Meredith dejó vagar la mirada hasta depositarla en el brillante folleto de un hotel que había quedado encima de la mesa de plástico, aunque lo había leído ya un montón de veces.
Hotel Domaine de la Cade
Rennes-les-Bains
11190
Situado en medio de una zona privada y arbolada, deliciosa, sobre la pintoresca localidad de Rennes-les-Bains, en la bella región del Languedoc, el hotel Domaine de la Cade es la viva imagen de la grandeza y la elegancia decimonónica, si bien provisto de todas las comodidades y todo el equipamiento de ocio que espera encontrar el más exigente huésped de nuestro siglo. El hotel ocupa el mismo lugar en que en su día estuvo la
maison de maître
original, parcialmente destruida por un incendio en 1897. Reconvertido en establecimiento hotelero en los años cincuenta, se reinauguró tras una remodelación en profundidad con la nueva administración en 2004, y hoy se halla registrado como uno de los mejores hoteles del suroeste de Francia.Para tarifas detalladas y mayor información sobre las instalaciones, véase la página siguiente.
Esa misma información aparecía repetida en francés.
Sonaba de maravilla. El lunes por fin iba a encontrarse allí. Era un regalo que estaba deseosa de hacerse, un par de días en un hotel de cinco estrellas, con todo el lujo, después de todos los vuelos baratos y los moteles de medio pelo en los que había tenido que alojarse. Volvió a colocar el folleto en el protector transparente, de viaje, con el recibo que le servía de confirmación de su reserva, y de nuevo lo guardó todo en el bolso. Estiró los brazos largos y esbeltos por encima de la cabeza y movió el cuello en todas direcciones. No recordaba cuándo fue la última vez en que se había sentido tan cansada.
Había sido un día muy largo.
Meredith había hecho lo de siempre, es decir, tratar de resolver demasiadas cosas en muy poco tiempo. Abandonó su hotel en Londres a mediodía, almorzó en un café cercano a Wigmore Hall antes de asistir a un concierto vespertino —serio y tedioso—, y luego tomó un sandwich en la estación de Waterloo antes de tomar el tren, acalorada y exhausta. Después hubo un retraso en la salida. Cuando por fin se puso el tren en marcha, pasó la primera mitad del viaje sumida en el estupor, mirando por la ventanilla, contemplando el verdor de la campiña inglesa y viéndolo pasar de largo, en vez de mecanografiar sus notas. El tren se precipitó entonces bajo el Canal de la Mancha y se lo tragó el cemento del túnel. El ambiente se le hizo opresivo, pero al menos así terminaron las charlas de los móviles. Treinta minutos después, emergieron por el otro lado, en el paisaje llano y ocre del norte de Francia, al atardecer.
Casas de campo, granjas, el destello repentino de las pequeñas localidades, largas carreteras rectilíneas que parecían no llevar a ninguna parte. Una o dos ciudades de mayor tamaño, escombreras que el tiempo había cubierto de hierba. Luego, el aeropuerto Charles de Gaulle y los alrededores de la ciudad, la
banlieue,
los desolados edificios de viviendas, altos, deprimentes, de alquiler a precios controlados, enmudecidos en las afueras de la capital de Francia.
Meredith se reclinó en el asiento y dejó que sus pensamientos tomasen cualquier rumbo. Estaba en el décimo día del viaje de investigación que había emprendido, cuatro semanas en total, por Francia e Inglaterra, para escribir una biografía de un compositor francés del siglo XIX, Achille-Claude Debussy, y de las mujeres que habían tenido cierta relevancia en su vida. Tras un par de años de investigaciones y de planificaciones, pero sin llegar realmente a ninguna parte, había decidido tomarse un respiro. Seis meses antes, una editorial académica, pequeña y elegante le había hecho una modesta oferta por el libro. El adelanto no era gran cosa, pero teniendo en cuenta que ella tampoco se había forjado una sólida reputación en el campo de la crítica musical, la verdad era que no estaba mal del todo. Era en cualquier caso suficiente para hacer por fin realidad su sueño de viajar a Europa. Estaba resuelta a escribir no ya otra vida de Debussy, sino el libro, la biografía definitiva.
Había tenido otro golpe de suerte, y es que encontró un puesto de profesora a tiempo parcial en un colegio privado en las afueras de Raleigh, en Durham, donde debía comenzar en el semestre de primavera. Tenía la gran ventaja de estar cerca de donde residían sus padres adoptivos, con lo cual se ahorraría dinero en lavandería, en la factura del teléfono, en alimentación, y tampoco estaba lejos de su alma máter, la Universidad de Carolina del Norte.
Tras diez años de pagarse ella misma sus estudios, Meredith había contraído una deuda de cierta consideración y no le sobraba el dinero. Pero con lo poco que ganaba dando clases de piano, sumado al avance que le hizo la editorial y la promesa de contar por fin con un salario regular, se armó del valor necesario para comprar los billetes y viajar a Europa.
Debía entregar el manuscrito a su editor a finales de abril. Por el momento iba de acuerdo con sus previsiones. En realidad, se había adelantado algo a lo previsto. Había pasado diez días en Inglaterra. Ahora le esperaban dos semanas en Francia, sobre todo en París, pero también había programado un viaje rápido, y breve, a una pequeña localidad del sur, a Rennes-les-Bains. De ahí los dos días que tenía previsto pasar en el hotel Dómaine de la Cade.
La razón oficial para llevar a cabo ese rodeo era que necesitaba verificar ciertas pistas sobre la primera esposa de Debussy, Lilly, antes de regresar a París. Si sólo se hubiera tratado de localizar a la primera señora Debussy, no se habría tomado tantas molestias. Aquélla había de ser una investigación interesante, sin duda, pero tenía pistas más bien inconsistentes, y no eran en realidad esenciales para el libro en su conjunto.
Pero además tenía otro motivo para viajar a Rennes-les-Bains, un motivo personal. Meredith buscó en el bolsillo interior de su bolso y extrajo un sobre de papel ocre, tamaño A5, con una inscripción en rojo que decía «NO DOBLAR». De dentro sacó dos viejas fotografías en tonos sepia, con los cantos estropeados, doblados sobre sí mismos, y una partitura de música para piano debidamente impresa. Contempló aquellos rostros que ya tan familiares le resultaban, tal como los había contemplado en infinidad de ocasiones, antes de concentrar su atención en la pieza de música. Manuscrita sobre un papel amarillento, era una simple melodía, bastante corriente, en la menor, cuyo título y fecha se hallaban manuscritos con una caligrafía anticuada, cursiva, en la parte superior:
Sepulcro, 1891.
Se la sabía de memoria, se conocía al dedillo cada compás, cada semicorchea, cada armónico.
La música, además de las tres fotos que llevaba con la partitura, era lo único que Meredith había heredado de su madre biológica. Una auténtica reliquia, un talismán.
Era muy consciente de que el viaje bien podría terminar por no proporcionarle nada de verdadero interés. Aquello sucedió mucho tiempo atrás, y las historias se desdibujan con el tiempo, se borran. Por otra parte, Meredith se había hecho a la idea de que no podría estar peor de lo que estaba. Sin saber prácticamente nada de su pasado familiar, a la vez que necesitada de información, la que fuera. Por el coste de un billete de avión le pareció que valía la pena con creces.
Meredith reparó en que el tren reducía su velocidad. Empezaron a multiplicarse las vías. Las luces de la estación del Norte ya estaban a la vista. El ambiente en el vagón cambió de nuevo. Un retorno al mundo real, un sentido repentinamente claro de la intención de cada uno de los viajeros, lo que suele suceder al término de un viaje compartido, o casi. Se ajustaron unos las corbatas, otros buscaron las chaquetas.
Recogió las fotos y la música y el resto de sus papeles, y lo introdujo todo de nuevo en el bolso. Se quitó el elástico verde que llevaba en la muñeca, se recogió el cabello negro en una coleta, se pasó los dedos sobre los rizos para alisarlos un poco y se puso de pie en el pasillo.
Con sus pómulos marcados, sus ojos castaños claros y su figura más bien menuda, Meredith más parecía que estuviera en el último curso de bachillerato, y no que fuera una universitaria de veintiocho años de edad. En su país aún llevaba siempre con ella el documento de identidad para tener la certeza de que le sirvieran en un bar lo que quisiera tomar. Alcanzó la rejilla superior para ponerse primero la chaqueta y luego bajar el bolso de viaje, dejando al descubierto un vientre moreno y plano entre la camiseta verde, corta, y los vaqueros de Banana Republic, consciente de que los cuatro tipos que iban sentados al otro lado no se perdían ni un detalle.
Meredith se puso la chaqueta.
—Que ustedes lo pasen bien, caballeros —dijo con una sonrisa, y se encaminó a la puerta.
Un ruido estruendoso irrumpió de lleno en el instante en que puso el pie en el andén.
Los gritos de la gente, las carreras, la multitud que todo lo inundaba, los saludos. Todo el mundo tenía prisa. Por megafonía resonaban los anuncios. Información sobre el siguiente tren que estaba a punto de salir, precedida por una especie de fanfarria tocada con carillón.
Se le antojó un maremágnum difícil de afrontar después del sosiego reinante en el tren. Meredith suspiró y absorbió las visiones, los olores, el carácter mismo de París. Ya se sentía como si fuera una persona distinta.
Con un bolso colgado en bandolera de cada uno de sus hombros, siguió los indicadores por toda la estación hasta encontrar la cola para tomar un taxi. El individuo que iba delante de él daba gritos por el móvil y agitaba un Gitane que llevaba encajado entre los dedos. Hilachas azuladas de un humo con perfume a vainilla ascendían en el aire de la noche, silueteadas sobre las balaustradas y las persianas cerradas de los edificios decimonónicos de enfrente.
Indicó al taxista la dirección de un hotel en el cuarto
arrondissement,
en la calle del Temple exactamente, en el Marais, que había escogido por lo céntrico que era. No estaba nada mal para hacer algo de turismo en caso de que le quedara tiempo —el Centro Pompidou y el Museo Picasso quedaban cerca—, pero sobre todo era muy buena elección por quedar cerca del conservatorio y de vanas salas de conciertos, archivos y direcciones particulares que necesitaba visitar pensando en su Debussy.
El taxista colocó su bolso de viaje en el maletero, cerró la puerta y subió. Meredith se quedó pegada al respaldo del asiento de atrás en cuanto el taxi aceleró bruscamente para mezclarse con el enloquecido tráfico de París. Rodeó con brazo protector su bolso y lo estrechó contra sí, viendo pasar de largo, a toda velocidad, los cafés, los bulevares, las motocicletas y las farolas.
Meredith tenía la sensación de conocer a la perfección a las musas de Debussy y a sus amantes, a sus esposas… Marie Vasnier, Gaby Dupont, Therése Roger, su primera esposa, Lilly Texier, su segunda mujer, Emma Bardac, su amada hija Chouchou. Sus rostros, sus historias, sus características… Todo lo tenía en mente, al alcance de la mano, por así decir: las fechas, las referencias, la música. Había terminado un primer borrador de la biografía y estaba francamente satisfecha de cómo iba tomando forma el texto. Lo que ahora necesitaba era darles vida a cada una de ellas sobre el papel, darles un poco más de color, algo más de ambiente decimonónico.
De vez en cuando le preocupaba que la vida de Debussy fuera para ella más real que su propio día a día. La mayoría de las veces desechaba el pensamiento. Era buena cosa vivir con ese grado de concentración. Si de veras aspiraba a cumplir con la fecha de entrega, necesitaba seguir obsesionada al menos un poco más.
El taxi se detuvo con un frenazo.
—Hotel Axial-Beaubourg. Aquí es.
Meredith pagó la cuenta y entró en el hotel.
Era bastante moderno. Más parecido a uno de los hoteles-boutique de Nueva York que lo que esperaba encontrar en París. Prácticamente ni siquiera parecía francés.
Era todo un conjunto de líneas rectas y cristal, de estilo minimalista. El vestíbulo estaba lleno de sillones demasiado grandes, tapizados en tela áspera, a cuadros blanquinegros, o bien verde limón, o a rayas marrones y blancas, dispuestos en torno a una serie de mesas de cristal ahumado. En unos estantes cromados, en las paredes, había revistas de arte y ejemplares de
Vogue
y de
París-Match.
Unas enormes lámparas de pantalla colgaban del techo a no demasiada altura.
Se habían esforzado más de la cuenta.
En el extremo más alejado del pequeño vestíbulo había un bar, donde una hilera de hombres y mujeres evidentemente glamourosos tomaban una copa. Mucha carne tonificada, mucho diseño de buen sastre en cada prenda.
Las cocteleras relucientes descansaban sobre el mostrador de pizarra oscura; las botellas de cristal se reflejaban en un espejo, tras ellas, bajo las luces de neón azulado. El tintineo de los hielos, el chinchín de las copas.
Meredith sacó una tarjeta de crédito del bolso, distinta de la que había utilizado en Inglaterra, no fuera que por descuido hubiera alcanzado el límite, y se acercó al mostrador de recepción. El recepcionista, elegante, con un pantalón gris, se mostró acogedor y fue eficaz.
A Meredith le alegró que su macarrónico francés aún se entendiera. Hacía bastante tiempo que no lo hablaba.
Tenía que tomárselo como buena señal.
Tras rechazar el ofrecimiento que le hizo de ayudarle a subir el equipaje, apuntó la contraseña para acceder a la red wi-fi, tomó el estrecho ascensor hasta la tercera planta, recorrió un pasillo oscuro y localizó el número que estaba buscando.
La habitación era bastante pequeña, pero estaba limpia y decorada con estilo, todo en tonos castaños, crema y blanco. Los del servicio de habitaciones habían dejado encendida la lámpara de la mesilla. Meredith pasó la mano sobre las sábanas. Una cama de muy buena calidad. Espacio abundante en el armario, aunque no fuera a necesitarlo. Dejó caer el bolso de viaje sobre la cama, sacó el ordenador portátil del bolso, lo puso sobre la mesa de cristal y lo enchufó para tenerlo cargado.
Fue a la ventana, retiró el visillo y abrió las persianas. El rumor del tráfico llegó de lleno hasta la habitación. Abajo, en la calle, una multitud joven y glamurosa disfrutaba de la velada de octubre, sorprendentemente cálida. Meredith se asomó. Tenía visibilidad en las cuatro direcciones. Unos grandes almacenes en la esquina de enfrente, con las persianas cerradas. Cafés y bares, una
patisserie
y una
delicatessen
que sí estaban abiertos, y la música que se desbordaba en las aceras. Farolas anaranjadas, de neón, todo iluminado o al menos silueteado. Tonalidades nocturnas.