Sepulcro (58 page)

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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Sepulcro
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Los ojos de ambos, verdes y azules, cruzaron sus miradas. Para encubrir la desbordante emoción que estaba experimentando, Léonie rió, y provocó que varios de los ciudadanos recogidos en el santuario en Saint-Gimer se volvieran a mirarla.

Constant se llevó el índice a los labios.

—Chisst —dijo, acercándose un poco más—. Nuestra conversación, sin duda, aquí no se sabe apreciar.

Bajó la voz un poco más, de modo que ella tuvo que acercarse, y lo hizo con gusto. De hecho, se hallaban tan cerca que prácticamente se estaban rozando. Léonie percibió el calor de él a su lado, y lo notó como si todo su costado se hallara ante un fuego de chimenea. Recordó lo que Isolde le había dicho del amor cuando estaban sentadas en el promontorio desde el que se dominaba el lago, y por vez primera tuvo un atisbo de lo que podría ser ese sentimiento.

—¿Puedo contarle un secreto? —le preguntó él.

—Por supuesto.

—Creo que sé qué le ha traído a este lugar, mademoiselle Vernier.

Léonie levantó las cejas.

—¿De veras?

—Tiene usted todo el aire de una damisela que se embarca en una aventura solitaria. Entró sola en la iglesia, empapada después del aguacero, lo cual me lleva a pensar que no le acompaña una criada, porque de lo contrario habría llevado un paraguas. Y sus ojos, que son como las esmeraldas, relumbran con la emoción del momento.

Un estallido de palabras iracundas, en voz alta, llegó de una familia española que estaba cerca de ellos, llamando la atención de Constant. Léonie no se sentía del todo ella misma, pero reparó en el peligro de sus sensaciones. Y que, llevada por la intensidad del momento, llegara a decir cosas que más adelante quisiera no haber dicho.

—Hay muchos trabajadores españoles en este barrio —comentó Constant como si acabara de percibir su incomodidad—. Hasta que comenzaron las obras de renovación de la fortaleza medieval, en 1847, la Cité era el centro de la industria textil de la ciudad.

Ella aún estaba dando vueltas al cumplido que él le había hecho.

«Sus ojos relumbran como esmeraldas».

—Es usted un hombre bien informado, monsieur Constant —dijo ella, tratando de mantener la concentración—. ¿Se dedica acaso a los trabajos de restauración? ¿Es tal vez arquitecto?

Imaginó que sus ojos azules destellaban de placer.

—Me adula usted, mademoiselle Vernier, pero no. No, no soy nada célebre. Mi interés tan sólo es el de un aficionado.

—Entiendo.

Léonie comprendió que no se le iba a ocurrir nada ocurrente que decirle. Ansiosa por mantener viva la conversación, trató de encontrar un tema que a él pudiera interesarle. Deseaba que él la considerase ingeniosa, inteligente, encantadora. Por fortuna, Victor Constant siguió adelante sin su ayuda.

—Ha existido una iglesia consagrada a Saint-Gimer cerca de este lugar desde finales del siglo XI. Este edificio en el que nos encontramos se consagró en 1859, después de que resultara evidente que el edificio original se hallaba tan deteriorado que lo más aconsejable sería construir una iglesia nueva en vez de iniciar la restauración.

—Entiendo —dijo ella, y torció el gesto.

Qué tonterías digo. Qué estúpida soy.

—La iglesia se comenzó a construir bajo los auspicios de monsieur Viollet-le-Duc —siguió explicando Constant—, aunque la construcción en sí muy pronto quedó en manos de un arquitecto de la ciudad, monsieur Cals, para que completase el trabajo según sus planos.

Le colocó entonces las manos sobre los hombros y le hizo darse la vuelta de modo que quedara de frente a la nave central. Léonie contuvo la respiración al notar un repentino e intenso calor en todo el cuerpo.

—El altar, el pulpito, las capillas y la reja son obra de Viollet-le-Duc —precisó él—. Muy típicas. Una mezcla de estilos, del norte y del sur. Trajeron muchos de los objetos decorativos del edificio original. Y aunque para mi gusto es un tanto moderna, resulta sin embargo un lugar con carácter. ¿No está de acuerdo, mademoiselle Vernier?

Léonie notó que sus manos abandonaban entonces sus hombros, rozándole la zona inferior de la espalda con el movimiento. Sólo pudo asentir. No se atrevió a decir palabra.

Una mujer sentada en el suelo, en uno de los pasillos laterales, a la sombra de un relicario iluminado por las velas, en la pared, se puso a cantar una nana para dormir al niño inquieto que tenía en los brazos.

Agradecida por la distracción, Léonie se volvió a mirarla.

Aquèla Trivala

Ah qu 'un polit quartier

Es plen de gitanòs.

La letra llegó flotando por la iglesia hasta la nave en la que se encontraban Léonie y Victor.

—Tienen un gran encanto las cosas más sencillas —dijo él.

—Ésa es la lengua de los occitanos —añadió ella, deseosa de impresionarle—. En casa, las criadas la hablan cuando creen que nadie las escucha.

Se dio cuenta de que se aguzaba la atención que él le estaba prestando.

—¿En casa? —preguntó—. Perdóneme, pero por su manera de vestir y por su porte di por supuesto que se encontraba usted de paso, de viaje por esta región. La había tomado por una verdadera parisién.

Léonie sonrió ante el cumplido.

—Una vez más, monsieur Constant, su perspicacia le avala. Mi hermano y yo somos, ciertamente, sólo visitantes del Languedoc. Vivimos en el octavo
arrondissement,
no muy lejos de la estación Saint-Lazare. ¿Conoce usted el barrio?

—Sólo por los cuadros de monsieur Monet, lamento confesarlo.

—Desde las ventanas de nuestro salón se alcanza a ver la plaza Europe —dijo ella—. Si conociera la zona, podría ubicar nuestro domicilio a la perfección.

Él se encogió de hombros.

—En cuyo caso, si no es una pregunta demasiado impertinente, mademoiselle Vernier, ¿qué es lo que le trae por el Languedoc? Ya está muy avanzada la temporada para viajar.

—Estamos pasando un mes en casa de una familiar. Una tía.

Él hizo una mueca.

—Mis condolencias —dijo.

Pasó un instante hasta que Léonie comprendió que estaba bromeando.

—Oh —rió—, Isolde no es de esa clase de tías que usted se figura. No, no, nada de alcanfor y agua de colonia. Es bella y joven, y también es de París, eso de entrada. —Vio un destello en sus ojos, y no supo el porqué. Satisfacción tal vez, deleite incluso. Se sonrojó por el gusto, satisfecha de que él obviamente estuviera disfrutando con el flirteo tanto como ella misma.

Es completamente inofensivo.

Constant se llevó la mano al corazón e inclinó la cabeza.

—Me corrijo y retiro lo dicho —dijo.

—Le perdono —repuso ella con todo su encanto.

—Y esa tía suya —dijo él—, esa bella y encantadora Isolde, que es de París, ¿reside actualmente en Carcasona?

Léonie negó con un gesto.

—No. Sólo estamos pasando unos días en la ciudad. Mi tía tiene asuntos de negocios de los que ocuparse, cosas relacionadas con la finca de su difunto esposo. Esta noche vamos a un concierto.

Él asintió.

—Carcasona es una ciudad que tiene verdadero encanto. Ha mejorado mucho en estos últimos diez años. Hoy cuenta con muchos restaurantes excelentes, y tiendas, y hoteles. —Calló unos instantes—. ¿O acaso tienen ya alojamiento?

Léonie rió.

—Sólo vamos a pasar aquí unos días, monsieur Constant. El hotel Saint-Vincent es perfecto para nuestras necesidades.

Se abrió la puerta de la iglesia y entró una racha de aire frío, al tiempo que nuevos transeúntes se refugiaron de la lluvia. Léonie tembló al notar las faldas mojadas y pegadas a las piernas. Tenía frío.

—¿La tormenta le inquieta? —preguntó él con rapidez.

—No, no. Ni mucho menos —respondió, aunque le agradó su solicitud—. La finca de mi tía está en el monte. En las últimas dos semanas hemos visto rayos y truenos mucho peores que éstos, se lo aseguro.

—¿Así que se halla usted a cierta distancia de Carcasona?

—Estamos alojados al sur de Limoux, en la Haute Vallée. No muy lejos de la localidad balneario de Rennes-les-Bains. —Le sonrió—. ¿La conoce usted?

—Lamento decir que no —repuso—. Aunque debo añadir que la región de repente presenta para mí un interés considerable. Tal vez me anime a hacer una visita en un futuro no muy lejano.

Léonie se puso colorada ante el galante cumplido que le hizo.

—Está bastante aislada de todo, pero el campo en los alrededores es magnífico.

—¿Hay mucho ambiente de sociedad en Rennes-les-Bains?

Ella se echó a reír.

—No, pero estamos encantados con la vida tranquila. Mi hermano lleva una vida muy ajetreada en la ciudad. Hemos venido a descansar.

—Bueno, confío que el Midi goce del placer de su compañía durante algún tiempo aún —le dijo él con ternura.

Léonie notó que se le paraba el corazón.

La familia española, que seguía enzarzada en su discusión, se puso en pie de pronto. Léonie se volvió. Las puertas principales de la iglesia se encontraban abiertas.

—Parece que ya escampa, mademoiselle Vernier —dijo Constant—. Una lástima.

La última palabra la dijo con voz tan queda que Léonie le miró de reojo, extrañada de que una declaración de intereses tan manifiesta hubiera salido de sus labios. Pero su rostro era por completo inocente, y se quedó en la duda de haber interpretado correctamente o no lo que él quiso decir. Volvió a mirar hacia las puertas y se dio cuenta de que había salido el sol, que inundaba las escaleras aún mojadas de luz intensa y cegadora.

El caballero del sombrero de copa ayudó a su acompañante a ponerse en pie. Se levantaron del banco con todo cuidado y desfilaron por la nave. Uno por uno, el resto de los presentes comenzó a seguir sus pasos. A Léonie le sorprendió comprobar qué concurrida había llegado a estar la iglesia. Prácticamente no había reparado en ninguno de los presentes.

Monsieur Constant le ofreció el brazo.

—¿Vamos? —le dijo.

Su voz provocó un escalofrío en ella. Léonie titubeó unos instantes. Como si fuera a cámara lenta, se vio a sí misma extender la mano sin enguantar y apoyarla en la manga gris de su gabán.

—Es usted muy amable —le dijo.

Juntos, Léonie Vernier y Victor Constant salieron de la iglesia y se dirigieron rumbo a la plaza Saint-Gimer.

C
APÍTULO
60

A
pesar de su desaliñado aspecto, Léonie se sintió la persona más afortunada de toda la plaza Saint-Gimer. Tras haber imaginado un momento como ése en muchas ocasiones, se le antojó sin embargo extraordinario que le pareciera tan natural ir caminando cogida del brazo de un hombre.

Y no era un sueño.

Victor Constant siguió siendo el perfecto caballero, atento y cortés, nunca incorrecto. Le pidió permiso para tomar la palabra, y cuando Léonie se lo concedió le hizo el honor de ofrecerle uno de sus cigarrillos de tabaco turco, gruesos, marrones, sin el menor parecido con los que fumaba Anatole. Rechazó el ofrecimiento, pero la aduló que la tratara como a una mujer adulta.

La conversación entre ambos discurrió por caminos previsibles —la climatología, las maravillas que encerraba Carcasona, el esplendor de los Pirineos— hasta que llegaron al otro extremo del Pont Vieux.

—Me temo, y mucho lo lamento, que en este punto debo despedirme de usted —dijo él.

La decepción le golpeó de lleno en el pecho, pero Léonie logró mantener una expresión de perfecta compostura.

—Ha sido usted sumamente amable, monsieur Constant, y muy solícito conmigo. —Vaciló antes de añadir—: Yo también debo regresar. Mi hermano estará preguntándose qué ha sido de mí.

Por un instante, permanecieron juntos sin saber qué decirse. Una cosa era entrar en contacto con otro en circunstancias tan poco habituales como era el caso, debido sobre todo al incidente de la tormenta, y otra muy distinta era llevar esa relación un paso más allá.

Aunque le gustara considerarse una mujer a la que no maniataban las convenciones, Léonie sin embargo esperó a que fuera él quien tomara la palabra. Hubiera sido absolutamente impropio por su parte insinuar la posibilidad de un futuro encuentro entre los dos. Sin embargo, le dedicó una sonrisa con la esperanza de que quedase muy claro que no iba a rechazarlo en el caso de que él quisiera hacerle alguna clase de invitación.

—Mademoiselle Vernier —dijo él, y calló. Léonie percibió un temblor en su voz, y por esa razón le tomó aún mayor aprecio.

—¿Sí, monsieur Constant? Dígame.

—Espero que me sepa disculpar si este comentario le parece demasiado osado por mi parte, pero estaba preguntándome si ha tenido usted el placer de visitar la plaza Gambetta —dijo, e hizo un gesto indicando hacia la derecha—. Está a dos o tres minutos a pie de aquí.

—Estuve paseando por allí esta mañana —contestó ella.

—Si por un casual le gusta la música, todos los viernes por la mañana hay unos conciertos excelentes. A las once en punto. —Concentró en ella toda la intensidad de sus ojos azules—. Yo mañana desde luego asistiré sin falta.

Léonie disimuló una sonrisa, admirando la delicadeza con que la había invitado sin incurrir en una indeseada transgresión de las normas impuestas por el decoro en sociedad.

—Mi tía tenía la intención de que disfrutase yo de algunas sesiones musicales mientras estemos en Carcasona —dijo, y ladeó la cabeza.

—En cuyo caso, tal vez tenga yo la fortuna de ver cómo se vuelven a cruzar mañana nuestros caminos, mademoiselle —dijo él, y estiró el cuello—. Y también el gran placer de conocer a su tía y a su hermano. La traspasó con sus ojos azules, y durante un fugacísimo instante Léonie tuvo la impresión de que estaban unidos, pues se sintió inexorablemente atraída hacia él, como si fuera un pez que deja de debatirse y se deja llevar por el hilo que recoge el carrete. Contuvo la respiración, sin desear otra cosa que el instante en que monsieur Constant la rodease por la cintura y la estrechara y la besara.


A la prochaine
—se despidió él.

Sus palabras rompieron el hechizo. La grisura del presente volvió de lleno a ella. Léonie se sonrojó como si él hubiera podido leer sus pensamientos más secretos.

—Sí, por supuesto —balbució—. Hasta la próxima.

Se dio la vuelta entonces y echó a caminar por la calle Pont Vieux antes de que la invadiese la vergüenza al revelarle en toda su extensión las emociones que se habían desencadenado en ella.

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