—Ah, yo diría que en la revista se las pueden apañar sin mí durante estos meses —contestó a la ligera. Aceptó la taza de café que le tendía Isolde.
—¿Y mamá? —objetó Léonie, sintiendo de pronto congoja al pensar en su hermosa madre, sentada en la sala de estar de la calle Berlin sin que nadie le hiciera compañía.
—Si a Du Pont no le importase prescindir de ella, habíamos pensado tal vez en la posibilidad de invitarle a que venga con nosotros.
Léonie miró intensamente a Anatole.
Ni siquiera él puede creer que mi madre esté dispuesta a marcharse de París. Y menos aún que quiera volver a pasar un tiempo aquí.
—No creo que sea ése el deseo del general Du Pont —dijo Léonie a modo de excusa, segura de que ante semejante invitación su única respuesta podría ser una atenta pero firme negativa.
—¿O tal vez es que te aburre mi compañía y ya no deseas permanecer más tiempo aquí? —quiso saber Anatole, y atravesó la estancia y le pasó el brazo por los hombros—. ¿Te inquieta acaso la idea de pasar unas cuantas semanas más aquí confinada con tu hermano?
Se dilató ese momento de duda, cuajado de tensiones y expectativas, y Léonie al final rió con nerviosismo.
—¡Eres un tonto, Anatole! Pues claro que me encantaría quedarme más tiempo. No se me ocurre nada que pudiera gustarme más, te lo aseguro, pero la verdad…
—¿Pero? —dijo Anatole al punto.
Se le borró la sonrisa de los labios.
—La verdad es que me gustaría saber algo de mamá.
Anatole dejó la taza de café y encendió un cigarrillo.
—Y a mí también —corroboró él con calma—. Estoy seguro de que está disfrutando mucho, tanto que no ha tenido oportunidad de escribirnos. Y, como es natural, hay que dejar que pase algún tiempo para que mi carta le sea reenviada al valle del Marne.
Ella entornó los ojos.
—¿No habías dicho, según me pareció entender, que seguramente había regresado a París?
—Sólo sugerí esa posibilidad —dijo él con dulzura. Y su expresión volvió a iluminarse—. Pero… ¿no te alegra la idea de hacer el viaje a Carcasona?
—Desde luego que sí.
Él asintió.
—Bien. Tomaremos en Couiza el tren de la mañana. El
courrier publique
sale de la plaza Pérou a las cinco en punto.
—¿Cuánto tiempo nos vamos a quedar allí?
—Dos días, tal vez tres.
En la cara de Léonie quedó reflejada su decepción.
—Pero si eso apenas es nada…
—Yo creo que será suficiente —sonrió su hermano.
Esta vez, a Léonie no se le escapó la mirada de intimidad que hubo entre Isolde y él.
Miércoles 21 de octubre
L
os amantes yacían entre las sábanas, iluminados sus rostros solamente por el parpadeo de una única vela.
—Deberías volver a tu habitación —dijo ella—. Se está haciendo tarde.
Anatole cruzó las manos bajo la nuca, en un gesto que delató con toda claridad su determinación de quedarse un rato más.
—Desde luego. Ya se han acostado todos.
Isolde sonrió.
—Nunca creí que pudiera llegar a ser tan feliz como lo soy ahora —dijo en voz baja—. Que fuésemos a estar juntos aquí. —Pero la sonrisa abandonó sus labios. Se llevó la mano automáticamente al hueco que se le formaba en la base de cuello—. Temo que no vaya a durar.
Anatole se inclinó y la besó en la piel quemada. Incluso en ese instante notó el deseo que tuvo ella de alejarse del tacto de sus labios. La cicatriz en la base del cuello, en el hueco, era un constante recordatorio de su breve y violenta relación con Victor Constant.
Llevaban pocos meses de relación, después de la muerte de su esposo, cuando Isolde por vez primera permitió que Anatole la viese desnuda, sin el cuello alto que solía llevar, sin una bufanda, una pañoleta, un collar ancho que ocultase aquella cicatriz fea y enrojecida que tenía en el cuello. Semanas más tarde logró él, tras mucha persuasión, que ella le contase cómo había sufrido semejante herida.
El había creído, erróneamente, que hablar del pasado posiblemente a ella le sirviera de ayuda, que contribuyera a que ella se adueñara de sus recuerdos. No había sido así. Por si fuera poco, había alterado notablemente su paz de espíritu. Con todo y con eso, a los nueve meses de su primer encuentro, cuando la letanía de los castigos físicos que había tenido que padecer Isolde a manos de Constant ya le era a él sobradamente conocida, Anatole se encogió de espanto al recordar la parsimonia, la voz inexpresiva con que ella le contó que, en un ataque de celos, Constant había empleado unas tenazas para sujetar el sello que llevaba a modo de anillo, y que previamente había calentado entre las ascuas de la chimenea hasta ponerlo casi al rojo, y presionar el metal ardiente contra su cuello hasta que ella perdió el conocimiento a causa del dolor. La había marcado. Tan vivido era el recuerdo que ella conservaba que Anatole prácticamente llegó a percibir el olor enfermizo y dulzón de su carne quemada.
La relación que había tenido Isolde con Constant duró tan sólo unas semanas. Las fracturas en los dedos se habían curado, las magulladuras habían desaparecido; sólo esa cicatriz persistía en su piel como recuerdo físico de los daños que le había infligido Constant durante poco más de treinta días. En cambio, los daños psicológicos habían sido mucho más duraderos. A Anatole le dolía en lo más profundo que, a pesar de su belleza, de la gracilidad de su carácter, de su elegancia, Isolde fuera además una mujer tan temerosa, tan carente de autoestima, tan aterrada.
—Durará, te lo aseguro —dijo Anatole con toda convicción.
Dejó que su mano bajase un trecho, que recorriese su hueso adorable, su silueta, ya tan conocida, hasta posarse sobre la piel blanca de la franja superior de los muslos.
—Todo está en orden. Ya tenemos la licencia. Mañana nos reuniremos con los abogados de Lascombe en Carcasona. Cuando sepamos cuál es el terreno que pisas realmente con respecto a esta casa, podremos llevar a cabo nuestras disposiciones finales. —Chasqueó los dedos—. Así de fácil, ya lo verás.
Alargó la mano hacia la mesilla, los músculos visiblemente en tensión bajo la piel desnuda. Tomó la pitillera y las cerillas y prendió dos cigarrillos, para pasarle uno a Isolde.
—Habrá personas que se nieguen a recibirnos —replicó ella—. Madame Bousquet,
maître
Fromilhague.
—Seguro que sí —dijo él, y se encogió de hombros—. Pero… ¿tanto te importa en qué opinión nos puedan tener?
Isolde no respondió a su pregunta.
—Madame Bousquet tiene motivos para considerarse agraviada. Si Jules no hubiera tomado la decisión de casarse, es ella quien habría heredado la casa y los terrenos. Es posible, además, que ponga en tela de juicio la validez del testamento.
Anatole negó con un gesto.
—El instinto me dice que si ésa hubiera sido realmente su intención, lo habría hecho cuando falleció Lascombe y se hizo público el testamento, sin esperar un día más. Esperemos a ver qué dice el codicilo antes de preocuparnos más de la cuenta por lo que ahora sólo son
temores
imaginarios. —Inhaló otra bocanada de humo—. Reconozco que, en efecto,
maître
Fromilhague muy probablemente deplorará la premura de nuestro matrimonio. Es posible que ponga algún reparo aun cuando no existe lazo de sangre entre nosotros, si bien, y en el fondo, ¿qué puede importarle a él? —Se encogió de hombros—. Ya entrará en razón cuando llegue el momento. A fin de cuentas, Fromilhague es un hombre de carácter pragmático. No querrá romper sus lazos con la finca.
Isolde asintió, aunque Anatole sospechó que fue más bien porque deseaba creerle, y no porque realmente la hubiera conseguido convencer.
—¿Y tú sigues siendo de la opinión de que deberíamos vivir aquí? ¿No nos convendría más escondernos en el anonimato de París?
Anatole recordó lo intranquila que llegaba a sentirse Isolde cuando regresaba a la ciudad. Allí no era más que una sombra de sí misma. Cada olor, cada sonido, cada cosa que viera, o que ni siquiera llegase a ver, parecían causarle un dolor intenso, y le recordaban vivamente su breve relación con Constant. El no era capaz de vivir así. Y mucho dudaba que ella pudiera.
—Sí, si es posible, creo que debemos vivir aquí. —Calló, y puso la mano suavemente sobre su vientre ligeramente hinchado.
—Sobre todo si lo que tú sospechas resulta ser cierto. —La miró a los ojos con una mirada centelleante de orgullo—. Todavía no consigo creer que voy a ser padre.
—Aún es pronto —dijo ella con dulzura—. Muy pronto. Aunque yo no creo que esté equivocada, te lo aseguro.
Ella puso la mano encima de la de él y los dos callaron un momento.
—¿No temes que cuando llegue marzo seamos castigados por nuestra perversidad? —le dijo con un hilillo de voz. Anatole frunció el ceño, pues no entendió a qué se refería ella—. La clínica. Fingir que me vi obligada a… interrumpir un embarazo.
—Ni mucho menos —dijo él con toda firmeza.
Ella volvió a callar.
—Me tienes que dar tu palabra de que tu decisión de no regresar a la capital no guarda ninguna relación con Victor —dijo ella al fin—. París es tu ciudad, Anatole; es tu casa. ¿De veras deseas renunciar a ella para siempre?
Anatole apagó el cigarrillo, y entonces se introdujo los dedos entre los cabellos negros, espesos.
—Esto es algo de lo que ya hemos hablado demasiadas veces. Pero si de veras te da tranquilidad que lo repita, te diré siempre que quieras que sí: te doy mi palabra de que lo he sopesado despacio, y de que tengo la absoluta convicción de que el Domaine de la Cade es el lugar de residencia más apropiado para nosotros. —Se dibujó una cruz sobre el pecho desnudo—. No tiene nada que ver con Constant. Nada que ver con París. Aquí podemos vivir con sencillez, en paz, bien establecidos.
—¿Y Léonie?
—Espero que, llegado el momento, resuelva vivir con nosotros. De veras lo espero y lo deseo.
Isolde guardó silencio. Anatole sintió que todo su cuerpo se ponía en tensión, completamente quieto, preparado para darse a la huida.
—¿Por qué permites que siga teniendo tanto poder sobre ti?
Ella bajó los ojos de inmediato, y él enseguida se arrepintió de haber dicho lo que pensaba sin esperar a más. Sabía muy bien que Isolde estaba al tanto de lo mucho que a él le frustraba que Constant siguiera ocupando tan a menudo sus pensamientos. Nada más comenzar su relación, él le había hecho ver el malestar que sentía debido al temor que a ella le inspiraba Constant. Era como si él no fuera hombre suficiente para ahuyentar todos los espectros de su pasado. Y permitió que se hiciera evidente esa irritación.
A resultas de ello, sabía que ella había tomado la resolución de callar. No era que sus recuerdos de los sufrimientos que había tenido que soportar la turbaran menos que antes. Cada vez que recordaba los huesos rotos, la piel desgarrada, se daba cuenta de que ese recuerdo iba a tardar mucho
mas
en sanar que las huellas físicas del maltrato. Pero lo que él todavía no alcanzaba a comprender era por qué ella se seguía sintiendo tan avergonzada. En más de una ocasión trató de explicarle cuan humillada se sentía debido a los abusos que había sufrido. Qué deshonrada se sentía por sus propias emociones, qué mancillada se encontraba al pensar que se había dejado llevar a engaño de semejante forma, al darse cuenta de que llegó a creer, aunque no supiera cómo, que podía enamorarse de un hombre como él.
En sus peores momentos, Anatole temía que Isolde, de hecho, creyera que había perdido todo su derecho a la felicidad futura sólo por un pasajero error de juicio. Y le entristecía que, a pesar de lo mucho que se empeñaba en tranquilizarla, a pesar de las extraordinarias medidas que habían tomado para escapar del acoso de Constant, llegando al extremo de montar aquella pantomima en el cementerio de Montmartre, todavía no se sintiera segura del todo.
—Si Constant aún estuviera buscándonos —dijo él con un punto de vehemencia—, ya lo sabríamos a estas alturas. Pocos o ningún intento hizo por disimular sus malévolas intenciones a comienzos de año, Isolde. ¿Llegó de hecho a conocer cuál es tu verdadero nombre?
—No, nunca llegó a saberlo. Nos conocimos en la casa de un amigo común, en la que bastaba con los nombres de pila.
—¿Llegó a saber que estabas casada?
Ella asintió.
—Sabía que yo tenía un marido en el campo, y que dentro de los límites habituales de lo que se entiende por respetabilidad, era tolerante con mi necesidad de cierta independencia, siempre y cuando obrase yo con la debida discreción. No es esto algo de lo que llegásemos a hablar nunca. Cuando le dije que me marchaba, sólo mencioné la necesidad de estar con mi esposo.
Tuvo un estremecimiento, y Anatole se dio cuenta de que estaba pensando en aquella noche en la que poco faltó para que él la asesinara.
—Constant no llegó a conocer a Lascombe —aseguró él con contundencia—. ¿No es así?
—Sí. Nunca llegó a conocer a Jules.
—Y tampoco supo nunca de otro domicilio, de otra dirección, de otra conexión contigo, que no fuera el apartamento de la calle Feydeau. ¿Correcto?
—No. —Calló un momento—. Al menos, de mis labios nunca llegó a saberlo.
—Bien, pues en tal caso… —dijo Anatole, como si así quedara demostrado su argumento—. Han pasado ya seis meses desde el entierro, ¿de acuerdo? Y no ha ocurrido nada, nada, que haya alterado nuestra tranquilidad.
—Salvo la agresión de que fuiste objeto en el callejón Panoramas.
Él frunció el ceño.
—Eso no tuvo nada que ver con Constant —repuso de inmediato.
—Pero si sólo te quitaron el reloj de tu padre —protestó ella—. ¿Qué ladrón iba a dejarte así, con los bolsillos llenos de francos?
—Tuve la mala suerte de estar en el lugar erróneo y en el peor momento —dijo él—. Eso fue todo. —Se inclinó hacia ella y le acarició la mejilla con el dorso de la mano—. Desde que llegamos al Domaine de la Cade, no he hecho otra cosa que tener los ojos y los oídos bien abiertos, Isolde. No he oído nada, no he visto nada que me llamase la atención. No ha ocurrido nada que pudiera causarnos siquiera un momento de inquietud. Nadie ha preguntado nada raro en el pueblo. No se ha tenido constancia de que ningún desconocido rondase por la finca.
Isolde le interrumpió.
—¿No te inquieta que no hayamos tenido noticias de Marguerite?