—Mira qué bien… a Barcelona. ¿Qué mala memoria tienes, no?
—Ya ves… Lo siento. Pero vamos, que el domingo estoy aquí a la hora de comer. Es un visto y no visto.
—Ya… Dos noches. ¿Y te acuerdas de si va o no tu amigo Tenorio, princesa?
Siento que empiezo a sudar recién duchada como estoy. Odio sentirme acosada y las preguntas de Javier me están empezando a poner nerviosa. Y aborrezco cómo empieza a sonar «princesa» en sus labios. Opto por la sinceridad, como él ha hecho con lo de Virginia. Pienso que será peor si luego se entera.
—Sí, va. Está anunciado en el programa. Tiene unas sesiones de
tuppersex
.
—Qué bien. No sé cómo se te ha podido olvidar contármelo, con lo bien que te lo pasas con él. Pues que os divirtáis.
Y corta la comunicación.
Respiro hondo antes de empezar a marcar otra vez, pero es inútil. «El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento».
Más bien apagado y su dueño a punto de morir envenenado por las sospechas.
Le mando un mensaje que parece que haya escrito de rodillas por lo humillante que suena:
«Por favor, perdóname. Llámame y, si no quieres que vaya, te prometo que me quedaré en casa. Me invento que me he puesto mala y ya está. Llámame. Te quiero».
Automáticamente, después de mandarlo me siento todavía peor. No sirvo para humillarme. No es lo que mi madre me ha enseñado a ser. Ni mi padre. Sé que se sentiría defraudado si supiera que consiento que un hombre me haga chantaje emocional. Me pregunto cómo ha sobrevivido tantos años su matrimonio, si ninguno de los dos se ha impuesto al otro.
Está claro que no sé llevar una relación. Continuamente tengo dudas. No me gusta ceder en todo y no me gusta imponerme, pero el término medio es algo que se me resiste. Empiezo a tener claro que Javier, con el que he encajado en todo desde el principio, como dos piezas consecutivas de un rompecabezas, tiene una arista inesperada.
Soy una experta en las aristas sorpresa, eso es cierto. Sólo que, cuando surgen, la mayoría de las veces estoy a tiempo de dar marcha atrás o un salto mortal y convertirme, por obra de gracia, en inaccesible. Con Javier siento que ya es imposible.
Nos hemos dicho «te quiero» e incluso «te amo», que suena supercursi, pero definitivo, demasiadas veces como para mandarle un sms en plan:
«Oye mira, que cuando vuelvas de Málaga no te acerques a verme, porque creo que me he precipitado al decirte que te quiero y prefiero no saber nada más de ti».
Qué coño, así no funcionan las cosas. Además, yo quiero a Javi.
Es sólo que… hay algo en su forma de ser que tendremos que afrontar juntos o yo voy a sufrir mucho. Porque ya me ha quedado claro cuál de los dos tiene el carácter más fuerte.
En fin… ¿qué puedo decir? Soy una ninfa, no una guerrera.
Tengo personalidad, por supuesto, pero no me van las confrontaciones.
Prefiero evitar que me den órdenes e ir a mi aire, pero eso es porque tengo una excesiva tendencia a obedecer que es bastante dañina, sobre todo para mí misma.
Aprieto los labios y me voy al dormitorio para recoger los restos de la noche, respirar un poco más su aroma, antes de que se vaya todo por la ventana abierta, y recordar cuanto allí ha sucedido que, sé, me reconciliará con el recuerdo de mi novio.
«Él me quiere, confía en mí, como yo en él. Sólo tengo que ser más cuidadosa y contarle las cosas de antemano. No volverá a suceder», me digo, pero sé que no es verdad, qué carajo, a mí nunca me ha gustado dar explicaciones.
Llamo a Julia mientras abro el armario para coger un par de mudas que llevarme a Barcelona. La segunda llamada perdida era precisamente suya.
—Buenos días, bella durmiente. Vaya horas de levantarte.
—Ya llevo un rato despierta, guapa. Es que he estado liada hablando por teléfono. Dime —le urjo.
—Luci ha mandado un dibujo genial, pero no sé a qué relato se refiere. Por lo que veo es el de las multiorgásmicas, pero me puedo equivocar. ¿Le echas un vistazo?
—Claro.
—Y otra cosa. Adivina quién ha venido al periódico hoy. Puede que Fernando te llame luego para contártelo, pero quería adelantarme: Juan Carlos.
—¿Qué Juan Carlos?
—El Rey de España, ¿no te jode? ¿Quién va a ser? Tu corresponsal, chatina, aquél con el que te enrollaste cuando tenías 20 años.
A Julia le encanta torturarme con esa historia. No sé por qué se la conté en un momento de debilidad. Quizá porque él estaba desaparecido, secuestrado o muerto, no lo sabíamos, en un rifirrafe en algún lugar perdido de África y a mí me dio un ataque de ternura intempestivo. Error. Porque al final Juan Carlos apareció sano y salvo (mala hierba nunca muere) y Julia se quedó para siempre con la maldita cantinela de mis 19 años y mi primer amor adulto.
—19.
—¿Qué?
—Que yo tenía 19 años, no 20. ¿Es eso una defensa?
—Lo que sea. Lleva un rato encerrado en el despacho de Fernando. ¿Crees que el periódico le habrá llamado para ficharle?
—Para hacer fichajes está el periódico… Ya sabes que Fernando y él son muy amigos, que fueron juntos a la facultad. Habrá ido a visitarle. ¿No acaba de volver de Afganistán? Pues eso.
No le guardo rencor, pero no me apetece cruzarme con él.
Por supuesto, había tenido novios adolescentes y sexo sin penetración desde los 16 años, cuando me lancé al proceloso mundo de las relaciones. Hasta los 19, cuando conocí a Juan Carlos en la facultad de Periodismo.
Me había enamorado antes, claro. Unas dos o tres veces al día, porque mi imaginación, mis caídas de ojos y mis hormonas me tenían tan revolucionada como a cualquier adolescente.
¿Magreos quinceañeros? A millones. Algunos que acabaron en sexo oral, masturbaciones mutuas y sobeteos de todo tipo y otros que, con menos suerte, di por satisfechos con caricias más o menos torpes en algún portal.
Recuerdo, por ejemplo, una noche de verano que, después de un botellón con mis amigos, me perdí con un guapo recién conocido por la trasera de una iglesia. A fe mía que el chico era intrigante y atractivo, y parecía comprensivo con mi inexperiencia (como cuando le apreté demasiado fuerte aquello que se le había puesto rígido en los pantalones). Lo que no sabía yo entonces era que él era más de tetas que de culos, y yo muy de tetas no soy; lo mío es un culo de esos con forma de corazón, muy redondito, muy mullidito y muy bien colocado en todo lo alto de mis esbeltas piernas. Y, consciente de ello, me había dado por usar de esos sujetadores con relleno desmontables que, maldita sea mi estampa, son una trampa mortal para pardillas.
Así que, ya tenía yo mi torpe mano dentro de sus calzoncillos, manipulando con más cuidado todo lo duro que allí había (y había mucho), cuando él, que llevaba un rato manoseando mi sostén y pellizcando mis pequeños pezones, se quedó (maldita sea) con una de las almohadillas entre los dedos.
—Oye. ¿Esto qué es? —preguntó palpando el vacío donde antes había un pecho turgente de la talla 95.
—Nada, nada, dame eso… ¿Por dónde estábamos?
Intenté quitarle hierro al asunto y pegarme más a él para evitar que me sacara la segunda almohadilla, pero fue como si se hubiera bañado en agua helada: se le bajó todo. Vaya desperdicio de erección…
La verdad era que no tenía ninguna intención de tener relaciones completas en aquella época, pero no por falta de ganas, prejuicios o miedo. Simplemente pensaba que esas cosas había que hacerlas con alguien con quien te quisieras ver desde arriba y no sentir vergüenza.
También es cierto que, en aquella época, mi visión del sexo y las relaciones sentimentales no es la que tengo ahora: básicamente no concebía que no fueran de la mano. Todavía no comprendo muy bien por qué los magreos me parecían aceptables y el sexo oral el límite al que estaba dispuesta a llegar con algún novio con el que llevara saliendo más de cuatro meses y el sexo con penetración era como el postre: sabía que iba a comérmelo y me apetecía muchísimo, pero acababa dejándolo para otro momento. ¿Qué puedo decir? Éramos unos críos jugando a ser mayores.
Algunos incluso jugaban a juegos que yo ni siquiera conocía y que no me apetecía conocer. Como aquel que, después del primer morreo, me propuso sexo directamente y, al decirle yo que no quería porque aún era virgen, me respondió:
—Pues si quieres te lo hago por el culo, Pandora. Así no dejas de ser virgen.
Y, qué queréis que os diga, puede que técnicamente tuviera razón, pero me pareció del todo inaceptable.
Quizá por eso, cuando apareció Juan Carlos con su innegable atractivo de hombre de mundo, su rostro curtido por el sol de esos desiertos de Oriente Próximo donde se batía el cobre con talibanes, peshmergas y kurdos y su compleja forma de ser, entregada y a la vez esquiva, se me encendieron los neones, me puse el cuchillo entre los dientes y me dije que era él o ninguno.
Corresponsal de guerra, atractivo más que guapo, valiente, kamikaze, inteligente y adicto a la adrenalina de los tiros y el conflicto, le conocí cuando fue a dar una charla a la facultad de Ciencias de la Información y me lo llevé de calle con mis miradas felinas y la forma de humedecerme los labios. Tan sutil como la huella de un carro de combate (qué tierna y qué torpe, probando mis alas con un tipo acostumbrado a oír silbar las balas), pero funcionó.
Después de la charla me hice la remolona preguntándole nosequé chorradas sobre Oriente Próximo y, en vista de mi interés, me invitó a seguir la explicación tomando una cerveza. A la tercera copa yo ya estaba loca porque él hiciese algo que me diese a entender que yo le gustaba. Un pudor absurdo nacido de la diferencia de edad me impedía ser yo quien tomase las riendas, así que, en un momento dado, suspiré impaciente. Debió de entender el mensaje, porque me cogió de la barbilla, acercó su cara a la mía y me besó.
Como señal parecía muy claro. «Vale, le gusto, pero cuánto».
Media hora más tarde, mientras hundía su cara entre mis piernas entendí que le gustaba lo suficiente.
Aunque en realidad no sucedió como había esperado. No hizo falta ni que me preguntara si era virgen o no, sólo se aseguró de que tuviera más de 18 años antes de divertirse disfrutando de mis torpes maneras de conquista. Cuando se cansó del clásico tonteo, me llevó a su guarida, me condujo hasta la cama y me desnudó con la parsimonia de un rito ceremonial.
Mi pretendida soltura amatoria se vino abajo como una fachada mal construida en cuanto él me cogió las manos para que las metiera dentro de su calzoncillo y, con un tacto prometedor y precoz que, a lo mejor, había palpado media docena de penes en mi corta vida, toqué un sexo duro, hinchado, más grande que los que había visto hasta la fecha, y no supe muy bien qué hacer con él.
Me paralizó de pronto la idea de que había llegado el momento que había estado deseando y me planteé lo que no se me había pasado por la cabeza hasta entonces. «¿No es demasiado grande? ¿Me va a doler?». Y como leyendo mi pensamiento, Juan Carlos me puso en una posición privilegiada para que contemplara de cerca lo que tenía entre las piernas: metió la cabeza entre mis piernas mientras me colocaba en la cara su pene.
Digan lo que digan, el 69 no es un buen número, porque no estás a lo que estás. Si estás a que te lo coman a ti, no puedes concentrarte en hacer una felación como Dios manda. Ni siquiera yo, que como casi todas las mujeres soy multitarea, conservo la cabeza en mi sitio mucho tiempo mientras alguien me hace un cunnilingus. Y mucho menos aquel día.
En el último momento, cuando tenía al enemigo a las puertas, Juan Carlos se separó un poco y rebuscó un preservativo en su mesita de noche.
—Vaya, juraría que tenía uno por aquí…
Puso patas arriba la habitación, le dio la vuelta a su ropa y a la cartera, pero nada.
—Lo siento, Pandora, pero lo vamos a tener que dejar para otro día. Mañana compraré condones y seguiremos por donde lo hemos dejado.
Por si tenía alguna duda de mi virginidad, mi rubor, mi inmovilidad y mi silencio confirmaron sus sospechas. De pie, ahí, frente a la cama, me miraba con los ojos semicerrados, con un pitillo entre los labios, como calibrando qué podíamos hacer. No tuvo que pensar mucho:
—Me gustaría que te masturbaras para mí. Quiero ver cómo te lo haces y aprender para mañana. Acaríciate —me ordenó.
Y yo, que estaba tan caliente como podéis imaginar, me recosté contra los cojines de la cama, separé las piernas y le dejé disfrutar del espectáculo mientras mis manos y las sábanas se iban llenando de flujo y su pene recuperaba el vigor que había perdido en la búsqueda del condón fugitivo.
Cuando acabé conmigo, me lancé hacia él y, de rodillas en el suelo, le hice una felación que, me apuesto pincho de tortilla y caña, no se le ha olvidado todavía. Fue una locura, lo reconozco, porque ni tuve en cuenta ni me importó en qué otros sexos y bocas, más o menos exóticos y más o menos limpios que los míos, había estado metido antes ese miembro. Pero en aquel momento hubiera hecho cualquier cosa con tal de que, al día siguiente, Juan Carlos estuviera haciendo cola en la puerta de la farmacia para comprar preservativos antes de que abrieran.
Unas semanas después, cuando ya éramos unos amantes consumados, consumidos e insomnes, me confesó que aquel primer día sí que tenía condones en la mesilla, pero que quería saber si era una decisión firme la mía de dejarme desvirgar por él o sólo un calentón.
Así que yo no tuve una primera vez: tuve dos primeras veces, porque me acuerdo más de la víspera que del día de autos que, por supuesto, fue al día siguiente. No tengo recuerdos de que me doliera especialmente, ni estaba nerviosa.
Sólo sentí una sensación extraña al ser penetrada y tener aquel «ser» duro y vivo incrustado en una parte de mi cuerpo que hasta ese momento había sido sólo mía.
No recuerdo si me corrí o no o si tuve más de un orgasmo o ninguno, pero sí recuerdo que aquel día adquirí conciencia de cuánto me gustaba ser penetrada por un hombre.
—Bueno, ¿has hecho ya la maleta? El tren sale dentro de dos horas…
Estoy a punto de contarle a Julia la mentira de que me encuentro mal o de sincerarme y explicarle lo que ha sucedido con Javier, pero lo pienso mejor y no hago ninguna de las dos cosas. Al contrario: abro el armario, saco mi trolley y lo pongo encima de la cama ante la mirada curiosa de Prometeo.
—La estoy haciendo ahora mismo. Está claro que me vendrá bien marcharme.