J
ulian descorchó una nueva botella, se sirvió una medida más que generosa y volvió a sentarse con pesadez ante su mesa, con la baraja de imitación delante de él.
Un ejercicio sin sentido.
Había estudiado la reproducción del Tarot de Bousquet a lo largo de muchos años, siempre en busca de alguna clave que pudiera permanecer oculta, de un código que hubiera pasado por alto por pura inadvertencia. La búsqueda de las cartas originales le había ocupado prácticamente todos los días desde que llegó por vez primera al valle del Aude y oyó los rumores en torno a los tesoros todavía por descubrir, que seguían enterrados bajo los montes, las rocas, tal vez también los ríos.
Tras la adquisición del Domaine de la Cade, Julián rápidamente había llegado a la conclusión, como tantos otros antes que él, de que todas las historias que rodeaban Rennes-le-Cháteau eran una mera añagaza, y que el sacerdote renegado del siglo XIX se encontraba en el centro de todos los rumores, es decir, que Sauniére en realidad andaba en busca de tesoros mucho más materiales que espirituales.
Julián comenzó entonces a recopilar historias acerca de una determinada baraja de cartas que contenía por lo visto la clave para localizar no una tumba determinada, un enterramiento en concreto, sino, al parecer, la totalidad del tesoro del imperio visigodo. Era posible que allí se encontrase incluso el contenido del Templo de Salomón, que habían saqueado los romanos en el siglo I de nuestra era, y que a su vez fue objeto de saqueo cuando cayó Roma en el siglo V en manos de los visigodos.
Se rumoreaba que aquellas cartas se encontraban ocultas en la propia finca. Julián había invertido hasta el último penique en tratar de localizarlas haciendo una búsqueda sistemática, por medio de excavaciones bien planificadas, empezando por la zona que circundaba las ruinas del sepulcro visigótico y siguiendo a partir de allí. Era un terreno difícil de perforar, y todo esfuerzo era sumamente costoso, por ser un arduo trabajo.
Y todavía nada.
Cuando agotó el crédito que le quedaba en el banco, comenzó a tomar dinero en préstamo de las ganancias que generaba el hotel. Era sumamente oportuno que el hotel fuese, al menos en una parte no desdeñable, un negocio en el que se pagaba sobre todo en metálico.
Pero al mismo tiempo correspondía a un sector del mercado en el que no resultaba ni mucho menos fácil la obtención de beneficios. Los gastos indirectos eran muy elevados. El negocio empezaba a funcionar más o menos como la seda cuando el banco reclamó el pago de los préstamos adelantados. Él, sin embargo, siguió detrayendo dinero, con la convicción de que, con toda certeza, pronto, muy pronto, encontraría lo que tanto empeño había puesto en encontrar, seguro de que en poco tiempo todo estaría en perfecto orden.
Julián vació el vaso de un trago.
Tan sólo es cuestión de tiempo.
Todo había sido culpa de su hermano. Seymour podría haber tenido un poco más de paciencia. Tendría que haber confiado un poco más en él. Debería haberse abstenido de intervenir. Él ya sabía que prácticamente lo tenía todo hecho.
Le hubiera devuelto el dinero con creces.
Asintiendo, completamente de acuerdo con su razonamiento, Julián abrió la tapa de su Zippo con un chasquido. Sacó un cigarrillo, lo prendió e inhaló a fondo. La chica era muy lista. Y también era atractiva.
Julián había hablado por teléfono con la comisaría de policía de Couiza poco después de que Hal se marchase de allí. El policía de turno le dijo que sería conveniente que el muchacho dejara de hacer preguntas. Julián prometió que hablaría muy seriamente con él, e invitó al
commissaire
a tomar una copa la semana siguiente.
Alcanzó la botella y se sirvió otros dos dedos. Repasó mentalmente la conversación que habían tenido en el bar. Había sido intencionadamente tosco, renunciando a toda sutileza en la técnica con que la abordó, pero es que ésa le había parecido la manera más fácil de quitar de en medio a la norteamericana. La chica no estuvo dispuesta a hablar del tarot. Se había cerrado en banda.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que sabe? —se preguntó Julián.
Comprendió entonces que el ruido que le llegaba era el tamborileo de sus propios dedos sobre la mesa. Julián observó su mano como si no le perteneciera, y con un acto de considerable fuerza de voluntad logró dejarla quieta.
En un cajón cerrado de su escritorio esperaba el título de transferencia de la propiedad, listo para que lo firmase y lo devolviera al notario de Espéraza. El chico no tenía un pelo de tonto.
No quería quedarse en el Domaine de la Cade. Sabía muy bien que era sencillamente imposible que Hal y él trabajasen juntos, tal como tampoco había sido Seymour capaz de trabajar con él. Julián había dejado pasar un intervalo prudente antes de hablar cara a cara con Hal de los planes que pudiera tener él.
—No fue culpa mía —insistió. Se le trabó ligeramente la lengua.
Debería seguramente hablar de nuevo con ella, con la norteamericana. Era muy probable que supiera algo sobre la baraja original de Bousquet. De lo contrario, ¿por qué estaba allí? Su presencia no tenía nada que ver con el accidente de Seymour, ni con su patético sobrino, ni con las finanzas del hotel, todo eso lo empezaba a entender con absoluta claridad. Si estaba allí, era por la misma razón que él. Y él no había hecho todo ese trabajo para sentarse luego a esperar a que una fulana norteamericana llegase de pronto y le quitase las cartas.
Miró a la oscuridad del bosque en el exterior. Había caído la noche. Julián alargó la mano y encendió la lámpara. Y entonces dio un alarido.
Su hermano estaba de pie exactamente detrás de él. Seymour, lívido e inerte, como lo había visto Julián en el depósito de cadáveres, con la piel de la cara llena de cicatrices tras el accidente de automóvil, los ojos inyectados en sangre.
Se puso en pie de un salto, con lo que la silla salió despedida hacia atrás antes de caer al suelo. El vaso de whisky salió rodando sobre la superficie pulida del escritorio.
Julián se volvió sobre sus talones.
—No es posible…
En la habitación no había nadie.
Miró sin entender nada, miró por toda la habitación, en las sombras, y volvió a mirar por la ventana, hasta que cayó en la cuenta. Era su propio reflejo, su reflejo espectral, recortado con nitidez en el cristal oscuro. Eran sus ojos, no los de su hermano.
Julián respiró hondo.
Su hermano había muerto. Lo sabía de sobra. El le había echado algo en la bebida, concretamente Rufenol; había conducido él su coche hasta el puente de la salida de Rennes-les-Bains; se las vio y se las deseó para colocar a Seymour, ya inconsciente, en el asiento del conductor; quitó el freno de mano. Vio precipitarse el coche al río.
—Tú me obligaste a hacerlo —musitó.
Alzó los ojos hacia la ventana, parpadeó. Allí no había nada.
Exhaló un suspiro largo y fatigoso y se agachó a recoger la silla para enderezarla. Por un instante permaneció con las manos en el respaldo y la cabeza inclinada, apretando con fuerza, hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Notó que el sudor le corría por la espalda, entre los omóplatos.
Entonces se recuperó del susto. Alcanzó los cigarrillos, necesitado de la nicotina para calmar los nervios, y volvió a mirar la negrura del bosque.
Las cartas originales seguían estando allí, lo sabía.
—La próxima vez —murmuró. Estaba muy cerca, lo sentía a ciencia cierta. La próxima vez seguro que tendría suerte. Lo sabía.
El whisky, al derramarse, llegó al canto de la mesa y comenzó a gotear, despacio, sobre la alfombra.
D
e acuerdo, dispara —dijo Meredith—. Cuéntame qué ha pasado.
Hal apoyó los codos sobre la mesa.
—Resumiendo mucho, resulta que no creen que haya ningún fundamento para reabrir el expediente del caso. Se dan por satisfechos con sus conclusiones.
—Es decir… —insistió ella con dulzura para animarle a continuar.
—Muerte accidental. Afirman que mi padre estaba borracho —dijo él con rencor—. Que perdió el control del coche, que cayó por el puente al río Salz. El nivel de alcohol en sangre era el triple del permitido, según el informe toxicológico.
Estaban sentados junto a una de las ventanas. El restaurante apenas tenía actividad por ser aún relativamente temprano, de manera que pudieron hablar tranquilos, sin temor a que nadie les oyera. Al otro lado de la mesa, a la luz de la vela que parpadeaba sobre el mantel, Meredith extendió las manos y cubrió con las dos una de las de él.
—Parece ser que hubo un testigo. Una mujer de nacionalidad inglesa, una tal doctora Shelagh O'Donnell, que vive en el pueblo.
—Eso es un buen indicio, ¿no? ¿Presenció ella el accidente?
Hal negó con un gesto.
—Ahí está el problema. Según el expediente, oyó un frenazo, oyó el ruido de los neumáticos.
—¿Y dio cuenta de ello a la policía?
—No en un primer momento. Según afirma el
commissaire,
son muchos los conductores que toman demasiado deprisa esa curva al entrar en Rennes-les-Bains. Sólo a la mañana siguiente, cuando vio la ambulancia y a la policía en plena operación para rescatar el coche del río, sólo en ese momento acertó a sumar dos y dos. —Hizo una pausa—. He pensado que tal vez deba hablar con ella, ver si se acuerda de algo.
—¿No se lo habrá dicho ya a la policía?
—Tuve la impresión de que no la consideraban eso que se llama «un testigo de fiar».
—¿En qué sentido?
—No llegaron a decirlo textualmente, pero dieron a entender que es una mujer que bebe en exceso. O que esa noche se había emborrachado. Además, no había huellas de la frenada en la carretera, por lo cual es poco probable que hubiera oído nada. Siempre según la versión de la policía, claro está. —Calló unos instantes—. No han querido darme su dirección, pero me las ingenié para copiar su número, que figuraba en el expediente. Lo cierto… —titubeó—. Lo cierto es que la he invitado a que venga mañana.
—¿Te parece realmente una buena idea? —preguntó Meredith—. Si la policía piensa que estás interfiriendo en la investigación, ¿no crees que estarán menos dispuestos a echar una mano?
—Ya están muy cabreados conmigo —confesó él con ferocidad—, pero si quieres que te diga la verdad, te aseguro que me siento como si me estuviera dando de cabezazos contra una pared. Ya me da igual. Llevo varias semanas tratando de que la policía me tome en serio, aquí sentado, armado de paciencia, y todo eso no me ha servido de nada.
Calló. Tenía las mejillas coloradas.
—Disculpa. Sé que esto no tiene que hacerte ninguna gracia.
—No pasa nada —dijo ella, pensando en lo similares que eran Hal y su tío en no pocos sentidos, entre otros la velocidad con que perdían los estribos, y a continuación se sintió culpable, a sabiendas de lo mucho que le molestaría a Hal la comparación que mentalmente acababa de hacer.
—Me hago cargo de que no existe ninguna razón para que te tomes al pie de la letra lo que te digo, ni tampoco para que me creas, pero es que yo no creo en la versión oficial del suceso. No quiero decir que mi padre fuera perfecto, ni mucho menos; con toda sinceridad, no teníamos gran cosa en común. Él era un hombre distante, reservado, nada amigo de armar escándalos, pero te aseguro que es literalmente imposible que condujera el coche si estaba bebido. Ni siquiera en Francia. Es imposible.
—En eso es fácil cometer un error de juicio, Hal —le dijo ella con dulzura—. A todos nos ha pasado —añadió, aunque a ella no le hubiera pasado nunca—. Sólo tomó una copa de más. Se arriesgó sin saberlo siquiera.
—Te estoy diciendo que eso es algo que a mi padre no le pudo pasar —insistió—. Le gustaba beber, pero era realmente un fanático en cuanto a no conducir jamás cuando lo había hecho. Ni siquiera si había tomado una sola copa. —Bajó los hombros en señal de abatimiento—. A mi madre la mató un conductor borracho —siguió explicando en voz más baja— cuando iba a recogerme a mí al colegio en el pueblo donde vivíamos, a las tres y media de la tarde. Un imbécil al volante de un BMW, que volvía de una taberna completamente ciego de champán y a una velocidad excesiva.
En ese momento Meredith entendió a la perfección por qué no podía Hal de ninguna manera dar por buenos los resultados de la investigación. Pero por más que uno deseara que las cosas fueran de otro modo, no iban a ser así necesariamente.
Ella había pasado por algo muy parecido. Si los deseos fueran promesas, su madre biológica hubiera recuperado la salud. Nunca habrían tenido lugar todas aquellas escenas, todas aquellas peleas.
Hal levantó la vista y la miró fijamente.
—Mi padre nunca se habría sentado al volante estando borracho.
Meredith prefirió sonreír sin comprometerse a nada.
—Pero si las pruebas toxicológicas dan positivo en el caso del alcohol… —dejó la pregunta flotando en el aire—. ¿Qué dijeron los de la policía cuando les planteaste esa cuestión?
Hal se encogió de hombros.
—Es evidente que, a su entender, yo estoy demasiado jodido con toda esta situación. Tienen muy claro que no consigo entender nada, y menos aún pensar con criterio.
—Vale, probemos desde otro punto de vista. ¿Es posible que haya un error en las pruebas?
—La policía dice que no.
—¿No han intentado encontrar alguna cosa más?
—¿Por ejemplo?
—No sé. Drogas…
Hal negó con un gesto.
«Evidentemente, no les pareció que fuera necesario», pensó Meredith.
—¿Y no podría simplemente haber ido a demasiada velocidad? ¿No es posible que perdiera el control del vehículo en la curva?
—Volvemos a la ausencia de huellas de frenado en la carretera. En cualquier caso, eso no explica el alcohol en sangre.
Meredith lo traspasó con una mirada.
—Entonces, ¿qué, Hal? ¿Qué es lo que pretendes decir?
—Que una de dos: o las pruebas están falseadas o alguien le echó algo en su copa. —El rostro de ella la delató—. Ya veo que no me crees —dijo él.
—No estoy diciendo eso —repuso ella al punto—. Pero piénsalo bien, Hal. Aún suponiendo que fuera posible, ¿quién iba a hacer una cosa así? ¿Por qué?
Hal le sostuvo la mirada hasta que Meredith comprendió adonde quería ir a parar.
—¿Tu tío?
Asintió.
—A la fuerza.