Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (36 page)

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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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Pero de repente, con un último y agónico estallido de energía, la morsa macho arremetió de nuevo con su greñuda cabeza y sus afilados colmillos contra sir John. La bestia estuvo a punto de alcanzarlo, y su gigantesca y gruesa cabeza chocó contra la Cúpula, provocando un descomunal y terrorífico estruendo que reverberó por toda la Estación Submarina.

Luego se produjo el silencio. Durante ese extraño y largo intervalo de silencio —que en rigor no debió de durar más de una fracción de segundo—, las miles de personas que atestaban los canales centrales de la Estación Submarina Beta, contemplando con ojos como platos cómo su caparazón protector estaba a punto de desmoronarse, se percataron de lo que iba ocurrir; y por fin, aunque demasiado tarde, comprendieron lo que significaba haber construido su hogar a cuatro millas por debajo de la superficie del océano.

De pronto el silencio se rompió al tiempo que unos pedazos enormes de cristal caían del techo de la Cúpula, haciendo que el agua la inundara.

Cuando la Cúpula comenzó a ceder, se desmoronó rápidamente; inmensas láminas de cristal caían al suelo, una tras otra, seguidas por oleadas de agua que penetraban por todas partes; por muros de agua que caían desde arriba; por grandes torrentes de agua que se precipitaban como la ira de Dios.

—¡Actívalo! —gritó Elinor a Marianne, que miró impotente a su alrededor mientras el agua las zarandeaba con violencia de un lado a otro y las impulsaba hacia arriba—. ¡Activa tu traje flotador!

Con un movimiento desesperado, las Dashwood tiraron de los cordeles ocultos en sus mangas y sintieron cómo sus dos brazaletes se inflaban y los juncos nasales empezaban a suministrarles oxígeno; lograron salvarse por los pelos, pues al cabo de unos instantes la gigantesca Cúpula de cristal se desmoronó, mientras ellas se encontraban bajo el agua. Las jóvenes movieron frenéticamente los pies para propulsarse hacia arriba a toda velocidad, mientras el mundo a su alrededor permanecía sumergido en el fondo del mar.

—Partimos dentro de... diez minutos.

Era la voz de un sirviente, que recorría los largos pasillos de la plataforma de ascensión, donde Marianne, Elinor y la señora Jennings esperaban, envueltas en unas toallas, que zarpara el ferri de emergencia número doce.

La Estación Submarina Beta había sido reclamada por el océano. Lo único que quedaba era la plataforma de ascensión, la gigantesca y austera sala de espera de color blanco, situada en la base del largo tubo que antes surgía orgulloso del borde de la Cúpula, y dentro de poco la plataforma de ascensión también sería evacuada, cuando todos los residentes supervivientes abordaran los ferris de emergencia para ponerse a salvo. Alrededor de Elinor, centenares de personas formaban pequeños corros, tiritando y empapadas de agua, preguntándose si amigos y seres queridos habían logrado salvarse, suponiendo que en la mayoría de los casos no lo habían conseguido. Muchos se habían ahogado cuando las gigantescas oleadas de agua habían penetrado en la Cúpula, otros habían sido devorados por los peces que se arremolinaban a su alrededor, y muchos se habían ahogado y luego habían sido devorados, o a la inversa.

Elinor miró a través de la ventana de cristal de la plataforma de ascensión, observando cómo el tropel de monstruosas langostas, a las que había visto atacar a los asistentes la fatídica noche en Hidro-Z, pasaban nadando alegremente; a la flotilla de langostas se unió un banco de peces espada, y Elinor habría jurado ver entre éstos al que ostentaba una franja plateada iridiscente debajo de su alargado pico, el pez que encabezaba el grupo que se había dedicado a golpear el muro de cristal de la residencia de la señora Jennings.

Cuando la Cúpula comenzó a ceder, se desmoronó rápidamente; inmensas láminas de cristal caían al suelo, una tras otra, seguidas por oleadas de agua que penetraban por todas partes.

Esas turbadoras reflexiones fueron interrumpidas por la repentina aparición de Lucy Steele, la única, entre los afligidos supervivientes que esperaban en la plataforma de ascensión, que se mostraba complacida; pues, a fin de cuentas, la destrucción de la Estación Submarina no incidía en los planes que se había forjado recientemente. Su dicha, y su buen humor, eran palpables; y, al igual que la señora Jennings, estaba convencida de que dentro de poco todos volverían a reunirse sanos y salvos en Delaford. Declaró sin reparos que ningún esfuerzo por parte de la señorita Dashwood en bien de ellos podía sorprenderla, ni ahora ni en el futuro, pues la creía capaz de hacer lo que fuera por las personas a las que estimaba.

—Sí, sí —respondió Elinor, aunque era un tema que en esos momentos no le apetecía abordar.

—Partimos dentro de... nueve minutos...

Por lo que se refería al coronel Brandon, Lucy no sólo se mostró dispuesta a venerarlo como a un santo, sino que deseaba que fuera tratado como tal en todos los aspectos más prosaicos, y que sus diezmos fueran elevados tanto como fuera posible, y declaraba que cuando ella se instalara en Delaford no pensaba hacer uso, en la medida de lo posible, de sus criados, su carruaje, sus vacas y sus gallinas.

—Sí, sí —respondió la señora Jennings—, muy bien...

Al constatar que las otras mostraban menos entusiasmo en hablar sobre su halagüeño futuro que ella misma, Lucy fue en busca de su hermana, quien la última vez que la había visto trataba desesperadamente de enfundarse su traje flotador. El alivio que experimentó Elinor cuando la joven Steele se marchó duró tan sólo hasta que apareció John Dashwood, cuyas recientes experiencias en los laboratorios de la Estación Submarina le habían resultado muy útiles en la catástrofe, en particular su prodigiosa capacidad natatoria debido a sus pies palmeados y sus pulmones dotados de agallas.

—Ocho... ocho minutos.

—No lamento encontrarte sola —dijo John a Elinor—, pues tengo muchas cosas que contarte.

—No temas, hermano, he sobrevivido a la destrucción de la Estación Submarina, al igual que Marianne. Como sabes, Margaret y nuestra madre están a salvo en casa, en la isla Pestilente, por lo que se han ahorrado esta calamidad.

Al decir eso, Elinor recordó las inquietantes noticias sobre Margaret que su madre le había referido en su última carta, y tocó el maltrecho trozo de papel, que contenía la cita bíblica, que llevaba oculto en el corpino y que milagrosamente (¿o era un mal presagio?) no había perdido en la inundación.

—Ah, eso... —respondió el señor Dashwood sin dar importancia al asunto. Como de costumbre, las cuestiones económicas prevalecían para él sobre cualquier otra consideración, inclusive la destrucción de la ciudad inglesa más importante por un ejército de peces destructores—. Ese faro que el coronel Brandon ha cedido a Edward... ¿Es posible que sea cierto? Pensaba ir a verte para hablar de ello cuando empezó todo.

—Y tan cierto. El coronel Brandon ha cedido a Edward el faro de Delaford.

—¡Qué me dices! ¡Es inaudito! ¡Si ni siquiera son parientes! ¡No existe el menor vínculo entre ellos! ¡Y ahora que los faros son tan lucrativos! ¿Cuánto vale ese faro?

—Unas doscientas libras al año.

—¡Es verdaderamente inaudito! —exclamó el señor Dashwood al oír la respuesta de Elinor—. ¿Qué pudo haber inducido al coronel a hacer semejante cosa?

—Un motivo muy simple: ayudar al señor Ferrars.

—Vaya, vaya; al margen del carácter y el aspecto del coronel Brandon, Edward es un hombre muy afortunado. Te aconsejo que no digas nada de eso a Fanny, pues aunque yo se lo he contado, y lo sobrelleva con gran entereza, no le gusta oír hablar de ello. Suponiendo que sobreviva a esto, claro está —añadió John Dashwood al tiempo que su expresión se ensombrecía—. No la habrás visto por casualidad... ¿No? ¡Qué le vamos a hacer!

—Siete minutos... Recojan los enseres que aún conserven.

—La señora Ferrars —agregó el señor Dashwood, bajando la voz para que no le oyera el sirviente ataviado con una chaqueta blanca que calculaba los minutos que faltaban para que partiera el ferri de emergencia— no sabe nada de esto, y opino que es preferible ocultárselo durante tanto tiempo como sea posible. Me temo que cuando el matrimonio se celebre no tendrá más remedio que enterarse.

—¡Santo cielo! —exclamó Elinor—. ¿Es posible que una persona tan anciana haya sobrevivido a esta calamidad?

—Sí —respondió su hermano—. La vi con mis propios ojos; llevaba puesto su traje flotador y nadaba con una fuerza insólita para una persona de edad tan avanzada.

A la joven le chocó que alguien que sentía tal rechazo por todos los aspectos de la vida luchara tan denodadamente contra la muerte.

—No cabe duda, Elinor —prosiguió John—, que cuando se celebre el infortunado matrimonio de Edward su madre lo sentirá profundamente a pesar de haberlo repudiado; por lo que conviene tratar de ocultarle cualquier circunstancia que pueda acelerar tan ingrato acontecimiento. La señora Ferrars jamás podrá olvidar que Edward es su hijo.

—Me sorprendes. Supuse que ya no se acordaba de eso.

—Seis minutos...

—La juzgas mal. La señora Ferrars es una de las madres más afectuosas del mundo. Elinor guardó silencio.

—Se nos ha ocurrido —dijo el señor Dashwood tras una breve pausa— que Robert podría casarse con la señorita Morton. Es decir, si Robert consigue sobrevivir, y la señorita Morton también. —Durante unos instantes John y Elinor permanecieron cabizbajos y en silencio, abrumados por la apabullante magnitud de esta tragedia. Tanta muerte..., tanta destrucción...

Por fin ella hizo acopio de la suficiente presencia de ánimo para responder:

—Supongo que la dama no tiene posibilidad de elección en el asunto.

—¿Elección? ¿A qué te refieres?

—Cinco minutos —dijo el sirviente—. Dispónganse a abordar el ferri para la ascensión de emergencia.

Elinor y John prosiguieron su conversación mientras subían al transbordador de emergencia, un submarino con casco de hierro de treinta metros de eslora provisto de una vasta cabina interior, amplia como un prado para vacas, que contenía incómodos y utilitarios bancos de madera.

—Sólo digo que supongo —continuó Elinor mientras John y ella buscaban un hueco donde sentarse entre el gentío—, por lo que has dicho, que a esa señorita le da lo mismo casarse con Edward que con Robert.

—Por supuesto que no hay diferencia alguna; pues a partir de ahora Robert ha pasado a ser, a todos los efectos, el primogénito. Y en cuanto a otros aspectos, ambos son jóvenes muy agradables; no creo que ninguno sea superior al otro.

Elinor calló, y John guardó también silencio durante unos minutos. Ambos sintieron que las poderosas máquinas del submarino comenzaban a funcionar, y ella suspiró aliviada por que el buque no hubiera sido atacado por monstruos marinos, o hubiera quedado inutilizado debido a la catástrofe.

—Tengo motivos para pensar, querida hermana —dijo John tomando amablemente la mano de Elinor y susurrando con un tono chirriante—, es decir, lo sé de buena tinta, de otro modo no te lo diría, puesto que sería una indiscreción por mi parte.

—¡Cuatro minutos!

—Dímelo de una vez, querido hermano.

—Sé de buena tinta, aunque la señora Ferrars no me lo ha dicho personalmente, pero a su hija sí, y ella me lo ha contado a mí, que cualquier objeción que hubiera podido tener contra cierta unión, ya me entiendes, para ella habría sido mil veces preferible al disgusto que esto le ha causado. No obstante, eso está totalmente descartado, es impensable, no merece la pena hablar de ello... Me refiero a que esa relación..., ya me entiendes..., es imposible... Eso ya ha pasado. Pero quería decírtelo, porque supuse que te complacería. Pero no debes lamentarte por ello, querida Elinor. Es indudable que harás un matrimonio muy ventajoso. ¿Has visto últimamente al coronel Brandon?

Ella había oído lo suficiente para ponerse nerviosa; mil pensamientos bullían en su mente, por lo que se alegró de que el potente sonido de los propulsores del submarino girando debajo del inmenso casco la distrajera. La aparición del señor Robert Ferrars, jadeando y tratando de recobrar el resuello, cargado como una muía con un voluminoso baúl de madera a la espalda le evitó tener que responderse a sí misma y seguir escuchando a su hermano.

—¡Lo he conseguido! —exclamó Robert Ferrars alegremente—. ¡Lo he conseguido, y no se ha roto casi ninguna pieza de la vajilla buena!

—Tres... —dijo el sirviente.

El capitán repitió de inmediato el anuncio, gritando a través de la larga cabina del submarino:

—¡Faltan tres minutos para la ascensión!

—¡Tres! ¡Dios mío! —exclamó John Dashwood, alejándose apresuradamente en un último intento de encontrar a Fanny y a su hijo. Al quedarse sola, Elinor tuvo ocasión de conocer mejor a Robert, cuyo talante jovial y satisfecho en unas circunstancias tan desesperadas, no hizo sino confirmar la desfavorable opinión que tenía con respecto a su mente y su corazón.

Mientras se sentaba en un banco contiguo y se abrochaba el cinturón de seguridad, Robert se puso a hablar sobre Edward, pues también se había enterado de que iba a ocupar el puesto de farero en Delaford, y mostró una gran curiosidad al respecto. Elinor le contó los detalles, tal como se los había contado a John, y la reacción de Robert, aunque muy distinta, fue no menos chocante que en el caso de su hermano. Rompió a reír a carcajadas. La idea de que Edward fuera un modesto farero, siguiendo los movimientos de un monstruo de un lago Ness de pacotilla, le divertía enormemente. No concebía nada más ridículo. —¡Dos minutos!

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