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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (19 page)

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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Pero no se le presentó una oportunidad inmediata de hacer ninguna de las dos cosas. El tiempo empeoraba por momentos, y durante los últimos días había soplado un viento lo bastante recio como para arrancar el tejado de un cobertizo abandonado en la isla Viento Contrario que se había desplomado sobre uno de los sirvientes, el cual había caído al suelo y había sido decapitado por la veleta. Por consiguiente, no era aconsejable salir a dar un paseo, dado que fácilmente podían quedar separados de los demás, y aunque se veían cada dos tardes en la finca de los Middleton o en

Barton Cottage, no se reunían tan sólo para conversar. Semejante idea no se le habría ocurrido ni a sir John ni a lady Middleton; de modo que apenas tenían ocasión de mantener una charla distendida. Se reunían para cenar, beber, extraer ostras de sus conchas, reírse juntos o participar en cualquier juego que fuera lo suficientemente ruidoso.

Una mañana sir John se acercó en canoa al desembarcadero, que había sido reconstruido, para rogarles por caridad que cenaran todas ese día con lady Middleton, ya que él tenía que ayudar a enterrar de nuevo al desdichado que había muerto decapitado por la veleta; los otros sirvientes no lo habían hecho como es debido, y el cadáver había sido desenterrado por las hienas y yacía pudriéndose en la playa. Elinor aceptó la invitación de inmediato; Marianne lo hizo a regañadientes. Margaret pidió permiso a su madre para unirse al grupo, y ella se lo concedió encantada; todas se alegraron al comprobar que la joven había recobrado en parte su espíritu juvenil. Habían pasado varias semanas desde la última vez que Margaret había mencionado a los misteriosos habitantes de las cuevas o el geiser que arrojaba un misterioso vapor; la señora Dashwood confiaba en que habían logrado convencer a la niña de que todo era fruto de su imaginación.

La insipidez de la velada en casa de los Middleton fue tal como Elinor había previsto; no produjo ninguna novedad en materia de pensamiento o expresión, y nada podía ser menos interesante que la conversación que mantuvieron en el comedor y en el salón, que no abandonaron hasta que un sirviente retiró las cosas del té. Acontinuación movieron la mesa de cartas para participar en un juego denominado Karankrolla, típico de la aldea nativa de lady Middleton, y Elinor se preguntó cómo se le había ocurrido confiar en disponer de un rato para conversar a solas con la señorita Steele.

—Me alegro —dijo lady Middleton a Lucy mientras abría un cofre de marfil y sacaba una colección increíblemente numerosa de piezas multicolores pertenecientes al juego— de que no haya decidido terminar de construir el barquito dentro de una botella para la pobre Annamaria esta noche, pues estoy segura de que le perjudica la vista trabajar en esas miniaturas a la luz de las velas.

Esa insinuación bastó para que Lucy respondiera:

—Está usted muy equivocada, lady Middleton. Sólo esperaba averiguar si contaba usted con los suficientes participantes para la partida sin mí, o si debía preparar mi material para cortar unas velas en miniatura, pues no querría decepcionar a ese angelito por nada en el mundo.

—Es usted muy buena. Espero que no le perjudique la vista. ¿Quiere tocar la campanilla para que le traigan unas velas?

Lucy acercó su mesa de trabajo a lady Middleton y volvió a sentarse con una presteza y una alegría que parecía denotar que nada le complacía más que construir un diminuto clíper dentro del reducido espacio de una botella de cerveza vacía para una niña insoportablemente mimada.

Lady Middleton explicó las normas del Karankrolla, que ninguno de los presentes consiguió entender, salvo la señora Jennings, la cual no se ofreció para aclarárselas al resto del grupo. Por lo que Elinor pudo deducir, cada participante tenía que ganar catorce Ghahalas para formar un Hephalon. A fin de conseguir un Ghaha-la el jugador tenía simplemente que girar su concha de Ja'ja'va tres veces alrededor del Palito Juguetón, a menos que el viento soplara del nordeste, en cuyo caso las normas variaban. Todo ello fue rápidamente detallado por lady Middleton, que concluyó diciendo que si el Karankrolla no se jugaba por dinero los dioses se enfurecían.

Por educación, nadie opuso ningún reparo, pero Marianne, con su habitual indiferencia hacia toda norma de cortesía, exclamó:

—Si su señoría tiene la bondad de disculparme, prefiero sentarme al pianoforte, que no he tocado desde que lo afinaron. —Y sin más contemplaciones, dio media vuelta y se encaminó hacia el instrumento.

Lady Middleton parecía dar gracias al cielo por no haber soltado nunca un perorata tan grosera, y no se molestó en sentirse ofendida por Margaret, que se sentó junto a Marianne al piano, puesto que era evidente que la más joven de las Dashwood no tenía dinero que apostar. Sin más preámbulo, lady Middleton agitó la bola Flakala, declaró ser la ganadora del primer Ghahala, y ganó tres soberanos a la mayor de las Steele.

—¡Vaya! —exclamó ésta—. Espero tener más suerte la próxima vez.

—Si abandono el juego —dijo Elinor en tono de disculpa, mientras lady Middleton repartía las conchas para la siguiente partida—, quizá pueda ayudar a la señorita Lucy a colocar las tablas del barco que construye dentro de la botella.

—Se lo agradecería —respondió Lucy—, pues observo que es una tarea más complicada de lo que suponía, y sería una lástima decepcionar a Annamaria.

Los intensos esfuerzos de ambas en ocultar la verdadera naturaleza de su deseo de charlar a solas eran innecesarios; todos tenían los ojos fijos en la partida de Karankrolla, en la que lady Middleton acababa de ganar otros tres soberanos a la mayor de las Steele.

Las dos hermosas rivales se sentaron juntas a la mesa de trabajo, poniéndose manos a la obra con insólita armonía. El pianoforte, ante el cual Marianne se hallaba ensimismada en su música y sus pensamientos, estaba tan cerca de ellas que Elinor pensó que podía introducir, al amparo del sonido que emitía éste, el interesante tema sin peligro de que los jugadores del Karankrolla la oyeran.

24

Con tono firme, aunque cauto, Elinor dijo:

—No sería merecedora del honor que me ha hecho al confiarme su secreto si no mostrara más curiosidad con respecto al tema. Por tanto, no me disculparé por sacarlo de nuevo a colación.

—Le agradezco que haya roto el hielo —contestó Lucy—. Eso me tranquiliza. Temía haberla ofendido por lo que le conté el lunes.

—¡Ofenderme! ¿Cómo se le ocurre semejante cosa? Créame —Elinor lo dijo con toda sinceridad—, nada más lejos de mi intención que infundirle esa idea. ¿Qué motivo tiene para pensar que no iba a sentirme honrada y halagada por su confianza?

—Sin embargo, le aseguro —respondió Lucy al tiempo que sus pupilas bailaban en sus perspicaces ojillos como unas carpas en dos estanques— que creí notar una frialdad y contrariedad en su actitud que hizo que me sintiera muy incómoda.

—Recuerde, querida Lucy, que cuando me reveló su secreto, ambas tratábamos de repeler el ataque de la gigantesca, bicéfala y dentuda Bestia Colmilluda —replicó Elinor, alegrándose de poder esgrimir el ataque del monstruo como excusa de su reticencia—. Es posible que eso hiciera que prestara a su relato menos atención de la debida.

—Por supuesto. No obstante, supuse que estaba enojada conmigo.

—Si me lo permite, se lo enumeraré de nuevo: Bestia Colmilluda, nube de lodo, columna vertebral. Francamente, en esos momentos yo pensaba en otras cosas.

—Por supuesto —repitió Lucy, atando minuciosamente tres palillos para que hicieran las veces del foque volante del Infinitesimal—. Me alegra saber que era producto de mi imaginación. ¡Si supiera cuánto me consoló abrirle mi corazón y contarle lo que ocupa mi mente cada momento de mi vida!

En esto se oyó una exclamación de alegría por parte de la señorita Steele que estaba sentada a la mesa de juego.

—¡Por fin empiezo a comprender! Si giro mi Ja'ja'va de esta forma...

—¡Vaya! —exclamó la señora Jennings de pronto—. Creo que el viento ha mudado.

—¡Cambio de normas! —dijo lady Middleton.

—Comprendo —continuó Elinor a su amiga y rival— que el hecho de explicarme su situación fuera un gran consuelo para usted. Su caso es penoso; tengo la impresión de que está rodeada de dificultades. Según creo, el señor Ferrars depende por completo de su madre.

—Tan sólo dispone de dos mil libras. Sería una locura casarnos con ese dinero, aunque por mi parte, estaría dispuesta sin reparos a abandonar toda esperanza de conseguir más. Estoy acostumbrada a apañármelas con una renta muy exigua. De niñas vivimos un tiempo debajo de una barca, y nos hacíamos la ropa tejiendo algas marinas. No me importaría ser pobre, pero amo a Edward demasiado para privarle egoístamente de todo lo que su madre le daría si se casara con una mujer que ella aprobara. Debemos esperar, aunque la espera se prolongue años. Con cualquier otro hombre, semejante perspectiva sería alarmante, pero estoy convencida de que nada puede robarme el afecto y la constancia de Edward.

Sin saber qué responder, Elinor jugueteó nerviosa con la botella de cerveza que pronto albergaría el diminuto clíper.

—Esa convicción debe de ser muy importante para usted, y sin duda el señor Ferrars se apoya en la misma confianza que ha depositado en usted.

—El amor que Edward siente por mí —respondió Lucy— ha sido puesto a prueba por nuestra prolongada ausencia desde que nos prometimos, y ha resistido los avatares tan magníficamente que sería imperdonable dudar ahora. Edward no me ha causado un momento de preocupación a ese respecto.

En su silenciosa congoja, Elinor apretó la botella de cerveza con tanta fuerza que se rompió en añicos y se clavó unos fragmentos de cristal en la mano.

Lucy sonrió con gesto benevolente ante ese percance, tomó otra botella y prosiguió:

—Soy celosa por naturaleza, y debido a nuestra continua separación, recelaba lo suficiente como para haber averiguado al instante la verdad de haber mostrado Edward el más leve cambio en su actitud.

«Todo eso —pensó Elinor mientras se arrastraba por el suelo de rodillas, recogiendo los fragmentos de cristal— es muy bonito, pero ni nos va ni nos viene.»

Apartó la vista de Lucy, la cual se afanaba en montar la diminuta vela mayor con unas pequeñas pinzas.

—Pero ¿qué piensa usted sobre el asunto? —preguntó Elinor tras un breve silencio—. ¿O se limita a esperar que muera la señora Ferrars? ¿Está Edward dispuesto a continuar así, a soportar los muchos años de incertidumbre, en lugar de arriesgarse a contrariar a su madre confesándole la verdad?

—La señora Ferrars es una mujer obstinada y orgullosa. En su primer arrebato de furia, seguramente dejaría todos sus bienes a Robert, el hermano de Edward.

—¿Conoce usted al señor Robert Ferrars? —inquirió Elinor.

—No le he visto nunca, pero creo que es muy distinto de su hermano, un cretino y un petimetre.

—¡Un petimetre! —repitió la mayor de las Steele, alzando la vista de la mesa de cartas, donde extendía un pagaré a lady Middleton, la ganadora absoluta de seis partidas consecutivas—. ¡Están hablando de sus pretendientes favoritos!

—No —protestó Lucy—, te equivocas, nuestros pretendientes favoritos no son unos petimetres.

—Doy fe de que el de la señorita Dashwood no lo es —terció la señora Jennings—, pues es uno de los jóvenes más modestos y educados que he conocido jamás, pero por lo que se refiere a Lucy, es una joven tan ladina que es imposible adivinar qué tipo de hombre le gusta.

—¡Vaya! —exclamó la mayor de las Steele volviéndose para mirar a su hermana y a Elinor—. Me atrevo a decir que el pretendiente de Lucy es tan modesto y educado como el de la señorita Dashwood.

Elinor se sonrojó muy a su pesar. Lucy se mordió el labio y miró furiosa a su hermana. Durante un rato ambas se encerraron en el mutismo.

Lucy reanudó la conversación cuando Marianne y Margaret les ofrecieron la eficaz protección de una animada polca marinera interpretada al pianoforte.

—Le explicaré con sinceridad una idea que se me ocurrió hace poco. Conozco a Edward lo suficiente como para saber que preferiría ser un farero que ejercer cualquier otra profesión. Mi plan consiste en que obtenga un puesto de farero cuanto antes, y luego, a través de la mediación de usted, que estoy segura que no nos negará por amistad hacia Edward, y espero que cierta estima hacia mí, podría convencer a su hermano John, para que cediera a Edward la Torre de Norland. Tengo entendido que está magníficamente situada, y que el actual farero ha sido tachado de insolente por una tripulación pirata, por lo que no es probable que viva mucho tiempo. Eso bastaría para poder casarnos, y dejaríamos que el paso del tiempo y la suerte se encargaran del resto.

—Estaría encantada de hacerlo —respondió Elinor— para demostrar mi estima y amistad hacia el señor Ferrars, pero ¿no cree que mi participación en el asunto es innecesaria? Edward es hermano de la esposa de John Dashwood, mi hermanastro, y ella es perfectamente capaz de hacer esa gestión ante su marido

—Pero ella no aprobaría que Edward desempeñara el puesto de farero. La familia sigue confiando en que se convierta en un importante político o en un ingeniero de la Estación Submarina.

—En tal caso, sospecho que mi mediación sería inútil.

Ambas guardaron de nuevo silencio durante unos minutos. Por fin Lucy exclamó con un profundo suspiro:

—Creo que sería preferible poner fin a esta situación rompiendo nuestro compromiso. Nos enfrentamos a tantas dificultades que, aunque durante un tiempo sufriríamos, a la larga seríamos más felices si rompiésemos. ¿No quiere aconsejarme, señorita Dashwood?

—No —contestó Elinor sonriendo. Sus sentimientos eran evidentes sólo en sus dedos, que no dejaban de juguetear nerviosamente con la bandera del diminuto barco, como si el clíper navegara con vientos adversos—. Me niego a aconsejarla sobre ese tema. Sabe muy bien que mi opinión no influirá en usted, a menos que coincida con sus deseos.

—Está muy equivocada —replicó Lucy con gran solemnidad—. No conozco a nadie cuya opinión valore tanto como la suya, y estoy convencida de que si me dijera: «Le aconsejo que ponga fin a su compromiso con Edward Ferrars, pues con ello contribuirá a la felicidad de ambos», no dudaría en hacerlo.

Enojada, Elinor no respondió. En la mesa de juego habían iniciado una nueva partida de Karankrolla, y la mayor de las Steele se quitó sus pendientes y su colgante para ofrecerlos como garantía.

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