Sepulcro (18 page)

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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Sepulcro
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Las cosas se escurrían entre el pasado y el presente.

No quería tener ninguna relación con las cartas, pero a la vista de la determinación con que insistía Laura, comprendió que nunca saldría de allí si no las aceptaba.

Las tomó. Sin decir una palabra más, se dio la vuelta y bajó velozmente las escaleras.

C
APÍTULO
17

M
eredith vagó por las calles de París sin el menor sentido del tiempo, con las cartas del tarot en las manos, en su estuche de seda negra, sintiéndose como si en cualquier momento pudieran explotar y llevársela a ella por delante. No las quería, a pesar de lo cual empezó a darse cuenta de que no iba a ser capaz de librarse de ellas.

Sólo cuando oyó las campanas de la iglesia de Saint-Gervais dar la una, se dio cuenta de que faltaba poco para que perdiese su avión a Toulouse.

Meredith se rehízo. Llamó un taxi y dijo a gritos al taxista que le daría una buena propina si la llevaba rápido, con lo que aceleró internándose en el tráfico.

Llegaron a la calle Temple en diez minutos justos. Meredith se lanzó casi en marcha, dejando el taxímetro correr, y entró veloz en el vestíbulo del hotel, para subir las escaleras y entrar en su habitación. Echó al bolso las cosas que iba a necesitar, agarró sobre la marcha el ordenador portátil y el cargador, y bajó a la carrera. Dejó en manos del conserje lo que no se iba a llevar y le confirmó que estaría de regreso en París al final de la semana para pasar otras dos noches, y sobre la marcha entró en el taxi y salieron a toda velocidad hacia el aeropuerto de Orly.

Llegó con sólo quince minutos de margen.

En todo momento Meredith se estuvo moviendo con el piloto automático. Su eficacia y su organización se pusieron en marcha, aunque no mostró verdadero afán en lo que hacía, por estar con la cabeza en otra parte. Frases a medias recordadas, ideas que había captado, sutilezas que se le habían escapado irremisiblemente. Todo lo que Laura había dicho.

Cómo me hizo sentirme.

Sólo cuando pasó el control de seguridad, Meredith cayó en la cuenta de que, con las prisas angustiosas por salir de aquella pequeña estancia, se le había olvidado pagarle a Laura por la sesión. Sintió que la invadía una oleada de vergüenza. Deduciendo que había estado allí como mínimo una hora, tal vez cerca de dos, mentalmente tomó nota de enviarle el dinero pactado y una cantidad adicional en cuanto llegase a Rennes-les-Bains.

Sortilege.
El arte que consiste en ver el futuro en las cartas.

Cuando despegó el avión, Meredith sacó el cuaderno de su bolso y se puso a anotar todo lo que acertó a recordar. Un viaje. El Mago y El Diablo, los dos con los ojos azules, ninguno merecedor de toda confianza. Ella misma como agente de la justicia. Todos los ochos.

Al volar el 737 por el cielo azul de Francia, sobrevolando el Macizo Central, persiguiendo al sol con rumbo sur, Meredith escuchó la
Suite Bergamasque
de Debussy con los auriculares puestos, y escribió hasta que tuvo dolor en el brazo, llenando una tras otra las páginas de su cuaderno con notas atildadas, con esquemas sucesivos. Las palabras de Laura resonaban una y otra vez en su cabeza, como si hubiesen formado una especie de bucle que se superpusiera a la música.

Las cosas discurrían entre el pasado y el presente.

Y en todo momento, como si fuera un invitado indeseado, la sombra de las cartas acechaba en su bolso, en el compartimento del equipaje, encima de su cabeza.

El Libro de las Estampas del Diablo.

PARTE III

Rennes-les-Bains

Septiembre de 1891

C
APÍTULO
18

Jueves, 17 de septiembre

U
na vez tomada la decisión de aceptar la invitación que le extendió Isolde Lascombe, Anatole dispuso todo lo necesario para emprender viaje de inmediato.

Nada más terminar el desayuno, fue a comprar los billetes para el tren del día siguiente, dejando que Marguerite se llevara a Léonie a comprar algunos artículos que podría necesitar durante su mes de estancia en el campo. Fueron primero a la Maison Léoty a adquirir un conjunto de ropa interior de los más caros, que en efecto transformó su silueta y que dio a Léonie la sensación de sentirse muy adulta. En la Samaritaine, Marguerite le compró un nuevo vestido para la hora del té y un traje de paseo adecuado para el otoño en la campiña. Su madre se mostró cálida y afectuosa con ella, pero también distante, y Léonie comprendió que algo le rondaba la cabeza. Sospechó que se trataba del crédito de Du Pont, gracias al cual Marguerite pudo hacer todas las adquisiciones que hizo, y se resignó al hecho de que tal vez, cuando regresaran a París en el mes de noviembre, se encontrasen con un nuevo padre.

Léonie se sintió emocionada ante esa perspectiva, pero al mismo tiempo estaba en cierto modo fuera de sí, situación que achacó a los acontecimientos de la noche anterior. No había tenido ocasión de hablar con Anatole ni de comentar la coincidencia que había dado pie a que la invitación llegara en un momento tan oportuno.

Después del almuerzo, aprovechando lo que quedaba de esa tarde plácida y agradable, fueron caminando por las elegantes avenidas peatonales del parque Monceau, lugar de encuentro preferido entre los hijos de los diplomáticos que residían en las embajadas cercanas. Un grupo de chiquillos jugaba a
Un, deux, trois, loup
con grandes alharacas, gritando, dándose ánimos los unos a los otros. Unas cuantas niñas engalanadas con muchas cintas, con enaguas blancas bajo la falda, vigiladas por las niñeras de turno y por guardaespaldas de tez morena, estaban concentradas jugando a la rayuela.
La marelle
había sido uno de los juegos preferidos de Léonie durante su infancia; Marguerite y ella se detuvieron a mirar cómo las niñas arrojaban la china al cuadrado y saltaban a la pata coja. A juzgar por el rostro de su madre, Léonie se hizo cargo de que también ella recordaba el pasado con afecto.

—¿Por qué no fuiste feliz en el Domaine de la Cade?

—No era aquél un entorno en el que yo me sintiera del todo cómoda, querida. Eso es todo.

—Pero… ¿por qué? ¿Por la compañía?, ¿por el lugar en sí?

Marguerite se encogió de hombros, como hacía siempre que estaba reacia a dejarse llevar por algo.

—Alguna razón concreta tiene que haber —insistió Léonie.

Marguerite suspiró.

—Mi hermanastro era un hombre extraño, un solitario —dijo al fin—. No le hacía ninguna gracia tener a una hermana mucho más pequeña. Y menos aún le gustaba sentirse en parte responsable de la segunda esposa de su padre. Siempre tuvimos la sensación de ser unos huéspedes a los que no se acogió con los brazos abiertos.

Léonie se paró a pensar unos momentos.

—¿Tú crees que me lo pasaré bien allí?

—Oh, sí; desde luego, estoy segura —dijo muy deprisa Marguerite—. La finca es muy hermosa, aunque imagino que en estos treinta años se habrán producido muchos… cambios.

—¿Y la casa?

Marguerite no respondió.

—¿Mamá?

—De aquello hace mucho tiempo —dijo con firmeza—. Todo habrá cambiado.

La mañana en que tenían previsto partir, el viernes 18 de septiembre, amaneció lluvioso y con borrasca.

Léonie despertó temprano, con el aleteo de los nervios en la boca del estómago. Ahora que por fin había llegado el día, sentía una repentina nostalgia por el mundo que iba a dejar atrás. Los sonidos de la ciudad, las hileras de gorriones posados en el borde del edificio de enfrente, los rostros familiares de los vecinos, de los comerciantes, todo se le antojaba revestido de un encanto que a la vez le resultaba punzante. Todo le provocaba unas difusas ganas de llorar.

Algo muy semejante parecía haber afectado también a Anatole, pues no terminaba de encontrarse a gusto. Tenía la boca contraída y miraba con cautela, se plantaba vigilante ante las ventanas del salón, observaba con evidente nerviosismo allá abajo, la calle.

La criada anunció que había llegado el coche.

—Diga al cochero que bajamos de inmediato —le contestó él.

—¿Piensas viajar con esa ropa? —preguntó Léonie tomándole el pelo, pero al mismo tiempo extrañada por su traje gris, de mañana, y su gabán de diario—. Cualquiera diría que más bien vas a la oficina.

—Esa es la idea —dijo él con mala cara, atravesando el salón en dirección a ella—. Cuando hayamos marchado de París, me pondré algo menos formal.

Léonie se sonrojó y se sintió estúpida por no haberse dado cuenta.

—Ah, claro…

Él tomó su sombrero de copa.

—Date prisa, pequeña. No queremos que se nos escape el tren.

En la calle, abajo, el equipaje de ambos ya estaba cargado en el fiacre.

—Saint-Lazare —gritó Anatole para hacerse oír por encima de los restallidos del viento—. Estación de Saint-Lazare.

Léonie se despidió de su madre con un abrazo y le prometió que le escribiría. Marguerite tenía los ojos enrojecidos, cosa que a ella le sorprendió y, al mismo tiempo, le produjo de nuevo ganas de llorar.

A raíz de ello, sus últimos minutos en la calle Berlin fueron más emotivos de lo que Léonie había supuesto.

El fiacre arrancó entonces. En el último instante, cuando ya doblaba la esquina de la calle Amsterdam, Léonie bajó la ventanilla y dio una voz mirando hacia donde estaba Marguerite, sola, en la acera.

—Adiós, mamá.

Se arrellanó entonces en el asiento y se secó los ojos brillantes con el pañuelo. Anatole la tomó de la mano y no se la soltó.

—Estoy seguro de que sabrá arreglárselas perfectamente sin nosotros —dijo con afán de tranquilizarla.

Léonie contuvo un sollozo.

—Du Pont cuidará de ella.

—¿No sale el expreso de la estación de Montparnasse? —preguntó poco más tarde, una vez remitieron las ganas de llorar.

—Si alguien viene a preguntar por nosotros —le dijo él en un susurro de conspirador—, prefiero que crean equivocadamente que nos encaminamos a los suburbios del oeste. ¿Comprendes?

Ella asintió.

—Ya veo. Un engaño.

Anatole sonrió y se dio un golpecito con el dedo en el lateral de la nariz.

A su llegada a la estación Saint-Lazare, ordenó que cambiasen su equipaje a un segundo coche de punto. Gesticuló en exceso al charlar con el cochero, y Léonie se dio cuenta de que estaba sudoroso, a pesar del frío y la humedad. Tenía las mejillas coloradas y en las sienes le brillaban gotas de sudor.

—¿No te encuentras bien? —le preguntó con preocupación.

—No del todo —dijo él al punto, aunque enseguida añadió—: es que este… subterfugio me produce cierta tensión nerviosa. No te apures, estaré bien en cuanto nos hayamos marchado de París.

—Me pregunto qué hubieras hecho —dijo Léonie con curiosidad— si no hubiésemos recibido la invitación cuando llegó.

Anatole se encogió de hombros.

—Alguna alternativa habríamos encontrado, seguro.

Léonie aguardó a que dijera algo más, pero él permaneció en silencio.

—¿Está mamá al corriente de tus… actividades en Chez Frascati? —preguntó al fin.

Anatole no hizo caso de la pregunta.

—Si alguien viene a preguntar, quiero que estés bien preparada para dar a entender que hemos ido a pasar unos días a Saint-Germain-en-Laye. Los parientes de Debussy, los que viven allí, son tan… tan… —puso ambas manos sobre los hombros de su hermana y la hizo volverse de cara a él—. En fin, pequeña, ¿estás contenta?

Léonie ladeó el mentón.

—Sí, lo estoy.

—¿Y se acabaron las preguntas? —dijo él en son de chanza.

—Yo… Bueno… —Le sonrió como si pidiera disculpas—. Lo intentaré.

Al llegar a la estación de Montparnasse, Anatole prácticamente arrojó el dinero que debía al cochero y entró veloz en la estación, como si le persiguiera una jauría. Léonie le siguió la corriente en esa pantomima, pues había comprendido que si bien deseaba que se les viera de manera ostensible en Saint-Lazare, allí prefería no llamar la atención de nadie.

Dentro de la estación miró el tablón de anuncios que indicaba las salidas de los próximos trenes, se llevó una mano al bolsillo del chaleco y pareció pensarlo mejor.

—¿Se te ha olvidado el reloj?

—Lo perdí en el altercado —dijo él.

Echaron a caminar por el andén hasta dar con el vagón y sus asientos. Léonie leyó los rótulos de los vagones, indicadores de los lugares en los que estaban previstas las sucesivas paradas del tren: Laroche, Tonnerre, Dijon, Macón, Lyon-Perranche a las seis de la tarde, luego Valence, Aviñón y por fin Marsella.

Al día siguiente tomarían el tren de la costa, de Marsella a Carcasona. Después, el domingo por la mañana, partirían de Carcasona para llegar a Couiza-Montazels, la estación de ferrocarril más próxima a Rennes-les-Bains.

De allí, de acuerdo con las instrucciones de su tía, no quedaba más que un corto trayecto en coche hasta el Domaine de la Cade, al pie de los cerros de Corbiéres.

Anatole compró un periódico y se escondió tras sus páginas. Léonie prefirió observar cómo pasaba la gente. Sombreros de copa y trajes de día, señoras con amplísimas faldas. Un mendigo de rostro demacrado y dedos grasientos que levantó la ventanilla de su coche, de primera clase, pidiendo limosna hasta que el guardia se lo llevó a empellones.

Hubo un último y agudo silbido, seco y cortante, seguido por el estrépito del motor en el instante en que escupió los primeros chorros de vapor. Salieron las chispas despedidas. El roce del metal contra el metal, otra erupción de humo negro y, lentamente, las ruedas comenzaron a girar.

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