Anatole se pondría furioso.
A Léonie no le importó. Lo tenía bien merecido. Si de hecho insistía en tratarla como a una niña, ella se iba a comportar precisamente así. Si no estaba dispuesto a permitir que tomara ella sus propias decisiones en aquello que a ella le afectaba, en lo sucesivo no pensaba ella tener en consideración ninguno de sus deseos.
Cerró el sobre y puso la dirección. Tras una breve pausa, tomó el frasco de perfume de su bolso y roció el sobre con unas cuantas gotas, como hubieran hecho las heroínas de sus novelas favoritas.
Se lo llevó entonces a los labios, como si de hecho pudiera dejar impresa en el papel blanco una parte de sí misma.
Ya está. Hecho.
Todo lo que le quedaba por resolver era la forma de dejar el sobre al dueño del hotel sin que Anatole llegara a enterarse, para que él se encargase de enviarlo a la hora prevista, al día siguiente por la mañana, y entregárselo a monsieur Constant en la plaza Gambetta.
Luego ya sólo le quedaría esperar a ver cómo continuaba todo ello.
En su habitación, allí al lado, Anatole estaba sentado con la cabeza sujeta entre ambas manos. Arrugada, en un puño, sostenía la carta que se le había entregado en mano, en el hotel, media hora antes de que reapareciera Léonie.
Prácticamente ni siquiera era una carta. Eran tan sólo cinco palabras que se le grabaron a hierro en el alma.
«Ce n'est pas la fin». Esto no ha terminado.
No había firma, ni remitente, aunque Anatole temió haber comprendido el sentido de la misiva demasiado bien. Era una respuesta a la única palabra que había escrito él en la última página de la agenda que dejó adrede en París: «Fin».
Alzó la cabeza en un gesto de desesperación, con el ardor de la fiebre en los ojos castaños. Tenía las mejillas hundidas, macilentas, pálidas, debido al sobresalto que le había supuesto.
De alguna forma, de algún modo inconcebible, Constant se había enterado. Se había enterado tanto de que el entierro en el cementerio de Montmartre había sido una mera añagaza como de que Isolde estaba todavía viva, y de que estaba allí, con él, en el Midi. Anatole se pasó los dedos por el cabello.
¿Cómo? ¿Cómo era posible que Constant se hubiera enterado de que estaban allí, en Carcasona? Nadie, salvo Léonie, Isolde y los criados de la casa, estaba al corriente de su visita a la ciudad; nadie más sabía que estaban alojados en aquel hotel en particular.
El abogado lo sabe. Y el sacerdote.
Pero no sabían que se encontraban alojados en ese hotel.
Anatole se obligó a concentrarse. No podía permitirse el lujo de ponerse en esos momentos a pensar en cómo era posible que los hubieran descubierto. No era el momento idóneo para preguntarse como los había localizado Constant —para eso, para ese análisis morboso cuando menos, tendría tiempo de sobra más adelante—, sino que era más bien el momento de decidir con urgencia qué era lo que debían hacer.
Se le encorvaron los hombros de pura impotencia al recordar de repente la expresión desconsolada de Isolde. Habría dado cualquier cosa por impedir que ella se enterase, pero se presentó ante él momentos después de que le fuera entregada la carta en mano, y se vio incapaz de ocultarle la verdad de los hechos.
El gozo de la tarde se había convertido en cenizas en las manos de ambos. La promesa de una nueva vida, juntos los dos, sin esconderse y sin pasar miedo, se les había escapado de los dedos.
Había tenido la firme intención de dar a Léonie la buena nueva esa misma noche. Frunció el ceño. Después de la enojosa actuación que había tenido su hermana esa misma tarde, decidió que era preferible no hacerlo. Su decisión de no involucrarla en la boda había resultado, a todas luces, la más acertada. Léonie acababa de demostrar que no era digna de confianza, que no siempre sabía comportarse de manera adecuada.
Anatole se acercó a la ventana, separó las láminas de madera de la persiana y miró a la calle. No había allí nadie más que un borracho, envuelto en un viejo capote de soldado, con las rodillas contra el pecho, derrengado en la pared de enfrente.
Cerró la persiana de golpe.
No tenía forma de saber si el propio Constant en persona se encontraba de veras en Carcasona. No tenía tampoco forma de saber si estaba relativamente cerca. Su instinto le indicó que la mayor de sus esperanzas consistía en regresar de inmediato al Domaine de la Cade.
Necesitaba aferrarse a la tenue esperanza de que si Constant supiera algo del Domaine de la Cade, sin duda habría preferido enviar la carta allí.
L
éonie esperó a Anatole en el vestíbulo, de pie, con las manos unidas en el regazo, en silencio. Su mirada era desafiante, pero tenía los nervios a flor de piel, por miedo a que el dueño del hotel la delatase.
¿Y si me traiciona?
Anatole descendió la escalera sin decirle a ella ni una palabra. Se acercó al mostrador de recepción a charlar brevemente con el dueño, y luego pasó por delante de ella y salió a la calle, donde esperaba un fiacre listo para llevarlos a la estación de ferrocarril.
Léonie suspiró aliviada.
—Se lo agradezco, monsieur —dijo ella en voz baja.
—Por favor, mademoiselle Vernier —respondió él, y le guiñó un ojo a la vez que se daba una palmada en el bolsillo de la chaqueta—. Yo me encargo de que la carta se entregue de acuerdo con sus deseos.
Léonie se despidió con un gesto y se dio prisa para alcanzar a Anatole.
—Entra —le ordenó con frialdad cuando ella ya subía al coche, como si se dirigiera a una criada perezosa. Ella se sonrojó. El se inclinó y entregó una moneda de plata al cochero—. A toda la velocidad que le sea posible.
No volvió a dirigirle ni una sola palabra en el breve trayecto a la estación de ferrocarril. Ni siquiera se dignó mirarla.
El tráfico que circulaba por la ciudad era lento, debido a que las calles estaban realmente encharcadas. Llegaron al tren con pocos momentos de antelación, y tuvieron que correr por el andén resbaladizo para llegar a los vagones de primera clase, que eran los primeros.
El revisor les sostuvo la puerta y los hizo pasar. Se cerró entonces de golpe. Isolde y Marieta estaban acomodadas en un rincón del compartimento.
—Tía Isolde —exclamó Léonie, olvidando su mal humor en cuanto la vio. No tenía una sola gota de color en las mejillas, y sus ojos grises se le habían enrojecido visiblemente. Léonie tuvo la certeza de que había estado llorando.
Marieta se puso en pie.
—Me pareció conveniente quedarme con
madama
—murmuró a Anatole—, en vez de retirarme a mi vagón.
—Bien hecho —dijo él sin quitar los ojos de Isolde—. Yo lo arreglaré con el revisor.
Se sentó en el banco, junto a Isolde, y le tomó la mano exangüe.
También Léonie se acercó algo más.
—¿Qué sucede?
—Me temo que me he resfriado —dijo ella—. El viaje y este mal tiempo me han agotado bastante. —Miró a Léonie con sus ojos grises—. Lamento muchísimo que por mi culpa tengas que perderte el concierto. Sé cuántas ganas tenías de disfrutar…
—Léonie es consciente de que tu salud es lo primero —dijo Anatole de manera cortante, sin darle la oportunidad de ser ella misma quien respondiera—. Además, tampoco podemos arriesgarnos a quedarnos sin posibilidad de regresar estando tan lejos de casa, a pesar de la desconsideración que ha manifestado con el paseo de esta tarde.
Lo injusto de la reprimenda realmente le dolió, aunque Léonie logró seguir en silencio. Sea cual fuere la verdadera razón que pudo existir para partir tan presurosamente de Carcasona, lo cierto era que Isolde estaba enferma, y con pinta de ir a empeorar. Era innegable que necesitaba la comodidad y el recogimiento de su propia casa.
En efecto, si hubiera dicho eso Anatole, no habría encontrado ella ningún motivo de queja. El resentimiento por el modo en que insistió en destacar su presunta fechoría sí le molestaba. No se lo iba a perdonar. Se convenció de que fue Anatole quien había provocado la riña, y de que ella en realidad no había hecho nada malo.
Así pues, suspiró con aire entristecido y miró durante mucho tiempo por la ventanilla del tren.
Pero cuando observó de reojo a Anatole por ver si él daba señales de estar molesto, su creciente preocupación por Isolde ya había comenzado a eclipsar el recuerdo de la disputa que había tenido con su hermano.
Sonó el silbato. Las nubes de vapor blanco se propagaron en el ambiente lluvioso, borrascoso. Arrancó el tren.
En el andén de enfrente, tan sólo unos minutos más tarde, el inspector Thouron y dos funcionarios de París desembarcaron del tren procedente de Marsella. Llegaban con dos horas de retraso, pues el convoy había sido retenido por un corrimiento de tierras que se había producido en las afueras de Béziers.
A Thouron lo recibió el inspector Bouchou, de la
gendarmerie
de Carcasona. Los dos se dieron la mano. Luego, sujetando los faldones de los gabanes, que aleteaban con el viento, y también los sombreros, siguieron caminando por el desangelado andén guareciéndose de la lluvia y del viento que les daba de cara.
—Gracias por venir a recogerme, Bouchou —dijo Thouron, cansado y malhumorado después del largo e incómodo viaje.
Bouchou era un hombre corpulento, de rostro colorado, cercano ya a la edad de jubilarse, que tenía la tez y la reciedumbre que Thouron atribuía a los franceses del Midi. Sin embargo, a primera vista parecía un tipo amistoso, por lo que Thouron consideró que su preocupación de que tanto él como sus hombres —por ser norteños y, peor aún, parisinos— fueran tratados con recelo era completamente infundada.
—Me alegra serle de utilidad —gritó a voces Bouchou para hacerse entender a pesar del viento—. Pero le confieso que me desconcierta que un profesional de su talla haga semejante viaje. Sólo es cuestión de tiempo que demos con Vernier para informarle del asesinato de su madre. —Dirigió a Thouron una mirada llena de astucia—. ¿O es que hay en esto algo más que desconozco?
El inspector suspiró.
—Refugiémonos de este vendaval y se lo cuento enseguida.
Diez minutos después se encontraban cómodamente sentados en un cafetín cercano a la Cour de Justice Prèsidiale, donde pudieron charlar sin temor de que nadie pudiera escuchar lo que dijeran. La mayoría de los clientes eran o funcionarios de la
gendarmerie
o personal de la prisión.
Bouchou pidió dos copas del licor de la ciudad, La Micheline, y arrimó su silla para escuchar mejor a su colega. A Thouron le pareció demasiado dulzón para su gusto, a pesar de lo cual lo bebió con delectación mientras daba al otro los detalles esenciales del caso.
Marguerite Vernier, viuda de un
communard,
y más recientemente amante de un destacado y muy condecorado héroe de guerra, fue hallada muerta en la vivienda familiar la noche del domingo 20 de septiembre. Desde entonces había transcurrido un mes, si bien no había sido posible localizar ni a su hijo ni a su hija, sus familiares más próximos, para informarles de la pérdida.
Evidentemente, aun cuando no existía motivo alguno para considerar a Vernier sospechoso de la autoría, al mismo tiempo habían ido saliendo a la luz ciertos elementos de interés, o ciertas irregularidades
quand méme.
Entre ellas, no era despreciable la evidencia cada vez más clara de que tanto él como su hermana habían dado intencionadamente una serie de pasos para encubrir su rastro. Por esa razón habían tardado tanto los hombres de Thouron en descubrir que monsieur y mademoiselle Vernier habían tomado un tren con rumbo sur desde la estación de Montparnasse, en vez de viajar al oeste o al norte desde la de Saint-Lazare, que era lo que se había creído en un primer momento.
—En realidad —reconoció Thouron—, si uno de mis hombres no hubiera estado muy pendiente, nunca habríamos descubierto nada más.
—Adelante —dijo Bouchou con una mirada de manifiesto interés.
—Habían pasado cuatro semanas, comprenderá usted —explicó Thouron—. Yo ya no podía justificar que se siguiera montando guardia permanente en la vivienda.
Bouchou se encogió de hombros.
—Seguro.
—Sin embargo, hay que ver cómo son las cosas. Uno de mis oficiales, un chico listo, un tal Gastón Leblanc, entretanto entabla relaciones amistosas con una de las criadas de la casa de los Debussy, una familia que reside casualmente en el apartamento debajo del de los Vernier, en la calle Berlín. Y ella le contó a Leblanc que había visto al conserje aceptar dinero de un hombre, a cambio del cual le hizo entrega de un sobre.
Bouchou se hincó de codos en la mesa.
—¿Y el conserje lo ha reconocido?
Thouron asintió.
—Al principio lo negó. Hay que ver, estas personas siempre hacen lo mismo. Pero cuando se le amenazó con la cárcel, reconoció que sí había recibido dinero, una suma considerable por cierto, para entregar toda la correspondencia que llegara destinada a casa de los Vernier.
—¿Y quién le había pagado ese dinero?
Thouron se encogió de hombros.
—Afirmó que no lo sabía. Las transacciones se realizaron siempre por medio de un criado.
—¿Y usted le creyó?
—Sí —respondió, y se terminó el contenido del vaso—. En conjunto, sí, en efecto. Abreviando una larga historia, el conserje afirmó, a pesar de no estar seguro, que la caligrafía de aquel sobre recordaba la de Anatole Vernier. Y que el matasellos era del Aude.
—Y aquí está usted.
Thouron hizo una mueca.
—No es gran cosa, lo reconozco, pero es la única pista que tenemos para dar con ellos.
Bouchou levantó la mano para pedir otra ronda.
—Y deduzco que el asunto es delicado debido a las relaciones románticas de madame Vernier con…
Thouron asintió.
—El general Du Pont es un hombre que tiene gran reputación y mucha influencia. No es sospechoso del asesinato, aunque…
—¿Y de eso está usted seguro? —le interrumpió Bouchou—. ¿No será más bien que su superior, el prefecto, no desea verse embrollado en un escándalo?
Por vez primera, Thouron permitió que una sonrisa asomara a sus labios. Le transformó la cara y le hizo parecer más joven de lo que era a sus cuarenta años.
—No le negaré que mis superiores se han mostrado un tanto… intranquilos, como si dijéramos, ante la posibilidad de que se organizase la acusación contra Du Pont —replicó con cuidado—. Pero por fortuna para todos los implicados, existen demasiados factores que descartan que el general pudiera ser el responsable. No obstante, es el primer interesado en que esta sombra no siga proyectándose sobre su persona. Es de entender que, en su opinión, hasta que el asesino no sea prendido y llevado ante la justicia, correrán los rumores y seguirá mancillada su buena fama.