Sepulcro (22 page)

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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Sepulcro
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Sus primeras impresiones no tuvieron nada que ver con lo que había esperado encontrar. El pueblo tenía un aire elegante, de estilo contemporáneo, con apariencia de prosperidad. Algunos escalones espaciosos, limpios, de piedra, sobresalían un buen trecho en la calzada, que si bien estaba tal como la naturaleza la había dejado, resultaba limpia y practicable. La calle estaba asimismo jalonada por laureles plantados en amplias macetas de madera, que daban la impresión de que el bosque mismo se hubiera internado en el pueblo. Vio a un orondo caballero con el chaqué abotonado de arriba abajo, a dos damas con sendos parasoles y a tres enfermeras, cada una de las cuales empujaba una silla de ruedas. Un grupo de chiquillas con la espuma blanca de las enaguas bajo las faldas caminaban al paso de su institutriz.

El cochero dobló por una calle y frenó del todo los caballos.


La Place du Pérou. S'il vous plaît. Terminus.

La plazoleta estaba flanqueada por edificios en tres de sus lados, y le daban sombra unos cuantos tilos. La dorada luz del sol se filtraba por el dosel de las hojas, proyectando dibujos ajedrezados en el terreno. Había una acequia para que abrevaran los caballos, y las casas de tres plantas, de aspecto respetable, tenían las ventanas adornadas con abundantes flores, las últimas del verano. En un cafetín con toldo de franjas de colores, un grupo de damas bien vestidas, con guantes todas ellas, y sus acompañantes, tomaban un refresco. En una esquina se encontraba la vía de acceso a una modesta iglesia.

—Todo es muy pintoresco —murmuró Anatole.

El cochero bajó de un salto del pescante y comenzó a descargar el equipaje.


S'il vous plaît, Mesdames et Messieurs. La Place du Pérou. Terminus.

Uno por uno fueron desembarcando los pasajeros. Fueron tensas, torpes las despedidas, como es corriente entre quienes han compartido un viaje, pero poco más tienen en común.
Maître
Fromilhague se quitó un instante el sombrero y desapareció. Gabignaud estrechó la mano de Anatole y le dio su tarjeta de visita, diciendo que tenía la esperanza de que surgiera la oportunidad de volver a verle a lo largo de su estancia, tal vez para jugar una partida de cartas o en alguna de las veladas musicales que se celebraban en Limoux o en Quillan. Tocándose el ala del sombrero para despedirse de Léonie, apretó el paso y cruzó la plazoleta.

Anatole rodeó con el brazo a Léonie por los hombros.

—Esto no parece tan poco prometedor como yo me temía —dijo—. Al contrario, tiene su encanto. Tiene su encanto, sí.

Apareció sin resuello, por la esquina superior izquierda de la plazoleta, una muchacha con el clásico uniforme blanco y gris de las criadas. Era regordeta y hermosa, con unos profundos ojos negros y una boca sugerente. Bajo la cofia blanca se le habían escapado unos cuantos mechones de cabello negro y espeso.

—¡Ah! Nuestro comité de recepción —dijo Anatole.

Tras ella, y también sin aliento, llegó un joven de rostro ancho y amable. Llevaba una camisa blanca, abierta, y un pañuelo rojo al cuello.


Et voila
—añadió Anatole—. A menos que mucho me equivoque, la explicación de que la moza no haya sido puntual salta a la vista.

La criada intentó arreglarse el pelo rápidamente sin dejar de correr hacia ellos. Hizo una reverencia.


¿Sénher
Vernier?
Madomaiséla. Madama
me envía a recogerles para llevarles al Domaine de la Cade. Me pide que les presente sus disculpas, pero hay problemas con el coche. Lo están terminando de reparar, aunque
madama
sugiere que se llega antes a pie… —La criada miró con cara de duda los botines de cabritilla que calzaba Léonie—. Si es que no les importa, claro está…

Anatole miró a la muchacha de arriba abajo.

—¿Y tú eres…?

—Marieta,
sénher.

—Muy bien. ¿Y cuánto tiempo tendremos que esperar a que esté reparado el coche, Marieta?

—No sé. Se ha roto una rueda.

—Bueno. ¿Qué distancia hay hasta el Domaine de la Cade?


Pas luénh.
No está lejos.

Anatole miró por encima del hombro de la muchacha al chico, que seguía sin resuello.

—¿Y el equipaje lo llevarán más tarde?

—Sí,
sénher
—dijo ella—. Pascal se encargará de llevarlo.

Anatole se volvió hacia Léonie.

—En cuyo caso, a falta de alguna alternativa más prometedora, yo voto que hagamos lo que sugiere nuestra señora tía y que vayamos a pie.

—¿Cómo? —La palabra estalló con evidente indignación en los labios de Léonie antes de que pudiera contenerla—. ¡Pero si tú detestas ir a pie! —Se llevó los dedos a sus propias costillas, para recordarle las heridas que había sufrido—. Por otra parte, ¿no será demasiado para ti?

—Estoy curado del todo —sonrió, y se encogió de hombros—. Reconozco que es un aburrimiento, pero ¿qué otra cosa podemos hacer? Yo prefiero seguir adelante antes que quedarme aquí esperando no sé sabe cuánto.

Tomando las palabras de Anatole por muestra de asentimiento, Marieta hizo una veloz reverencia, se dio la vuelta y emprendió la marcha. Léonie se quedó atónita mirándola.

—Por todos los… —exclamó.

Anatole echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—Bienvenida a Rennes-les-Bains —dijo, y tomó de la mano a Léonie—. Vamos, pequeña. De lo contrario, ¡nos van a dejar muy atrás!

Marieta los condujo por un estrecho pasaje entre las casas. Salieron al otro lado a plena luz del sol, por un viejo puente de piedra. Abajo, mucho más abajo del arco del puente, el agua corría sobre unas piedras planas. Léonie inspiró hondo, ligeramente mareada por la sensación que le producían la luz, el espacio, la altura.

—Léonie, date prisa —le dijo Anatole.

La criada cruzó el río y dobló bruscamente a la derecha para tomar un camino estrecho y sin adecentar, que ascendía en una pronunciada cuesta entre los árboles que poblaban la ladera. Léonie y Anatole la siguieron en fila india, en silencio, ahorrando el aliento para la ascensión.

Aún hubo que subir más, por una cuesta más empinada, siguiendo un camino de piedras y hojas secas y adentrándose en lo más profundo del bosque. No pasó mucho tiempo hasta que la senda se abrió en otra de mayor anchura. Léonie se fijó en las roderas de los carros, resquebrajadas y pálidas por la falta de lluvia, marcadas además por incontables huellas de cascos de caballo. Allí, los primeros árboles se erguían más alejados del camino, y el sol proyectaba sus sombras alargadas entre cada arboleda y cada claro.

Léonie se dio la vuelta para mirar en la dirección por la que habían caminado. Allá abajo, pero todavía relativamente cerca, al pie de la pendiente, vio los tejados rojos y grises, también en pendiente, de Rennes-les-Bains. Llegó a identificar los hoteles y la plazoleta central en la que habían bajado del coche. El agua resplandecía engañosa formando una cinta de verde y plata, incluso de rojo a trechos, debido a las hojas del otoño, y corría con la suavidad de la seda.

Tras una breve bajada la senda les llevó a una meseta.

Más adelante vieron los pilares de piedra y las verjas de una finca campestre. A uno y otro lado, las púas de hierro forjado que remataban la verja desaparecían allí donde alcanzaba la vista, cubiertas por los abetos y los tejos. La finca parecía imponente, lejana, altiva. Léonie sintió un temblor. Por un instante le abandonó su espíritu aventurero. Recordó la reticencia de su madre a la hora de hablar del Domaine y de la infancia que había pasado allí. Y las palabras del doctor Gabignaud en el almuerzo encontraron eco en sus oídos.

Tan dudosa reputación.

—¿La Cade? —preguntó Anatole.

—Es un nombre que por estos pagos se da al enebro,
sénher
—respondió la criada.

Léonie miró de reojo a su hermano y dio un paso adelante con toda determinación, apoyando ambas manos en la verja, como un prisionero tras los barrotes. Apretó las mejillas sonrojadas contra el frío del hierro y escrutó el interior.

Todo aparecía envuelto por una veladura oscura, verde, incluso los fragmentos de sol que se filtraba reflejado en la centenaria arbolada. Saúcos, arbustos, setos y matas que alguna vez formaron los bordes alineados del camino aparecían descuidados, faltos de color. La finca tenía un aire de evidente abandono, pero también de belleza, al no haberse echado a perder aún del todo, si bien ya no daba la impresión de contar con recibir ninguna visita.

Una gran fuente de piedra, con plato amplio, estaba seca en el centro de una ancha avenida de gravilla que arrancaba directamente de la cancela y se internaba por el jardín. A su izquierda, Léonie encontró un estanque redondo, ornamental, con una malla de metal oxidado que lo cubría del todo. También estaba seco. A la derecha había una hilera de enebros evidentemente asilvestrados y en estado de desatención desde tiempo atrás. Poco más allá se veían los restos de un invernadero, del que faltaban no pocos cristales y cuyo armazón de metal estaba alabeado en algunos trechos.

Si hubiera llegado a aquel lugar por puro accidente, Léonie lo habría supuesto abandonado, tal era el estado de total negligencia que se percibía en todas partes. Miró a la derecha y vio un rótulo de pizarra gris colgado sobre la verja, cuyas las palabras se hallaban en parte desdibujadas por profundos arañazos en la piedra, como si algo o alguien las hubiera querido tachar. Parecían zarpazos.

C
APÍTULO
24

S
upongo que existe otra forma de llegar a la casa, naturalmente… —preguntó Anatole.

—Sí,
sénher
—replicó Marieta—. La entrada principal se encuentra por el norte de la finca. El antiguo dueño hizo construir una avenida desde la carretera de Sougraigne. Pero si se toma esa ruta desde Rennes-les-Bains se tarda algo más de una hora de subida, y luego hay que bajar por la ladera. Es mucho más largo que si se sigue el viejo camino del bosque.

—¿Y tu señora te ha dado instrucciones para que nos trajeras por este camino, Marieta?

La muchacha se puso colorada.

—No dijo que no les trajera por el bosque —respondió a la defensiva.

Permanecieron pacientemente a la espera mientras Marieta localizaba en el bolsillo de su delantal una enorme llave de hierro. Se oyó un ruido sordo cuando la introdujo en el cerrojo y rechinó la puerta cuando la criada empujó con fuerza la hoja de la derecha. Una vez que la atravesaron, la cerró a conciencia. Le costó trabajo, tuvo que empujar con fuerza antes de que encajase del todo.

Léonie tenía mariposas en el estómago, una curiosa mezcla de nerviosismo y de excitación ante la aventura. Se sentía como la heroína de su propia historia al seguir a Anatole por el estrecho y largo sendero verde, al parecer muy pocas veces empleado. Al cabo descubrieron un alto seto que formaba un arco. En vez de pasar por él, Marieta siguió derecha hasta que salieron a una amplia avenida de gravilla. Estaba bien cuidada, sin asomo de musgo ni de hierbas silvestres, flanqueada por castaños con copas repletas de frutos todavía envueltos en sus erizos.

Por fin, Léonie atisbo la casa.

—Oh —se dijo con admiración.

La casa era espléndida. Imponente y, sin embargo, bien proporcionada, se encontraba perfectamente situada, de modo que aprovechase lo mejor del sol naciente y se beneficiara al máximo del paisaje abierto hacia el sur y el oeste que le proporcionaba su óptima situación de cara al valle. Tenía tres plantas, un tejado en suave pendiente e hileras de ventanas con las persianas cerradas, encastradas en unos muros enjalbegados con elegancia. Cada una de las ventanas de la primera planta daba a una balconada corrida, de piedra, con balaustradas de hierro curvadas en las esquinas. Todo el edificio estaba cubierto por una hiedra flamígera, entre verde y roja, que resplandecía como si a las hojas les hubieran sacado brillo una a una.

A medida que se fueron acercando, Léonie vio que una balaustrada de piedra gris recorría toda la cornisa de la última planta de la casa y que tras ella eran visibles ocho ventanas redondas como ojos de buey, las ventanas del desván. Tal vez su madre se había asomado alguna vez desde alguno de aquellos ventanucos.

Una amplia y envolvente escalinata semicircular, de piedra, ascendía hasta una doble puerta de entrada, una puerta de madera maciza, pintada de negro por completo, con aldaba y moldura de bronce. Se resguardaba bajo un pórtico en arcada, flanqueado por dos tiestos de gran tamaño en los que crecían unos cerezos ornamentales.

Léonie subió la escalinata siguiendo a la criada y a Anatole hasta un elegante vestíbulo de entrada. El suelo era ajedrezado, de baldosas rojas y negras, y las paredes estaban cubiertas por un delicado papel pintado, de color crema, decorado con flores verdes y amarillas, que daba una grata impresión de luz y de espacio. En el centro había una mesa de caoba y un ampuloso cuenco de cristal lleno de rosas blancas, que, junto a la madera, muy pulida, contribuían a proporcionar un ambiente de intimidad, de calor de hogar. En las paredes colgaban retratos de señores bigotudos con uniformes de militar y de mujeres con faldas abullonadas y miriñaques, además de una selección de paisajes neblinosos y de clásicas escenas pastoriles.

Había una gran escalinata, reparó Léonie, y a la izquierda un piano de media cola, con una ligera capa de polvo sobre la tapa cerrada.


Madama
les recibirá en la terraza de la tarde —dijo Marieta.

Los acompañó por unas puertas con vidrieras, pasando las cuales salieron a una terraza con vistas al sur, a la sombra de un emparrado y unos arbustos de madreselva. Ocupaba toda la anchura de la casa y estaba situada de tal manera que se dominaban desde allí los jardines, los cuadrados de césped, los macizos de flores. Una avenida lejana, jalonada por castaños de Indias y por árboles de hoja perenne, delimitaba el extremo más lejano; un mirador acristalado y de madera pintada de blanco centelleaba a la luz del sol. Más allá se columbraba la lisa superficie de un estanque ornamental, tal vez un lago.

—Por aquí.
Madomaiséla, sénher,
síganme si son tan amables.

Marieta los condujo a la esquina más alejada de la terraza, una zona en sombra gracias a un generoso toldo a franjas blancas y amarillas. Había una mesa puesta para tres. Mantel de hilo, blanco, y vajilla de porcelana blanca, cucharas de plata y un centro de flores del prado, violetas de Parma, geranios rosas y blancos y lirios amarillos del Pirineo.

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