Seven (27 page)

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Authors: Anthony Bruno

Tags: #Intriga

BOOK: Seven
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De repente, un estruendo agudo de interferencias hizo dar un respingo a California. Golpeteó el casco para remediar el problema, pero no creyó que sirviera de nada. El problema residía en los postes de alta tensión, que entorpecían la recepción.

En aquel instante oyó de nuevo la voz de Somerset.

—… No sé lo que es…

—¡Mierda! —masculló California al perder el sonido una vez más.

¿Lo estaba llamando Somerset o no? Intentó descifrar algo, cualquier cosa, pero lo único que oyó fueron las malditas interferencias.

Mills siguió apuntando a Doe mientras seguía a Somerset con la mirada. Alzó la vista hacia el cielo. ¿Dónde coño está California?, pensó.

Doe permanecía extrañamente tranquilo.

—Me alegro de que tengamos ocasión de conversar un rato, detective.

Empezó a seguir de nuevo a Somerset.

Mills lo asió por el hombro.

—¡Al suelo! ¡De rodillas, Doe!

Le propinó sendas patadas para obligarlo a arrodillarse.

Se situó detrás de él a fin de poder seguir apuntándolo sin dejar de observar a Somerset, que corría por la carretera.

Doe giró la cabeza y alzó la vista hacia Mills con la misma sonrisa de santo.

—¿Sabe, detective? Le envidio.

Somerset corría ya sin aliento por la carrera, pero pese a ello siguió avanzando hacia la furgoneta blanca de reparto.

Se hallaba a unos cincuenta metros de distancia. Se aflojó la corbata y se desabrochó la camisa para dejar al descubierto el micrófono que llevaba adherido al pecho.

—¡Detenga la furgoneta! —gritó confiando en que California le recibiera—. ¡Detenga la furgoneta!

Pero no había rastro del helicóptero, y la furgoneta no aminoró la velocidad.

Somerset sacó el arma y efectuó un disparo de advertencia al aire.

De repente, el conductor de la furgoneta pisó el freno.

Los neumáticos chirriaron y derraparon sobre la carretera arenosa.

Somerset echó a correr de nuevo con el arma apuntando a la cabina de la furgoneta. Se detuvo a unos diez metros del vehículo, sujetando la pistola con ambas manos a la altura del parabrisas.

No consiguió ver al conductor a causa de los reflejos del vidrio.

—¡Salga! —gritó al viento—. ¡Salga con las manos sobre la cabeza! ¡Ahora!

La portezuela del conductor se abrió y del vehículo salió un hombre con las manos en alto. Era un tipo blanco de constitución mediana, cabello más bien ralo y bigote recortado. Llevaba gafas oscuras de espejo y uniforme marrón oscuro.

—¡Por el amor de Dios, amigo, no me dispare! ¿Qué es lo que quiere! ¡Dígamelo! Le daré lo que quiera.

—Dése la vuelta —ordenó Somerset—. Las manos sobre la cabeza.

Se acercó más y apuntó a la espalda del hombre.

—¿Qué coño pasa, tío?

El hombre estaba cagado de miedo.

—¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo aquí? —inquirió Somerset.

El hombre miró por encima del hombro.

—Estoy… estoy trabajando. He venido a entregar un paquete.

—¿A quién?

En el helicóptero, California pugnaba por oír lo que decían.

—Sólo es un paquete para un tipo… Esto… David no sé qué.

—¿David qué más?

—Esto…, un momento, déjeme pensar… David…

Mills. David Mills. Detective David Mills.

—¡Me cago en la leche! —gritó California.

Los francotiradores se habían inclinado hacia la cabina para averiguar qué estaba pasando.

El piloto se volvió hacia California.

—¿Quieres que baje?

—¡No! Tenemos que esperar a que Somerset nos dé la señal. Dijo que esperásemos su señal, pasara lo que pasase.

Las interferencias aparecían y desaparecían mientras California intentaba descifrar las voces.

Somerset apoyó el arma contra la cabeza del hombre mientras se encaminaban a la parte trasera de la furgoneta de reparto para sacar el paquete.

—Despacio —advirtió cuando el hombre abrió las puertas.

El interior estaba lleno de toda suerte de cajas, paquetes y sobres grandes.

—Es éste —indicó el hombre al tiempo que señalaba una caja de cartón marrón que se hallaba cerca de la cabina—. La que tiene tanta cinta adhesiva. —Era una caja cúbica de unos treinta centímetros y estaba completamente cubierta de cinta adhesiva transparente—. Ese… tipo tan raro me dio quinientos dólares de propina para que la trajera hasta aquí. Me dijo que tenía que ser a las siete en punto. Ya sé que he llegado un poco tarde, pero…

—Cójala y déjela ahí en el suelo —ordenó Somerset—.

Despacio.

—Vale, vale.

El repartidor subió a la furgoneta para sacar el paquete.

Al salir lo dejó sobre el pavimento y a continuación retrocedió unos pasos con las manos aún en alto.

Somerset bajó la mirada hacia la caja sin dejar de apuntar al hombre. Sobre el cartón aparecían unas palabras escritas en rotulador: PARA EL DETECTIVE DAVID MILLS — FRAGIL.

—¡Al suelo! —ordenó Somerset al hombre—. Tiéndase boca abajo y deje las manos sobre la cabeza.

El hombre obedeció de inmediato. Los brazos descubiertos le temblaban de forma violenta.

Somerset se retiró la camisa y habló directamente al micrófono mientras contemplaba la caja fijamente.

—Tenemos un paquete. Es de John Doe.

—No sé lo que es, pero…

Las interferencias ahogaron de nuevo la voz de Somerset. California se golpeó el casco con exasperación.

—Llama a los artificieros —indicó al piloto—. Y diles que se den prisa.

El piloto asintió.

—¿Quieres que baje?

—¡Espera! —exclamó California—. No nos ha dado la señal.

Las interferencias disminuyeron por un instante. California oyó de nuevo la voz de Somerset.

—… a abrirlo…

Mills entornó los ojos a causa del viento. A lo lejos, Somerset tiraba del repartidor para ponerlo de pie, cachearlo e inspeccionar el contenido de su cartera. En aquel momento, el hombre echó a correr, pero los gestos de Somerset ponían de manifiesto que había ordenado al hombre que se marchara, que saliera corriendo.

Doe giró la cabeza sobre los hombros. Mills no aflojó la presión.

—Ojalá pudiera haber sido un hombre normal —comentó—. Como usted. Ojalá hubiera podido llevar una vida sencilla.

Mills intentó averiguar qué estaba haciendo Somerset.

Estaba apoyado sobre una rodilla y se inclinaba sobre un objeto colocado en la carretera.

—¿Qué cojones está pasando? —masculló.

El viento le silbaba en los oídos.

—He ordenado al repartidor que se marche a pie —dijo Somerset en voz alta con la esperanza de que California pudiera oírlo—. Que vengan a buscarlo. Se dirige hacia el sur por la carretera.

Sacó la navaja y la abrió.

—Voy a abrir el paquete.

Las manos le temblaban mientras cortaba la cinta adhesiva que cubría las costuras superiores de la caja. Retiró las pestañas y rasgó la cinta restante. El objeto que contenía la caja estaba bien envuelto en papel plastificado y acolchado.

De repente le llegó el sonido de los rotores del helicóptero por encima del silbido del viento. Somerset alzó la vista y vio que el helicóptero se acercaba.

—¡No os acerquéis! —gritó por el micrófono—. ¡No os acerquéis! Todavía no sé lo que es.

El helicóptero varió el rumbo, se elevó y luego mantuvo la posición.

Somerset utilizó la navaja para cortar la cinta que sujetaba el papel plastificado en torno al objeto. Tiró del papel.

Era un objeto pesado. Rodó sobre sí mismo cuando Somerset retiró el papel plastificado. Estaba manchado de sangre coagulada. Somerset escudriñó el interior de la caja.

—¡Dios mío!

Retrocedió dando un traspié y cayó al suelo, debilitado de repente, sin querer mirar. Pero no podía apartar los ojos de aquello.

—Dios mío, no…

Se levantó, pero las piernas le temblaban. Retrocedió dando tumbos y se apoyó en la furgoneta. La imagen del autobús escolar amarillo que había visto aquella tarde, con todos los niños bajando de él, le cruzó por la mente. Tenía ganas de vomitar.

—Dios mío, no…

Mills vio a Somerset dar un traspié al apartarse de la caja. Algo andaba mal. Asió a Doe por el hombro.

—¡Arriba! ¡Levántese! ¡Vamos!

Doe se levantó con esfuerzo e intentó caminar, pero no podía avanzar con la suficiente rapidez a causa de los grilletes.

—Lleva una buena vida, detective…

—¡Cierre el pico y camine!

Doe intentó andar al paso de Mills, pero tropezó y cayó al suelo.

Mills lo asió con más fuerza y empezó a tirar de él.

—¡Arriba, cabrón! ¡Camine!

Somerset se enjugó las lágrimas y la saliva. Aspiró profundamente, resuelto a no perder el control. Pero entonces alzó la vista y vio que Mills arrastraba a Doe hacia él.

—Oh, mierda, no… —masculló—. No…

Se dio impulso con la mano que sostenía el arma e inclinó la cabeza hacia el micrófono al mismo tiempo que echaba a andar en dirección a Mills y John Doe.

—Escucha, California…, escúchame. Haga lo que haga, no vengas. ¡No aterrices! Manténte alejado. Oigas lo que oigas, veas lo que veas, ¡no vengas! Doe tiene la sartén por el mango.

El helicóptero se desvió hacia el oeste; Somerset hizo acopio de fuerzas y echó a correr hacia Mills y Doe con toda la rapidez que le permitieron sus piernas.

El sol no era más que una fina línea sobre las montañas y proyectaba largas sombras sobre la arena del desierto.

Mills tiró de Doe. Algo andaba mal. Somerset se hallaba a unos cuarenta metros de distancia y corría hacia ellos.

—¡Vamos! ¡Muévase, maldita sea!

Pero Doe permaneció quieto, observando a Somerset con el rostro completamente sereno.

—Aquí viene.

—¡Somerset! —llamó Mills—. ¿Qué coño pasa?

Pero Somerset no lo oía a causa del viento.

—Ojalá hubiera podido vivir como usted, detective —dijo Doe.

Somerset se hallaba a treinta metros de ellos.

—¡Suelte el arma, Mills! —gritó—. ¡Tírela!

—¿Qué?

Mills soltó a Doe y se acercó a Somerset con la pistola de nueve milímetros apuntando hacia el suelo.

—¡Suelte el arma ahora mismo! —repitió Somerset.

—Pero ¿qué dice? —replicó Mills.

Mills oyó la voz de Doe a sus espaldas.

—¿Me oye, detective? Estoy intentando decirle lo mucho que les admiro a usted y a su preciosa esposa…, Tracy.

Mills giró en redondo para encararse con él.

—¿Qué ha dicho?

Doe sonreía.

Somerset alcanzó a Mills sin aliento.

—Suelte el arma, Mills. ¡Es una orden!

—¡Que le den por saco! —fue la respuesta de Mills—.

Está jubilado. No tengo por qué hacerle caso.

—Escúcheme, Mills.

Pero Mills no le escuchaba. Se estaba acercando a Doe y apuntaba inconscientemente al pecho del asesino.

Doe seguía sonriendo.

—Resulta inquietante la facilidad con la que un representante de la prensa puede comprar información de los hombres de su comisaría, detective.

—David…, por favor… —suplicó Somerset mientras luchaba por recuperar el aliento.

—Esta mañana he estado en su casa, detective. Usted no estaba. He intentado jugar a ser marido, saborear la vida de un hombre sencillo… Pero no ha funcionado. Sin embargo, me he llevado un recuerdo.

El rostro de Mills se contrajo de dolor y confusión al volverse hacia Somerset e implorar respuestas con la mirada.

Somerset extendió la mano con los ojos llenos de lágrimas.

—Déme el arma —farfulló con voz ronca.

—Me he llevado algo para poder recordarla —prosiguió Doe—. Su preciosa cabeza.

Mills se llevó las manos al estómago, suplicando a Somerset que le dijera la verdad.

—Me la he llevado porque envidio la vida tan normal que lleva, detective. Por lo visto, la envidia es mi pecado.

Mills se abalanzó sobre Doe, lo asió por la pechera y le apretó el cañón de la pistola contra el ojo.

—¡No es cierto! —chilló—. ¡Dígalo! ¡Diga que no es cierto…!

Un objeto metálico y frío acarició la nuca de Mills. Era el cañón de la automática de Somerset.

—No puedo permitir que haga esto, Mills.

—¡Qué hay en la puta caja, Somerset! ¡Dígamelo!

A Somerset le tembló la mano. Las lágrimas le rodaron por las mejillas. Era incapaz de pronunciar las palabras fatales.

—Se lo acabo de decir, detective —explicó Doe con calma.

—¡No es verdad!

—Oh, sí que es verdad, detective.

—Eso es lo que quiere, Mills —jadeó Somerset—. ¿Es que no lo entiende?

—Venganza, David —instó John Doe.

—¡Cierre el pico! —gritó Mills.

—¡Ira!

—¡Cierre el pico de una puta vez!

Mills le cruzó la cara con un golpe de la pistola, y el asesino cayó de lado.

Doe se incorporó con lentitud, como una tortuga, impasible pese al golpe que había recibido. Se puso de nuevo de rodillas. La sangre le resbalaba por un costado de la cara.

Bajó la cabeza, preparado para el martirio.

—Máteme, detective.

Mills apoyó el arma contra la frente de Doe y la aferró con ambas manos; el pecho le subía y bajaba agitadamente, sollozaba con desesperación, furioso pero presa de la incertidumbre. Quitó el seguro de su pistola.

—Es lo que quiere que haga —intervino Somerset sin dejar de apuntar a Mills—. No entre en su juego.

Mills apretó el arma contra la frente de Doe y le empujó la cabeza hacia atrás.

—Mills, si mata a un sospechoso lo tirará todo por la borda. No voy a permitir que haga eso.

—¡A tomar por culo! —sollozó Mills—. Usted no me entregará. Diremos que intentó escapar y que por eso le he pegado un tiro. Ya habrá tiempo de hablar de los detalles.

—Se quitó el chaleco antibalas, se abrió la camisa de un tirón y se arrancó el micrófono antes de arrojarlo al desiertoNadie tiene por qué saberlo.

Asió el gatillo con más fuerza.

—Lo colgarán por las pelotas, Mills. No les importará quién sea él. ¿Un policía que mata a un sospechoso indefenso?

Ni en pintura. Estará acabado, Mills. Lo meterán en la cárcel.

—¡No me importa!

—Si usted no está, Mills, ¿quién luchará?

—¿Luchar por qué, Somerset? ¿Para qué? Usted también se ha rendido, así que no me toque las pelotas con algo que ni usted mismo se cree.

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