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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (70 page)

BOOK: Sepulcro
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Léonie descendió hacia el río. Abajo, a la izquierda, vio a los clientes de los Baños Termales, sentados en el agua humeante, rica en hierro, de los
bains forts.
Tras ellos, una fila de enfermeras de uniforme blanco, con amplios sombreros, como si fueran gigantescas aves marinas, esperaba armada de paciencia a que las personas de cuyo cuidado se ocupaban fueran saliendo.

Atravesó el río hasta la otra orilla y encontró la senda por la que los había llevado Marieta con bastante facilidad. El aspecto del bosque había cambiado notablemente. Algunos de los árboles habían perdido ya las hojas, debido a la natural, si bien tardía, llegada del otoño o a la ferocidad de las tormentas que habían descargado en aquella ladera del monte. El terreno que pisaba Léonie estaba alfombrado por un denso follaje del color del vino blanco, dorado, cobrizo. Se detuvo un momento a pensar en los esbozos de acuarelas en los que estaba trabajando. La imagen de El Loco le vino a la cabeza y consideró que tal vez podría arreglar los colores del fondo para que realmente se pareciera a los matices del bosque en otoño.

Siguió caminando envuelta por el verde manto del bosque de árboles de hoja perenne, a mayor altitud. Las ramas caídas, las piedras sueltas a uno y otro lado, crujían y se deslizaban bajo sus pies. El terreno estaba cubierto de pinas y del fruto brillante, marrón, de los castaños. Tuvo por un momento un amago de nostalgia. Pensó en su madre y recordó que siempre en octubre había llevado a Anatole y a Léonie al parque Monceau para recoger castañas. Frotó los dedos unos con otros, recordando la sensación, la textura de los otoños de su infancia.

Rennes-les-Bains ya no estaba a la vista. Léonie apretó un poco el paso a sabiendas de que la localidad se encontraba aún a la distancia de un grito, aunque al mismo tiempo tuvo la repentina sensación de estar muy lejos de la civilización. Vio volar un pájaro que batía las alas pesadamente y que la sobresaltó. Rió con nerviosismo cuando se dio cuenta de que tan sólo era una paloma torcaz. A lo lejos sonaron los disparos de los cazadores y se preguntó si Charles Denarnaud estaría entre ellos.

Léonie siguió adelante y pronto llegó a la finca. Cuando tuvo a la vista los portones de la parte posterior del Domaine de la Cade sintió un gran alivio. Avivó el paso, contando con que en cualquier momento saldría a su encuentro la criada con la llave.

—¿Marieta?

Sólo le respondió el eco de su propia voz. A juzgar por el silencio reinante, Léonie entendió que allí no había nadie. Frunció el ceño. Era impropio de Pascal no hacer lo que había dicho que haría. Y aunque Marieta se atolondraba con facilidad, por norma general era digna de toda confianza.

¿O tal vez ha venido y no ha querido esperar más?

Léonie sacudió la cancela, pero estaba cerrada. Tuvo un arranque de mal humor y de frustración al verse un momento, con los brazos en jarras, considerando su situación.

No quería tener que recorrer caminando todo el perímetro de la propiedad para entrar por delante. Estaba fatigada tras los sucesos de la mañana, tras el esfuerzo de subir el monte para llegar allí.

Tiene que haber otra forma de entrar en la finca.

Léonie no podía creer que el reducido personal con que contaba Isolde pudiera de ninguna manera mantener los lindes de una propiedad tan extensa en perfectas condiciones. Su constitución era ligera. Estaba segura de que, buscando con detenimiento, terminaría por encontrar tarde o temprano una abertura de tamaño suficiente para colarse dentro de la finca. A partir de ahí no podía ser demasiado difícil localizar los caminos que ya conocía.

Miró a derecha e izquierda, procurando decidir en cuál de las dos opciones tendría más probabilidades de conseguir su propósito. Al final concluyó que los tramos en peor estado seguramente serían los más alejados de la casa. Enfiló camino hacia el este. Si sucediera lo peor, bastaría con seguir recorriendo toda la linde hasta encontrarse finalmente en la puerta principal, por el lado opuesto.

Caminó a buen paso, asomándose a ratos por el seto, moviendo aquí y allá los brezos y evitando la maraña de las zarzamoras, en busca de cualquier brecha en las verjas de hierro forjado. El tramo que más cerca quedaba de la cancela no tenía ninguna abertura, pero recordó entonces que a su llegada al Domaine de la Cade, la primera vez, la sensación de abandono y descuido fue en aumento a medida que siguió caminando por la propiedad.

No llevaba ni cinco minutos de búsqueda cuando descubrió un hueco en la verja. Se quitó el sombrero, se agachó y, respirando hondo, se coló por la estrecha abertura con una regocijante sensación de triunfo. Una vez en el interior, se limpió de la ropa los pinchos y las hojas que se le habían prendido, se sacudió el barro del dobladillo de la falda y echó a caminar con renovadas energías, encantada de estar ya no demasiado lejos de la mansión.

Allí el terreno era más empinado, las copas de los árboles más frondosas y oscuras, más opresivas. No pasó demasiado tiempo hasta que Léonie comprendió que se encontraba del otro lado de los hayedos, y que si no andaba con cuidado el rumbo que había elegido la llevaría a pasar por el calvero en que se encontraba el sepulcro. Frunció el ceño. ¿Tenía acaso otra opción?

Encontró un tramo en el que varias sendas bastante estrechas se cruzaban una y mil veces, sin que hubiera un camino claro por el cual seguir, mientras que todos los calveros, todas las arboledas, parecían exactamente iguales. Léonie no tenía otra forma de trazar su rumbo que guiarse por el sol, resplandeciente por encima del bosque, pero no era una guía demasiado fiable, ya que las densas sombras de los árboles no le permitían ver con claridad por dónde brillaba el sol exactamente. Sin embargo, siempre y cuando siguiese adelante, más o menos hacia el sur, más pronto que tarde terminaría por llegar a las extensiones de césped y en definitiva a la casa. Sólo le quedaba confiar en que no se topara con el sepulcro.

Tomó un camino que recorría una media ladera, una senda que le llevó hasta un claro. De pronto, en medio de un corte entre los árboles, vio el bosque de la orilla opuesta del río Aude en el que se encontraba el grupo de megalitos que Pascal previamente le había señalado. Comprendió entonces con una sacudida que todos los diabólicos topónimos de la zona eran visibles desde el Domaine de la Cade: el Sillón del Diablo, el Estanque del Diablo, la Montaña del Cuerno. Escrutó el horizonte. Y también se encontraba a la vista el punto en el que confluían los dos ríos, Blanque y Salz, un lugar al que la gente de los alrededores, según le había contado Pascal, llamaban
le bénitier.

Léonie, no sin dificultad, apartó de su ánimo la imagen de aquel cuerpo contrahecho, el demonio con sus malévolos ojos azules, que parecía inmiscuirse en sus pensamientos. Apretó el paso a pesar de transitar por un terreno desigual, diciéndose que era sencillamente absurdo dejarse trastornar por una estatua, por una ilustración de libro.

La ladera tenía un brusco ascenso. El terreno bajo sus botas cambió enseguida, y se encontró con que caminaba sobre la tierra descarnada, no sobre helechos o agujas de pino, por una senda que flanqueaban los arbustos y algunos árboles sin que la invadieran. Era como una tira de papel marrón cortada en ángulo recto rodeada del verdor del paisaje.

Léonie se detuvo y miró adelante. Sobre ella había una pared casi vertical, la ladera, que había formado una barrera en su camino. Directamente encima de ella se formaba una especie de plataforma natural, casi como un puente que salvase el trecho de terreno en el que se encontraba. De pronto se dio cuenta de que se hallaba en el cauce seco de un río. Antaño, un torrente de agua seguramente procedente de alguno de los manantiales celtas que había en lo alto de los montes había tallado esa depresión en la ladera. Se acordó de golpe de algo que le había dicho monsieur Baillard.

Escondidas en donde se seca el río, en un lugar en el que se enterraba antaño a los reyes.

Léonie miró en derredor, en busca de algo que se saliera de lo común y atenta a la forma del terreno, de los árboles, de la maleza. Le llamó la atención una depresión poco profunda que se formaba en el terreno, al lado de la cual vio una piedra plana, gris, apenas visible, bajo la maraña que formaban las raíces de un enebro silvestre.

Se acercó allí, se agachó. Introdujo la mano y tiró de un nudo en la maleza, asomándose al espacio verde, húmedo, que se abrió entre las raíces. Vio entonces un anillo de piedras, ocho en total. Introdujo las manos en el follaje y se le mancharon los guantes de un fango verdoso, de barro, al tratar de ver si había algo allí escondido.

La piedra de mayor tamaño la sacó rápidamente. Léonie se acuclilló, y se la colocó en el regazo, que ya tenía manchado de barro. Había algo pintado en la superficie, con alquitrán o con otro pigmento: una estrella de cinco puntas dentro de un círculo.

Presa de su ansiedad por descubrir si tal vez había dado con el lugar en que estaban escondidas las cartas del tarot, Léonie dejó la piedra a un lado. Empleó un trozo de madera para desprender las otras piedras, apilando la tierra fangosa a un lado. Vio un fragmento de una tela recia en el barro y comprendió entonces que el resto de las piedras lo sujetaban en donde estaba.

Siguió excavando, sirviéndose de aquella madera desprendida como si fuera una pala, arañando las piedras y unos fragmentos que le parecieron de baldosa hasta que pudo arrancar la tela sujeta en la tierra. Cubría un pequeño agujero. Emocionada, lo removió intentando aflojar lo que pudiera haber enterrado debajo, retirando el barro y las lombrices y los escarabajos negros hasta que dio con algo sólido.

Con un poco más de empeño vio que estaba ante un sencillo cajón de madera, con asas de metal en ambos extremos. Envolviendo con los guantes sucios las dos asas, tiró con fuerza. El terreno parecía reacio a ceder, pero Léonie siguió dando tirones, moviéndolo de un lado a otro, hasta que por fin la tierra renunció a su tesoro con un ruido húmedo, como una succión.

Jadeando, Léonie arrastró la caja fuera de la oquedad y se la llevó a un trozo de terreno algo más seco, colocándola encima de la tela. Sacrificó los guantes para frotar la superficie hasta limpiarla del todo y abrió lentamente la tapa de madera. Dentro del cajón había otro receptáculo, una caja fuere parecida a una en la que su madre guardaba sus pertenencias más valiosas. Sacó la caja fuerte, cerró la caja y puso encima la de metal. Tenía un candado pequeño que, para sorpresa de Léonie, estaba abierto. Intentó abrir la tapa y logró que se desprendiese centímetro a centímetro. Rechinó, pero terminó por ceder.

La luz era tenue bajo los árboles, y lo que pudiera haber dentro de la caja fuerte estaba a oscuras. Afinando mejor la vista, creyó ver un paquete envuelto en una tela oscura. Era sin duda del tamaño y de las proporciones de una baraja de cartas, la que buscaba. Se quitó los guantes, se recogió las faldas, se secó las palmas de las manos sudorosas en las enaguas limpias, secas todavía, y con gran esmero desdobló las esquinas de la tela.

Se encontró con la parte de atrás de una carta más grande que aquellas a las que estaba acostumbrada. El dorso estaba pintado de un intenso verde bosque, y decorado con una filigrana enrevesada de oro y plata.

Léonie se detuvo, armándose de valor. Espiró, contó mentalmente hasta tres y dio la vuelta a la primera carta.

Una extraña imagen de un hombre oscuro, vestido con una bata larga, roja, adornada con borlas, sentado en un trono, en un belvedere de piedra, la miraba de lleno. Los montes del fondo, a lo lejos, le resultaron conocidos. Leyó la inscripción que figuraba al pie.

«Le Roi des Pentacles».

Miró con mayor atención, dándose cuenta de que la propia figura del rey le resultaba familiar.

Y entonces cayó en la cuenta. Era la imagen de alguien a quien conocía. El sacerdote al que se llamó para que expulsara al demonio del sepulcro, el que suplicó a su tío que destruyera la baraja. Bérenger Sauniére.

Sin duda, el hallazgo era una prueba inapelable, tal como le había dicho monsieur Baillard media hora antes, de que su tío no hizo caso de su consejo.

—Madomaiséla. ¿Madomaiséla
Léonie?

Léonie se dio la vuelta, alarmada al oír que alguien la llamaba.


Madomaiséla?

Eran Pascal y Marieta. Evidentemente, y Léonie cayó en la cuenta en ese instante, llevaba tanto tiempo ausente que habían salido en su busca. Rápidamente envolvió las cartas en la tela en que las había encontrado. Quiso llevárselas consigo, pero no había forma de esconderlas.

A regañadientes, en contra de su voluntad, pero sabedora al mismo tiempo de que no le quedaba otra alternativa, ya que ante todo deseaba que nadie se enterase de qué era lo que había descubierto, dejó las cartas dentro de la caja de metal, la caja de metal en la de madera, y ésta volvió a deslizarla en el agujero. Se puso en pie entonces y, a patadas, procuró rellenarlo con la tierra removida usando las suelas embarradas. Cuando ya lo tenía casi listo, dejó caer los guantes, manchados y seguramente ya inservibles, encima. Y los cubrió.

Tuvo que confiar en que nadie hubiera descubierto la baraja hasta ese momento, por lo cual, pensó, era bastante improbable que nadie fuera a descubrirla ahora. Regresaría más adelante al amparo de la oscuridad y sacaría las cartas cuando realmente pudiera hacerlo con total discreción y seguridad.


¡Madomaiséla
Léonie!

Notó el pánico en la voz de Marieta.

Léonie volvió sobre sus pasos, subió a la plataforma y bajó casi corriendo por el camino del bosque, en la dirección por la cual había llegado, hacia el punto del que procedían las voces de los criados. Entró en el bosque, dejando el camino a un lado, para no dar el menor indicio sobre el punto del cual había partido.

Por último, cuando creyó que ya había una distancia suficiente entre el tesoro y ella, hizo un alto, recuperó la respiración y devolvió la llamada.

—Estoy aquí —exclamó—. ¡Marieta! ¡Pascal! ¡Aquí!

En pocos momentos, sus rostros de preocupación asomaron por un claro entre los árboles. Marieta se quedó clavada, incapaz de disimular la sorpresa o la preocupación por la situación en que encontró la vestimenta de Léonie.

—He perdido los guantes. —La mentira acudió espontáneamente a sus labios—. Tuve que volver a buscarlos.

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