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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (35 page)

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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—Creo que debemos avisar a sir John para consultarle su opinión sobre esto —dijo la señora Jennings.

Antes de que la anciana partiera para llevar a cabo esa gestión, Elinor le recordó que no debía mencionar a nadie el tema de la conversación que habían mantenido con anterioridad.

—Muy bien —respondió su afectuosa anfitriona un tanto decepcionada; luego, después de enfundarse su traje flotador y comprobar dos y hasta tres veces que todo estaba perfectamente ajustado, preguntó—: ¿De modo que no quiere que se lo cuente a Lucy?

—No, señora, ni siquiera a Lucy. Un día de demora no tiene mayor importancia, y creo que nadie más debe saberlo hasta que yo haya escrito al señor Ferrars, cosa que haré enseguida. Conviene que le informe sin dilación, pues tendrá muchas cosas que ultimar referentes a su nuevo puesto.

Esas palabras desconcertaron profundamente a la señora Jennings. No comprendía qué necesidad tenía Elinor de escribir al señor Ferrars con tanta urgencia. Cuando se disponía a preguntarle a qué se refería, se produjo un estruendo que sacudió toda la Cúpula, como si fuera una bola de nieve de juguete en manos de un niño patoso. El narval se volvió en sentido longitudinal y golpeó con su inmenso flanco el muro de la Estación Submarina, una y otra vez, más y más rápido. Marianne, sentada al pianoforte, con las manos suspendidas sobre el teclado, dijo que habría jurado que los peces espada la estaban ovacionando.

—Adiós, querida —se apresuró a decir la señora Jennings a Elinor—. No he oído una noticia que me complaciera tanto desde que Charlotte dio a luz. Espero que nuestra alegría no se vea empañada por... por... —De nuevo se oyó un golpe terrorífico contra el cristal; de nuevo toda la Cúpula tembló entre sus amarras—. Por lo que sea.

Elinor se sentó a escribir la nota a Edward, sin saber cómo empezar. ¿Cómo hacer acopio de la delicadeza necesaria para redactar semejante misiva, cuando su casa, su mundo era atacado por un ejército marino al mando de un gigantesco narval? Estuvo deliberando sobre ello, con la vista fija en el folio, pluma en mano, hasta que la entrada de Edward interrumpió sus reflexiones. Al verlo aparecer, se mostró asombrada y confundida. No le había visto desde que su compromiso se había hecho público, es decir, desde que Edward sabía que Elinor estaba enterada del asunto. La importancia de lo que ella debía decirle ahora hizo que se sintiera profundamente turbada. Él parecía también muy nervioso; pero en esos momentos tenía preocupaciones más inmediatas. Tras dirigir una breve mirada al cristal de la Cúpula, dijo con tono grave:

—Veo que ya están aquí. ¡De modo que han llegado!

—¿Por qué cree que están tan empeñados en asediar la residencia de la señora Jennings? —preguntó Elinor inocentemente, aliviada de poder abordar otro tema de conversación, aparte del compromiso de Edward y la noticia sobre el faro de Delaford que debía comunicarle.

—¿Cree que sólo están aquí? —contestó Edward—. Este extraño fenómeno se ha producido en todos los sectores de la Estación. En Berkeley's, un gigantesco dugongo ha golpeado con su poderosa frente la Cúpula; en Rumpole Piscina, un banco de róbalos, compuesto por un millar de individuos, constituye una poderosa armada que arremete ferozmente contra el cristal una y otra vez. Los ingenieros dicen que no hay motivo para que nos alarmemos, que cada panel ha sido comprobado mil veces antes de instalarlo, y que la Cúpula es segura.

—De modo que no tenemos nada que temer —dijo Elinor, dispuesta a regresar al tema sobre el que debía hablarle.

—Efectivamente —respondió Edward—. No obstante...

Al otro lado del cristal, un criado nadaba a pocos metros del narval, armado con una Furci-Landy, una potente escopeta de aire diseñada para disparar un proyectil a través de la tremenda densidad de agua a cuatro millas de la superficie, contra el amplio flanco de la bestia. El hombre disparó, erró el tiro y se volvió para recargar el arma.

—La señora Jennings me ha comunicado —dijo Edward durante esa breve pausa en el combate— que deseaba hablar conmigo. No debí presentarme de forma tan imprevista; aunque al mismo tiempo, habría lamentado abandonar la Estación sin verlas a usted y a su hermana, dado que no es probable que tenga el placer de volver a verlas hasta dentro de un tiempo.

—Le aseguro que no se habría marchado —respondió Elinor recobrando la compostura y decidida a terminar cuanto antes con su ingrata misión— sin que nosotras le deseáramos suerte, aunque no hubiésemos podido hacerlo personalmente.

El criado volvió a disparar su escopeta Furci-Landy, y esta vez dio en el blanco; pero el narval reaccionó al impacto del proyectil como lo habría hecho un buque de guerra a una piedrecita arrojada contra su casco de hierro.

Elinor meneó la cabeza y prosiguió:

—La señora Jennings estaba en lo cierto. Debo informarle de algo muy importante, que me disponía a comunicarle por carta. El coronel Brandon, que estuvo aquí hace diez minutos, me ha rogado que le diga que se complace en ofrecerle el faro de Delaford, que está vacante, y lamenta que no sea más valioso. Permita que le felicite por tener un amigo tan respetable y juicioso.

—¿El coronel Brandon?

—Sí —continuó Elinor, tranquilizándose después de que lo peor hubiera pasado—. El coronel Brandon desea que lo considere una prueba de su indignación por lo que ha ocurrido recientemente, por la cruel situación en la que la incalificable actitud de su familia le ha colocado, una indignación que Marianne, yo misma y todos sus amigos compartimos, y como prueba de la alta estima que le tiene, y su admiración por la forma en que se ha comportado en esta ocasión.

En esto, se oyó otro estruendoso golpe contra la Cúpula. El criado disparó su escopeta por tercera vez, pero el proyectil rebotó sin mayores daños contra el gigantesco flanco del narval.

—¡El coronel Brandon me ofrece el medio de ganarme el sustento! Pero ¿es posible?

Elinor sonrió a su pesar.

—Al parecer, la crueldad de sus parientes hace que le asombre la amistad que halla en otras personas.

—No —replicó Edward con gesto serio—, no me asombra hallarla en usted, pues no ignoro que todo se lo debo a su bondad.

—Está muy equivocado. Le aseguro que se lo debe totalmente, o casi totalmente, a sus propios méritos, y al valor que les concede el coronel Brandon. Yo no he tenido nada que ver en ello. Ni siquiera sabía, hasta que el coronel me explicó sus propósitos, que el viejo farero había sido asesinado por el pirata Barba Feroz, ni se me habría ocurrido que con su muerte le hiciera a usted semejante favor.

Cuando Elinor calló, Edward permaneció durante un breve rato absorto en sus pensamientos. Por fin dijo como si le costara un esfuerzo:

—El coronel Brandon me parece un hombre de gran valía y respetabilidad. Siempre he oído hablar bien de él, y me consta que su hermano de usted le estima mucho. Sin duda, es un hombre sensato, y tiene los modales de un perfecto caballero.

Las expresiones de gratitud fueron interrumpidas, pues la encarnizada batalla que se libraba al otro lado del cristal los distrajo de nuevo. Después de encajar con indiferencia otros dos o tres perdigones de la escopeta Furci-Landy, el narval volvió su descomunal cabeza y observó al criado de arriba abajo, como tratando de decidir si merecía o no la pena. Al parecer tomó una decisión afirmativa, pues acto seguido movió su gigantesca cabeza y ensartó con su cuerno al criado, que agitaba impotente los brazos, como si fuera un pincho moruno.

Esa fácil victoria sirvió para inspirar al narval y a su cohorte de ayudantes, los peces espada, a emprender acciones más enérgicas; todos centraron de nuevo su atención en el cristal de la Cúpula, reanudando los golpecitos, golpes y porrazos a gran velocidad. Lo que había empezado como una pequeña telaraña de fisuras se había convertido en una red de siniestras grietas, que se hacían más profundas y alargadas por momentos. Edward se levantó apresuradamente y se encaminó hacia la puerta.

Elinor no trató de detenerlo. Se despidieron precipitadamente; ella asegurándole que le deseaba toda la felicidad del mundo en cualquier circunstancia en que se hallara; él mostrando tímidamente la intención de expresarle esos mismos deseos, y ambos manifestando la esperanza de que el mundo en el que se sentían seguros y protegidos contra el implacable mar fuera tan resistente como afirmaban los ingenieros.

«Cuando vuelva a verlo —se dijo al cerrarse la puerta tras Edward—, será el marido de Lucy. —Y tras una pausa en sus meditaciones, añadió observando el cristal de la Cúpula—: Suponiendo que vuelva a verlo.»

La señora Jennings entró apresuradamente en la vivienda, jadeando, con las botas chorreando por haber desembarcado con demasiadas prisas de su góndola.

—¡Apresúrese, Elinor! ¡No hay un minuto que perder! ¡Marianne!

—¿Qué ocurre, señora Jennings? ¡Está aterrorizada! ¿Qué ha...?

La señora Jennings la agarró por el cuello del vestido, un gesto que provocó a la joven un dolor lacerante en la cicatriz que tenía en el cuello.

—¡Preste atención, querida joven! Comprendo que esté distraída y sumida en un estado de profunda felicidad debido a su reciente compromiso con el coronel Brandon...

—¿Compromiso? Pero ¿qué...? ¿Cómo se le ocurre...? Lo único que pretende el coronel Brandon es serle útil al señor Ferrars.

—¡Que Dios la bendiga, querida! —replicó la señora Jennings confundida, soltando a Elinor—. ¡No querrá convencerme de que el coronel se casa con usted sólo para darle diez guineas al señor Ferrars!

El malentendido no podía continuar, y menos en esas circunstancias, mientras en el maltrecho cristal aparecían por momentos más fisuras, cada una de las cuales servía para estimular al narval y a sus subordinados. Se produjo la pertinente explicación: el coronel Brandon no deseaba casarse con Elinor, sino ofrecer a Edward un puesto como farero en Delaford.

—¡Nada de eso tiene importancia ahora! —farfulló la señora Jennings—. Pero ¿es que no lo ve, hija mía? ¡Debemos irnos! ¡No podemos perder un momento! ¡Toda la Cúpula está a punto de derrumbarse!

—Pero los ingenieros... —terció Marianne bajando apresuradamente la escalera con una expresión de inquietud dibujada en su pálido rostro.

—¡Olvídese de los ingenieros! ¡Debemos dirigirnos a la plataforma de ascensión ahora mismo!

41

Fuera, la señora Jennings y las hermanas Dashwood contemplaron un mundo transformado.

Mientras su séquito de aterrorizados sirvientes remaba a toda velocidad para propulsar la elegante góndola de la señora Jennings hacia la plataforma de ascensión, Marianne y Elinor aferraban con fuerza las asas de sus maletas, con la vista fija en el techo curvado de la Cúpula de la Estación Submarina; estaba claro que lo que parecía ser una par, a lo sumo un puñado, de peces espada que actuaban por libre, dedicados al quijotesco empeño de destruir el cristal que daba a la residencia de la señora Jennings, de hecho era la expresión más pequeña de un asalto de proporciones inimaginables. Una espesa capa de peces recubría cada centímetro del exterior de la Estación, arremetiendo una y otra vez, en desordenadas hileras, contra el techo del mundo. La Cúpula estaba agrietada en un millón de puntos; temblaba bajo el peso de los peces que no cesaban de atacarla.

Hombres y mujeres se miraban con expresión de pánico, o con mirada aturdida mientras navegaban a través de los canales en un frenético intento de alcanzar la plataforma de ascensión. Los canales estaban atestados de personas a bordo de balsas, góndolas, remolcadores, kayaks y esquifes; personas montadas a lomos de caballitos de mar, manatíes, tortugas y leones marinos, utilizando todos los medios imaginables de transporte; un sirviente nadaba a toda velocidad al estilo crol australiano portando a una mujer y dos atemorizados niños sujetos a la espalda.

Ya no se veía a criados nadando al otro lado del cristal, tratando con sus cuchillos de destripar pescado o escopetas de aire comprimido para luchar contra los peces espada, narvales, rorcuales, sábalos, rayas, dugongos, róbalos y demás legiones de peces que se habían unido contra ellos; el enemigo era a estas alturas demasiado numeroso. El propósito de todos era alcanzar la plataforma de ascensión y huir antes de que... ocurriera lo incalificable.

Excepto un nadador solitario —que o estaba loco o era muy valiente, o ambas cosas— que vieron de pronto propulsándose con unas enérgicas brazadas al otro lado del cristal.

—¡Santo cielo! —exclamó Marianne—. ¡Es sir John!

El intrépido y sabio anciano tampoco lucía el traje flotador de reglamento para salir fuera de la Cúpula. Sir John estaba completamente desnudo, a excepción de un casco de buceo y un equipo para respirar, y en su mano derecha empuñaba un reluciente alfanje de un pie de longitud, mientras que con la izquierda se propulsaba ágilmente, como un gigantesco pez calzado con dos aletas, su calva surcando el agua como una bala, su barba metida dentro del casco. Nadaba inexorablemente hacia una gigantesca morsa gris verdosa que, a juzgar por su tamaño y majestuosa cresta púrpura anaranjada, parecía liderar el ejército de peces.

Mientras los miles de aterrorizados residentes de la Estación Submarina Beta observaban con ojos como platos, sir John alzó el alfanje con expresión enloquecida y se abalanzó furibundo sobre la morsa macho. Tras producirle un profundo corte en el flanco, el animal se volvió y atacó al aventurero con sus colmillos. Ambos cambiaron varios golpes —¡uno!, ¡dos!, ¡tres!—, mientras en el interior de la Cúpula los ciudadanos de la Estación exclamaban entre admirados y horrorizados, y fuera de ella las legiones de peces observaban a su líder con ojos vidriosos.

¡Una puñalada! ¡Otra puñalada! Después de descargar varias puñaladas, sir John retrocedió airosamente en el agua para esquivar los temibles colmillos de la morsa. De pronto, con renovada y feroz energía, el anciano hundió su alfanje en el lóbulo frontal del cráneo de la morsa. Del agujero manó una sangre negra y espesa, como espuma de mar que brotara del orificio nasal del diablo.

Los otros peces parecían dudar, no queriendo arriesgarse a renovar su ataque contra la Estación Submarina si su líder había muerto. Elinor emitió un suspiro de alivio.

—¿Es posible que nos hayamos salvado? —murmuró a Marianne.

Inconscientemente, recorrió con la vista la multitud en busca de Edward; ver una expresión de confianza en sus ojos habría sido la señal más alentadora y definitiva.

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