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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (37 page)

BOOK: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos
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Mientras Elinor apretaba los dientes, preparada para las sacudidas que daría el gigantesco submarino cuando arrancara, no pudo por menos de mirar a Robert con una expresión que reflejaba con toda claridad el desprecio que le infundía.

—Por más que nos parezca una broma —dijo él por fin, tras recobrarse de las forzadas carcajadas que habían prolongado considerablemente el genuino alborozo del momento—, se trata de un asunto muy serio. ¡Pobre Edward! No volverá a levantar cabeza. Lo lamento profundamente, pues me consta que tiene muy buen corazón. No debe juzgarlo por lo poco que le conoce, señorita Dashwood. ¡Pobre Edward! Sus modales dejan mucho que desear. Pero no todos nacemos con las mismas capacidades. ¡Pobre chico! ¡Verlo en un círculo de extraños, entre gentes que viven junto a un lago! Le aseguro que posee un corazón de oro, y le juro que jamás me había llevado una sorpresa tan grande como cuando me enteré de la noticia. Mi madre fue la primera que me lo contó, y yo, creyéndome en el deber de reaccionar con firmeza, le dije de inmediato: «Estimada señora, no sé qué piensas hacer al respecto, pero debo decir que si mi hermano se casa con esa joven no volveré a verlo». ¡Pobre Edward! ¡Se ha excluido para siempre de todo círculo de gente respetable! Pero, como le dije a mi madre, no me sorprende en absoluto; era de esperar, habida cuenta del tipo de educación que ha recibido. Mi pobre madre está medio enloquecida.

Insensible a esa apelación de sentir empatia por la señora Ferrars, y cansada del tema, Elinor miró a través de la ventana del ferri, donde observó un universo de peces que nadaban y bailaban alegremente entre las ruinas de la sofisticada civilización que había sido construida en su territorio. Mientras contemplaba desolada los restos de la Estación Submarina, vio un anticuado submarino de una plaza, con forma de puro, pasar de largo a toda velocidad, en medio de una nube de burbujas. Al timón se hallaba lady Middleton, quien —por primera vez desde que Elinor conocía a la distinguida dama— sonreía de oreja a oreja, al tiempo que, o eso le pareció, se reía a carcajadas de puro regocijo.

Tras recobrarse de la sorpresa causada por tan insólito espectáculo, reanudó su conversación con Robert Ferrars.

—¿Ha visto a la prometida de Edward? —le preguntó.

—Sí; en cierta ocasión, cuando se alojaba en nuestra casa, pasé diez minutos con ella, lo cual me bastó para formarme una opinión. Es una simple chica de campo, carente de estilo y elegancia, y dotada de escasa belleza. El tipo de chica que supongo que atrae a Edward. En cuanto mi madre me contó el asunto, me ofrecí para hablar con mi hermano y disuadirle de que siguiera con esa relación; pero comprobé que era demasiado tarde. No obstante, de haber sido informado de ello unas horas antes, es probable que hubiera hallado alguna solución. En todo caso, habría expuesto el problema a Edward sin ambages: «Querido hermano, vas a casarte con una joven indigna de ti, y que todos tus familiares desaprobamos». Pero ahora es demasiado tarde. Él se morirá de hambre, estoy convencido de ello. Habría sido preferible que, de haber sobrevivido a lo que acaba de ocurrir, se hubiese ahogado.

Elinor decidió que no soportaba seguir escuchando a Robert, cuando la grave voz que anunciaba la partida llegó a su conclusión.

—¡Uno! ¡Prepárense...!

Las turbinas alcanzaron su plena potencia, los propulsores giraron más deprisa, y Elinor sintió que el banco sobre el que estaba sentada vibraba cuando el ferri de emergencia partió de la plataforma de ascensión, con todos los pasajeros a bordo. Al mirar a su alrededor vio a Marianne, dos bancos más allá, mirando por la ventanilla con la misma expresión sentimental con que contemplaba invariablemente todos los lugares que abandonaba, al margen del poco o mucho afecto que le hubieran inspirado durante su estancia en ellos. En esta ocasión, sin embargo, Elinor compartía su mirada emocionada.

La Estación Submarina Beta había desaparecido.

42

No tenía sentido seguir discutiendo, puesto que continuar en la Estación Submarina Beta se había vuelto trágicamente imposible, las circunstancias dictaban ahora que las hermanas Dashwood, en compañía de la señora Jennings, fueran a TheCleveland, desde el cual, tras un tiempo oportuno, regresarían a la isla Pestilente y las comodidades de Barton Cottage. Los dos grupos que realizarían ese viaje desembarcaron del ferri de emergencia número doce y se reunieron en un pequeño atolón, a tres millas náuticas de la antigua ubicación de la Estación Submarina Beta. Para mayor comodidad de Charlotte y su hijo, la travesía duraría más de dos días. El coronel Brandon, que viajaba aparte, se reuniría con ellos a bordo de TheCleveland poco después de la llegada del grupo.

Viajarían hasta TheCleveland a bordo de la RustedNati, la resistente goleta pirata de dos mástiles que el señor Palmer había capitaneado en sus años mozos de bucanero; la escolta se compondría de algunos de los antiguos tripulantes de Palmer, con los que se había encontrado fortuitamente en el reducto de una isla para unas vacaciones por la época del colapso de la Estación Submarina. Esos caballeros de fortuna constituían el acostumbrado grupo de pintorescos personajes, cada cual con sus afables excentricidades; aparte del señor Palmer, al que a esas alturas las Dashwood conocían bien, estaba McBurdry, el campechano y maloliente cocinero del barco; Peter el Tuerto, cuyos dos ojos estaban en buen estado, y Scotty Dos Ojos, que sólo tenía uno; Billy Rafferty, el grumete; y el contramaestre, el señor Benbow, un gigantesco irlandés mestizo que lucía unas plumas prendidas en la barba; Benbow era conocido por ser tan cascarrabias como todo lobo de mar que se precie, y la perspectiva de unos pasajeros le puso de tan mal humor que cada vez que se encontraba con la señora Palmer, su hijo o una de las Dashwood se santiguaba y escupía sobre la cubierta.

Por más que Marianne había estado impaciente por abandonar la Estación, no podía despedirse ahora del paraíso submarino en el que había gozado por última vez de su confianza en Willoughby. En cuanto a Elinor, su único consuelo era la esperanza de que la presencia de la tripulación de la Rusted Nail procurara a Marianne, entusiasta de todo lo referente a la piratería, una placentera diversión que la distrajera de su profunda melancolía.

Por su parte, la satisfacción de Elinor, mientras la Rusted Nail ponía rumbo al sureste desde la Estación hacia la pantanosa ensenada en Somersetshire donde estaba fondeado The Cleveland, era totalmente positiva. El señor Benbow pilotaba el barco con maestría; el aire marino era tonificante y puro, y la única amenaza de un ataque no tardó en disiparse. La amenaza provino de un banco de monstruosos peces como Elinor no había visto jamás, una horda de globos oculares flotantes, grandes como la cabeza de un hombre, que arrastraban tras de sí unos largos tentáculos cual grotescas medusas, pestañeando diabólicamente mientras flotaban a lo largo de varias millas náuticas detrás de la Rusted Nail. Pero un solo y certero disparo del trabuco de Scotty Dos Ojos traspasó limpiamente uno de esos horripilantes globos oculares, que estalló en el agua e hizo que los demás se dispersaran.

Cada día, al anochecer, los tripulantes bebían su ración diaria de bambú, asaban un cerdo y se atemorizaban unos a otros con terroríficas historias sobre Barba Feroz. Al oír pronunciar su nombre, todos los presentes, unos mercenarios que no cesaban de blasfemar y negar a Dios, se santiguaban y alzaban los ojos al cielo; Barba Feroz, capitán de The Jolly Murderess, era el más infame de los piratas. Mientras la mayoría de caballeros de fortuna se dedicaban a la piratería por amor al botín, y algunos por amor al mar y por el deseo de exterminar a los monstruos que moran en él, la motivación de Barba Feroz (según se rumoreaba) era por amor a la sangre y al hecho de matar. Sus tripulantes piratas, seleccionados entre las tripulaciones de fragatas hundidas y obligados a servirle, se echaban a temblar ante él, ya que podían ser condenados a pasar por debajo de la quilla o a morir ahorcados a la menor insubordinación, o bien —la diversión favorita de Barba Feroz— a ser arrojados desnudos y gritando como posesos a los tiburones, que Barba Feroz hacía que siguieran a su buque arrojándoles de vez en cuando desde popa trozos sanguinolentos de res. Era un loco, un asesino, y según murmuraron con un tono cargado de significado a Elinor y Marianne, no veía diferencia alguna entre sus colegas piratas y unos marineros honestos, entre hombres y mujeres, entre niños y niñas.

—Si un individuo tiene una moneda, se la arrebato —era el siniestro lema del frío y tuerto capitán, que la tripulación de la Rusted Nail solía recitar al unísono y en voz baja—. Si me topo con un individuo en el puente, lo mato y devoro su corazón como si fuera salmagundi.

Marianne escuchaba esas historias con ojos como platos, asimilando los relatos sobre marineros obligados a servir a Barba Feroz y hombres asesinados en sus literas con las mejillas arreboladas, sin apenas disimular el gozo que le producía pensar que existía un hombre como aquel. Por su parte, Elinor era lo suficientemente sensata como para escuchar esas historias con temor, pero mostrándose escéptica sobre los detalles sórdidos. El señor Palmer, como observó Elinor con curiosidad, nunca hablaba del asunto, sumiéndose en su acostumbrado y sepulcral silencio cuando sus tripulantes se contaban en voz baja las siniestras fábulas de Barba Feroz, relatándolas, mientras bebían sus jarras de bambú, cada noche cuando el dorado sol desaparecía tras el horizonte.

El segundo día alcanzaron la costa de Somerset, y la tarde del tercero llegaron a The Cleveland, la casa flotante de cuarenta y cuatro pies de eslora propiedad de Palmer. Cuando subieron a bordo, las Dashwood y sus acompañantes se despidieron afectuosamente de la tripulación de la Rusted Nati; el señor Benbow y sus marineros levaron anclas y zarparon, con los cañones cargados y la bandera pirata ondeando al viento, en busca de Barba Feroz.

La cabina de The Cleveland, un barco fluvial de inmensas proporciones, consistía (portentosamente) en una vivienda espaciosa y bien construida de dos plantas, de estilo rústico, con puertas vidrieras y una deliciosa veranda. Cuando soltaba amarras, el barco era guiado por un gigantesco timón situado más allá de la puerta principal de la vivienda, en la proa, a través de una escotilla conectada con la bodega. Marianne subió a bordo de la casa flotante con el corazón rebosante de emoción al percatarse de que se hallaba tan sólo a unas ochenta millas de la isla Pestilente, y a unas treinta de la casa que tenía Willoughby en Combe Magna. Apenas llevaba cinco minutos en el salón de The Cleveland, ligeramente escorado, mientras las otras acompañaban a Charlotte a mostrar a su hijo a la doncella del barco, cuando lo abandonó, se dirigió a tierra y se encaramó sobre una encantadora duna de barro. Mientras recorría con la vista el extenso territorio que se prolongaba hacia el sureste, contempló con nostalgia las colinas que se alzaban a lo lejos, en el horizonte, imaginando que desde sus cimas se alcanzaba a divisar Combe Magna.

En esos momentos de preciada e inestimable tristeza, la joven se deleitó con unas lágrimas de tristeza por hallarse a bordo de The Cleveland, y mientras regresaba por otro camino a la casa flotante, sintiendo el reconfortante privilegio de la libertad que ofrecía la campiña, decidió dedicar prácticamente todas las horas del día, mientras permaneciera con los Palmer, a esos paseos solitarios.

Regresó a tiempo para unirse a los demás, que se disponían a abandonar la casa para emprender una excursión por los alrededores, y recibió una reprimenda de su hermana por su falta de cautela al aventurarse sola por esos parajes.

—¿Acaso deseas morir asesinada por unos piratas rapaces? —le preguntó Elinor—. Después de habernos escapado por los pelos de la destrucción de la Estación Submarina Beta, ¿cómo es posible que cometieras la imprudencia de arriesgar tu vida deambulando sola por aquí? ¿Has olvidado las historias de Barba Feroz que relataban los hombres de la Rusted Nail en voz baja?

Cuando Marianne se disponía a responder, la señora Palmer intervino con su jovial risa.

—Lo cierto —respondió riendo alegremente— es que aquí estamos muy seguros, y no tenemos nada que temer en la campiña circundante.

En respuesta a las preguntas de Elinor, que estaba perpleja, el señor Palmer le refirió con tono brusco que Barba Feroz era ciertamente el pirata más feroz que surcaba esas aguas, y el más temido por su talante asesino y vengativo. Pero Palmer, según declaró, había servido junto a él cuando ambos eran jóvenes marineros al servicio de Su Majestad, en una misión a la caza de serpientes de fuego frente a las costas de África, y al comprobar que su compañero de tripulación había caído al mar, él se encaramó al bauprés, se lanzó al agua y rescató al otro chico en el preciso momento en que iba a ser devorado por un cocodrilo. Si existía un código que Barba Feroz respetaba (y, al parecer, el único) era que un hombre que le había salvado la vida jamás sufriría daño alguno a manos de él, sino que viviría bajo su protección.

Así pues, al jubilarse Palmer había fondeado su casa flotante en este lugar, frente a la costa de Somerset, donde otros quizá temieran aventurarse, pero donde él y la señora Palmer vivían seguros, no sólo a salvo de Barba Feroz, sino de cualquier filibustero asesino, ninguno de los cuales se atrevería a lastimar a alguien cuya seguridad estaba garantizada por el más feroz de los bucaneros.

—Si yo no hubiera arrancado a ese loco de las fauces del cocodrilo y nos hubiera descubierto aquí, habiendo echado el ancla en el mismo corazón de su territorio, nos habría asesinado a todos y habría preparado un cocido con nuestros restos, pero sólo después de haber violado a las mujeres y torturado lentamente a los hombres por pura diversión —concluyó Palmer con tono sombrío.

—¡Ay, qué divertido! —exclamó su esposa.

—Pero no dejaría de ser una experiencia fascinante —suspiró Marianne embelesada— encontrarse con ese personaje, siquiera unos momentos...

—¡Marianne! —exclamó Elinor escandalizada ante la falta de juicio de su apasionada hermana.

El señor Palmer sacudió la cabeza gravemente, despachando con un ademán el romántico entusiasmo de Marianne por los piratas y el lógico temor que infundían a Elinor.

—Hay cosas peores en el mundo que los piratas —masculló con tono enigmático antes de descender por la escotilla—. Mucho peores.

El resto de la mañana transcurrió sin novedad en la casa flotante. Se dedicaron a explorar la cocina, maravilladas ante el asombroso surtido de carnes, desde la de venado a la de buitre, que comían a bordo del barco, y los espacios inferiores, donde convencieron al señor Palmer para que les mostrara la variedad de champiñones que cultivaba en la húmeda bodega de la embarcación.

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