—Sosola.
Pero miento muy mal, lamentablemente, y Javier, en lugar de tragar, se atraganta.
—Ya, claro… ¿Y anoche también cenaste sola?
Entiendo que necesito contar algo que sea cierto para tener una verdad a la que agarrarme, aunque sólo sea por justificar con algo verídico que he vuelto a ver a uno de mis amigos más cómplices.
—Anoche no. Ayer cené con Lucas. Le estuve contando lo nuestro. ¿Te puedes creer que este hombre no se había enterado de nada? No vive en este planeta, eso está claro.
—Mira qué bonito. Cenando con Lucas mientras yo me paso la noche en el hospital… ¿Y qué? ¿Se ha alegrado mucho por ti, princesa?
—Pues sí, por nosotros. Pero vamos, que fue una cena cortita. Nos fuimos prontísimo a la cama… Cada uno a la suya, por supuesto. Pero bueno, ¿qué tontería? ¿Por qué te pones así? Yo no he hecho nada malo.
Dos errores consecutivos: dar demasiadas explicaciones y perder los papeles.
Pero me irrita tanto ese último «princesa», que empiezo a pensar que lo dice más como un insulto que como un apelativo cariñoso.
—Yo no he dicho que hayas hecho nada malo, eres tú la que se está justificando más de la cuenta. Bueno, mira, no tengo ganas de hablar de esto ahora. Ya lo discutiremos en casa.
Y me cuelga el teléfono sin despedirse. Otra vez.
Lucas me mira estupefacto, flipando con los distintos estados de ánimo que, al parecer, refleja mi semblante. El último debe de ser el de la indignación, porque me dice:
—Yo de ti le mandaba a la mierda.
No puedo ni contestar, luchando como estoy por retener las lágrimas que amenazan con desbordarse de mis ojos. Aguanto unos minutos más en silencio y, justo cuando voy a responder, me entra un mensaje de texto en el teléfono.
«Siento mucho haberme puesto así, pero no puedo imaginarte ni cenando con otro. Te quiero sólo para mí, eres mi vida».
Muy ufana se lo enseño a Lucas mientras dejo escapar una primera lagrimilla, ahora ya más de alivio que de otra cosa.
—Muy bonito. Primero te hace sufrir y luego te pasa la mano por el lomo. Y ese tono posesivo… Pero ¿tú lo has leído bien? ¿Qué es eso de «te quiero sólo para mí»? Pandora, ¿a ti esto no te suena chungo? Joder, qué tonta te pones cuando te enamoras, es que ni te reconozco.
Ni me molesto en contestar a Tenorio, porque estoy concentrada en responder el sms de Javi y en guardar el suyo en una carpeta que tiene ya los más de doscientos mensajes que he recibido desde el día en que nos conocimos.
«No importa, amor. Me muero por verte», tecleo.
—¿Ése no me lo enseñas? —bromea Lucas—. En serio, niña, creo que te voy a hacer un favor si le pregunto un par de cosillas a Red Angel…
—Pregúntale lo que te dé la gana a tu amiga, nada de lo que te cuente me va a hacer cambiar de opinión. Te apuesto lo que quieras.
Y le tiendo la mano para sellar el pacto. Me mira un segundo y me la estrecha mientras me dedica una sonrisa. Entiendo por qué se venden más vibradores desde que en las cajas viene su foto con esos labios y esa mirada que…
—No te la juegues conmigo, Pandora, soy un ludópata sin remedio.
Paso el resto del día en la feria un poco en las nubes planeando mi reencuentro con Javier, imaginando mil formas de sorprenderle.
A punto estoy de pararme en el stand de las depilaciones eróticas, pero me acuerdo de aquella vez que me teñí el vello de rosa y me lo depilé con forma de conejito. Lamentablemente, mi hazaña no tuvo gran éxito de público. Vamos, que a mi noviete de entonces se le cortaron las ganas y a mí me costó lo mío quitarme ese color rosa chicle del pubis. Así que paso de largo.
La pastelería erótica queda automáticamente descartada, fundamentalmente porque la operación biquini no se puede sabotear con dulces hechos con almendras y azúcar, pero, sobre todo, porque no me imagino yo a mi chico hincándole el diente a una verga aunque sea de mentira.
Nada de lencería comestible, ni de esa tipo sado maso que no me excita nada, y mucho menos los tangas transparentes, aunque me quedo hipnotizada con unas pezoneras de cristalitos tipo Swarovski que al final compro sin tener todavía muy claro si voy a quedármelas yo o a regalárselas a Elena.
Las películas de vídeo porno no entran tampoco en mis previsiones así que, cuando recorro por enésima vez la feria sin encontrar nada que me sirva, me acuerdo con añoranza de la yincana erótica que organicé (sin mucha fortuna) para reconciliarme con uno de mis novios. De hecho, ahora que lo pienso, puede que recopile un par de juegos y patente la idea.
Era San Valentín y, fiel a mi tradición, quise sorprender a mi chico con una velada especial y, como se trataba de reconciliarnos después de unos meses de bronca y distanciamiento, con todo mi amor y buena intención le preparé una especie de búsqueda del tesoro por toda la casa, con mensajes cifrados, pistas, pruebas y pequeños premios (unos preservativos, un antifaz, unas esposas de peluche, una fusta de goma…) que anticipaban la recompensa que obtendría si llegaba hasta el final: una noche de sexo desenfrenado y la posibilidad de atarme, desatarme y hacer conmigo lo que quisiera.
Estuvimos dos horas dando vueltas de habitación en habitación, mientras él se devanaba los sesos pensando dónde habría escondido el siguiente regalo y se esforzaba gallardamente en conseguir la próxima pista a base de superar pruebas básicamente sencillas, del tipo: «Tienes que lamerme los pezones hasta que me arranques gemidos de placer»; «Tienes que acariciarme el clítoris por encima de la ropa, con la mano izquierda y los ojos cerrados, y lograr que tenga un orgasmo»; «Tienes que adivinar qué sabor tiene el gel lubricante que me he puesto sin olerme ni chuparme»… Fácil, ¿no?
El pobre Andrés (creo que era él) iba y venía cumpliendo con sus pruebas y descifrando enigmas por toda la casa, pero creo que, en lugar de sentirse protagonista del juego y merecedor de una recompensa que (ganase o no) pensaba darle, empezó a quemarse y a sentirse utilizado. Cuando llegó a la prueba que decía:
«Tienes que dejar que te acaricie el culito con el dildo», me miró desencajado, se puso el abrigo y se largó por la puerta mientras bramaba:
—¿Ves, Pandora? Por eso nuestra relación no funciona: porque quieres que adivine qué te pasa sin preguntar y con sólo mirarte, que te dé placer con los ojos cerrados, que esté detrás de ti como un perro faldero y encima pretendes que deje que me des por culo… Ni hablar.
Y se largó. Obviamente, Andrés era de esos que, por el culo, ni el pelo de una gamba.
Así que no: la yincana ni de coña.
Al final opto por repetir la clásica fórmula «noche de fiesta» del día de los enamorados que siempre empieza con un sugerente
striptease
en el salón, sigue con un masaje íntimo y más excitante que relajante en el sofá y termina con un banquete erótico festivo sobre la cama. El último 14 de febrero no pudimos terminarlo, porque cuando acababa de empezar el baile, a Javier le llamaron al móvil y tuvo que salir pitando por culpa, según dijo, de una entrega de vinos que no había llegado a tiempo a no sé qué fiesta.
Esta vez compro un buen aceite de masaje y otro par de pezoneras para no privar a Elena de la sensación de ir por la vida sin sujetador, ahora que ya por fin ha vuelto a usar bragas.
Sí, bragas.
Tradicionalmente, Elena no lleva nada debajo de la ropa, salvo que las inclemencias femeninas la obliguen. No tiene mucho pecho, así que de cintura para arriba puede permitírselo, pero de cintura para abajo es una opción como cualquier otra que su madre nunca entendió y que a nosotras no siempre nos hizo mucha gracia.
Yo, que la conozco desde que éramos pequeñas, recuerdo que su relación de odio con las bragas comenzó en plena adolescencia, cuando se reían de ella los chicos del instituto porque se le marcaban en los pantalones las costuras de la faja que su madre le había comprado para reducir talla.
Después de dos semanas de auténtico suplicio, en plenos exámenes finales, me hizo acompañarla al baño y la esperé mientras se quitaba la faja y las bragas que llevaba debajo.
—Se acabó, Pandora. A partir de ahora soy libre.
Las tiró a la basura, se volvió a poner la falda y se quedó tal cual, tan fresca (nunca mejor dicho). Gracias en parte a su recién obtenida paz interior aprobó todas las asignaturas y el examen de Selectividad.
Desde entonces, Elena siempre había hecho proselitismo de su opción más íntima.
—No os podéis imaginar lo cómodo que es, y lo barato. No se te marca la ropa, ni se acumula sudor. Y, si te da un apretón sexual, sólo tienes que subirte la falda.
Yo confieso haberla imitado un par de veces, pero siempre me arrepiento, porque la sensación de salir sin bragas de casa me da tanto morbo por ese punto de peligro y exhibicionismo que encierra que… rápidamente echo de menos algo suave de algodón, de encaje o de raso entre mi sexo y el mundo.
Carmen, sin embargo, es muy dada a seguir sus pasos cuando llega el verano o cuando la noche se le pone de cara y lleva minifalda. Entonces lo más probable es que su ropa interior vuelva a casa de madrugada y en el fondo de su bolso.
Pero a mí las braguitas y los sujetadores me gustan. No lo puedo evitar. Como Elena ha vuelto a usarlas y, aunque ya no sale con el tipo para el que se las puso, se ha acostumbrado a la suave sensación de roce de la ropa íntima en sus partes más jugosas y tiernas, me apetece devolverle puntualmente esa sensación de libertad en forma de dos pezoneras de brillantitos de usar y tirar.
Algún guapo afortunado disfrutará, seguro, de su voluptuosidad recuperada.
En el tren camino de Madrid intento concentrarme en organizar mentalmente el guión de mi reconquista de Javi, pero no lo consigo. Me duermo y tengo sueños agitados (que no húmedos) de los cuales tengo conciencia durante escasamente unos segundos después de despertar, pero ya no me acuerdo.
Mientras yo me entrego dócilmente a Morfeo, las líneas de teléfono bullen tramando conspiraciones a mis espaldas.
Son Elena y Carmen quienes, después de hablar con Julia, toman la decisión de llamar a Juan Carlos. Se citan para un café ese mismo domingo en el que yo vuelvo dormitando de Barcelona, precisamente en el bar en el que trabaja Pepe, uno de mis follamigos más queridos. El local está entre la casa de Carmen y la mía y es un garito de referencia al que recurrimos cuando no tenemos nada en la nevera.
Fue en busca de una cena intempestiva como conocí a Pepe hace un par de años. Aunque su carácter nómada le impulsa a desaparecer periódicamente, el dueño del local es muy amigo suyo y siempre le acoge cuando vuelve por allí, en plan temporero, para trabajar durante el invierno.
A Pepe le encanta el sexo. Se lo vi en los ojos la primera vez que me miró mientras me servía una ensalada en el restaurante. A veces se «olvidaba» de cobrarme la bebida, o me invitaba al postre, y siempre rozaba mi brazo cuando se acercaba por detrás a recoger los platos.
La situación duró semanas y un día no pude con tanta tensión sexual no resuelta y llamé al teléfono que desde el principio me escribía con trazos decididos en la cuenta. Quedamos, nos tomamos una cerveza apresurada y nos fuimos rápidamente a casa.
¿He dicho ya que a Pepe le encanta el sexo? Cuando estábamos en la cama hablaba de ello continuamente sin rubor ni eufemismos. Decía lo que le parecía, lo que le apetecía que le hiciera y lo que le apetecía hacerme. Preguntaba mi opinión y se ponía incansable manos a la obra.
Con él probé cosas que no imaginaba que algún día probaría y que, al dejarme llevar, descubrí que me encantaban (hace muchos años de esto, y para mí entonces lo de rondar con un dedo la
Santa Sede
mientras era penetrada por el conducto habitual era toda una osadía).
Otra vez en que él se fue demasiado pronto y a mí se me habían cortado las ganas, estuvo acariciando mi sexo muy suave y lentamente mientras charlábamos durante casi una hora. Me volvió loca.
No está excepcionalmente bien dotado, pero conoce tan bien su cuerpo y lo maneja con tanta soltura que cuando nos acostábamos juntos nunca pensaba en la talla que calza.
Reconozco que alguna vez le hice darse una ducha y que siempre quedábamos en mi casa (básicamente porque las comunas de okupas me bajan la libido), pero Pepe me enseñó que sus rastas, sus tatuajes (una media luna en la espalda abajo a la izquierda) y sus
piercings
no eran más que la señal de que había superado ciertos tabúes sociales hacia el cuerpo… Y de qué manera.
Cuando los dos nos dimos cuenta de que sólo teníamos en común lo mucho que nos gusta a ambos la cama, se convirtió en un follamigo oficial, encantador y atentísimo, que siempre estaba dispuesto con sólo recibir una llamada mía.
Hemos desaparecido sutilmente el uno de la vida del otro siempre que alguno de los dos conocía a alguien especial. Pero al terminar esas relaciones hemos vuelto a nuestra maravillosa rutina inesperada de sexo sin amor y sin compromiso. Cuando apareció Javier, Pepe me ofreció sus bendiciones con una frase lapidaria:
—Te voy a echar de menos, pero espero no volver a tu cama en mucho tiempo.
Se lo agradecí como lo que era: un deseo de buenos augurios más que una despedida.
Carmen y Elena conocen de sobra esa historia. Por eso me resisto a creer que, como me asegurarán después, quedar en el bar de Pepe con Juan Carlos es fruto de la casualidad.
El corresponsal se presenta a la hora convenida, se pide un café solo con hielo y se dispone a escuchar todas las apreciaciones (al principio sutiles y luego desatadas) que mis amigas tienen acerca de mi novio. Pepe, por supuesto, al oír «Pandora» y «novio psicópata», para de deambular disimuladamente entre las mesas y se deja caer en la cuarta silla con un suspiro.
—Si me permitís intervenir… Os digo la verdad, yo no la veo feliz. ¿Puedo ayudar? ¿Vais a hacer algo?
El bueno de Pepe formula la pregunta clave. Hacer algo. Hasta ese momento, ni Carmen, ni Elena, ni Julia se han atrevido a verbalizar la posibilidad de convertir sus suposiciones en algo tangible.
Me conocen demasiado bien como para saber que mi cólera es terrible en cuanto siento que alguien se entromete demasiado. Pero si la idea es de otro, la cosa les parece distinta. Así que la aparición de Juan Carlos y su determinación muda de conocer los entresijos de mi historia hace anidar en ellas la idea de que, al entrar en juego un hombre de acción, algo va a suceder.