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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (34 page)

BOOK: Sepulcro
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Laboughe suspiró y se dio cuenta de que el inspector aún no había terminado sus explicaciones. Sacó del bolsillo una pipa de Meerschaum negra, la golpeó contra el canto de la mesa para aflojar el tabaco, encendió un fósforo y aspiró hasta que prendió el interior de la cazoleta. Un aroma agrio, turbio, llenó el pequeño despacho.

—Obviamente, no se puede tener certeza de que esto realmente guarde alguna relación con el asunto que nos ocupa, pero el propio Vernier fue víctima de una agresión que tuvo lugar en el callejón Panoramas a primera hora del pasado 17 de septiembre.

—¿La noche de la revuelta en el palacio Garnier?

—¿Conoce usted el lugar, señor?

—Es un callejón de tiendas y restaurantes elegantes, si no me equivoco. Stern, el grabador, tiene allí su local.

—Exacto, señor. Vernier sufrió a resultas de la agresión una fea herida encima del ojo izquierdo y se llevó unas cuantas magulladuras y quién sabe si alguna costilla rota. Este suceso se denunció, de nuevo anónimamente, a nuestros colegas del décimo
arrondissement.
Ellos, a su vez, nos informaron del incidente por estar al tanto de nuestro interés en el caballero. Cuando se le interrogó, el vigilante nocturno del callejón reconoció estar al corriente de la agresión. De hecho, la llegó a presenciar, pero también confesó que Vernier le había pagado una generosa suma para que no dijera nada al respecto.

—¿Indagaron ustedes ese asunto?

—No, señor. Como Vernier, la víctima, había optado por no denunciar el incidente, poca cosa podíamos hacer nosotros. Si lo señalo, es tan sólo porque creo que refuerza la hipótesis de que tal vez se tratara de un aviso.

—¿Un aviso? ¿De qué?

—De una inminente escalada en las hostilidades —respondió Thouron con paciencia.

—Pero en ese caso, Thouron, ¿por qué está Marguerite Vernier muerta encima de una laja de mármol y no lo está el propio Vernier? Eso no tiene sentido.

El prefecto Laboughe se recostó en su silla y fumó con afán su pipa. Thouron lo miró y aguardó en silencio.

—¿Usted cree que Du Pont es culpable del asesinato? Dígame: ¿sí o no?

—Yo mantengo la mente abierta, señor, hasta que no dispongamos de más información.

—Ya, ya. —Laboughe agitó la mano con evidente impaciencia—. Pero ¿qué le dice su instinto?

—La verdad, señor, yo en el fondo no creo que Du Pont sea el hombre que buscamos. Por supuesto, parece la explicación más lógica a lo ocurrido. Du Pont estaba allí. Sólo tenemos su palabra si queremos fiarnos de que al llegar se encontró muerta a Marguerite Vernier. Había dos copas de champán, pero también había un vaso con restos de alcohol hecho trizas en la chimenea. Son demasiadas las cosas que no acaban de encajar. —Thouron respiró hondo, sin terminar de encontrar las palabras adecuadas—. Para empezar, el soplo. Si de hecho se produjo una riña entre dos amantes, si de hecho se les fue de las manos, ¿quién fue el que se puso en contacto con los periódicos? ¿El propio Du Pont? Yo lo dudo mucho. Los criados no estaban en la casa, les habían dado unos días de vacaciones. Sólo puede tratarse de una tercera parte interesada en…

Laboughe asintió:

—Adelante, siga.

—Además, tenga en cuenta lo curioso que resulta, si le parece, que tanto el hijo como la hija se encontraran fuera de la ciudad y que la vivienda estuviera ya cerrada por un tiempo. —Suspiró—. No lo sé, señor. Hay algo planeado de antemano en todo este asunto.

—¿Usted piensa que a Du Pont le han cargado el mochuelo?

—Creo que es algo que debemos considerar, señor. Si hubiera sido él, ¿por qué se limitó a posponer la cita prevista? No habría tenido ningún problema en que no se le viera por los alrededores de la vivienda.

Laboughe asintió.

—No puedo negar que sería un gran alivio no tener que acusar ante los tribunales a un héroe de guerra, Thouron, máxime a uno con tantas condecoraciones y distinciones como es Du Pont. —Miró a Thouron a los ojos—. No es que esto deba influir en su decisión, inspector. Si lo considera culpable…

—Por supuesto, señor. También a mí me inquietaría tener que acusar a un héroe de la patria.

Laboughe miró a los llamativos titulares de los periódicos.

—Por otra parte, Thouron, no debemos olvidar que ha muerto una mujer.

—No, señor.

—Nuestra prioridad ha de ser localizar a Vernier e informarle del asesinato de su madre. Si antes estuvo reacio a hablar con la policía sobre los diversos incidentes en los que se ha visto enredado a lo largo de todo este año, es posible que esta tragedia le suelte la lengua. —Cambió de postura. Crujió la silla bajo su peso—. Pero dice usted que sigue sin haber ni rastro de él…

Thouron negó con un gesto.

—Sabemos que se marchó de París hace ya cuatro días en compañía de su hermana. Un cochero, uno de los habituales en la calle Amsterdam, nos ha informado de que recogió a una pareja en la calle Berlin, un hombre y una muchacha cuya descripción concuerda con la de los hermanos Vernier, y según dice los llevó a la estación Saint-Lazare el pasado viernes, poco después de las nueve de la mañana.

—¿Alguien llegó a verlos en el interior de Saint-Lazare?

—No, señor. Los trenes de Saint-Lazare enlazan con los suburbios del oeste. Versalles, Saint-Germain-en-Laye, además de estar, claro está, los trenes que enlazan con los barcos de Caen. Nada. Pero es que podrían haber bajado en cualquier punto del trayecto y podrían haber tomado otra línea. Mis hombres están trabajando en este sentido.

Laboughe miraba embelesado su pipa. Parecía que hubiera perdido todo interés.

—Y supongo que habrá hecho correr la voz entre las autoridades ferroviarias, claro…

—En las estaciones principales y en los nudos de enlace ya se ha dado aviso. Se han puesto carteles por toda la región de Ile-de-France y estamos verificando las listas de pasajeros que hayan cruzado el Canal de la Mancha, en caso de que su intención fuera viajar aún más lejos.

El prefecto se puso trabajosamente en pie, resoplando a causa del esfuerzo. Se guardó la pipa en el bolsillo del gabán, tomó el sombrero de copa y los guantes y se desplazó hacia la puerta como un barco de vapor a toda máquina.

Thouron también se puso en pie.

—Haga una nueva visita a Du Pont —dijo Laboughe—. Es la pista más evidente que tenemos, por no decir que es el mejor candidato a resolver este desgraciado asunto, aunque me inclino a pensar que la lectura que hace usted de la situación es la correcta.

Laboughe salió lentamente de la estancia, golpeando el suelo con la contera del bastón.

—Una cosa más, inspector.

—Diga, prefecto.

—Manténgame informado. De cualquier novedad que se produzca en este caso, quiero que me dé cuenta usted en persona. No deseo enterarme por las páginas de
Le Petit Journal.
No me interesan todas esas habladurías sin fundamento, Thouron. Dejemos esas paparruchas en manos de los periodistas y los escritores de ficción. ¿Me he expresado con claridad?

—Perfectamente, señor.

C
APÍTULO
36

Domaine de la Cade

H
abía una pequeña llave de latón insertada en la cerradura de la vitrina. Estaba herrumbrosa y no cedía, pero Léonie se empeñó en moverla poco a poco y darle holgura hasta que por fin la pudo girar. Abrió la puerta y extrajo aquel intrigante volumen.

Encaramada en el peldaño más alto de madera pulida, Léonie abrió
Les tarots,
y al abrirse las tapas duras se liberó el aroma del polvo y del papel antiguo, de la antigüedad misma. En el interior había un delgado folleto, apenas un libro. Tenía tan sólo ocho páginas con los bordes dentados, como si hubieran sido desvirgadas a cuchillo y no con muchos miramientos. El papel, de color crema y de alto gramaje, delataba una época ya anticuada: no exactamente antigua, aunque tampoco podía ser una publicación reciente. Las palabras del interior estaban escritas a mano, con una letra clara e inclinada.

En la primera página se repetía el nombre de su tío, Jules Lascombe, y el título,
Les tarots,
esta vez con un subtítulo añadido:
Au déla du voile et l'art musical de tirer les caries.
Debajo figuraba una ilustración, una especie de ocho tumbado de costado, como si fuera una bobina de hilo. Al pie de la página aparecía una fecha, seguramente aquella en que su tío escribió la monografía: 1870.

Después de que mi madre huyera del Domaine de la Cade, pero antes de que llegara Isolde.

La portada estaba protegida por una lámina de papel encerado. Léonie la levantó e involuntariamente se quedó boquiabierta. La ilustración, en blanco y negro, era un grabado de un diablo que miraba con toda su malevolencia desde la página, con ojos lascivos, osados. Aparecía con el cuerpo encorvado, con los hombros vueltos en una postura vulgar, los brazos largos y unas garras en vez de manos, todo lo cual hacía pensar en una mutación travestida de la forma humana.

Léonie miró más a fondo y vio que aquel ser repugnante tenía unos cuernos en la frente, pero tan pequeños que apenas si se percibían. Algo sugería de manera repulsiva que estuviera cubierto de pelo, no de piel, pero lo más desagradable de todo eran las dos figuras claramente humanas, un hombre y una mujer, encadenadas a la base de una tumba sobre la cual estaba de pie el diablo.

Debajo del grabado aparecía un número romano: XV.

Léonie miró a pie de página y no vio que la ilustración se atribuyera a ningún artista, no encontró ninguna información sobre la procedencia o el origen de la obra. Una sola palabra la acompañaba, rotulada en mayúsculas escritas con todo esmero: ASMODEUS.

Como no deseaba entretenerse mucho más, Léonie pasó a la página siguiente. Se encontró con varias líneas de explicaciones, una introducción sobre el tema del que trataba el libro, todas ellas muy apretadas. Pasó por encima de ese texto, aunque algunas palabras le llamaron la atención. El anuncio de que habría diablos y cartas del tarot sumadas a la música le aceleró el pulso y le produjo una deliciosa excitación cercana al horror. Decidió ponerse más cómoda, así que bajó de la escalera saltando los últimos peldaños y se llevó el volumen a la mesa del centro de la biblioteca, donde se saltó los últimos párrafos de la introducción y se lanzó de lleno al meollo de la historia.

Sobre las losas alisadas del interior del sepulcro se encontraba el cuadrado, pintado en negro por mi propia mano con anterioridad, y que ahora parecía despedir una luz tenue y difusa. Dentro del cuadrado estaban las cartas del tarot.

En cada una de las cuatro esquinas del cuadrado, como si fueran los puntos cardinales, la nota correspondiente según el sistema alfabético de notación musical. C, es decir, do, al norte; A, es decir, la, al oeste; D, es decir, re, al sur; por último, E, es decir, mi, al este. Dentro del cuadrado se hallaban colocadas las cartas en las que se iba a insuflar vida, las cartas en virtud de cuyos poderes iba yo a entrar en otra dimensión.

Prendí una lámpara en la pared, que al instante proyectó una pálida luz.

En el acto fue como si el sepulcro se llenase de bruma, y como si esa bruma acuciase al aire puro en todo el ambiente en derredor. También el viento reafirmó su presencia, pues de lo contrario no sabría a qué adscribir las notas que murmuraban en el interior de la cámara de piedra, como si fueran los ecos de un remotísimo pianoforte.

En el ambiente crepuscular, las cartas, o al menos así me lo pareció, cobraron vida propia. Sus formas, liberadas de sus prisiones de pigmento y de sus soportes, cobraron movimiento y volumen y volvieron a caminar una vez más sobre la tierra.

Corría el aire de repente y tuve la impresión de no estar solo. Tuve entonces la certeza de que el sepulcro estaba repleto de seres. Espíritus. No podría asegurar que fueran humanos. Todas las reglas de la naturaleza quedaron de pronto abolidas. Las entidades me rodeaban por entero. Mi propio yo y mis otros yoes, tanto pasados como todavía por venir, se hallaban presentes por igual. Me rozaban los hombros y el cuello, pasaban a escasos centímetros de mi frente, me rodeaban sin tocarme jamás, aunque siempre apiñándose más y más cerca. Me parecía que volasen, que se deslizasen por el aire, así que en todo momento tuve conciencia de sus presencias fugaces. A pesar de todo, parecían poseer peso y masa propios. De manera especial, por encima de mi cabeza parecía incesante el movimiento, acompañado por una cacofonía de susurros, suspiros, siseos y llantos que me obligó a inclinar la cabeza como si tuviera encima un peso insostenible.

Empecé a entender con claridad que su deseo no era otro que negarme el acceso, aun cuando no supiera yo el porqué. Sólo sabía con claridad que debía recuperar mi sitio en el cuadrado, pues de lo contrario me vería en peligro de muerte. Di un paso hacia el cuadrado, momento en el cual descendieron sobre mí, cayendo del aire y acompañados por un furioso vendaval que me impedía avanzar, con chillidos y alaridos que formaban una espeluznante melodía, si es que así puede llamarse, que parecía hallarse al mismo tiempo dentro y fuera de mí. Las vibraciones me llevaron a temer que hasta los muros y la techumbre del edificio pudieran desmoronarse de un momento a otro.

Hice acopio de todas mis fuerzas y me lancé hacia el centro de la estancia, tal como un hombre que se ahoga se abalanza desesperado hacia la orilla. En ese instante, una sola criatura, un diablo distinto, aunque tan invisible como todos sus infernales compañeros, se lanzó sobre mí. Sentí sus garras sobrenaturales en el cuello, sentí las extremidades inferiores, también provistas de garras tremendas, en la espalda, y sentí su aliento de pez sobre mi piel, si bien no me dejó una sola marca.

Me cubrí con los brazos la cabeza para protegerme. Sudaba copiosamente. El corazón empezó a latirme sin ritmo propio, fui consciente de que mi incapacidad iba en aumento. Sin resuello, tembloroso, con todos los músculos en máxima tensión, recurrí a los últimos vestigios de valentía que me pudieran quedar y me obligué, fuera como fuese, a dar un paso más. En ese instante era tan grande la oposición que llegué a sentir que iba a ser llevado en volandas, en vilo. Clavé las uñas en las ranuras de las losas del suelo y, milagrosamente, logré al fin arrastrarme hasta el cuadrado.

En ese instante, se hizo un terrible silencio que empezó a oprimir la estancia con la fuerza de un alarido estremecedor por su poder, por su violencia, y que trajo consigo el hedor del Infierno y de las profundidades del mar. Pensé que la cabeza pudo habérseme rajado de parte aparte debido a la presión. Balbuceando, desacertado, me puse a recitar los nombres de las cartas: El Loco, La Torre, La Fuerza, La Justicia, El Juicio. ¿Estaba acaso invocando los espíritus de las cartas, que de manera manifiesta venían en mi auxilio, o eran ellos los que trataban de impedirme que ganase un sitio en el interior del cuadrado? Mi voz parecía no dar lugar a ningún sonido, parecía que ni siquiera fuese mía, que saliera de fuera de mí, baja al principio, aunque poco a poco fue ganando volumen e intensidad, creciendo en poderío, hasta colmar el sepulcro en sus últimos rincones.

Entonces, cuando ya creía que no podría resistir más, algo se retiró de dentro de mí, de mi presencia, de debajo de mi piel, con un roce ruidoso, como las garras de un animal salvaje que rasparan la superficie de mis huesos. Hubo una nueva avalancha de aire. En el acto, la presión que sentía en el corazón, al borde del ataque, se alivió del todo.

Caí postrado al suelo, prácticamente inconsciente, si bien percibí con toda claridad las notas, esas cuatro notas, las mismas todo el tiempo, que se iban diluyendo, que se desdibujaban, y los susurros y los suspiros de los espíritus, que se iban debilitando, hasta que por fin ya no oí nada más.

Abrí los ojos. Las cartas habían regresado a su estado de adormecimiento. En los muros del ábside, las pinturas estaban inertes. Una sensación de vacío y de paz inundó de súbito todo el sepulcro, y supe que todo había terminado. Se cerraron sobre mí las tinieblas. Desconozco cuánto tiempo permanecí inconsciente.

He anotado la música lo mejor que he sabido.

Las marcas que tengo en las palmas de las manos, los estigmas, no han desaparecido.

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