Hoy no es mi día.
Le dio la impresión de que a lo largo de los cien años transcurridos desde entonces cabía la posibilidad de que el edificio se lo hubiera tragado la estación de Saint-Lazare, lo cual había ido creciendo sin cesar, engullendo las calles colindantes. Allí no había nada que sirviera de nexo entre los viejos tiempos y la actualidad. Ni siquiera encontró algo que valiera la pena fotografiar. Tan sólo una ausencia.
Meredith miró en derredor y vio un pequeño restaurante en la acera de enfrente, Le Petit Chablisien. Necesitaba comer algo. Más que nada, necesitaba una copa de vino.
Cruzó la calle. El menú estaba escrito a tiza en una pizarra, puesta sobre un caballete, en la acera. Los grandes ventanales los cubrían con modestia unos visillos de encaje, de modo que no llegó a ver el interior. Accionó el picaporte, anticuado, y una campanilla tintineó ruidosamente encima de su cabeza. Entró y la recibió en el acto un camarero de avanzada edad, con un delantal de lino blanco, recién planchado, atado a la cintura.
—
Pour manger?
Meredith asintió y el camarero la hizo pasar a una mesa para un solo comensal en una esquina. Manteles de papel, cuchillo y tenedor pesados, una botella de agua. Pidió el plato del día y una copa de Fitou. La carne,
bavette,
estaba perfecta, rosada por el centro, con una salsa fuerte, de pimienta negra. El Camembert, bien curado.
Mientras comía, Meredith estudió las fotografías en blanco y negro que la rodeaban, colocadas en las paredes. Antiguas imágenes del barrio, el personal del restaurante que posaba con orgullo a la entrada del mismo, los camareros de bigotes negros y poblados, con el cuello blanco y terso, y el dueño y su esposa, con aires de matrona, en el centro, perfectamente endomingados. Una foto de uno de los antiguos tranvías en la calle Ámsterdam, otra más moderna, con la famosa torre de los relojes en el centro de la explanada de la estación Saint-Lazare.
Lo mejor de todo, sin embargo, fue una fotografía que acertó a reconocer. Meredith sonrió, y se le iluminaron los ojos castaños, dándole un aire aún más juvenil del que tenía. Encima de la puerta de la cocina, junto a un retrato de estudio de una mujer con un hombre más joven que ella y una niña con una maraña de cabellos rubios, enredados, vio una copia de una de las fotografías más famosas de Debussy. Tomada en la villa Medici, en Roma, en 1885, cuando tan sólo tenía veintitrés años, resplandecía de tal modo que parecía a punto de salirse de la imagen, con su expresión inconfundible, el ceño fruncido. El cabello, negro y rizado, lo llevaba muy corto; el bigote era tan sólo incipiente. La imagen era reconocible al punto. Meredith tenía la intención de utilizarla como ilustración en la portada o tal vez en la contracubierta de su libro.
—Vivió en esta misma calle —le dijo al camarero a la vez que introducía el número secreto en la máquina de las tarjetas para pagar la cuenta. Hizo un gesto en dirección a la fotografía—. Claude Debussy. Ese de ahí.
El camarero se encogió de hombros, sin la menor muestra de interés, hasta que vio la propina que le dejaba. Sólo entonces sonrió.
E
l resto de la tarde discurrió de acuerdo con el plan previsto. Meredith fue recorriendo las demás direcciones que tenía anotadas en la lista y, cuando volvió al hotel a las seis, había visitado todos los lugares de París en los que había vivido Debussy. Se duchó y se puso unos vaqueros blancos y un jersey azul claro. Descargó las fotos de la cámara digital en el ordenador portátil, echó un vistazo al correo —de momento, ninguna señal del dinero que esperaba—, tomó una cena ligera en la
brasserie
de enfrente y remató la noche con un cóctel de color verde en el bar del hotel, un cóctel de aspecto poco aconsejable, pero que le supo sorprendentemente bien.
Ya en su habitación tuvo necesidad de oír una voz conocida. Llamó a su casa.
—Hola, Mary. Soy yo.
—¡Meredith!
El nudo que notó en la voz de su madre hizo que asomaran las lágrimas a los ojos de Meredith. Se sintió de repente muy lejos de casa, completamente sola.
—¿Qué tal va todo? —preguntó.
Charlaron un rato. Meredith informó a Mary de todo lo que había hecho desde la última vez que hablaron, y le enumeró todos los sitios que había visitado desde que llegó a París, aunque tuvo en todo momento la dolorosa conciencia de que los dólares iban acumulándose con cada minuto que hablaban.
Oyó una pausa en la conferencia transatlántica.
—¿Y qué tal va el otro proyecto?
—Ahora mismo no le estoy dedicando ni un minuto. No pienso en ello —respondió—. Demasiadas cosas tengo que hacer aquí en París. Ya me pondré manos a la obra cuando llegue a Rennes-les-Bains, pasado el fin de semana.
—No hay por qué preocuparse —dijo Mary, aunque las palabras salieron demasiado deprisa, dando a entender cuánto estaba pensando en ello. Siempre había prestado todo su apoyo a la necesidad que tenía Meredith de encontrar algún rastro de su familia biológica. Al mismo tiempo, Meredith sabía que Mary estaba temerosa de lo que pudiera salir a la luz con sus pesquisas. ¿Y si se descubriese que la enfermedad y la desdicha que habían ensombrecido toda la vida de su madre biológica se remontase en la familia incluso a tiempos anteriores? ¿Y si fuera algo hereditario? ¿Y si ella empezara a dar muestras de padecer los mismos síntomas?
—No me preocupa —dijo de manera quizá demasiado expeditiva, y de inmediato se sintió culpable—. Estoy bien. Más que nada, emocionada. Ya te contaré cómo va todo. Te lo prometo.
Hablaron un par de minutos más y se despidieron.
—Te quiero.
—Yo también te quiero —le llegó la respuesta desde miles de kilómetros de distancia.
El domingo por la mañana, Meredith se encaminó a la Ópera de París, al palacio Garnier.
Desde 1989, París contaba con un nuevo teatro de la Opera, un edificio moderno, en la Bastilla, de modo que el palacio Garnier se dedicaba sobre todo a las interpretaciones de ballet. Pero en tiempos de Debussy, aquel edificio exuberante, barroco en extremo, era nada menos que el lugar idóneo para ver y dejarse ver entre las personas con posibles. Inaugurado en 1875, fue el lugar donde se produjeron las notables revueltas antiwagnerianas en septiembre de 1891. También era el escenario en el que transcurría la novela de Gastón Leroux
El fantasma de la Ópera.
A juicio de Meredith, los sucesos del palacio Garnier lo decían todo acerca de la relación que había existido entre la vieja y la nueva guardia en materia de música en los tiempos de Debussy. La inercia de los viejos asentados en el
establishment
de la música clásica se había enfrentado violentamente con la nueva y prometedora generación, los jóvenes compositores experimentales.
Debussy, Satie, Dukas. «Los chicos», así los consideraba ella.
A Meredith le costó quince minutos llegar a pie hasta el teatro, durante los cuales tuvo que ir sorteando las masas de turistas que iban en busca del Louvre, y recorrer después toda la avenida de la Ópera. El edificio en sí era puro siglo XIX, pero el tráfico era estrictamente digno del XXI, una locura total: coches, motos, camionetas, camiones, autobuses y bicicletas procedentes al mismo tiempo de todas las direcciones posibles. Convencida de estar arriesgando la vida, atravesó la calzada por donde no había ningún paso de peatones hasta llegar a la isleta en la que se encontraba el palacio Garnier. Le impresionó: la fachada imponente, lo grandioso de las balaustradas, las columnas de mármol rosa, las estatuas sobredoradas, la cúpula adornada, en oro, verde y blanco, de cobre, que resplandecía con el sol de octubre. Meredith trató de imaginarse cómo podía ser el erial pantanoso en que se había construido en su día el teatro. Quiso imaginar los carros y los carruajes, las mujeres con traje largo de cola, los hombres con sombrero de copa, en vez de los camiones y los coches que hacían sonar la bocina sin cesar.
No lo logró. Había un ajetreo excesivo, demasiadas estridencias, y no permitía que se filtrase ni un solo eco del pasado. Le alivió descubrir que, por estar programado un concierto de beneficencia, el teatro estaba aún abierto.
En cuanto entró, el silencio de aquellas históricas escalinatas y balconadas la envolvieron del todo. El Grand Foyer era exactamente igual a como lo había imaginado tras verlo en fotografías, una amplia extensión de mármol que se prolongaba ante ella como la nave de una catedral monumental. Frente a ella, el Grand Escalier ascendía hasta justo debajo de la cúpula de bronce bruñido.
Mirando en derredor, Meredith se fue adentrando en aquel espacio. ¿Tenía permiso para seguir? Sus deportivas chirriaban al rozar con el mármol. Las puertas del auditorio estaban abiertas, sujetas, de modo que se coló en el interior. Quería ver con sus propios ojos la famosa araña de cristal de seis toneladas de peso y el techo que pintó Chagall.
Al fondo, en el escenario, ensayaba un cuarteto. Meredith se coló en la última fila. Por un instante sintió que el espectro de su antiguo yo, la intérprete musical que podía haber sido, se colaba también de rondón e iba a sentarse a su lado.
La sensación fue tan fuerte que a punto estuvo de volverse a mirar.
Un hilo de notas repetidas ascendía desde el foro de la orquesta y se propagaba por los pasillos desiertos, y Meredith pensó en las incontables ocasiones en que había hecho eso mismo. Esperar entre bastidores con su violín y su arco en la mano. La nítida sensación con que se anticipaba a lo que iba a suceder, bien presente en la boca del estómago: a medias adrenalina, a medias miedo, antes de salir ante el público. Afinar, los mínimos ajustes de última hora en cada una de las cuerdas, el polvo de resina atrapado en el poliéster negro de su falda larga de concertista…
Mary le había comprado a Meredith su primer violín cuando tenía ocho años, nada más irse a vivir con ellos para siempre. Se acabaron las visitas de fin de semana a su madre «de verdad». La funda le estaba esperando encima de la cama, en un dormitorio que no era el suyo pero que habría de serlo, un regalo de bienvenida para una chiquilla desconcertada por las cartas que la vida le había repartido. Una chiquilla que ya había visto demasiadas cosas a su corta edad.
Había aprovechado la oportunidad que se le brindó, y la había aprovechado en realidad con ambas manos. La música fue su vía de escape. Tenía aptitudes, aprendía deprisa, trabajaba con ahínco. A los diez años de edad tocó en un concierto de las escuelas de la ciudad, en el Estudio de Ballet de la Compañía de Milwaukee, en Walker's Point. Muy pronto empezó también con el piano. Enseguida, la música dominó toda su vida. Sus sueños de dedicarse profesionalmente a la música duraron todos sus años de estudio en la escuela elemental, toda la adolescencia, hasta sus últimos cursos en el instituto. Sus profesores la animaron a que solicitara plaza en uno de los conservatorios, y le insistieron en que tenía posibilidades de que la admitiesen. Mary también lo creía.
Pero en el último minuto Meredith suspendió. Se convenció ella sola de que no era tan buena como le habían hecho pensar, de que no tenía las virtudes necesarias para lograrlo. Solicitó plaza en la Universidad de Carolina del Norte para licenciarse en Literatura inglesa y fue admitida. Envolvió el violín en su seda roja y lo guardó en la funda forrada de terciopelo. Aflojó los arcos, tan valiosos, y los guardó en el lugar preciso, debajo de la tapa. Colocó la pastilla de resina dorada en el compartimento especial. Depositó la funda en el fondo del armario y allí la dejó cuando se fue de Milwaukee a la universidad.
En la universidad, Meredith estudió con seriedad, con constancia, y se licenció con un
magna cum laude.
Siguió tocando el piano en sus ratos libres y dio clases a los hijos de algunos amigos de Bill y Mary, pero eso fue todo. El violín ya no se movió de su sitio en el fondo del armario.
Nunca, durante todo ese tiempo, llegó a pensar que hubiera obrado mal. Pero en los últimos dos años, a medida que iba descubriendo una mínima conexión con su familia biológica, empezó a poner en duda su decisión. Ahora, sentada en el auditorio del palacio Garnier, a los veintiocho años de edad, la nostalgia de lo que pudo haber sido le atenazó como un puño el corazón.
Cesó la música.
Abajo, en el foso de la orquesta, alguien se echó a reír, y esa risa la dejó a ella fuera. Excluida.
El presente se le impuso de pronto como una avalancha. Meredith se puso en pie. Suspiró, se apartó el cabello de la cara y sin hacer ruido se dispuso a salir. Había ido a la Ópera en busca de Debussy. Todo lo que había logrado fue que despertaran de pronto sus propios fantasmas.
En la calle había salido el sol.
Tratando de olvidar aquel momento teñido de melancolía, dobló por el lateral del edificio para tomar la calle Scribe con la intención de atajar hacia el bulevar Haussmann y desde allí llegar al Conservatorio de París, en el octavo
arrondissement.
Las aceras estaban concurridas, como si todo París hubiera salido a la calle deseoso de disfrutar de un día dorado, y Meredith tuvo que ir esquivando el gentío para avanzar. El ambiente era de carnaval. Un músico callejero cantaba en una esquina; unos estudiantes repartían folletos de propaganda con descuento para un restaurante, un club o las rebajas de una tienda de ropas de diseño; un malabarista hacía volar el diábolo con una cuerda sujeta entre dos palos, lanzándolo a una altura imposible y cazándolo con un gesto que denotaba una absoluta destreza; un tipo vendía relojes y collares de abalorios sobre una maleta abierta.
Sonó su móvil. Meredith se detuvo y rebuscó en el bolso. Una mujer que iba tras ella le dio en las pantorrillas con el cochecito de niño que empujaba presurosa.
—
Excusez-moi, madame.
Meredith alzó la mano para pedir disculpas.
—
Non, non. C'est moi désolée.
Cuando por fin encontró el teléfono, había dejado de sonar. Se apartó de la riada de gente y accedió a la lista de llamadas perdidas. Era un número francés, un número que reconoció vagamente. Estaba a punto de marcar la tecla para devolver la llamada cuando alguien le plantó una hoja publicitaria en la mano.
—
C'est vous, n'est-ce pas?
Sorprendida, Meredith sacudió la cabeza para mirarle a la cara.