—Claro, genial. Oye… espera.
Aguardo unos segundos hasta oír otra vez su voz.
—¿Tienes idea de por qué me está llamando tu amiga Elena? Bueno, ya te llamaré luego. Besos.
Compruebo que mi tercera llamada perdida es de Lucas Tenorio y me siento repentinamente agotada. Está claro que nos veremos en Barcelona, así que supongo que a Javi le hará más feliz saber que no le he devuelto la llamada. «¿Y qué tiene que decir él de mis amigos?». Alejo la tormenta interior convenciéndome a mí misma de que no tengo muchas ganas de llamarle, y de enfrentarme a 15 tonos sin respuesta.
Guardo el móvil en el bolso y el cargador en la maleta y me olvido del tema. Tengo menos de dos horas para empaquetar, avisar a Laura de que tiene que alimentar al gato, coger un taxi y llegar a Atocha.
Empiezo a echar ropa desordenadamente en el trolley, camisetas, sujetadores, un vestido, mientras Prometeo se enzarza en su tradicional lucha a muerte con mis bragas. Dudo un segundo si meter un vibrador entre mis pertenencias de viaje.
Pero… ¿qué demonios? ¿Por qué no llevarme al único amante del que no va a estar celoso mi novio? Me llevo dos.
Al dejar la infraestructura en manos de la organización, este año no cuento con una estupenda suite de hotel en pleno Eixample barcelonés, sino con una habitación en un tres estrellas en el mismo polígono de Cornellá en el que se encuentra el recinto ferial.
La buena noticia es que puedo ir andando. La mala, como mucho me temía y compruebo más tarde, es que todos los actores, actrices y demás invitados a la convención tienen reserva en el mismo sitio. ¿Habéis intentado dormir en medio de una bacanal? Pero el quid de la cuestión es: ¿esta gente no se cansa de follar? Mira que a mí me gusta el sexo, pero cuando voy a estos festivales salgo aborreciéndolo.
Nada más entrar al pabellón me doy cuenta de que esta vez no va a ser distinto. En doce meses la cosa no parece haber cambiado demasiado: unos diez escenarios repartidos por una inmensa nave en la que abundan los puestos de juguetes, lencería, preservativos y cachivaches varios, dos barras que despachan bebidas y empanadas, música atronadora y diferente en cada uno de los estrados y decenas de personas, casi todos hombres, que tratan de inmortalizar con todo tipo de cámaras y teléfonos móviles una penetración detrás de otra. Imagino que para poder ilustrar después con más propiedad sus fantasías a la hora de darse al amor propio.
Camino entre la gente sin detenerme demasiado a contemplar lo que sucede sobre los escenarios, pero rápidamente me hago a la idea de que, una vez más, le han colocado el adjetivo de erótico a lo que es claramente pornográfico.
Esto parece cualquier cosa menos sutil e insinuante. Cuerpos y más cuerpos, torsos, piernas, brazos, vaginas depiladas, pechos operados (los más), pechos sin operar (los menos), penes grandes (la mayoría), manos que los aferran con desesperación, otras con mimo, y bocas que ingieren con ansia fluidos corporales, vulvas que lloran como fuentes y una carga explosiva de feromonas en perpetua cuenta atrás.
Siempre tienen mucho éxito los números lésbicos, por razones obvias: una mujer nunca falla. Puede que no te apetezca nada abrirte de piernas, pero si se trata de tu trabajo, te echas una generosa capa de lubricante y ya está. Tu gesto de desgana puede ser incluso agradecido por el público, sobre todo si el momento coincide con una penetración anal. No me preguntéis por qué.
Ahora, si eres chico y tienes el día torcido… Ya puedes ser un profesional con miles de erecciones documentadas, que si está la cosa de «hoy no se me levanta», es que ni con una grúa. Más que estímulos, creo que a los actores porno ya sólo les funciona la mentalización.
—Hola, ¿quieres hacer un casting?
La primera vez que oí esa pregunta me la formuló en el mismo lugar un desconocido que no tenía yo muy claro si se pensaba que iba a probar mis habilidades felatorias utilizando su mismísima verga. En esta ocasión, no tengo ni que mirarle para saber quién me habla y en qué tono. Y, con las mismas, le contesto:
—Claro, pero contigo y ahora mismo. Venga, déjame ver lo que escondes en los pantalones.
Lucas Tenorio se ruboriza hasta las orejas y suelta una carcajada para acompañar a la mía mientras me da un abrazo.
—¿Pero cómo puedes ser tan bruta con esa carita que tienes, Pandora? Te llamé esta mañana para saber cuándo venías. Yo he cogido un AVE temprano. ¿Acabas de llegar?
—Ahora mismo.
—Pues ya te puedes marchar. Esto es la misma mierda de siempre.
Me matan las contradicciones de Lucas. Adora su trabajo pero odia todo lo que lo rodea, a veces incluso a mí. Cada vez tiene más claro que debería dedicarse a otra cosa, el problema es a qué. Pero luego le puede la responsabilidad de conseguir que las chicas disfrutemos de más de un orgasmo, o conoce a alguna pobre mujer con pérdidas de orina y le posee ese espíritu salvador que le ha convertido en una leyenda. Lo mejor no es que explica las bondades del clítoris como si él mismo lo tuviera, sino que da igual cuántas veces lo haya explicado ya: siempre se ruboriza. Es adorable, guapo y heterosexual, tenemos química, pero nunca me ha tirado los tejos.
Y yo a él tampoco.
Mis amigas le conocen de la despedida de soltera de Marta, y mi jefa de algunos reportajes que hemos hecho juntos. Ninguna de ellas se explica qué pasa entre nosotros. Julia piensa, directamente, que nos hemos acostado pero que, como es demasiado previsible, jamás lo confesaremos. ¿Qué pasa? ¿No habéis tenido nunca un amigo?
Yo ya ni me molesto en negarlo. Es como todos los rumores: su residuo de verdad es inversamente proporcional a la velocidad con que crecen.
Lucas y yo nos conocimos en el primer festival erótico al que asistí de forma anónima. Iba sola y pagué la novatada con una primera jornada de jugar al escondite con varios acosadores que me salieron de entre el público. El segundo día hice una prospección más rigurosa y me acoracé dispuesta a no tolerar que me tocaran ni una sola vez más el culo. Cuando Lucas se me acercó para ofrecerme una muestra de lubricante de base siliconada me faltó un segundo para sugerir que se lo metiese directamente por ahí mismo.
—Muchas gracias, bonita, pero en realidad era un regalo. Quédatelo, no hace falta que te lo metas por el culo si no quieres.
Su sonrisa imperturbable me hizo sentir rastrera. Le confesé que había ido sola y me nombró su ayudante en el
tuppersex
que tenía previsto dirigir inmediatamente.
—Tranquila, sólo tienes que sujetar lo que te dé y pasárselo a los espectadores. Seguro que lo haces muy bien.
Después del espectáculo fuimos a cenar y aprovechamos la temperatura templada de la noche barcelonesa para dar una vuelta.
A las tres, como una niña buena, volví a mi hotel. Sola.
Desde entonces Lucas y yo nos prestamos soporte vital básico cuando es imprescindible. La sobreexposición al sexo nos convierte en dos seres vulnerables y de vez en cuando necesitamos el uno del otro. Nos mandamos un SOS, le llamo cuando salgo de trabajar, le recojo y nos vamos a comer hamburguesas a un garito en el barrio de Salamanca que un día fue un puticlub (muy propio).
Frecuentar a un amigo del otro sexo que te entiende y no te quiere follar es una liturgia de reconciliación con los hombres que yo necesito y que él, aunque lo escenifica menos que yo, precisa tanto como respirar. Porque a Lucas todas se lo quieren tirar. Es guapo, qué demonios, y tiene una voz de esas que te vuelven del derecho y del revés. Así que os podéis imaginar cómo son los eventos que presenta en casa de sus clientas: un joven, treintañero, alto, con ojos verdes, voz profunda y grandes manos hablando de cómo puedes estimular mejor tu punto G, el H y el Y.
Vamos, que me pongo en la piel de una mujer de cuarenta y tantos divorciada y entiendo que Lucas es una tentación.
Pero así es la vida:
—Yo no follo con mis clientes —me dijo un día.
—Ni yo con mis lectores —le respondí.
Y quedó firmado un pacto entre nosotros perfectamente compatible con el difícil equilibrio de nuestra amistad: yo no le compraría nada a él y él no iba a leer nada que yo escribiese. Sólo por si acaso.
Me explico: una cosa es ser amigos y no follar por decisión personal y otra muy distinta implicar los principios profesionales de cada uno y traicionarlos si, llegado el caso, decidíamos pasarnos el equilibrio por el arco del triunfo.
Al recordar nuestro pacto me doy cuenta de que, probablemente, Lucas no conoce mis noticias.
—¿Te has enterado de que me caso?
Parece aturdido.
—¿Cómo que te casas? ¿Con quién? No será con…
Y se calla porque empiezan a llamarle por los altavoces.
—Me tengo que ir. Luego hablamos. Cenando. Porque… ¿has venido sola o te lo has traído? Búscame luego.
Y se marcha sin esperar una respuesta.
Suspiro y me doy media vuelta intentando concentrarme en el show de
striptease
que protagoniza una jovencísima actriz con una barra americana. Es agotador eso de ir comunicándole a la gente lo de mi futuro matrimonio. ¿Por qué todos ponen cara de sorpresa, incredulidad o incluso de guasa? ¿Es que no puede una sentar cabeza? Y, por primera vez, hasta a mí me suena ridículo.
Yo no tengo posibilidad de saberlo, pero a mis espaldas se trama una conspiración.
Mientras me concentro camino de esta exhibición volátil de cuerpos eróticamente entrelazados, Julia recibe una llamada de Elena y una visita peculiar.
Según me contarán más adelante, Elena le explica lo sucedido la noche anterior en mi casa, con aquella cena improvisada que terminó antes de lo esperado por la abrupta aparición de Javi. Me puedo imaginar que se desahogan tranquilamente poniendo a parir a mi novio hasta que Julia se acuerda de que a Elena probablemente le parecerá interesante saber…
—¿Sabes quién está hoy aquí? ¿Te acuerdas de Juan Carlos Villar? ¿El corresponsal de guerra?
—No fastidies, sí me acuerdo… Que me pasé meses recomponiendo los pedazos de Pandora… Yo creo que el primer amor adulto te marca y ese tipo la dejó bien marcadita, pero a sangre y fuego. ¿Y qué hace ahí?
—Mmm. Pues no sé, Elena, pero lo voy a averiguar, porque veo que viene a mi mesa a saludarme. Te llamo luego.
Es entonces cuando Elena tiene una idea de las suyas.
—Sí, pero escucha: entérate de si va a estar en Madrid unos días y quédate con su teléfono. Cuéntale que Pandora va a casarse y que está más ciega de lo que estaba con él.
—Me parece a mí que eso no le va a gustar nada a Pan. Casi mejor que se lo diga ella si quiere.
Las dudas razonables de Julia se hacen añicos frente a la determinación de Elena.
—No jodas, tía, hazlo o entretenle mientras voy yo misma para hablar con él.
—Mmm… Vale, luego te llamo.
Juan Carlos se acerca a Julia, le da dos besos y se sienta en su mesa como si fueran dos viejos conocidos. Después de una conversación intrascendente sobre amigos comunes, mi jefa aguarda en silencio a ver qué se le ofrece. Juan Carlos no se anda por las ramas.
—Me ha dicho Fernando que tú eres amiga de Pandora. He leído en su blog que se casa. Está bien, supongo…
Julia abre los ojos como platos y rompe a reír.
—Hay que joderse con los hombres, Pandora —me dirá luego—. Te utilizan, se aprovechan de tu inocencia, se ríen de ti y, cuando estás preparada para odiarlos primero y pasar página después, llegan muertos de preocupación por si algún otro cabrón te está haciendo lo mismo que te hicieron ellos.
Obviamente, no es eso lo que le dice a Juan Carlos. Al contrario, conmovida por su interés, aprovecha para contarle lo que ha hablado con Elena y sus propias dudas sobre mi relación con Javier.
Le habla de él, de cómo nos conocimos, de la bodega, de la exmujer problemática y le da los dos o tres datos de que dispone.
Juan Carlos, muy profesional, toma nota de cuanto le cuenta, le deja su número de teléfono anotado a Julia en un papel y le pide que hable cuanto antes con Elena. Mi jefa promete hacerlo y le hace jurar que se mantendrán en contacto.
—Seguro que no hay nada que saber. Pero sólo por si acaso. Pandora es tan entregada que a veces se olvida de protegerse. No le digas lo que hemos hablado —pide él mientras se despide de Julia.
—Tranquilo, soy una tumba.
Se marcha caminando con sigilo entre las mesas.
Supongo que, desde lejos, se ve mejor el humo del incendio que cuando estás dentro de él, porque yo montaría en cólera si me enterase de cuanto se está cociendo a mis espaldas, pero ellos lo tienen tan claro que ni se les pasa por la cabeza si me hacen o no una putada.
—¿Qué hacía aquí Juan Carlos Villar?
La irrupción de Esther coge a Julia por sorpresa.
—Pues… Es amigo mío.
—Ah, pensé que venía a preguntar por Pandora, como fueron amantes…
Y su mejor sonrisa deja tan descolocada a Julia que no sabe qué contestar.
Creo que ya lo he mirado 1.200 veces, pero lo miro 1.201, 1.202 y 1.203. Con la misma mala suerte: Javier no me ha devuelto ni una sola de las diez o doce llamadas perdidas que tiene mías en su buzón. Me conecto con el móvil a Internet por si me ha enviado algún correo, pero nada.
A las diez de la noche, cansada de rozar el perfil de una psicópata («Hay que joderse, pero voy a parecer yo una maldita acosadora», pienso), decido olvidarme del teléfono y asistir a la última sesión del espectáculo de Lucas. De camino a la pecera donde se celebran los tuppersex llamo a Carmen.
—Hombre, qué sorpresa… Pero si has aparecido, pensé que tu amable novio se había quitado por fin la careta y te tenía secuestrada.
Asumo el cabreo de mi amiga pero le confieso que nos hemos reconciliado.
—¿Cómo que le perdonaste?
Por bocazas, tengo que poner en antecedentes a Carmen muy a mi pesar. Por supuesto, le parece fatal que termináramos la discusión con varios orgasmos en el sofá y otra buena serie de ellos en la cama.
—Pero vamos a ver, niña, ¿es que yo no te he enseñado nada? ¿A ti todo se te olvida con un polvo? Eres lo peor.
Le describo mi sensación de malestar en la boca del estómago cuando discutimos por la noche, cuando aplazó nuestra boda, cuando se enfureció otra vez porque no le había dicho lo de Barcelona y mi más que previsible encuentro con Lucas.
—Bueno, veo que por lo menos todavía te atreves a desafiar a tu amo cenando hoy con Tenorio. Me alegro.