo, Edward —dijo la señora Dashwood mientras desayunaban la última mañana—, que serías más feliz si tuvieras una profesión que ocupara tu tiempo y les diera interés a tus planes y acciones. Ello podría no ser enteramente conveniente para tus amigos: no podrías entregarles tanto de tu tiempo. Pero —agregó con una sonrisa— te verías beneficiado en un aspecto al menos: sabrías adónde ir cuando los dejas.
—De verdad le aseguro —respondió él— que he pensado mucho en este punto en el mismo sentido en que usted lo hace ahora. Ha sido, es y probablemente siempre será una gran desgracia para mí no haber tenido ninguna ocupación a la cual obligatoriamente dedicarme, ninguna profesión que me dé empleo o me ofrezca algo en la línea de la independencia. Pero, por desgracia, mi propia capacidad de comportarme de manera gentil, y la gentileza de mis amigos, han hecho de mí lo que soy: un ser ocioso, incompetente. Nunca pudimos Ponemos de acuerdo en la elección de una profesión. Yo siempre preferí la iglesia, como lo sigo haciendo. Pero eso no era bastante elegante para mi familia. Ellos recomendaban una carrera militar. Eso era demasiado, demasiado elegante para mí. En cuanto al ejercicio de las leyes, le concedieron la gracia de considerarla una profesión bastante decorosa; muchos jóvenes con despachos en alguna Asociación de Abogados de Londres han logrado una muy buena llegada a los círculos más importantes, y se pasean por la ciudad conduciendo calesas muy a la moda. Pero yo no tenía ninguna inclinación por las leyes, ni siquiera en esta forma harto menos abstrusa de ellas que mi familia aprobaba. En cuanto a la marina, tenía la ventaja de ser de buen tono, pero yo ya era demasiado mayor para ingresar a ella cuando se empezó a hablar del tema; y, a la larga, como no había verdadera necesidad de que tuviera una profesión, dado que podía ser igual de garboso y dispendioso con una chaqueta roja sobre los hombros o sin ella, se terminó por decidir que el ocio era lo más ventajoso y honorable; y a los dieciocho años los jóvenes por lo general no están tan ansiosos de tener una ocupación como para resistir las invitaciones de sus amigos a no hacer nada. Ingresé, por tanto, a Oxford, y desde entonces he estado de ocioso, tal como hay que estar.
—La consecuencia de todo ello será, supongo —dijo la señora Dashwood—, ya que la indolencia no te ha traído ninguna felicidad, que criarás a tus hijos para que tengan tantos intereses, empleos, profesiones y quehaceres como Columella.
[3]
—Serán criados —respondió con tono grave— para que sean tan diferentes de mí como sea posible, en sentimientos, acciones, condición, en todo.
—Vamos, vamos, todo eso no es más que producto de tu desánimo, Edward. Estás de humor, y te imaginas que cualquiera que no sea como tú debe ser feliz. Pero recuerda que en algún momento todos sentirán la pena de separarse de los amigos, sin importar cuál sea su educación o estado. Toma conciencia de tu propia felicidad. No careces de nada sino de paciencia… o, para darle un nombre más atractivo, llámala esperanza. Con el tiempo tu madre te garantizará esa independencia que tanto ansías; es su deber, y muy pronto su felicidad será, deberá ser, impedir que toda tu juventud se desperdicie en el descontento. ¡Cuánto no podrán hacer unos pocos meses!
—Creo —replicó Edward— que se necesitarán muchos meses para que me ocurra algo bueno.
Este desaliento, aunque no pudo ser contagiado a la señora Dashwood, aumentó el dolor de todos ellos por la partida de Edward, que muy pronto tuvo lugar, y dejó una incómoda sensación especialmente en Elinor, que necesitó de tiempo y trabajo para apaciguarse. Pero como había decidido sobreponerse a ella y evitar parecer que sufría más que el resto de su familia ante la partida del joven, no utilizó los medios tan juiciosamente empleados por Marianne en una ocasión similar, cuando se entregó a la búsqueda del silencio, la soledad y el ocio para aumentar y hacer permanente su sufrimiento. Sus métodos moran tan diferentes como sus particulares objetivos, e igualmente adecuados al logro de ellos.
Apenas partió Edward, Elinor se sentó a su mesa de dibujo, se mantuvo ocupada durante todo el día, no buscó ni evitó mencionar su nombre, Pareció prestar el mismo interés de siempre a las Preocupaciones generales de la familia, y si con esta conducta no hizo disminuir su propia congoja, al menos evitó que aumentara de manera innecesaria, y su madre y hermanas se vieron libres de muchos afanes por su causa.
Tal comportamiento, tan exactamente opuesto al de ella, no le parecía a Marianne más meritorio que criticable le había parecido el propio. Del asunto del dominio sobre sí misma, dio cuenta con toda facilidad: si era imposible cuando los sentimientos eran fuertes, con los apacibles no tenía ningún mérito. Que los sentimientos de su hermana
eran
apacibles, no osaba negarlo, aunque le avergonzaba reconocerlo; y de la fuerza de los propios tenía una prueba incontrovertible, puesto que seguía amando y respetando a esa hermana a pesar de este humillante convencimiento.