Volvió a mirar el retrato. Las fechas encajaban. El chico del uniforme de soldado podía ser un hermano menor, o un primo. Podía incluso ser un hijo.
Y, pasando a través de él, al cabo de varias generaciones, llegar hasta ella.
Meredith se sintió como si acabara de quitarse un gran peso que le oprimiera el pecho. El peso del desconocimiento, como había dicho Hal, que empezaba a vencerse sobre sí mismo y se desmoronaba a medida que ella se acercaba poco a poco a la verdad. En ese instante, oyó una voz pidiendo cautela en su interior, advirtiéndola de que no cometiera el error de ver lo que deseaba ver, en vez de lo que tenía delante de sus propios ojos.
Verifícalo. Tienes los datos ahí delante. Pruébalo.
Volaron sus dedos sobre el teclado presa del afán de averiguarlo todo cuanto antes, o de averiguar lo que fuera, pero sin esperar más. Meredith tecleó la palabra VERNIER en el buscador.
No obtuvo nada. Se quedó atónita de incredulidad mirando la pantalla.
Tiene que haber algo, digo yo…
Volvió a probar, añadiendo esta vez Bousquet y Rennes-les-Bains. En esta ocasión encontró unas cuantas páginas web en las que se vendían cartas del tarot, y un par de párrafos de explicación sobre la baraja de Bousquet, pero nada más de lo que ya sabía.
Meredith se recostó en la silla. La manera más evidente de avanzar consistía en chequear los sitios web dedicados a las búsquedas de familiares, al menos los que estuvieran radicados en aquella región de Francia, y ver si de ese modo podía remontarse en el pasado, aunque ciertamente le iba a llevar bastante tiempo. Sin embargo, aunque fuera palmo a palmo, iba avanzando. Tal vez Mary pudiera echarle una mano desde la otra orilla del Atlántico.
Con impaciencia, Meredith envió un
e-mail
a Mary pidiéndole que verificase las páginas especializadas en la historia local de Milwaukee y los censos electorales, por si apareciera en alguna parte el apellido Vernier, aunque lo hizo con plena conciencia de que si el soldado era hijo de Léonie, y no de Anatole, muy probablemente todavía desconocía el apellido correcto. Se le ocurrió añadir el apellido Lascombe, por si acaso, y firmó el correo despidiéndose de su madre de adopción con afecto.
Sonó el teléfono que tenía al lado.
Por un instante se quedó mirándolo como si no entendiera lo que estaba oyendo. El ruido del presente ahuyentó de golpe el pasado.
Volvió a sonar. Descolgó el receptor.
—¿Hola?
—¿Meredith? Soy Hal.
Se dio cuenta en el acto de que la cosa no había ido del todo bien.
—¿Estás bien?
—Sólo quería que supieras que ya he vuelto.
—¿Y qué tal ha ido?
Una pausa.
—Te lo cuento cuando nos veamos. Te espero en el bar. No quisiera interrumpir tu trabajo.
Meredith miró de reojo la hora y se sorprendió de que ya fuesen las seis y cuarto. Observó el caos que habían formado las cartas, las páginas web que tenía abiertas, las fotografías esparcidas por el escritorio, prueba del trabajo que le había absorbido toda la tarde.
Tenía la cabeza a punto de estallar. Había encontrado bastantes cosas, aunque aún se sentía como si siguiera sumida en la más completa oscuridad.
No quiso parar, aunque reconoció que su cerebro estaba al borde del colapso. Todas aquellas noches mientras estudiaba en el instituto, cuando Mary entraba en su habitación, le plantaba un beso en la cabeza y le decía que era hora de tomarse un respiro. Le repetía entonces que todo lo vería con mayor claridad después de una noche de descanso, después de un sueño reparador.
Meredith sonrió. Mary, por lo general, o más bien siempre, tenía razón.
No iba a sacar mucho más en claro esa noche. Además, Hal había hablado como si de nuevo agradeciera un poco de compañía. Mary daría su aprobación a esa idea: anteponer el cuidado de los vivos a la atención a los muertos.
—La verdad es que es un buen momento para dejarlo.
—¿De veras?
El alivio que se le notó en la voz bastó para que Meredith sonriese.
—De veras —dijo ella.
—¿Seguro que no vas a interrumpir nada importante?
—Segurísimo —dijo—. Termino ahora mismo y bajo en diez minutos.
Meredith se puso una camisa blanca limpia, que seguía bien planchada, y su falda negra preferida, que no era excesivamente formal, y pasó por el baño. Se empolvó ligeramente las mejillas, se dio un par de brochazos de maquillaje, se puso un poco de carmín en los labios, se cepilló el cabello y se lo sujetó en un moño.
Estaba calzándose las botas, lista para bajar, cuando el ordenador portátil emitió una señal sonora. Había recibido un correo.
Meredith fue a la bandeja de entrada y abrió el
e-mail
de Mary.
No eran más que dos líneas, pero el mensaje contenía un nombre, fechas, una dirección y la promesa de que volvería a escribirle en cuanto averiguase algo más que valiera la pena.
Se le dibujó una sonrisa en el rostro.
He dado en el clavo.
Meredith tomó la fotografía, que había dejado de ser la de un soldado desconocido. Aún quedaba mucho por averiguar, pero estaba en el buen camino. La insertó en el marco de la fotografía grande, por ser el lugar que le correspondía de forma natural. La familia reunida. Su familia.
Aún de pie, se inclinó y escribió la respuesta.
«Eres asombrosa, increíble —tecleó—. Más información será recibida con agradecimiento. ¡Te quiero!».
Meredith apretó la tecla de ENVIAR. Sin dejar de sonreír, bajó en busca de Hal.
Carcasona
Septiembre-octubre de 1891
Domingo, 27 de septiembre de 1891
A
la mañana siguiente, tras la cena del sábado, Léonie, Anatole e Isolde se despertaron tarde.
La velada había sido un gran éxito. En eso, todos estuvieron de acuerdo. Las amplias estancias y los pasillos del Domaine de la Cade, tanto tiempo callados, apagados, habían vuelto a la vida. Los criados silbaban al recorrer los pasillos. Pascal sonrió al acometer sus tareas de costumbre. Iba dando brincos por el vestíbulo, con una amplia sonrisa que le iluminaba la cara.
Sólo Léonie se encontraba relativamente mal. Tenía un persistente dolor de cabeza y escalofríos ocasionales, producto de la desacostumbrada cantidad de vino que había ingerido mientras escuchaba las confidencias de monsieur Baillard.
Pasó buena parte de la mañana tendida en la
chaise longue
con una compresa fría en la frente. Cuando por fin se encontró restablecida y con ánimo de comer algo, tomó una tostada y un consomé de carne por todo almuerzo, pero siguió presa de esa clase de malestar tan habitual tras la vivencia de un acontecimiento de gran magnitud. Después de que la cena hubiera ocupado sus pensamientos durante tanto tiempo, tuvo la impresión de que ya no había nada que realmente pudiera apetecerle.
Entretanto, vio a Isolde ir de una sala a otra con su sosiego de costumbre, sin ninguna prisa, aunque daba la impresión de haberse quitado un peso de encima. Por el aspecto radiante de su rostro era posible pensar que quizá por vez primera se sentía como si fuese realmente la señora de la mansión. Daba la impresión de haberse adueñado de la casa, en vez de que, como antes, la casa fuera dueña de ella. También Anatole silbaba al pasar del vestíbulo a la biblioteca, del salón a la terraza, como si fuera un hombre que tuviera el mundo a sus pies.
Más avanzada la tarde, Léonie aceptó la invitación de Isolde para salir a pasear por los jardines. Tenía necesidad de que se le despejara la cabeza y, como ya se encontraba algo mejor, se alegró de la oportunidad que se le ofrecía para estirar las piernas. El aire estaba en calma y la tarde era incluso cálida, sentía el suave sol sobre las mejillas. Rápidamente se dio cuenta de que su ánimo se había restablecido del todo.
Charlaron amigablemente sobre los temas de costumbre, a la vez que Isolde guiaba a Léonie hacia el lago. Música, libros, las últimas novedades de la moda.
—Bueno —dijo Isolde—. ¿Y ahora en qué vamos a ocupar tu tiempo mientras sigas estando aquí? Me dice Anatole que te interesan la historia y la arqueología locales, ¿es cierto? Se pueden hacer algunas magníficas excursiones. Por ejemplo, a las ruinas del castillo de Coustaussa.
—Me encantaría.
—Y también te gusta leer, como es lógico. Anatole dice que tienes verdadera afición por los libros, tal como otras mujeres pueden tenerla por las joyas y las prendas de vestir.
Léonie se sonrojó.
—Él piensa que leo demasiado, pero es porque él no lee lo suficiente. Sabe todo sobre los libros en cuanto objetos, pero no sabe nada de las historias que contienen sus páginas.
Isolde rió.
—Y ésa debe de ser la razón por la cual tuvo que repetir sus exámenes de bachillerato, claro.
Léonie lanzó una mirada de extrañeza a Isolde.
—¿Él te ha contado eso? —preguntó.
—No, claro que no —dijo ella al punto—. ¿Qué hombre iba a alardear de sus fracasos?
—Entonces…
—A pesar de la falta de relación íntima que hubo entre mi difunto esposo y tu madre, a Jules le gustaba estar al tanto de todo lo relativo a la educación y crianza de su sobrino.
Léonie miró a su tía con renovado interés. Su madre había sido muy clara al afirmar que la comunicación que hubo entre ella y su hermanastro había sido siempre mínima. A punto estaba de presionar un poco más a Isolde en este sentido, pero su tía ya había retomado la conversación, y se perdió la oportunidad.
—No sé si te he dicho que últimamente he formalizado una suscripción con la Société Musicale La Lyre de Carcasona, aunque por el momento no he tenido ocasión de asistir a ninguno de los conciertos. Me hago cargo de que es posible que todo esto se te haga un tanto tedioso, al verte aquí arrinconada en el campo, lejos de cualquier entretenimiento.
—Estoy sumamente contenta —dijo Léonie.
Isolde sonrió con aprecio.
—De todos modos, en las próximas semanas tendré que hacer un viaje a Carcasona, por eso he pensado que podíamos hacer juntas una excursión. Y pasar unos cuantos días en la ciudad. ¿Qué te parece?
A Léonie se le abrieron los ojos de puro deleite.
—Eso sería espléndido, tía. ¿Cuándo vamos?
—Estoy esperando a recibir una carta de los abogados de mi difunto esposo. Hay un asunto en litigio. Tan pronto reciba noticia de ellos, podremos empezar a preparar el viaje.
—¿Anatole también?
—Pues claro —contestó Isolde con una sonrisa—. Él me ha dicho que te gustaría ver cómo ha quedado restaurada la Cité medieval. Dicen que apenas parece que haya cambiado nada de como era en el siglo XIII. Es digno de verse todo lo que han logrado. Hasta hace poco más de cincuenta años, todo estaba completamente en ruinas. Gracias al trabajo de monsieur Viollet-le-Duc, y de los que han seguido adelante con sus trabajos, los barrios que estaban más deteriorados se encuentran en espléndidas condiciones. Hoy ya no supone un peligro hacer una visita turística.
Habían llegado al final del camino. Salieron rumbo al lago, enfilando hacia un pequeño promontorio arbolado desde el que se gozaba de una espléndida panorámica de la extensión de agua.
—Y ahora que ya nos vamos conociendo mejor, ¿te importaría si te hago una pregunta de carácter un tanto personal? —preguntó Isolde.
—No, claro que no —dijo Léonie con cautela—, aunque supongo que dependería de la naturaleza de la pregunta, claro está.
Isolde rió.
—Solamente me preguntaba si tienes un admirador…
Léonie se puso colorada.
—Yo…
—Disculpa, tal vez esperaba demasiado de nuestra amistad.
—No, no —dijo velozmente Léonie, que no deseaba parecer ni mojigata ni ingenua, aun cuando todas sus percepciones sobre el amor romántico estuvieran sacadas de las páginas de los libros—. No, ni mucho menos. Lo que pasa es que… me has tomado por sorpresa.
Isolde se volvió hacia ella.
—En tal caso, ¿hay alguien?
Léonie, con gran sorpresa por su parte, experimentó un momentáneo destello de arrepentimiento por el hecho de que, efectivamente, no hubiera nadie así en su vida. Lo había soñado, cómo no, aunque con personajes que había ido conociendo en las páginas de los libros, o con héroes a los que había visto en un escenario y oído cantar a propósito del amor o del honor. Nunca, hasta ese momento, se habían materializado sus fantasías más secretas en una persona viva, de carne y hueso.
—Esas cosas no me interesan —dijo con firmeza—. A mi entender, el matrimonio es una forma de servidumbre.
Isolde disimuló una sonrisa.
—Es posible que antaño lo fuera, pero ¿de veras lo crees, en estos tiempos modernos? Eres joven. Todas las chicas jóvenes sueñan con el amor.
—Yo no. He visto a mi madre…
Calló, pues se había acordado de las escenas, de las lágrimas, de los días en que no hubo dinero para poner algo de comer en la mesa, de la procesión de hombres que habían ido pasando por su vida y habían terminado por desaparecer.
La serena expresión de Isolde se tornó de súbito sombría.
—Marguerite ha pasado por muy difíciles situaciones. Ha hecho todo cuanto ha podido por lograr que la vida os fuera llevadera e incluso cómoda a Anatole y a ti. Deberías tratar de no juzgarla con demasiada dureza.