—¿Y el señor Ferrars estaba con ella en el carruaje?
—Sí, señora, justo lo vi sentado ahí, echado para atrás, pero no levantó los ojos. El caballero nunca fue muy dado a conversar.
El corazón de Elinor podía explicar fácilmente por qué el caballero no se había mostrado; y la señora Dashwood probablemente imaginó la misma razón.
—¿No había nadie más en el carruaje?
—No, señora, sólo ellos dos.
—¿Sabe de dónde venían?
—Venían directo de la ciudad, según me dijo la señorita Lucy… la señora Ferrars.
—¿Pero iban más hacia el oeste?
—Sí, señora, pero no para quedarse mucho. Volverán luego y entonces seguro que pasan por aquí.
La señora Dashwood miró ahora a su hija, pero Elinor sabía bien que no debía esperarlos. Reconoció a Lucy entera en el mensaje, y tuvo la certeza de que Edward nunca vendría por su casa. En voz baja le observó a su madre que probablemente iban donde el señor Pratt, cerca de Plymouth.
Thomas parecía haber terminado sus informes. Elinor parecía querer saber más.
—¿Los vio partir antes de irse?
—No, señora; ya estaban sacando los caballos, pero no pude quedarme más; temía atrasarme. —¿Parecía estar bien la señora Ferrars?
—Sí, señora, dijo que estaba muy bien; a mi ver siempre fue una joven muy guapa y parecía enormemente contenta.
A la señora Dashwood no se le ocurrió nada más que preguntar, y Thomas y el mantel, ahora igualmente innecesarios, poco después fueron sacados de allí. Marianne ya había mandado decir que no iba a comer nada más; también la señora Dashwood y Elinor habían perdido el apetito, y Margaret podía sentirse muy bien con esto de que, a pesar de las innumerables inquietudes que ambas hermanas habían experimentado en el último tiempo, a pesar de los muchos motivos que habían tenido para descuidar las comidas, nunca antes habían tenido que quedarse sin cenar.
Cuando les llevaron el postre y el vino y la señora Dashwood y Elinor quedaron a solas, permanecieron mucho rato juntas en similares meditaciones e idéntico silencio. La señora Dashwood no se aventuró a hacer ninguna observación y no osó ofrecer consuelo. Se daba cuenta ahora de que se había equivocado al confiar en la imagen que Elinor había estado dando de sí misma; y concluyó correctamente que en su momento le había quitado importancia a todo lo que le ocurría sólo para evitarle a ella mayores sufrimientos, considerando cuánto estaba sufriendo ya por Marianne. Se dio cuenta de que la cuidadosa, considerada solicitud de su hija la había llevado al error de pensar que el afecto que un día había comprendido tan bien, era en realidad mucho menos serio de lo que solía creer o de lo que ahora se veía que era. Temía que, al dejarse convencer de esa forma, había sido injusta, desconsiderada… no, casi cruel con Elinor; que la aflicción de Marianne, por ser más evidente, más patente a sus ojos, había absorbido demasiado de su ternura, llevándola a casi olvidar que en Elinor podía tener a otra hija sufriendo tanto como ella, con un dolor que ciertamente había sido menos buscado y que había soportado con mucho mayor fortaleza.
Elinor había descubierto la diferencia entre esperar que ocurriera un hecho desagradable, por muy seguro que se lo pudiera considerar, y la certeza misma. Había descubierto que, mientras Edward seguía soltero, a pesar de sí misma siempre le había dado cabida a la esperanza de que algo iba a suceder que impediría su matrimonio con Lucy; que algo una decisión que él tomara, alguna intervención de amigos o una mejor oportunidad de establecerse para la dama surgiría para permitir la felicidad de todos ellos. Pero ahora se había casado, y ella culpó a su propio corazón por esa recóndita tendencia a formarse ilusiones que hacía tanto más dolorosa la noticia.
Al comienzo se sorprendió de que se hubiera casado tan luego, antes (según se lo imaginaba) de su ordenación y, por consiguiente, antes de haber entrado en posesión del beneficio. Pero no tardó en ver cuán probable era que Lucy, cautelando sus propios intereses y deseosa de tenerlo seguro lo antes posible, pasara por alto cualquier cosa menos el riesgo de la demora. Se habían casado, lo habían hecho en la ciudad, y ahora se dirigían a toda prisa donde su tío. ¡Qué habría sentido Edward al estar a cuatro millas de Barton, al ver al criado de su madre, al escuchar el mensaje de Lucy!
Supuso que pronto se habrían instalado en Delaford… Delaford, allí donde tantas cosas conspiraban para interesarla, el lugar que quería conocer y también evitar. Tuvo la rápida imagen de ellos en la casa parroquial; vio en Lucy la administradora activa, ingeniándoselas para equilibrar sus aspiraciones de elegancia con la máxima frugalidad, y avergonzada de que se fuera a sospechar ni la mitad de sus manejos económicos; en todo momento con su propio interés en mente, procurándose la buena voluntad del coronel Brandon, de la señora Jennings y de cada uno de sus amigos pudientes. No sabía bien cómo veía a Edward ni cómo deseaba verlo: feliz o desdichado…: ninguna de las dos posibilidades la alegraba; alejó entonces de su mente toda imagen de él.
Elinor se hacía ilusiones con que alguno de sus conocidos de Londres les escribiría anunciándoles el suceso y dándoles más detalles; pero pasaban los días sin traer cartas ni noticias. Aunque no estaba segura de que alguien pudiera ser culpado por ello, criticaba de alguna manera a cada uno de los amigos ausentes. Todos eran desconsiderados o indolentes.
—¿Cuándo le escribirá al coronel Brandon, señora? —fue la pregunta que brotó de su impaciencia por que algo se hiciera al respecto.
—Le escribí la semana pasada, mi amor, y más bien espero verlo llegar a él en vez de noticias suyas. Le insistí que viniera a visitarnos, y no me sorprendería verlo entrar hoy o mañana, o cualquier día.
Esto ya era algo, algo en qué poner las expectativas. El coronel Brandon
debía
tener alguna información que darles.
No bien acababa de concluir tal cosa, cuando la figura de un hombre a caballo atrajo su vista hacia la ventana. Se detuvo ante su reja. Era un caballero, era el coronel Brandon en persona. Ahora sabría más; y tembló al imaginarlo. Pero
no
era el coronel Brandon… no tenía ni su porte, ni su altura. Si fuera posible, diría que debía ser Edward. Volvió a mirar. Acababa de desmontar… no podía equivocarse…
era
Edward. Se alejó
y
se sentó. «Viene desde donde el señor Pratt a propósito para vernos.
Tengo
que estar tranquila;
ten
go que comportarme dueña de mí misma».
En un momento se dio cuenta de que también los otros habían advertido el error. Vio que su madre y Marianne mudaban de color; las vio mirarla y susurrarse algo entre ellas. Habría dado lo que fuera por ser capaz de hablar y por hacerles comprender que esperaba no hubiera la menor frialdad o menosprecio hacia él en el trato. Pero no pudo sacar la voz y se vio obligada a dejarlo todo a la discreción de su madre y hermana.
No cruzaron ni una sílaba entre ellas. Esperaron en silencio que apareciera su visitante. Escucharon sus pisadas a lo largo del camino de grava; en un momento estuvo en el corredor, y al siguiente frente a ellas.
Al entrar en la habitación su semblante no mostraba gran felicidad, ni siquiera desde la perspectiva de Elinor. Tenía el rostro pálido de agitación, y parecía temeroso de la forma en que lo recibirían y consciente de no merecer una acogida amable. La señora Dashwood, sin embargo, confiando cumplir así los deseos de aquella hija por quien se proponía en lo más hondo de su corazón dejarse guiar en todo, lo recibió con una mirada de forzada alegría, le estrechó la mano y le deseó felicidades.
Edward se sonrojó y tartamudeó una respuesta ininteligible. Los labios de Elinor se habían movido a la par de los de su madre, y cuando la actividad hubo terminado, deseó haberle dado la mano también. Pero ya era demasiado tarde y, con una expresión en el rostro que pretendía ser llana, se volvió a sentar y habló del tiempo.
Marianne, intentando ocultar su aflicción, se había retirado fuera de la vista de los demás tanto como le era posible; y Margaret, entendiendo en parte lo que ocurría pero no —por completo, pensó que le correspondía comportarse dignamente, tomó asiento lo más lejos de Edward que pudo y mantuvo un estricto silencio.
Cuando Elinor terminó de alegrarse por el clima seco de la estación, se sucedió una horrible pausa. La rompió la señora Dashwood, que se sintió obligada a desear que hubiera dejado a la señora Ferrars en muy buena salud. Apresuradamente él respondió que sí.
Otra pausa.
Elinor, decidiéndose a hacer un esfuerzo, aunque temerosa del sonido de su propia voz, dijo:
—¿Está en Longstaple la señora Ferrars?
—¡En Longstaple! —replicó él, con aire sorprendido—. No, mi madre está en la ciudad.
—Me refería —dijo Elinor, tomando una de las labores de encima de la mesa— a la señora de
Edward
Ferrars.
No se atrevió a levantar la vista; pero su madre y Marianne dirigieron sus ojos a él. Edward enrojeció, pareció sentirse perplejo, la miró con aire de duda y, tras algunas vacilaciones, dijo:
—Quizá se refiera… mi hermano… se refiera a la señora de
Robert
Ferrars.
—¡La señora de Robert Ferrars! —repitieron Marianne y su madre con un tono de enorme asombro; y aunque Elinor no fue capaz de hablar,
también
le clavó los ojos con el mismo impaciente desconcierto. El se levantó de su asiento y se dirigió a la ventana, aparentemente sin saber qué hacer; tomó unas tijeras que se encontraban por allí, y mientras cortaba en pedacitos la funda en que se guardaban, arruinando así ambas cosas, dijo con tono apurado:
—Quizá no lo sepan, no hayan sabido que mi hermano se ha casado recién con… con la menor… con la señorita Lucy Steele.
Sus palabras fueron repetidas con indecible asombro por todas, salvo Elinor, que siguió sentada con la cabeza inclinada sobre su labor, en un estado de agitación tan grande que apenas sabía dónde se encontraba.
—Sí —dijo él—, se casaron la semana pasada y ahora están en Dawlish.
Elinor no pudo seguir sentada. Salió de la habitación casi corriendo, y tan pronto cerró la puerta, estalló en lágrimas de alegría que al comienzo pensó no iban a terminar nunca. Edward, que hasta ese momento había mirado a cualquier parte menos a ella, la vio salir a la carrera y quizá vio —o incluso escuchó— su emoción, pues inmediatamente después se sumió en un estado de ensueño que ninguna observación ni pregunta afectuosa de la señora Dashwood pudo penetrar; finalmente, sin decir palabra, abandonó la habitación y salió hacia la aldea, dejándolas estupefactas y perplejas ante un cambio en las circunstancias tan maravilloso y repentino, entregadas a un desconcierto que sólo podían paliar a través de conjeturas.
Por inexplicables que le parecieran a toda la familia las circunstancias de su liberación, lo cierto era que Edward era libre; y a todas les fue fácil predecir en qué ocuparía esa libertad: tras experimentar los beneficios de un compromiso imprudente, contraído sin el consentimiento de su madre, como lo había hecho ya por más de cuatro años, al fracasar ése no podía esperarse de él nada menos que verlo contrayendo
otro
.
La diligencia que debía cumplir en Barton era, de hecho, bastante simple. Sólo se trataba de pedirle a Elinor que se casara con él; y considerando que no era totalmente inexperto en tales cometidos, podría extrañar que se sintiera tan incómodo en esta ocasión como en verdad se sentía, tan necesitado de estímulo y aire fresco.
No es necesario, sin embargo, contar en detalle lo que tardó su caminata en llevarlo a tomar la decisión adecuada, cuánto demoró en presentarse la oportunidad de ponerla en práctica, de qué manera se expresó y cómo fue recibido. Lo único que importa decir es esto: que cuando todos se sentaron a la mesa a las cuatro, alrededor de tres horas después de su llegada, había conseguido a su dama, había logrado el consentimiento de la madre, y era el más feliz de los hombres. Y ello no sólo en el embelesado discurso del enamorado, sino en la realidad de la razón y la verdad. Ciertamente su dicha era más que la común. Un triunfo mayor que el corriente en los amores correspondidos le henchía el corazón y le elevaba el espíritu. Se había liberado, sin culpa alguna de su parte, de ataduras que por largo tiempo lo habían hecho infeliz y lo habían mantenido unido a una mujer a quien hacía mucho había dejado de amar; y, de inmediato, había alcanzado en otra mujer esa seguridad por la que debió desesperar desde el mismo momento en que la había empezado a desear. Había transitado no desde la duda o el suspenso, sino desde la desdicha a la felicidad; y habló del cambio abiertamente con una alegría tan genuina, fácil y reconfortante como nunca le habían conocido antes sus amigas.
Le había abierto el corazón a Elinor, le confesó todas sus debilidades y trató su primer e infantil enamoramiento de Lucy con toda la dignidad filosófica de los veinticuatro años. — Fue un apego tonto y ocioso de mi parte —dijo—, consecuencia del desconocimiento del mundo… y de la falta de ocupación. Si mi madre me hubiera dado alguna profesión activa cuando a los dieciocho años me sacaron de la tutela del señor Pratt, creo… no, estoy seguro de que nada habría ocurrido jamás, pues aunque salí de Longstaple con lo que en ese tiempo creía la más invencible devoción por su sobrina, aun así, si hubiera tenido cualquier actividad, cualquier cosa en que ocupar mi tiempo y que me hubiera mantenido alejado de ella por unos pocos meses, pronto habría superado esos amores de fantasía, especialmente si hubiera compartido más con otras personas, como en ese caso habría debido hacerlo. Pero en vez de emplearme en algo, en vez de contar con una profesión elegida por mí, o que se me permitiera elegir una, volví a casa a dedicarme al más completo ocio; y durante el año que siguió, carecí hasta de la ocupación nominal que me habría dado la pertenencia a la universidad, puesto que no ingresé a Oxford sino hasta los diecinueve años. No tenía, por tanto, nada en absoluto que hacer, salvo creerme enamorado; y como mi madre no hacía del hogar algo en verdad agradable, como en mi hermano no encontraba ni un amigo ni un compañero y me disgustaba conocer gente nueva, no es raro que haya ido con frecuencia a Longstaple, que siempre sentí mi hogar y donde tenía plena seguridad de ser bienvenido; así, pasé allí la mayor parte del tiempo entre mis dieciocho y diecinueve años. Veía en Lucy todo lo que hay de amable y complaciente. Era bonita también… al menos eso pensaba yo en
ese
tiempo; y conocía a tan pocas mujeres que no podía hacer comparaciones ni detectar defectos. Tomando todo en cuenta, por tanto, creo que por insensato que fuera nuestro compromiso, por insensato que haya resultado ser después en todo sentido, en ese tiempo no fue una muestra de insensatez extraña o inexcusable.