Sepulcro (72 page)

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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Sepulcro
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Un repentino temor se apoderó de ella, tanto más intenso por carecer de nombre. Tomó el sombrero y la chaqueta y se calzó rápidamente para salir con la intención de seguirles.

Entonces hizo un alto.

Muy a menudo la acusaba Anatole de actuar sin pararse a pensar. Era contrario a su naturaleza sentarse sin nada que hacer y esperar, pero ¿de qué iba a servirle salir corriendo tras él? Si sus intenciones eran inocentes, perseguirle como si fuera su perro faldero sin duda iba a fastidiarle. No podía tener previsto estar fuera mucho tiempo, ya que había concertado la cita con ella a mediodía. Miró el reloj de la repisa. Quedaban dos horas por delante.

Se quitó el sombrero, lo arrojó sobre la cama y se descalzó antes de mirar en derredor por su habitación. Era mejor que se quedara en la casa y encontrase alguna forma de pasar el rato hasta la hora de la cita con su hermano.

Léonie miró sus útiles de pintura. No supo qué hacer, pero al cabo fue al escritorio y comenzó a desembalar sus pinceles y papeles. Era la ocasión ideal para continuar con su serie de ilustraciones. Ya sólo le quedaban tres para terminarla.

Fue a buscar agua, mojó el pincel y comenzó a perfilar en tinta negra los contornos del sexto de los ocho retablos que vio en la pared del sepulcro.

Carta XVI: La Torre.

C
APÍTULO
76

E
n el salón particular de la primera planta del hotel Reine, en Rennes-Ies-Bains, dos hombres se encontraban sentados ante un fuego encendido para eliminar los restos de la humedad matinal. Dos criados, uno parisino y el otro de Carcasona, aguardaban respetuosamente a cierta distancia. A cada tanto, cuando pensaban que su señor no los estaba observando, se lanzaban el uno al otro miradas de desconfianza.

—¿Cree usted que recurrirá a sus servicios en este asunto?

Charles Denarnaud, con el rostro todavía colorado debido a la cantidad de brandy que había consumido en la cena de la noche anterior, dio una honda calada al puro, hasta que la brasa de las hojas, carísimas, prendió de nuevo. Era de absoluta complacencia la expresión de su rostro abotargado. Ladeó la cabeza y expulsó de la boca un aro de humo blanco hacia el techo.

—¿Seguro que no quiere acompañarme, Constant?

Victor Constant levantó la mano, la piel llena de sarpullidos y oculta bajo los guantes. No se sentía bien esa mañana, y menos con ánimo de fumar. La anticipación que le provocaba el hecho de que la caza estuviera a punto de terminar no le estaba sentando nada bien y se encontraba nervioso.

—¿Tiene plena confianza en que Vernier le pedirá el favor? —repitió.

Denarnaud se percató de que en la voz de Constant se notaba un tono mordiente inesperado.

—No creo que me haya equivocado al valorarlo —dijo rápidamente, consciente de que había ofendido al otro—. Vernier cuenta con pocos aliados en Rennes-les-Bains, y no tiene desde luego a otro con el que mantenga una relación tal que le permita pedirle semejante favor, en un asunto como éste. Tengo la convicción absoluta de que querrá que sea yo quien le represente. Con el tiempo de que dispone, no tendrá ocasión de buscar a otra persona fuera de aquí.

—Cierto —dijo Constant secamente.

—Yo diría que querrá contar con Gabignaud, uno de los galenos residentes en la localidad, para que esté presente por lo que pueda pasar, como médico personal.

Constant asintió. Se volvió al criado que estaba más próximo a la puerta.

—¿Se entregaron las cartas esta mañana?

—Sí, monsieur.

—¿No te diste a conocer en la casa?

Negó con un gesto.

—Las entregué a un criado, para que las llevase con el resto del correo del día.

Constant pensó unos momentos.

—¿Y nadie sabe que eres tú la fuente de las historias que están empezando a circular?

Negó con un gesto.

—Me he limitado a dejar caer una o dos cosillas a quienes más probabilidades tienen de ir repitiéndolas por ahí. Sólo he dicho que la bestia que invocó Jules Lascombe ha vuelto a dejarse ver. El rencor y la superstición se han encargado del resto. Las tormentas se consideran prueba suficiente de que no todo está como debiera.

—Excelente. —Constant hizo un gesto con la mano—. Vuelve al Domaine y observa qué es lo que hace Vernier. Ven a informar cuando caiga la tarde.

—Muy bien, monsieur.

Retrocedió hacia la puerta, recogiendo el capote napoleónico, azul, del respaldo de una silla antes de salir a la calle.

En cuanto oyó Constant el ruido de la puerta al cerrarse, se puso en pie.

—Ojalá se resuelva esto rápidamente, Denarnaud, y sin llamar la atención. ¿Queda claro?

Sorprendido por el brusco final de la entrevista, Denarnaud se puso trabajosamente en pie.

—Pues claro, monsieur. Todo está bajo control.

Constant chasqueó los dedos. Su criado se adelantó con una bolsa en la mano, cerrada por un cordel. Denarnaud no pudo dejar de dar un paso atrás por pura repugnancia ante la piel llena de sarpullidos del hombre.

—Esto es la mitad de lo que se le ha prometido —dijo Constant, y le entregó el dinero—. El resto se le hará llegar cuando el asunto esté zanjado con entera satisfacción por mi parte. ¿Entendido?

Las ávidas manos de Denarnaud se cerraron en torno a la bolsa.

—Confirmará usted que no me encuentro en posesión de ninguna otra arma —dijo Constant con voz fría, dura—. ¿Queda claro?

—Habrá un par de pistolas de duelo, Monsieur, cada una de las cuales estará cargada con una sola bala. Si llevara usted alguna otra arma, yo no me daré cuenta. —Esbozó una sonrisa obsequiosa—. Aunque realmente no creo que un hombre como usted, monsieur, pueda fallar y no acierte en su diana al primer intento.

Constant recibió con desprecio su afán de halago.

—Yo nunca fallo —dijo.

C
APÍTULO
77

M
aldita sea! ¡Al infierno! —exclamó Anatole, dando un pisotón en el terreno que pisaba.

Pascal se acercó caminando a la improvisada galería de tiro que había montado en un claro del bosque, rodeado por los matorrales y los enebros silvestres. Había colocado las botellas en fila, y vuelto junto a Anatole para cargarle la pistola. De los seis disparos que hizo, uno se le fue muy a la izquierda, otro alcanzó el tronco de un haya y dos la valla de madera, haciendo que cayeran tres botellas por efecto de la vibración. Sólo uno había dado en la diana y apenas rozando la base de la gruesa botella de vidrio.

—Pruebe otra vez,
sénher
—dijo Pascal en voz baja—. Mantenga la vista bien firme.

—Eso es lo que estoy haciendo —gruñó malhumorado Anatole.

—Ponga el ojo en la diana y luego mire al suelo. Imagine cómo viaja la bala por el cañón. —Pascal se apartó—. Firme,
sénher.
Apunte bien. No se precipite.

Anatole alzó el brazo. Esta vez imaginó que, en vez de una botella que en su día estuvo llena de cerveza, tenía la cara de Victor Constant delante de él.

—Bien —dijo Pascal en voz baja—. Ahora manténgase firme, bien firme. Fuego.

Anatole le dio de lleno. La botella saltó en mil y un añicos, como unos fuegos artificiales de feria. El sonido se propagó rebotando en los troncos de los árboles, con lo que las aves salieron volando alarmadas de sus nidos.

Una nubécula de humo asomó por la boca del cañón. Anatole sopló sobre ella, y se volvió con los ojos centelleantes de satisfacción para mirar a Pascal.

—Buen tiro —dijo el criado, su rostro ancho e impasible convertido por una vez en el espejo de sus pensamientos—. Y… ¿cuándo dice que es el enfrentamiento?

La sonrisa desapareció del rostro de Anatole.

—Mañana a la hora del crepúsculo.

Pascal atravesó la arboleda haciendo crujir de las ramas bajo los pies, y volvió a alinear las botellas restantes.

—A ver si acierta por segunda vez,
sénher.

—Dios mediante, solo tendré que hacerlo una vez —masculló Anatole para el cuello de su camisa.

Sin embargo, permitió que Pascal volviera a cargar la pistola y siguió tirando hasta que hubo destrozado la última de las botellas y el olor de la pólvora impregnaba todo el claro del bosque.

C
APÍTULO
78

C
uando faltaban cinco minutos para mediodía, Léonie salió de su habitación y recorrió el pasillo camino de la escalera. Parecía serena, dueña de sus emociones, pero el corazón le latía como el tambor de hojalata de un soldadito de juguete y tenía húmedas las palmas de las manos.

Al atravesar las baldosas rojas y negras del vestíbulo, sus tacones parecieron resonar con una violencia ominosa, o al menos así se lo pareció, en el silencio reinante en la casa. Se miró las manos y vio que le habían quedado pequeñas manchas de pintura, verde y negra, en las uñas. Durante esa mañana de desasosiego se había dedicado a terminar la ilustración correspondiente a La Torre, pero no estaba satisfecha con ella. Por tenues que fueran las pinceladas en las hojas de los árboles, por sutil que fuera su forma de colorear el cielo, percibía una inquietante y melancólica presencia, siniestra casi, que le hablaba entre cada una de sus pinceladas.

Pasó por delante de las vitrinas del pasillo que conducía a la puerta de la biblioteca. Las medallas, las curiosidades, los recuerdos apenas quedaron registrados en su ánimo, de tan absorta como estaba anticipándose a la entrevista que iba a mantener.

En el umbral tuvo un momento de vacilación. Alzó entonces el mentón, levantó la mano y llamó con fuerza y seguridad a la puerta, con más valentía de la que sentía en realidad.

—Adelante.

Al oír la voz de Anatole, Léonie abrió la puerta y entró.

—¿Querías verme? —dijo con la sensación de que tenía que comparecer ante los magistrados, en un juicio, y no de que se hallaba en compañía de su amado hermano.

—Así es —dijo él, y le sonrió. En la expresión de su rostro, en la mirada de sus ojos castaños, Léonie comprendió que también él estaba ansioso—. Pasa, por favor. Siéntate, Léonie.

—Anatole, me estás asustando —dijo ella en voz baja—. Pareces sumamente serio.

El le puso la mano en el hombro y la guió a una silla con asiento tapizado.

—Es que es muy serio el asunto del que deseo hablar contigo.

Retiró la silla para que ella tomara asiento y se alejó a cierta distancia para volverse hacia ella con las manos a la espalda. Léonie se dio cuenta de que sostenía algo entre los dedos. Un sobre.

—¿Qué es eso? —dijo ella, con el corazón a punto de salírsele del pecho, al pensar que sus peores temores podían estar a punto de hacerse realidad. ¿Y si monsieur Constant, con habilidad y con esfuerzos, hubiera dado con la dirección y le escribiera directamente a ella?—. ¿Es una carta de mamá? ¿De París?

Se plasmó en el rostro de Anatole una extraña expresión, como si hubiera olvidado algo por inadvertencia, pero que acabase de recordarlo de golpe.

—No. Bueno, sí, es una carta, pero se trata de una carta que he escrito yo. Te la he escrito a ti.

La esperanza le llenó el pecho de una sosegada paz, pues todavía era posible que todo estuviera en orden.

—¿A mí?

Anatole se alisó el cabello con una mano y suspiró.

—Me encuentro en una muy difícil situación —dijo en voz baja—. Hay… hay asuntos de los que deberíamos hablar, pero ahora que ha llegado el momento me siento sinceramente incapaz de decir nada, me encuentro sin palabras, sin ánimo, y se me traba la lengua en tu presencia.

Léonie rió.

—No entiendo cómo es posible —dijo—. No puedo creer que te sientas avergonzado delante de mí…

Había querido que sus palabras sonasen a chanza para quitar hierro a la situación, pero la lúgubre expresión que vio pintarse en el rostro de Anatole congeló la sonrisa en sus labios. Se levantó de un brinco y corrió a su lado.

—¿Qué sucede? —inquirió—. ¿Se trata de mamá? ¿De Isolde?

Anatole miró la carta que tenía en la mano.

—Me he tomado la libertad de poner mi confesión por escrito —dijo.

—¿Confesión?

—Contiene la información que yo tendría… que tendríamos que haber compartido contigo hace ya algún tiempo. Isolde quiso hacerlo, pero yo estimé que era mejor esperar.

—¡Anatole! —exclamó, y le zarandeó por el brazo—. Cuéntamelo ahora mismo.

—Es mejor que leas la carta estando tú sola con tus pensamientos —sugirió él—. Ha surgido inesperadamente una situación de la mayor gravedad, que exige que le dedique de inmediato toda mi atención.

Se soltó con suavidad de la pequeña mano con que Léonie lo sujetaba y le plantó la carta delante.

—Espero que puedas perdonarme —dijo, y se le quebró la voz—. Estaré esperando.

Sin decir una palabra más, atravesó la estancia, empuñó el picaporte, abrió la puerta y desapareció.

La puerta se cerró ruidosamente. El silencio volvió entonces a ella.

Desconcertada por lo que acababa de suceder, e intranquila ante la evidente angustia que atenazaba a Anatole, Léonie miró el sobre. Su nombre estaba escrito en tinta negra, con la elegante y romántica caligrafía de Anatole.

Se quedó mirándola, atemorizada ante lo que pudiera contener, y entonces desgarró el sobre.

Viernes, 30 de octubre

Mi querida pequeña Léonie,

Siempre me has acusado de que te trato como a una niña. Lo hacías incluso cuando todavía llevabas cintas en el pelo y falda corta y yo me esforzaba por estudiar. Esta vez debo decir que la acusación es justa. Y es que mañana, cuando caiga la tarde, estaré en el claro que hay en el hayedo, dispuesto a hacer frente al hombre que ha hecho todo lo posible por buscarnos la ruina.

Si el resultado del enfrentamiento no me fuera favorable, no querría que te quedaras tú sin una explicación a todas las preguntas que sin duda querrías hacerme. Sea cual sea el resultado del duelo, quiero que conozcas la verdad del caso.

Amo a Isolde con toda mi alma, con todo el corazón. En marzo fue su tumba aquella ante la que estuvimos, en un desesperado intento por parte de los dos para hallar refugio seguro de las malévolas intenciones de un individuo con el que ella había tenido una breve y fatídica relación. Fingir que ella había muerto, fingir que la enterramos, nos pareció que era la única forma en que podría ella escapar de la amenaza bajo la cual vivía.

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