Seven (25 page)

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Authors: Anthony Bruno

Tags: #Intriga

BOOK: Seven
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Somerset dio otra calada al cigarrillo. Aquélla no era forma de hacer las cosas. Entregarle a John Doe el control de la situación constituía un error. En su fuero interno, Somerset lo sabía.

—Bueno, William, ¿qué dice? —preguntó el capitán.

Somerset miró uno a uno los rostros de los presentes.

Mills estaba como una moto, a la espera de que expresara su conformidad con aquella locura. Somerset volvió a palpar la rosa de papel que guardaba en el bolsillo.

—¿William?

Somerset clavó la mirada en el suelo y no respondió.

Al cabo de un rato, Somerset y Mills se hallaban de pie ante lavabos contiguos del vestuario de la comisaría. Los dos iban sin camisa y tenían el pecho cubierto de espuma de afeitar. En el borde del lavabo de Mills había un paquete abierto de hojas de afeitar desechables. Mills se miró al espejo, sujetó la hoja de afeitar con firmeza e intentó afinar la puntería. Por fin trazó con sumo cuidado una línea recta con la hoja en el centro de su pecho.

Somerset vaciló un instante con el cigarrillo humeante entre los labios. Seguía sin gustarle aquel montaje en el que John Doe movía todos los hilos. Tampoco le gustaba la actitud de Mills. Estaba demasiado ansioso. Somerset no sabía por qué narices había accedido a participar. Quizá también él estuviera demasiado ansioso.

Su mirada se encontró con la de Mills reflejada en el espejo.

—Si la cabeza de John Doe se abre y sale un ovni, no quiero que se sorprenda. No debe sorprenderse por nada.

Mills intentaba encontrar una posición que le permitiera afeitarse la parte derecha del tórax.

—¿De qué coño está hablando?

—De que será mejor que se espere cualquier cosa, amigo, porque lo reconozca o no, Doe tiene la sartén por el mango. El nos dice adónde tenemos que ir, cuándo y cómo debemos llegar hasta el sitio en cuestión. Si se siente cómodo en esta situación, es que es más gilipollas de lo que creía.

Mills se señaló el pecho a medio afeitar.

—¿De qué habla? ¿De la sartén por el mango? Usted cree que hago esto porque me gusta. Llevaremos micrófonos. California nos seguirá en el helicóptero. Oirá cada palabra que digamos. Si Doe se tira un pedo, California estará ahí y le dará una pinza para que se tape la nariz. Y otra cosa: me importa un bledo lo que pase, pero no le quitaré las esposas a Doe por nada del mundo. Aunque el mismísimo E.T. bajase del cielo para llevarse a ese tipo a casa, no le quitaré las esposas a Doe.

—No se lo tome a la ligera, Mills, se lo advierto.

—No me trate como si fuera su hijo, por el amor de Dios —espetó Mills—. No soy un crío, y éste no es mi primer caso.

Somerset se mordió la lengua al oír aquello. En medio de todo aquel caos había olvidado que Tracy estaba embarazada. Mills aún no lo sabía. ¿Y si algo iba mal? ¿Y si Doe les tendía una trampa? ¿Y si le sucedía algo a Mills? Tracy se quedaría viuda. Tendría que criar a su hijo sin padre.

Somerset arrojó el cigarrillo a uno de los urinarios que había en el extremo opuesto de la estancia. Ahora lo veía claro. Aun en el caso de que Doe lo hubiera permitido, Somerset no podía dejar que el idiota de Mills afrontara aquello solo. Tenía que proteger a Mills. Cogió una hoja y empezó a afeitarse el pecho.

Mills se protegía el pezón con un dedo mientras afeitaba con cuidado la zona circundante.

—Si me cortara un pezón por accidente, ¿lo cubriría el seguro laboral?

—Supongo que sí —repuso Somerset mientras manejaba la hoja con cuidado, afeitando a trazos cortos y arrojando la espuma sobrante con frecuencia al agua que llenaba el lavabo—. Si fuera lo suficientemente hombre como para presentar una reclamación, yo le pagaría uno nuevo de mi propio bolsillo.

Mills sonrió mientras seguía afeitando alrededor del pezón.

—Eso quiere decir que le caigo de maravilla.

Somerset lanzó una mirada fulminante al reflejo de su compañero.

—No se pase, Mills.

Capítulo 24

Mills y Somerset se habían trasladado a la sala de la brigada de Homicidios para ultimar los preparativos. En la pizarra seguían anotados los siete pecados capitales, cinco de los cuales estaban tachados. Habían dispuesto un televisor para poder controlar lo que sucedía en el exterior. El aparato estaba conectado, pero sin sonido.

Somerset observó el aparato mientras se abotonaba la camisa. Se encogió de hombros para intentar familiarizarse con el micrófono que llevaba adherido al pecho. En la pantalla aparecía la fachada de la comisaría y una multitud de periodistas que esperaban que el fiscal del distrito, Martin Talbot, anunciara la captura de John Doe. Pero Talbot no había hecho aún su aparición porque Somerset y Mills no estaban preparados. Avisarían en cuanto lo estuvieran. El fiscal del distrito sería su señuelo.

En cuanto acabó de meterse los faldones de la camisa en el pantalón, Somerset se llevó la mano al bolsillo y extrajo un paquete de caramelos Rolaid. Cogió dos y alargó el rollo a Mills, quien, impaciente por ponerse en marcha, cogió un par y devolvió el rollo a Somerset. Mientras masticaba los caramelos antiácidos de textura harinosa, Somerset se anudó la corbata, se puso un chaleco antibalas de color pardo y se ajustó las bandas de velcro a los hombros para que la prenda quedase firme pero no tirante.

Mills ya se había puesto su chaleco. Estaba de pie junto a la mesa e introducía balas en un cargador. Al terminar, encajó el cargador en su pistola de 9 mm y comprobó un par de veces el seguro.

Somerset llevaba el arma en la pistolera, que colgaba del respaldo de una silla. Se colocó la pistolera, sacó el arma y verificó el cargador con toda meticulosidad. Una vez seguro de que funcionaba a la perfección, se guardó el arma y se puso la americana gris de tweed.

—¿Preparado? —preguntó a Mills.

—Sí —asintió Mills mientras se alisaba el cuello de la cazadora de cuero.

Somerset echó un vistazo al televisor y luego miró por la ventana. El sol poniente, de un intenso color naranja, estaba empalado sobre la silueta de los rascacielos. Descolgó el teléfono y marcó el número del capitán.

—Vamos a bajar, capitán —dijo—. Denos cinco minutos antes de enviar a Talbot afuera.

En la azotea del cuartel general de la policía, que se hallaba a un kilómetro y medio de distancia, un helicóptero negro y reluciente esperaba sobre la pista de aterrizaje; el piloto estaba sentado a los mandos en espera de recibir instrucciones. Dos francotiradores de la policía permanecían sentados detrás de la cabina y sostenían en los brazos sus rifles de alta precisión. El viento seco procedente del desierto azotaba el helicóptero y enviaba un susurro amortiguado hacia el interior de la cabina.

Una figura solitaria, ataviada con vestimenta antidisturbios, salió por la puerta de la azotea y corrió hacia el helicóptero; subió y se sentó junto al piloto. Era California.

—Tenemos luz verde —anunció al piloto—. Ponlo en marcha.

El piloto asintió con un gesto y alargó a California un casco idéntico al que llevaba él.

—¿Crees que el viento nos hará la puñeta? —preguntó California antes de ponérselo.

El piloto meneó la cabeza.

—Sólo hará que el viaje sea más divertido.

Puso en marcha el motor. A través del parabrisas, California vio cómo los rotores se ponían en movimiento.

En el garaje subterráneo de la comisaría, Somerset estaba sentado al volante de un coche de policía de color azul metalizado y sin distintivo alguno. Mills estaba sentado con John Doe detrás de la rejilla que separaba el asiento delantero del trasero.

Doe llevaba un mono caqui, cortesía de la brigada de mantenimiento de la comisaría. Llevaba esposas y grilletes, unidos entre sí por otro par de esposas. Un tercer par lo mantenía encadenado a la rejilla. En las axilas del mono se veían manchas circulares de sudor, pero la expresión de su rostro seguía siendo plácida, casi soñadora, a pesar de los artilugios que lo inmovilizaban.

En la parte superior de la rampa, bañado por la luz del sol, había un policía uniformado que sostenía un walkietalkie en la mano. Somerset no lo perdía de vista, pues esperaba la señal para ponerse en marcha. En cuanto el fiscal del distrito iniciara la rueda de prensa, el agente daría la señal por radio.

John Doe empezó a tararear para sí en voz muy baja.

Somerset siguió concentrado en el policía. Al cabo de unos instantes, el hombre les dio la señal.

Al meter la marcha, la mirada de Somerset se encontró con la de Mills por el espejo retrovisor. Ninguno de los dos habló. No hacía falta. Somerset pisó el acelerador y el coche subió la rampa con lentitud. El policía uniformado comprobó si pasaban coches por la calle y a continuación les hizo señas para que salieran. Somerset aceleró y sacó el coche a la luz del sol. Mills bajó la cabeza de Doe para que nadie pudiera verlo desde el exterior.

Somerset giró a la derecha y condujo hasta el final de la manzana, donde volvió a doblar a la derecha en dirección a la autopista. Al atravesar el cruce miró hacia la derecha, donde una multitud de periodistas acribillaban a preguntas al fiscal, agitando grabadoras en el aire, disparándole los flashes de sus cámaras a bocajarro. Somerset no aminoró la marcha. Doe llevaba chaleco antibalas, pero no correrían ningún riesgo. La ciudad entera hervía a causa de aquellos asesinatos. Había muchos ciudadanos furiosos que creían en la justicia rápida y a los que no les importaría pegarle un tiro al monstruo. Somerset no estaba seguro de que él mismo no fuera uno de ellos. A todas luces, John Doe creía en la pena capital; por lo tanto ¿por qué iba él a ser inmune?

Cuando las calles del centro dieron paso a avenidas más anchas, Somerset pisó el acelerador. Sabía que se tranquilizaría un poco en cuanto alcanzaran a la autopista y salieran de la ciudad. El sudor le resbalaba por la parte inferior de la espalda. Sabía que el transmisor que llevaba adherido al pecho era impermeable, en teoría, pero de todas formas no le hacía gracia que se mojara, y tenía la impresión de que todavía sudaría mucho antes de que acabara el día.

Cuando atravesaban Lincoln Boulevard, Somerset frunció el ceño de repente. Delante de ellos había un autobús escolar amarillo con los cuatro intermitentes encendidos.

Los niños iban bajando para encontrarse con sus padres, que los aguardaban en la acera. Había tanto madres como padres. Somerset estuvo tentado de no detenerse y rodear el autobús. Había demasiada gente por allí; alguien podía mirar al interior del coche y descubrir a Doe encadenado en el asiento trasero. Cabía la posibilidad de que algún padre iracundo llevara un arma.

Pero ¿y si atropellaba a un niño mientras rodeaba el autobús? Aun cuando sólo lo pasara rozando, se produciría un incidente y se convertían en el centro de atención. Somerset empezó a reducir la velocidad y rezó para que el autobús se pusiera en marcha antes de que él se viera obligado a parar del todo. Pero seguían bajando niños, de modo que Somerset se detuvo a unos veinticinco metros del vehículo y mantuvo la mano sobre el cambio de marchas, preparado para dar marcha atrás y largarse de allí al primer indicio de problemas.

Observó a los padres que se encontraban con sus hijos, los besaban, los abrazaban y cogían sus mochilas y carteras.

Tracy haría lo mismo algún día, y Mills también si era listo.

Mills debía participar en la educación de su hijo lo máximo posible, formar parte de la vida del niño en todos los aspectos posibles. Somerset miró por el retrovisor y vio que Mills seguía manteniendo baja la cabeza de Doe. Lo único que tiene que hacer Mills es sobrevivir al día de hoy, pensó Somerset.

Los intermitentes del autobús se apagaron y por fin el vehículo se puso en marcha. Somerset esperó a que alcanzara la esquina antes de seguirlo. Quería tener espacio para moverse en caso de necesidad. El autobús torció a la izquierda y Somerset volvió a pisar el acelerador. Al cabo de unos minutos puso el intermitente para entrar en el carril de aceleración de la autopista.

En cuanto se sumergió en la corriente de tráfico de la autopista, Somerset exhaló un suspiro de alivio. Mills permitió que Doe se incorporara, y el hombre empezó a canturrear de nuevo con voz apenas audible. Somerset intentó concentrarse en la carretera, pero le resultaba muy difícil. Tener a Doe en el asiento trasero era como tener una comezón en esa parte de la espalda a la que uno no llega. Somerset no podía dejar de observarlo una y otra vez por el retrovisor.

—¿Quién es usted, John? —no se resistió a preguntar—. ¿Quién es en realidad?

La expresión plácida de Doe se endureció de repente cuando miró el reflejo de Somerset en el retrovisor.

—¿A qué se refiere?

—Quiero decir que a estas alturas ya no importa si nos cuenta algo acerca de sí mismo.

Doe ladeó la cabeza y su mirada se tornó vacía durante unos instantes mientras reflexionaba sobre el asunto.

—No importa quién yo sea. No importa en absoluto.

—De repente se enderezó—. Tiene que tomar la siguiente salida para coger la carretera que lleva hacia el norte.

Somerset puso el intermitente y cambió al carril derecho.

—¿Adónde vamos? —preguntó Mills.

—Ya lo verá —replicó Doe mirando fijamente la carretera a través de la rejilla.

—No vamos sólo a recoger otros dos cadáveres, ¿verdad, Johnny? —insistió Mills—. Eso no sería…, bueno, no sé… lo bastante espectacular. No para usted. No para los periódicos.

—Si uno quiere que la gente le haga caso, detective, no puede limitarse a propinarles palmaditas en el hombro.

Hay que darle en la cabeza con un martillo. Es así cómo le hacen a uno todo el caso del mundo.

—¿Y qué lo convierte en tan especial para pretender que la gente le haga caso?

—A mí nada. No soy especial. No soy excepcional en ningún sentido. Pero eso sí, lo que hago sí es especial.

—Pues yo no veo nada especial en estos asesinatos, la verdad —replicó MiIls—. A mi modo de ver, usted no es más que otro psicópata del montón.

—No es verdad —exclamó Doe con una carcajada—.

Usted sabe que no es verdad. Está intentando sacarme de quicio.

Johnny, dentro de dos meses nadie recordará siquiera que esto ha sucedido. En los periódicos aparecerán cosas para que la gente hable de ellas. Reflexione. Hoy mismo podría pasar algo en Washington que le arrebatara la primera página en un santiamén. La semana que viene ya no le importará un bledo a nadie.

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