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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (59 page)

BOOK: Sepulcro
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Constant la vio marchar, y comprendió por su apostura, por la gracia de sus pasos, por el modo en que caminaba con la cabeza bien alta, que era en esos instantes muy consciente de que él clavaba sus ojos en su espalda y la veía partir despacio.

De tal palo, tal astilla. Es igualita que su madre.

Lo cierto era que había sido casi demasiado fácil. Los sonrojos de colegiala, su manera de abrir los ojos como platos, el modo en que entreabría los labios para dejar ver la punta de una lengua sonrosada. Podría habérsela llevado al fin del mundo sin esperar un minuto más si así lo hubiera querido, pero eso no se hubiera ajustado del todo a sus intenciones. Era infinitamente más satisfactorio jugar con las emociones de la muchacha. Llevarla a la ruina, desde luego, pero no sin antes lograr que se enamorase de él. Cuando lo supiera, Vernier experimentaría un tormento infinitamente mayor que si la hubiera tomado por la fuerza.

Y la muchacha iba a enamorarse de él. Era fácil de impresionar, era joven, estaba a punto de caramelo.

Realmente, una pena.

Chasqueó los dedos. El hombre del capote napoleónico, que lo seguía a cierta distancia, se plantó de inmediato a su lado.

—Monsieur.

Constant garabateó rápidamente una nota en un papel y le indicó que la entregase en el hotel Saint-Vincent. Sólo pensar en la cara que se le pondría a Vernier cuando leyese la nota le produjo una fuerte sensación, un placer casi irresistible. Quería ante todo que lo pasara mal. Los dos, que lo pasaran mal tanto Vernier como su furcia. Quería que pasaran los próximos días mirando continuamente por encima del hombro, a la espera, obsesionados, preguntándose en iodo momento de qué lado iba a llegarles el siguiente hachazo.

Arrojó una bolsa llena de monedas en las manos grasientas del hombre.

—Síguelos —dijo él—. Que no se te escapen. Manda aviso por el procedimiento habitual para saber con toda precisión adónde van. ¿Está claro? ¿Crees que podrás entregar la nota antes de que la muchacha esté de regreso en su hotel?

El hombre pareció ofenderse.

—Es mi ciudad —murmuró, y dio la vuelta en redondo para desaparecer por una estrecha calleja que se alejaba por la parte posterior del Hópital des Malades.

Constant apartó de sus pensamientos a la muchacha y sopesó su siguiente jugada. En el transcurso del tedioso flirteo que había tenido lugar en la iglesia no sólo le había proporcionado el nombre del hotel en el que se encontraban alojados en Carcasona, sino que, y esto era mucho más importante, le había dicho dónde se habían ocultado Vernier y su furcia.

Había oído hablar de Rennes-les-Bains y de su balneario, de sus propiedades curativas. La ubicación era perfecta para sus intenciones. No podía hacer nada contra ellos mientras estuvieran en Carcasona. La ciudad era demasiado bulliciosa, y cualquier confrontación llamaría la atención. En cambio, en una finca aislada, en el campo… Tenía algunos contactos en la localidad, en particular un hombre, una persona sin escrúpulos y de temperamento cruel, al que una vez había prestado cierto servicio. Constant no creyó llegar a tener la menor dificultad para persuadirle de que había llegado la hora de que le devolviera el favor.

Constant tomó un fiacre para regresar al centro de la Bastide, y una vez allí siguió camino por las estrechas calles, hasta llegar a la parte posterior del Café des Négociants, en el bulevar Barbes. Allí se encontraba el más exclusivo de los clubes privados. Champán, tal vez una chica. Estando tan al sur, había más que nada carne oscura, no la pálida piel y el cabello rubio que él prefería. Pero ese día estaba dispuesto a hacer una excepción. Tenía ganas de celebrarlo.

C
APÍTULO
61

L
éonie atravesó a la carrera la plaza Gambetta, en cuyas sendas y aceras relucían los charcos que había dejado la lluvia, en los que a su vez se reflejaban los pálidos rayos del sol, y pasó por delante de un feo edificio municipal para entrar en el corazón de la Bastide.

Era completamente ajena a las prisas, al movimiento que poblaba el mundo en derredor. Las aceras estaban atestadas, y en las propias calles se arremolinaban el agua negra y los residuos que habían sido desalojados de la parte alta de la ciudad por la fuerza de la tormenta.

Las consecuencias que pudiera tener su excursión vespertina sólo en esos momentos empezaban a hacérsele evidentes. No podía pensar nada más que en cómo la iba a regañar e incluso castigar Anatole y, mientras, a ratos caminaba veloz, a ratos corría un trecho, o avanzaba por la calle encharcada, con los nervios a punto de estallar.

Aunque lo cierto
es
que no lo lamento.

Recibiría un castigo por su desobediencia, de eso no le cabía ya la menor duda, pero aun así no podría decir que preferiría no haberse alejado. Miró el rótulo de una calle y descubrió que se encontraba en la calle Courtejaire, no en el Carriére Mage, tal como había supuesto. Efectivamente, se había perdido. El
plan de la ville
estaba tan empapado que se iba desintegrando en sus manos. Se había corrido la tinta, los nombres eran del todo ilegibles.

Léonie dobló primero a la derecha y luego a la izquierda, en busca de algún elemento urbano que pudiera reconocer, pero todas las tiendas se habían protegido sellando con tablones los escaparates en previsión del mal tiempo, y todas las calles estrechas de la Bastide le parecían iguales.

Se equivocó de camino varias veces, de modo que le llevó prácticamente una hora localizar la iglesia de San Vicente, y, a partir de ella, la calle Port y su hotel. Cuando acometió la subida por las escaleras de la entrada, oyó que las campanas de la catedral ya daban las seis.

Entró en el vestíbulo como un torbellino, aún a la carrera, con la esperanza al menos de llegar a su habitación y gozar allí de intimidad para cambiarse y ponerse ropa seca antes de vérselas con su hermano. Se tuvo que detener en seco. Anatole se encontraba de pie en el vestíbulo, delante del mostrador de recepción, caminando de un lado a otro, con un cigarrillo encajado entre los dedos. Cuando la vio, atravesó el vestíbulo hecho una furia, la tomó por los hombros y la zarandeó con fuerza.

—¿Dónde diantre te habías metido? —le gritó nada más verla—. Estaba ya a punto de perder la cabeza. —Léonie se quedó clavada en donde se encontraba, atónita, perpleja por el tremendo arrebato de su cólera—. ¿Y bien? —insistió.

—Lo… lo siento. Me sorprendió la tormenta.

—No se te ocurra jugar conmigo, Léonie —le gritó—. Te prohibí expresamente ir por la ciudad tú sola. Te libraste de Marieta con algún pretexto absurdo, como una chiquilla irresponsable, y entonces desapareciste. Por Dios, ¿quieres decirme dónde has estado? ¡Dímelo ahora mismo, maldita sea!

A Léonie se le pusieron los ojos como platos. El nunca le había hablado en esos términos. Nunca, ni una sola vez. Jamás.

—¡Podría haberte pasado cualquier cosa! ¡Una jovencita como tú en una ciudad desconocida! ¡Podía haber pasado lo peor!

Léonie miró de reojo al dueño, que los escuchaba sin disimulos de ninguna clase.

—Anatole, por lo que más quieras —le dijo en voz baja—. Te lo puedo explicar. Si pudiéramos ir a un sitio donde estemos menos a la vista, a nuestras habitaciones, yo…

—¿Me has desobedecido y has salido de la Bastide? —De nuevo la zarandeó—. Dímelo. ¿Sí o no?

—No —mintió, demasiado aterrada para decir la verdad—. Estuve paseando por la plaza Gambetta y admiré la magnífica arquitectura de la Bastide. Reconozco que le dije a Marieta que volviera en busca de un paraguas, y reconozco que no debiera haberlo hecho, lo sé, pero cuando empezó a llover pensé que era mejor buscar cobijo, en vez de seguir a la intemperie. ¿No te ha dicho Marieta que fuimos a buscaros al Carriére Mage?

A Anatole se le ensombreció aún más el semblante.

—No, no me ha dicho nada de eso —le dijo cortante—. ¿Y nos visteis, sí o no?

—No, es que yo…

Anatole volvió a la carga.

—Con todo y con eso, dejó de llover hace más de una hora. Acordamos que nos reuniríamos a las cinco y media. ¿O eso es algo que preferiste olvidar?

—No, lo recuerdo, pero es que…

—Es imposible no tener conciencia del paso del tiempo en esta ciudad. Es imposible dar un solo paso sin oír las campanadas. No me mientas, Léonie. No te empeñes en fingir que no sabías que se había hecho tarde, porque eso es algo que no voy a creer.

—No era mi intención dar esa excusa —dijo ella con un hilillo de voz.

—¿Dónde buscaste refugio? —inquirió él.

—En una iglesia —respondió ella al punto.

—¿Qué iglesia? ¿En dónde?

—No lo sé —dijo ella—. Cerca del río.

Anatole la tomó con fuerza por el brazo.

—¿Me estás diciendo la verdad, Léonie? ¿Cruzaste el río para ir a la Cité?

—La iglesia no estaba en la Cité —exclamó sin faltar a la verdad, inquieta por las lágrimas que habían asomado a sus ojos—. Por favor, Anatole, me estás haciendo daño.

—¿Y no te abordó nadie? ¿Nadie quiso hacerte nada?

—Ya ves que no —dijo ella, e intentó soltarse.

Él la miró atentamente, con el ceño fruncido, los ojos encendidos con una furia que ella rara vez había provocado en él. Entonces, sin previo aviso, le soltó el brazo dándole prácticamente un empujón.

Los fríos dedos de Léonie se introdujeron a hurtadillas en el bolsillo en el que había guardado la tarjeta de visita de monsieur Constant.

Si encontrase esto ahora…

El se alejó un paso más.

—Estoy decepcionado y disgustado contigo —dijo. La frialdad de su voz y la falta de afecto dejaron a Léonie helada por dentro—. Siempre espero lo mejor de ti, y tú vas y te comportas de esta forma.

Léonie tuvo un temperamental arranque de mal humor y a punto estuvo de exclamar, de afirmar que no había hecho nada más que ir a dar un paseo sin compañía de nadie, pero se mordió la lengua. No tenía sentido acrecentar aún más la indignación de su hermano.

Léonie se quedó cabizbaja.

—Perdóname —dijo.

Él se dio la vuelta.

—Sube a tu habitación y haz el equipaje.

No, eso no.

Levantó la cabeza airada. En ese instante, su espíritu combativo volvió a ella de golpe.

—¿El equipaje? ¿Por qué he de hacer el equipaje?

—Léonie, no me hagas preguntas y limítate a obedecer.

Si se marchasen esa misma tarde, no podría ver a Victor Constant al día siguiente en la plaza Gambetta. Léonie aún no había decidido si ir o no, pero no quería que de ninguna manera se le arrebatara esa decisión de sus manos.

¿Qué pensará si no acudo al concierto?

Léonie se abalanzó hacia Anatole y lo sujetó por el brazo.

—Por favor, te lo suplico, ya he dicho que lo siento. Castígame si es preciso, pero no de esta manera. No quiero marcharme de Carcasona.

Él se la quitó de encima.

—Hay aviso de que caerán nuevas tormentas y de que hay el peligro de inundaciones. Esto no tiene nada que ver contigo —le dijo con encono—. Gracias a tu desobediencia, me he visto obligado a enviar a Isolde a la estación. Se ha adelantado con Marieta.

—Pero… el concierto —exclamó Léonie—. ¡Yo quiero quedarme! ¡Por favor! ¡Me lo habías prometido!

—¡Sube a hacer el equipaje, te he dicho! —le gritó él.

Ni siquiera entonces fue Léonie capaz de aceptar la situación.

—¿Qué es lo que ha pasado? ¿Por qué deseas que me marche inmediatamente? —inquirió, y elevó el tono de voz para ponerse a la altura de su hermano—. ¿Es por algo relacionado con la reunión de Isolde con los abogados?

Anatole dio un paso atrás, como si acabara de recibir una bofetada.

—No ha pasado nada. —Sin previo aviso, le habló con voz más templada. Se le había suavizado la expresión—. Habrá otros conciertos —añadió con voz más afable. Intentó rodearla con el brazo, pero ella lo apartó de un empellón.

—¡Te odio! —exclamó.

Con el escozor de las lágrimas en los ojos, y sin que le importase en modo alguno quién pudiera verla en esos momentos, Léonie subió corriendo las escaleras y corrió por el pasillo que llevaba a su habitación, donde nada más entrar se arrojó boca abajo sobre la cama, en medio de un mar de llantos.

No me iré. No me iré.

Sin embargo, en el fondo sabía perfectamente que no tenía nada que hacer. No disponía de dinero propio. Al margen de cuál pudiera ser la razón de la repentina marcha de todos ellos —no daba crédito a la excusa de que el tiempo fuese a empeorar—, no tenía posibilidad de elegir. Él estaba resuelto a castigarla por su desobediencia, y había elegido una manera infalible de hacerlo.

Terminado el ataque de llantina, Léonie fue al armario para ponerse ropa seca, y se quedó atónita al descubrir que estaba todo recogido, y que allí sólo quedaba su capa de viaje. Abrió hecha una furia la puerta que comunicaba con la zona común de la suite y la encontró desierta. En ese momento comprendió que Marieta había recogido prácticamente todo.

Sintiéndose infinitamente desdichada, incómoda con la ropa húmeda, con un picor desagradable en el cuerpo, recogió los pocos objetos particulares que la criada había dejado sobre la mesa del tocador y acto seguido se echó la capa a toda prisa por encima para salir hecha una furia al pasillo, donde se encontró con Anatole.

—Marieta no ha dejado una sola prenda que me pueda poner —protestó, y en sus ojos brillaba con intensidad la rabia—. Tengo toda la ropa empapada, tengo frío.

—Te está bien empleado —dijo él, y entró en su habitación, contigua a la de Léonie, pegando un portazo.

Léonie se volvió sobre los talones y entró con gran contrariedad en su habitación.

Le odio.

Le iba a enseñar cómo se las gastaba ella. Había puesto todo su esmero en comportarse debidamente, con todo el decoro, y en cambio Anatole la estaba obligando a tomar medidas mucho más drásticas. Así pues, decidió enviar recado a monsieur Constant para explicarle por qué no iba a poder hacerle el honor de acudir en persona a la cita. De ese modo, al menos no tendría una mala opinión de ella. Quizá pudiera él incluso escribirle para dejar constancia de su tristeza ante el hecho de que su incipiente amistad hubiera de ser cortada de raíz.

Se sonrojó debido al ánimo belicoso y desafiante que sintió con gran determinación dentro de sí, y se abalanzó sobre el escritorio, de uno de cuyos cajones sacó una hoja de papel de escribir. Velozmente, antes de perder los arrestos, garabateó unas cuantas líneas manifestando su pesar, sugiriendo que toda carta que quisiera enviarle sería bien recibida en la lista de correos de Rennes-les-Bains, donde la recogería ella en el supuesto de que él deseara confirmar la recepción de esta apresurada nota de despedida. No se sintió con ánimos de llegar al extremo de darle la dirección del Domaine de la Cade.

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