Sexpedida de soltera (28 page)

Read Sexpedida de soltera Online

Authors: Pandora Rebato

Tags: #Erótico, relato

BOOK: Sexpedida de soltera
2.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Brindo por ese empujoncito. Quizá deberías dárselo…

TERCERA PARTE

El dolor de cabeza que tengo por la mañana es directamente proporcional a mi sensación de cabreo y unas ansias de venganza tan fuertes que no las reconozco como mías, pero me encantan y no pienso devolverlas. Tumbada todavía en la cama, me esfuerzo en separar polvo de paja y llego rápidamente a la conclusión (obvia, por otra parte) de que, por lo que a mí respecta, mi compromiso está roto y soy libre otra vez. Como siempre. Expulso de mi cabeza cualquier recuerdo bonito sobre Javier, que haberlos,
haylos
, y me concentro en recordar todo lo que sé, lo que me han contado y, fiel a mi costumbre, me pongo en lo peor en cuanto a lo que ignoro, pero no tardo en descubrir. No sé por qué, pero no suelo errar cuando analizo las cosas de esa forma. ¿Cómo es eso que dicen? ¿Piensa mal y acertarás?

Mi primer impulso es coger el móvil y buscar el último mensaje de Pablo, el que me envió cuando estaba en Venecia, para responderle que me muero de ganas de estar con él, pero una no se pega una hostia tan grande, como la que me acabo de dar yo, para no aprender a protegerse un poco y me conformo con releer el mensaje antes de buscar entre la lista de llamadas recibidas e ignoradas la noche anterior la de Carmen. Me contesta un punto sobresaltada.

—¿Cómo estás?

Dudo un segundo antes de responder, pero obvio la descripción de mi sensación física y psicológica de frustración y dolor. Carmen no soporta a las lloronas. Le digo lo que espera oír.

—Estoy preparada.

Quedo con ella y con Elena para comer cerca del periódico porque tengo la sensación de que mucha de la información que me mostraron ayer tiene factura periodística y quiero averiguar, primero qué más hay y segundo, quién ha organizado todo.

Sentadas, sin hambre, ante unas ensaladas, ni mis amigas ni Julia parecen muy dispuestas a hablar sobre lo segundo, así que se centran en proporcionarme todos los detalles sobre lo primero.

Martín Lobo nos mira callado, asistiendo al aquelarre como mero comparsa.

—Los heterosexuales estáis locos —murmura mientras se mete una hoja de lechuga en la boca.

Ignoro su comentario y me dirijo a Carmen, que parece llevar la voz cantante en la conspiración.

—¿Qué quiso decir Laurita ayer con «cuando le cuente el resto»?

—La niña ha encontrado algunas cosas del gusano en Internet muy interesantes. Casi es mejor que te lo cuente ella, pero el resumen es que hay más de un tipo que le tiene ganas y le dejan mensajes amenazantes en Facebook. Creo que ayer te dejó nombres y teléfonos anotados en un papel sobre la mesa. ¿Los has visto?

Los he visto. De hecho, los tengo guardados a buen recaudo dentro de mi monedero. Una lista, más larga de lo que hubiera pensado, con nombres, direcciones de correo electrónico y teléfonos, en algunos casos, de las personas implicadas de una u otra forma con Javier.

Esta mañana he abandonado la casa de mis padres con la sensación de que me echaba a la calle de nuevo por primera vez.

La catarsis de anoche fue tan profunda que siento como si estrenara mis piernas, mis brazos, mis ojos y todos mis gestos. Mi memoria histórica personal reconoce las sensaciones y hasta el sabor de boca como el que tuve aquella vez en que mi corazón se rompió por primera vez, cuando Juan Carlos me dijo que estaba casado y, por segunda vez, cuando llegué a la conclusión de que jamás dejaría a su mujer.

De camino hacia mi casa siento que vuelvo a tener 19 años y la meticulosidad con la que mis amigos han recogido todo el salón y han dejado la casa como si ayer no hubieran estado allí contribuye a esa sensación de estreno. Sólo encuentro un papel sobre la mesa del comedor, escrito con la letra de Laurita, con una lista de nombres que conforman el
dramatis personae
de mi venganza.

Me corresponde a mí ponerlos en orden, atribuirles un papel y hacer que las piezas encajen para que Javier se desplome víctima de sus propias intrigas. Tengo la sana intención de hacerlo siguiendo las recomendaciones de mi madre, que esta misma mañana, mientras desayunaba, me ha comentado con toda la intención:

—Haz lo que te pida el cuerpo, Pandora, pero intenta que no sea un delito, por favor.

Y aunque lo que el cuerpo me suplica es que llame a un par de delincuentes a sueldo para darle una paliza, decido que obtendré la misma satisfacción siendo más sutil.

Pero Javier vuelve de Huesca… ¡Ja! Quiero decir de Málaga esta misma tarde y yo no tengo mucho tiempo para estrategias. En estos momentos me alegro sobremanera de no haberle dado las llaves de mi casa, aunque me lo haya insinuado un par de veces en las últimas semanas y a mí me haya tentado la idea de llegar un día y descubrir que mi novio me espera dentro, con la
escopeta
cargada, para follarme por sorpresa en cuanto cierre la puerta.

Aunque no estoy libre de que se presente allí y llame al timbre, al menos mi casa sigue siendo mi castillo. Mientras lo pienso recuerdo con sonrojo y vergüenza que he hecho hueco en los armarios para acoger toda su ropa y me prometo a mí misma que esa misma noche volveré a reconquistar todo mi espacio.

Julia me saca de mi ensimismamiento con la pregunta clave:

—¿Qué piensas hacer ahora con él? ¿Vas a hacer como si no pasara nada mientras se te ocurre algo? ¿Vas a evitarle?… Te lo pregunto porque no eres la mejor actriz que conozco y se te va a notar el mosqueo a la legua. Y, además, no te veo yo echándole ni un polvo por despecho…

Tiene razón. Obviamente, tengo que quitarme de en medio y buscarme una excusa para desaparecer, una buena que me permita seguir manteniendo la ficción de que somos novios mientras yo tramo mi venganza.

—Voy a llamar a Red Angel. Quiero saber todo lo que le dijo este tipo, qué cosas hablaron y por qué empezó a grabarle si, como asegura, no graba nunca a sus clientes. Eso es lo primero que voy a hacer según volvamos al periódico. Y, además, voy a ir a ver a la bodeguera. Puede que a mí me cuente más cosas que a quien le llamó por teléfono. A ver qué saco por ese lado. Y, luego, debería ir a Marbella a hablar con esa mujer, Dorothy… Pero eso ya veremos… me da un poco de palo. Al fin y al cabo es su mujer, ¿no? Es un tiro a ciegas…

—Me parece genial. No cuento entonces contigo para los próximos días, entiendo…

A Julia no hay que explicarle las cosas dos veces.

—Pero… ¿vas a ir sola a Huesca?

—Si estamos aquí el domingo, que me toca trabajar, yo te acompaño —interviene Martín—. Así compro unas botellitas de un vino que hay por allí que le encanta a Carlos, y le doy una sorpresa.

—Yo también voy. Henry no está esta semana, así que soy toda tuya.

Elena se disculpa por no poder moverse de Madrid y argumenta que Patricia tiene mucho trabajo atrasado y tampoco podrá.

Decidimos salir rumbo a Huesca esta misma tarde. Mientras tomamos café pergeño la excusa que le pondré a Javier para justificar mi ausencia cuando vuelva de su viaje. El sms dice así: «Amor, me marcho ahora a Zaragoza con Carmen, su padre está enfermo. Seguro que nos cruzamos en el AVE, besos».

Samantha se alegra de oírme tan presuntamente recuperada y se muestra encantada de «colaborarme», como ella dice, con toda la información de que dispone sobre Javier. En total tiene más de veinticinco vídeos grabados a lo largo de dos años.

El 95 por ciento de ellos son relaciones sin más, en las que él, al parecer, utiliza sus servicios visuales para excitarse y masturbarse. En el 5 por ciento restante están el vídeo de la humillante vejación a su esposa y otros más recientes en los que, comenta la stripper, sus conversaciones son de otra índole.

—No te puedo explicar por qué, pero tenía menos ansia por correrse. Lo que quería era experimentar sensaciones límite y me pidió muchas veces que nos viéramos.

Calculo que la época de la que me habla coincide con los meses antes de conocerme. Samantha me cuenta que en alguna ocasión le ha preguntado por su esposa y él, normalmente, se ha hecho el loco.

—La última vez que me llamó fue el mes pasado, pero no quería nada especial. Si me vuelve a llamar, te aviso.

Le agradezco a Samantha la información y le prometo que pensaré en algo para ayudarla a encontrar otro trabajo. No tengo ninguna idea en concreto, pero me parece que tendré que encontrar la manera de compensarla. Durante el viaje decido reservar en el hotel de una bodega cercana a la de Vizconde de Pagos, ya que la precaria página web de esta última, todavía en construcción, anuncia la próxima apertura de su alojamiento turístico, pero no dice para cuándo.

No he llamado a la tal María Luisa. Mi plan es presentarme por sorpresa y tratar de que me hable del Javier que ella conoció como Héctor hace tres o cuatro años. Mientras deshago mi pequeño equipaje en la habitación que comparto con Carmen, les explico a mis amigos la estrategia:

—Eso es lo que yo llamo un plan elaborado —se burla Martín mientras juguetea distraído con algo que ha sacado de mi maleta.

Cuando veo de qué se trata no puedo evitar soltar una carcajada.

—Para ser gay te diré que te huelen un poco las manos a coño.

¿Hace falta que describa la cara que pone?

—¿Qué dices, insensata? —se escandaliza mientras se lleva instintivamente las manos a la nariz para olerlas.

—Llevas un rato largo sobando lo que más me gusta meterme por ahí mismo, chato.

Mira con horror el masajeador que tiene en las manos y, para confirmar mis palabras, pulsa uno de los botones que antes había rozado sin intención alguna. El aparato se pone a vibrar alegremente y Martín lo deja caer antes de pegar un salto como si en lugar de un electrodoméstico hubiera estado tocando una rata muerta.

—Oye, que era broma, que a mí el coño me huele divino o no me huele y, además, siempre lavo el cacharro después de masturbarme.

—Por Dios, Pandora, no necesito tanta información. ¿Es que tú no puedes pajearte con las manos o con pollas de plástico como hace todo el mundo? Adiós, hasta mañana.

Su portazo se lleva un eco de carcajadas.

Estoy preparada para sortear todo tipo de obstáculos e incluso colarme a lo James Bond por la puerta de atrás de la bodega. O eso es, al menos, lo que me repito desde que me levanto. Pero no es necesario. María Luisa de Pagos acepta verme como si, en realidad, llevara días aguardándome. Mientras me estrecha la mano analizo el sorprendente aspecto de aquella mujer que cayó en las garras de Javier antes que yo.

Si no hubiera sabido nada de ella, habría pensado al verla que es una religiosa sin hábito, con su falda pasada de moda por debajo de la rodilla, sus zapatos planos (caros y de buena factura, eso sí), su blusa holgada, su cabello corto y su rostro sin maquillar. Pasa de los 40, pero sus grandes ojos castaños reflejan un cansancio de generaciones enteras. Noto que no se siente cómoda conmigo y supongo que hace un esfuerzo extraordinario para volver sobre un tema que no le hace ninguna gracia tratar.

No parece muy dispuesta a sincerarse, así que decido empezar por contarle mi historia y observo su nerviosismo mientras se coloca una y otra vez el dobladillo de la falda. Abre los ojos como platos cuando le hablo de la mujer de Héctor y de cómo me pidió en matrimonio pese a estar legalmente casado. Sonríe mientras le explico el plan de seguimiento diseñado por mis amigos y cómo, al final, hemos dado con ella.

—No sé cómo no llamé antes aquí para comprobar esa historia de que era enólogo —comento mientras ella se levanta para servir dos copas de vino de una botella sin etiquetar que tiene sobre la mesa.

—Porque cuando te enamoras de alguien lo que quieres hacer es confiar en lo que te dice. No tienes ninguna necesidad de investigar porque aceptas como bueno lo que te cuenta. O eso es lo que yo hice al menos…

Con la copa en la mano, María Luisa vuelve a sentarse a mi lado en el sofá de su despacho y paladea el líquido como si pudiera adivinar matices escondidos en lo que a mí me parece un caldo espléndido. Desde ese momento empieza a transformarse y su aspecto me parece falsamente modesto. Me fijo mejor en su figura y descubro que, bajo esa apariencia monjil, María Luisa es una mujer hermosa con curvas. Creo que se da cuenta de que la observo porque se pone un poco colorada y se pasa la mano por la nuca despejada. Me fijo que el lóbulo de su oreja derecha tiene varias perforaciones. Así que supongo que doña virtudes tiene un pasado…

Levanto mi copa en señal de brindis y ella me responde.

Sólo entonces empieza a recordar en voz alta cómo era Héctor (Javier) hace tres años. Un temporero bronceado y apolíneo que tenía más ambición que fuerza física y que supo ganarse al capataz para que le pusiera a trabajar dentro de la nave en lugar de a cielo abierto.

María Luisa sucumbió a sus encantos y, entre tragos de vino, reconoce que, durante unos meses, se sintió la princesa que él decía que era y fue capaz de hacer cualquier cosa por él. Estuvo a punto incluso de nombrarle gerente y darle las llaves de la bodega, como le sugirió una noche mientras le hacía el mejor cunnilingus de la historia.

La comprendo perfectamente. Por una de esas magníficas comidas de coño que hacía Javier se habrían derrocado imperios y rendido fortalezas. Yo misma he dejado infinidad de veces a mis amigas esperando porque, en el último momento, cuando ya estaba arreglada y a punto de salir de casa, él había decidido arrodillarse ante mí y adorar mi sexo de aquella manera. Me podía imaginar perfectamente que María Luisa se había sentido como Aitana Sánchez Gijón en
Un paseo por las nubes
.

Tengo que hacer un esfuerzo para volver a concentrarme en lo que la bodeguera me cuenta, cada vez más achispada, camino ya de la segunda botella. El resumen es que ella logró darse cuenta a tiempo de sus manejos y trató de cortar con él por las buenas. Sólo que a Javier no le hizo mucha gracia perder su fuente de ingresos y amenazó con divulgar su relación. Aseguró que tenía fotos y que las colgaría en Internet. María Luisa, nacida y criada en una comunidad especialmente conservadora, ya había consumido el comodín del hijo pródigo, cuando volvió de la universidad llena de perforaciones, piercings y con la virtud olvidada. La amenaza de Javier Héctor la pillaba en horas bajas con su familia. Se asustó, se lo creyó y cedió al chantaje.

—Le di seis mil euros y le supliqué que se marchase. Durante meses no supe de él hasta que un día vino a pedirme más y le dije que no. Se enfadó muchísimo y me amenazó de todas las formas posibles, pero no cedí. Durante semanas esperé sin dormir la aparición de las presuntas fotografías, pero nunca más se supo. Pensé en denunciarle, pero decidí que si no volvía a buscarme, era mejor dejarlo así. Y la verdad es que no había vuelto a saber de él hasta que me llamó tu amigo el otro día. Supongo que conoció a la mujer esa con la que se casó y encontró a otra tonta que pagase sus facturas.

Other books

Whitefire by Fern Michaels
Maestro by Samantha van Dalen
Deadly Visions by Roy Johansen
The Bodyguard by Joan Johnston
A Life by Guy de Maupassant
Eximere (The River Book 4) by Michael Richan
Sick Day by Morgan Parker
All We Had by Annie Weatherwax
A War Like No Other by Fiss, Owen