—John está tan animado hoy! —decía, al ver cómo tomaba el pañuelo de la señorita Steele y lo arrojaba por la ventana—. No deja de hacer travesuras.
Y poco después, cuando el segundo de sus hijos pellizcó violentamente a la misma señorita en un dedo, comentó llena de cariño:
—¡Qué juguetón es William! ¡Y aquí está mi dulce Annamaria! —agregó, acariciando tiernamente a una niñita de tres años que se había mantenido sin hacer ni un ruido durante los últimos dos minutos—. Siempre es tan gentil y tranquila; ¡jamás ha existido una chiquita tan tranquila!
Pero por desgracia, al llenarla de abrazos, un alfiler del tocado de su señoría rasguñó levemente a la niña en el cuello, provocando en este modelo de gentileza tan violentos chillidos que a duras penas podrían haber sido superados por ninguna criatura reconocidamente ruidosa. La consternación de su madre fue enorme, pero no pudo superar la alarma de las señoritas Steele, y entre las tres hicieron todo lo que en una emergencia tan crítica el afecto indicaba que debía hacerse para mitigar las agonías de la pequeña doliente. La sentaron en el regazo de su madre, la cubrieron de besos; una de las señoritas Steele, arrodillada para atenderla, enjugó su herida con agua de lavanda, y la otra le llenó la boca con ciruelas confitadas. Con tales recompensas a sus lágrimas, la niña tuvo la sabiduría suficiente para no dejar de llorar. Siguió chillando y sollozando vigorosamente, dio de patadas a sus dos hermanos cuando intentaron tocarla, Y nada de lo que hacían para calmarla tuvo el menor resultado, hasta que felizmente lady Middleton recordó que en una escena de similar congoja, la semana anterior, le habían puesto un poco de mermelada de damasco en una sien que se había magullado; se propuso insistentemente el mismo remedio para este desdichado rasguño, y el ligero intermedio en los gritos de la jovencita al escucharlo les dio motivos para esperar que no sería rechazado. Salió entonces de la sala en brazos de su madre a la búsqueda de esta medicina, y como los dos chicos quisieron seguirlas, aunque su madre les rogó afanosamente que se quedaran, las cuatro jóvenes se encontraron a solas en una quietud que la habitación no había conocido en muchas horas.
—¡Pobre criaturita! —dijo la señorita Steele apenas salieron—. Pudo haber sido un accidente muy triste.
—Aunque difícilmente puedo imaginármelo —exclamó Marianne—, a no ser que hubiera ocurrido en circunstancias muy diferentes. Pero ésta es la manera habitual de incrementar la alarma, cuando en realidad no hay nada de qué alarmarse.
—Qué mujer tan dulce es lady Middleton —dijo Lucy Steele.
Marianne se quedó callada. Le era imposible decir algo que no sentía, por trivial que fuera la ocasión; y de esta forma siempre caía sobre Elinor toda la tarea de decir mentiras cuando la cortesía así lo requería. Hizo lo mejor posible, cuando el deber la llamó a ello, por hablar de lady Middleton con más entusiasmo del que sentía, aunque fue mucho menor que el de la señorita Lucy.
—Y sir John también —exclamó la hermana mayor—. ¡Qué hombre tan encantador!
También en este caso, como la buena opinión que de él tenía la señorita Dashwood no era más que sencilla y justa, se hizo presente sin grandes exageraciones. Tan sólo observó que era de muy buen talante y amistoso.
—¡Y qué encantadora familia tienen! En toda mi vida había visto tan magníficos niños. Créanme que ya los adoro, y eso que en verdad me gustan los niños con locura.
—Me lo habría imaginado —dijo Elinor con una sonrisa—, por lo que he visto esta mañana.
—Tengo la idea —dijo Lucy— de que usted cree a los pequeños Middleton demasiado consentidos; quizá estén al borde de serlo, pero es tan natural en lady Middleton; y por mi parte, me encanta ver niños llenos de vida y energía; no los soporto si son dóciles y tranquilos.
—Confieso —replicó Elinor—, que cuando estoy en Barton Park nunca pienso con horror en niños dóciles y tranquilos.
A estas palabras siguió una breve pausa, rota primero por la señorita Steele, que parecía muy inclinada a la conversación y que ahora dijo, de manera algo repentina:
—Y, ¿le gusta Devonshire, señorita Dashwood? Supongo que lamentó mucho dejar Sussex.
Algo sorprendida ante la familiaridad de esta pregunta, o al menos ante la forma en que fue hecha, Elinor respondió que sí le había costado.
—Norland es un sitio increíblemente hermoso, ¿verdad? —agregó la señorita Steele.
—Hemos sabido que sir John tiene una enorme admiración por él —dijo Lucy, que parecía creer que se necesitaba alguna excusa por la libertad con que había hablado su hermana.
—Creo que todos lo que han estado allí
tienen
que admirarlo —respondió Elinor—, aunque es de suponer que nadie aprecia sus bellezas tanto como nosotras.
—¿Y tenían allá muchos admiradores distinguidos? Me imagino que en esta parte del mundo no tienen tantos; en cuanto a mí, pienso que siempre son un gran aporte.
—Pero, ¿por qué —dijo Lucy, con aire de sentirse avergonzada de su hermana— piensas que en Devonshire no hay tantos jóvenes guapos como en Sussex?
—No, querida, por supuesto no es mi intención decir que no los hay. Estoy segura de que hay una gran cantidad de galanes muy distinguidos en Exeter; pero, ¿cómo crees que podría saber si hay jóvenes agradables en Norland? Y yo sólo temía que las señoritas Dashwood encontraran aburrido Barton si no encuentran acá tantos como los que acostumbraban tener. Pero quizá a ustedes, jovencitas, no les importen los pretendientes, y estén tan a gusto sin ellos como con ellos. Por mi parte, pienso que son enormemente agradables, siempre que se vistan de manera elegante y se comporten con urbanidad. Pero no soporto verlos cuando son sucios o antipáticos. Vean, por ejemplo, al señor Rose, de Exeter, un joven maravillosamente elegante, bastante apuesto, que trabaja para el señor Simpson, como ustedes saben; y, sin embargo, si uno lo encuentra en la mañana, no se lo puede ni mirar. Me imagino, señorita Dashwood, que su hermano era un gran galán antes de casarse, considerando que era tan rico, ¿no es verdad?
—Le prometo —replicó Elinor— que no sabría decírselo, porque no entiendo bien el significado de la palabra. Pero esto sí puedo decirle: que si alguna vez él fue un galán antes de casarse, lo es todavía, porque no ha habido el menor cambio en él.
—¡Ay, querida! Una nunca piensa en los hombres casados como galanes… Tienen otras cosas que hacer.
—¡Por Dios, Anne! —exclamó su hermana—. Sólo hablas de galanes. Harás que la señorita Dashwood crea que no piensas sino en eso.
Luego, para cambiar de tema, comenzó a manifestar su admiración por la casa y el mobiliario.
Esta muestra de lo que eran las señoritas Steele fue suficiente. Las vulgares libertades que se tomaba la mayor y sus insensateces la dejaban sin nada a favor, y como a Elinor ni la belleza ni la sagaz apariencia de la menor le habían hecho perder de vista su falta de real elegancia y naturalidad, se marchó de la casa sin ningún deseo de conocerlas más.
No ocurrió lo mismo con las señoritas Steele. Venían de Exeter, bien provistas de admiración por sir John, su familia y todos sus parientes, y ninguna parte de ella le negaron mezquinamente a las hermosas primas del dueño de casa, de quienes afirmaron ser las muchachas más hermosas, elegantes, completas y perfectas que habían visto, y a las cuales estaban particularmente ansiosas de conocer mejor. Y en consecuencia, pronto Elinor descubrió que conocerlas mejor era su inevitable destino; como sir John estaba por completo de parte de las señoritas Steele, su lado iba a ser demasiado fuerte para presentarle alguna oposición e iban a tener que someterse a ese tipo de intimidad que consiste en sentarse todos juntos en la misma habitación durante una o dos horas casi a diario. No era más lo que podía hacer sir John, pero no sabía que se necesitara algo más; en su opinión, estar juntos era gozar de intimidad, y mientras sus continuos planes para que todos se reunieran fueran eficaces, no le cabía duda alguna de que fueran verdaderos amigos.
Para hacerle justicia, hizo todo lo que estaba en su poder para impulsar una relación sin reservas entre ellas, y con tal fin dio a conocer a las señoritas Steele todo lo que sabía o suponía respecto de la situación de sus primas en los aspectos más delicados; y así Elinor no las había visto más de un par de veces antes de que la mayor de ellas la felicitara por la suerte de su hermana al haber conquistado a un galán muy distinguido tras su llegada a Barton.
—Seguro será una gran cosa haberla casado tan joven —dijo—, y me han dicho que es un gran galán, y maravillosamente apuesto. Y espero que también usted tenga pronto la misma buena suerte… aunque quizá ya tiene a alguien listo por ahí.
Elinor no podía suponer que sir John fuera más comedido en proclamar sus sospechas acerca de su afecto por Edward, de lo que había sido respecto de Marianne; de hecho, entre las dos situaciones, la suya era la que prefería para sus chanzas, por su mayor novedad y porque daba mayor pábulo a conjeturas: desde la visita de Edward, nunca habían cenado juntos sin que él brindara a la salud de las personas queridas de ella, con una voz tan cargada de significados, tantas cabezadas y guiños, que no podía menos de alertar a todo el mundo. Invariablemente se sacaba a colación la letra F, y con ella se habían nutrido tan incontables bromas, que hacía ya tiempo se le había impuesto a Elinor su calidad de ser la letra más ingeniosa del alfabeto.
Las señoritas Steele, tal como había imaginado que ocurriría, eran las destinatarias de todas estas bromas, y en la mayor despertaron una gran curiosidad por saber el nombre del caballero al que aludían, curiosidad que, aunque a menudo expresada con impertinencia, era perfectamente consistente con sus constantes indagaciones en los asuntos de la familia Dashwood. Pero sir John no jugó demasiado tiempo con el interés que había gozado en despertar, porque decir el nombre le era tan placentero como escucharlo era para la señorita Steele.
—Su nombre es Ferrars —dijo, en un murmullo muy audible—, pero le ruego no decirlo, porque es un gran secreto.
—¡Ferrars! —repitió la señorita Steele—. El señor Ferrars es el tan dichoso personaje, ¿verdad? ¡Vaya! ¿El hermano de su cuñada, señorita Dashwood? Un joven muy agradable, con toda seguridad. Lo conozco muy bien.
—¿Cómo puedes decir tal cosa, Anne? —exclamó Lucy, que generalmente corregía todas las declaraciones de su hermana—. Aunque lo hemos visto una o dos veces en la casa de mi tío, es excesivo pretender conocerlo bien.
Elinor escuchó con atención y sorpresa todo lo anterior. «¿Y quién era este tío? ¿Dónde vivía? ¿Cómo fue que se conocieron? tenía grandes deseos de que continuaran con el tema, aunque prefirió no unirse a la conversación; pero nada más se dijo al respecto y, por primera vez en su vida, pensó que a la señora Jennings le faltaba o curiosidad tras tan mezquina información, o deseo de manifestar su interés. La forma en que la señorita Steele había hablado de Edward aumentó su curiosidad, porque sintió que lo hacía con algo de malicia y plantaba la sospecha de que ella sabía, o se imaginaba saber, algo en desmerecimiento del joven. Pero su curiosidad fue en vano, porque la señorita Steele no prestó más atención al nombre del señor Ferrars cuando sir John aludía a él o lo mencionaba abiertamente.
Marianne, que nunca había sido demasiado tolerante de cosas como la impertinencia, la vulgaridad, la inferioridad de índole o incluso las diferencias de gusto respecto de los suyos, en esta ocasión estaba particularmente renuente, dado su estado de ánimo, a encontrar agradables a las señoritas Steele o fomentar sus avances; y a esta invariable frialdad en su comportamiento, que frustraba todos los intentos que hacían por establecer una relación de intimidad, atribuía Elinor en primer lugar la preferencia por ella que se hizo evidente en el trato de ambas hermanas, especialmente de Lucy, que no perdía oportunidad de entablar conversación o de intentar un mayor acercamiento mediante una fácil y abierta comunicación de sus sentimientos.
Lucy era naturalmente lista; a menudo sus observaciones eran justas y entretenidas, y como compañía durante una media hora, con frecuencia Elinor la encontraba agradable. Pero sus capacidades innatas en nada habían sido complementadas por la educación; era ignorante e inculta, y la insuficiencia de todo refinamiento intelectual en ella, su falta de información en los asuntos más corrientes, no podían pasar inadvertidas a la señorita Dashwood, a pesar de todos los esfuerzos que hacía la joven por parecer superior. Elinor percibía el descuido de capacidades que la educación habría hecho tan respetables, y la compadecía por ello; pero veía con sentimientos mucho menos tiernos la total falta de delicadeza, de rectitud y de integridad de espíritu que traicionaban sus laboriosas y permanentes atenciones y lisonjas a los Middleton; y no podía encontrar satisfacción duradera en la compañía de una persona que a la ignorancia unía la insinceridad, cuya falta de instrucción impedía una conversación entre ellas en condiciones de igualdad, y cuya conducta hacia los demás quitaba todo valor a cualquier muestra de atención o deferencia hacia ella.
—Temo que mi pregunta le pueda parecer extraña —le dijo Lucy un día mientras caminaban juntas desde la finca a la cabaña—, pero, si me disculpa, ¿conoce personalmente a la madre de su cuñada, la señora Ferrars?
A Elinor la pregunta sí le pareció bastante extraña, y así lo reveló su semblante al responder que nunca había visto a la señora Ferrars.
¡Vaya! —replicó Lucy—. Qué curioso, pensaba que la debía haber visto alguna vez en Norland. Entonces quizá no pueda decirme qué clase de mujer es.
—No —respondió Elinor, cuidándose de dar su verdadera opinión de la madre de Edward, y sin grandes deseos de satisfacer lo que parecía una curiosidad impertinente—, no sé nada de ella.
—Con toda seguridad pensará que soy muy extraña, por preguntar así por ella —dijo Lucy, observando atentamente a Elinor mientras hablaba—; pero quizá haya motivos… Ojalá me atreviera; pero, así y todo, confío en que me hará la justicia de creer que no es mi intención ser impertinente.
Elinor le dio una respuesta cortés, y caminaron durante algunos minutos en silencio. Lo rompió Lucy, que retomó el tema diciendo de modo algo vacilante:
—No soporto que me crea impertinentemente curiosa; daría cualquier cosa en el mundo antes que parecerle así a una persona como usted, cuya opinión me es tan valiosa. Y por cierto no tendría el menor temor de confiar en
usted
; en verdad apreciaría mucho su consejo en una situación tan incómoda como ésta en que me encuentro; no se trata, sin embargo, de preocuparla a
usted
. Lamento que no conozca a la señora Ferrars.