Sepulcro (38 page)

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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Sepulcro
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Se le pasó por la
cabeza,
en ese instante que nadie sabía adonde había ido. Nadie sabía nada de su paradero. Si sufriera una caída, si se perdiera, nadie sabría dónde encontrarla. Se le ocurrió también que tendría que haber dejado algún rastro. Fragmentos de papel o, como Hansel y Gretel en su bosque, unos guijarros blancos para señalar el camino de vuelta a casa.

No hay razón para que te pierdas.

Léonie se adentró más, y aún más, en la maleza. Se halló de pronto en una arboleda espesa, cercada por un círculo de matorrales de enebro en los que afloraban las últimas bayas que maduraban tardías al sol del verano, como si los pájaros nunca hubieran penetrado tan adentro del bosque y jamás las hubieran visto.

Las sombras, sombras distorsionadas, eran ora visibles, ora invisibles. Dentro del espeso y verde manto del bosque la luz se volvía más densa, despojando el mundo aún familiar, y tranquilizador, de todo rasgo reconocible y sustituyéndolo por algo al parecer ignoto, algo mucho más ancestral. Serpenteando entre los árboles, los brezos, los bojes, la arboleda misma, una bruma otoñal comenzaba a adueñarse del terreno, colándose sin una sola palabra de aviso previo, sin anunciarse. Reinaba una quietud impenetrable, una calma que se espesaba a la vez que el aire se iba humedeciendo y embozaba todos los sonidos. Léonie notó que unos dedos helados se cerraban en torno a su cuello como si formasen una bufanda, un embozo, al tiempo que se rizaban en torno a sus piernas, por debajo de la falda, como un gato mimoso.

Entonces, sin advertencia alguna, entrevió allí delante, en medio de los troncos de los árboles, algo que no estaba hecho de madera ni de tierra ni de corteza. Una pequeña capilla de piedra, cuyo tamaño no daría cabida a más de seis u ocho personas a lo sumo, con el techo muy inclinado y una pequeña cruz de piedra sobre el arco de la entrada.

Léonie contuvo la respiración.

Lo he encontrado.

El sepulcro estaba rodeado por un ejército de tejos retorcidos, nudosos, las raíces al aire, contrahechas, como las manos deformes de un anciano, que invadían el sendero. No había una sola huella en el terreno. Las zarzas y los brezos ocupaban hasta el último palmo de terreno.

Orgullosa, y con la anticipación del contento que le produjo el hallazgo, Léonie dio un paso adelante. Se agitaron las hojas, crujieron las ramas bajo sus botas. Otro paso más. Y otro, más cerca, hasta que se encontró ante la puerta. Ladeó la cabeza y miró arriba. Sobre un arco de madera, simétricos, perfectamente centrados, encontró dos versos pintados en letras negras, con antigua caligrafía.

Aïci lo tems s'en

va vers l'Eternitat.

Léonie leyó en voz alta esas palabras una, dos veces, dejando que aquellos sonidos extraños rodasen despacio en su boca. Tomó entonces el lápiz que llevaba en el bolsillo de la falda y las anotó en un papel.

Oyó un ruido a su espalda. ¿Un movimiento de las hojas? ¿Un animal salvaje, un gato montes, tal vez un oso? Luego, un sonido muy distinto, como si una soga se arrastrase sobre la cubierta de un barco. ¿Una serpiente? La poca confianza que tenía en sí misma se esfumó en el acto. Los ojos oscuros del bosque parecían atentos a cada uno de sus movimientos. Las palabras que había leído en el libro volvieron a ella con terrible claridad. Premoniciones, encantamientos, un lugar en el que el velo entre este mundo y el más allá se retiraba y dejaba pasar la luz de través.

Léonie de pronto se sintió reacia a entrar en el sepulcro. Sin embargo, la única alternativa, quedarse allí sola, sin protección de ninguna clase, en aquel calvero sofocante, se le antojó mucho peor. Con la sangre latiéndole a toda velocidad en la cabeza, alargó la mano, agarró la pesada anilla de metal que encontró en la puerta y empujó.

Al principio no pasó nada. Volvió a empujar. Esta vez oyó que algo de metal rechinaba al salir de su sitio y el agudo clic con el que cedió el pasador. Apoyó el hombro contra el maderamen de la puerta, cargando todo el peso de su cuerpo, y empujó con toda su alma.

La puerta, estremecida, se abrió del todo.

C
APÍTULO
40

L
éonie entró en el sepulcro. Una ráfaga de aire helado le salió al paso mezclada con el aroma inconfundible del polvo, de la antigüedad, del recuerdo de un incienso que databa de siglos antes. Y algo más le pareció notar. Arrugó la nariz. Había un difuso olor a pescado, a mar, al salitre del casco de un bote de pesca varado en la orilla.

Apretó las manos a los costados para impedir que temblasen.

Este es el lugar.

Inmediatamente a la derecha de la entrada, en la pared del oeste, había un confesionario de un metro ochenta de altura por algo más de anchura, y poco más de medio metro de fondo. Era de madera oscura y muy sencillo, elemental incluso, en modo alguno parecido a los confesionarios adornados y labrados que había en la catedral o en las iglesias de París. La reja estaba cerrada. Una sola cortina de color púrpura, algo desvaída, colgaba delante de uno de los reclinatorios. Por el lado opuesto no había cortina.

Inmediatamente a la izquierda se encontraba el
bénitier,
la pila del agua bendita. Asombrada, Léonie dio un paso atrás. La pila era de mármol a vetas rojas y blancas, pero se sustentaba sobre la espalda de una figura diabólica, sonriente. Tenía la piel roja y rugosa, garras en vez de manos y pies, y unos malévolos ojos azules, penetrantes.

Yo te conozco.

La estatua era idéntica al grabado que aparecía en la portada de
Les tarots.
Su gemela.

A pesar del agobio que llevaba a cuestas, el desafío en la mirada y en la sonrisa seguía intacto. Con cuidado, como si la amedrentase la posibilidad de que pudiera cobrar vida, Léonie se acercó paso a paso. Debajo, impresa en un tarjetón amarillento por el paso de los años, encontró la confirmación: ASMODÉE, MAÇON AU TEMPLE DE SALOMÓN, DÉMON DU COURROUX.

—Asmodeus, constructor del Templo de Salomón, el demonio de la ira —leyó en voz alta. De pie, de puntillas, con un frío cada vez mayor, Léonie escrutó el interior de la pila. El
bénitier
estaba seco, pero había unas letras grabadas en el mármol. Las recorrió con los dedos.


Par ce signe tu le vaincras
—murmuró en voz alta. «Por este signo le conquistarás».

Frunció el ceño. ¿A quién podía hacer referencia ese «le»? ¿Al demonio, a Asmodeus en persona?

Tuvo curiosidad por saber qué había sido primero: la ilustración del libro o el
bénitier.
¿Cuál era la copia y cuál era el original?

Todo lo que sabía era que la fecha que figuraba en el libro era 1870. Inclinándose, viendo su falda de estambre formar dibujos arremolinados en el polvo que cubría las losas del suelo, Léonie examinó la base de la estatua por ver si tenía grabada alguna fecha, alguna marca distintiva. No había nada que indicara ni su antigüedad ni su procedencia.

Aunque tomó nota para indagar más adelante sobre ese asunto —«Tal vez —se dijo— Isolde sepa algo»—, Léonie se puso en pie y miró de frente a la nave. Había tres hileras de bancos muy sencillos, de madera, en el lado sur del sepulcro, mirando al frente, como si fuera un aula de la escuela primaria, aunque en cada uno de ellos no cabrían más de dos personas que profesaran el culto. Ninguna decoración, ninguna moldura de remate, ningún cojín sobre el cual arrodillarse; tan sólo un fino reposapiés de madera que corría a lo largo de cada uno de ellos.

Las paredes del sepulcro estaban encaladas y se desconchaba la mano de cal en muchos puntos. Unas ventanas sencillas, en arco apuntado, sin vidriera, dejaban pasar la luz, pero al tiempo despojaban de calidez el interior. Las estaciones de la Cruz eran pequeñas ilustraciones encajadas en un marco formado por cruces de madera; prácticamente ni siquiera eran pinturas, sino más bien meros medallones improvisados, al menos al ojo poco ejercitado de Léonie.

Léonie comenzó a recorrer muy despacio la nave, como una novia reticente a la hora de llegar al altar, más y más preocupada a medida que se alejaba de la puerta. En un momento dado, creyendo que había alguien tras ella, se giró en redondo.

No había nadie.

A su izquierda, la estrecha nave estaba flanqueada por estatuas de yeso, de santos, a mitad de tamaño del real, que parecían niños maliciosos. Sus ojos parecían seguirla a medida que pasaba por delante de ellos. Se detuvo, bajo cada uno de ellos, a leer los rótulos, pintados en negro sobre carteles de madera: san Antonio, el Ermitaño egipciaco; santa Germame, con el delantal lleno de flores de los Pirineos; san Roque, tullido, con el cayado. Santos de raigambre seguramente local, dedujo.

La última estatua, la más próxima al altar, era de una mujer esbelta, menuda, que llevaba un vestido rojo hasta la rodilla, y el cabello negro y lacio hasta los hombros. Con ambas manos sostenía una espada, pero no amenazante, ni tampoco como si estuviera a la defensiva, sino más bien como si ella misma fuese la protectora. Debajo encontró una tarjeta con estas palabras: «La Fille des Epées». Léonie frunció el ceño. La Hija de las Espadas. ¿Tal vez pretendía ser una representación de santa Juana de Arco?

Le llegó otro ruido. Miró hacia las altas ventanas. No eran más que las ramas de los castaños que repicaban como si fueran uñas en el cristal. El sonido del sombrío canto de los pájaros.

Al término de la nave, Léonie se detuvo y allí se agachó y examinó el suelo, en busca de la evidencia del cuadrado negro que el autor había descrito y de las cuatro letras —C, A, D, E— que creía que su tío había inscrito en el suelo. No encontró ni el menor rastro de nada, ni siquiera el más leve indicio, pero en cambio halló una inscripción grabada en las losas del suelo.

«Fujhi, poudes; Escapa, non», leyó. Y también lo anotó.

Léonie se enderezó y avanzó hacia el altar. Coincidía a la perfección, en su memoria, con la descripción de
Les tarots:
una simple mesa, ninguno de los símbolos clásicos de la religión, ninguna vela, ninguna cruz de plata, ningún misal, ninguna antífona. Se encontraba en un ábside octogonal, el techo pintado de azul cielo, como la ostentosa cubierta del palacio Garnier. Cada uno de los ocho paneles del ábside estaba cubierto por un papel pintado y decorado a su vez con franjas horizontales de un tinte rosa desvaído, y dividido por un friso de flores de enebro, rojas y blancas, con un detalle repetido de discos o monedas azules. En la intersección de cada panel empapelado había unas molduras de yeso que representaban bastos, o varas, pintados en oro.

Dentro de cada uno había una sola imagen.

Léonie contuvo la respiración, pues de pronto descubrió qué era lo que estaba mirando. Ocho escenas individuales tomadas del tarot, como si cada figura hubiera saltado de su carta correspondiente y se hubiera subido a la pared. Bajo cada una de ellas se encontraba el rótulo que la describía: «Le Mat», El Loco, «Le Pagad», El Mago, «La Pretresse», La Sacerdotisa, «Les Amoureux», Los Enamorados, «La Forcé», La Fuerza, «La Justice», La Justicia, «Le Diable», El Diablo, «La Tour», La Torre. Tinta negra y antigua sobre un tarjetón amarillento.

Es igual que en el libro.

Léonie asintió. ¿Qué mejor prueba podía encontrar de que el testimonio de su tío estaba basado en hechos reales? Se acercó un poco más. La cuestión era por qué se habían elegido esas ocho, entre las setenta y ocho cartas que se detallaban en el libro de su tío: ¿por qué esas ocho en particular? Con la excitación inundándole el pecho, comenzó a copiar los nombres. Enseguida se quedó sin sitio en el trozo de papel que había encontrado en el bolsillo, y miró en derredor por el sepulcro en busca de algo que le sirviera para escribir.

Asomándose por debajo de los pies de piedra del altar, reparó en que allí había una esquina de una hoja de papel. Tiró hasta sacarla. Era una hoja de música para piano, manuscrita en un grueso pergamino amarillento. Claves de agudos y de bajos, tiempo común, sin bemoles ni sostenidos. En el acto le volvió a la memoria el subtítulo del libro de Lascombe.

El arte musical de echar las cartas.

Alisó la partitura e hizo la prueba de tararear los compases iniciales, pero no fue capaz de captar del todo la melodía, si bien era muy sencilla. Había un número limitado de notas que a primera vista le recordaron uno de los tediosos ejercicios para cuatro dedos que había tenido la obligación de ejecutar una y mil veces cuando era niña y recibía clases de piano.

Se le dibujó entonces sin que se diera cuenta una lenta sonrisa en los labios. Comprendió el patrón de la pieza: C, A, D y E según la notación alfabética, es decir, do, la, re, mi según la notación convencional. Las mismas notas se repetían de forma secuencial. Hermoso. Como se afirmaba en el libro, era música para convocar a los espíritus.

Otro pensamiento pasó veloz por su cabeza nada más tener el anterior.

Si la música sigue estando en el sepulcro, ¿por qué no están también las cartas?

Léonie titubeó, y entonces garabateó la palabra
Sepulcro
y el año en curso sobre la parte superior de la partitura, para que constara dónde la había encontrado, y se la guardó en el bolsillo antes de emprender un metódico registro de la capilla de piedra. Introdujo los dedos en cada rincón, en cada grieta polvorienta, en busca de alguna cavidad oculta, pero no encontró nada. No había un solo mueble, una sola oquedad tras la cual pudiera estar escondida una baraja de cartas.

Y si no estaban allí, ¿dónde podían estar?

Se desplazó por detrás del altar. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la luz sombría del ambiente, y creyó entonces detectar el perfil de una portezuela escondida dentro de los ocho paneles del ábside. Alargó la mano en busca de alguna alteración en la superficie y encontró, en efecto, una ligera depresión, tal vez el indicio de alguna antigua abertura que hubiera podido prestar algún servicio. Empujó con fuerza, con una mano, pero no sucedió nada. Estaba fijada con toda firmeza. Si allí hubiera existido una puerta, era evidente que ya no se utilizaba.

Léonie se alejó unos pasos con los brazos en jarras. Era reacia a aceptar que las cartas realmente no estuvieran allí, pero lo cierto era que había agotado todos los posibles escondrijos. No se le ocurrió otra opción que volver a consultar el libro una vez más y tratar de hallar en él las respuestas. Ahora que ya conocía el lugar, sin duda sería capaz de leer mejor, de interpretar los significados ocultos del texto.

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