Authors: Kathy Lette
—Oh, cuáaaaanto lo siento.
—¡Merde!
—respondió Dominic antes de marcharse a zancadas a Le Centre de Plonge a por una toalla.
Shelly suspiró.
—Sería mucho más fácil si los hombres tuvierais cornamenta. Es un auténtico fallo de diseño, ¿no crees?
—Vine buscándote para explicarte lo de los billetes —dijo Kit en voz baja—. Siento haberte timado. Pero es que llevaba en bancarrota demasiado tiempo. Sí, por fin he descubierto que en realidad hay algo que el dinero no puede comprar… la indigencia. La verdad es que tuve que usar el dinero del premio para saldar deudas con colegas y usureros. Por eso cambie mi billete de vuelta por dos billetes de bajo coste individuales, luego vendí un billete a un tío que estaba en lista de espera. Y por eso mismo no tenía nada de dinero para la fianza de Coco.
—¿Entonces qué pasa con Madagascar?
—Una sorpresa para ti. Una auténtica luna de miel. Una luna de miel de nuestra luna de miel. Donde podamos llegar a conocernos sin los ojos entrometidos de la cámara de Gaby y el Reino Unido entero embobados con nosotros. Es cierto que al principio lo único quería era el dinero. Como, no quería que me gustaras ¡Dios sabe que he tenido suficientes problemas con mujeres a lo largo de mi vida! ¡Y madre mía! Tú eres tan exasperante… pero también eres graciosa. Y caliente. Cada vez que nos besamos, me quedo como con un colocón de endorfinas. Dios. Me elevas tanto, y tan a menudo, que ahora tengo derecho a recibir puntos de viajero asiduo. La verdad es que nunca había conocido a alguien como tú, Shelly Green… y, bueno, quiero conocerte más.
Su rostro estaba en claroscuro a la luz de las antorchas flamantes. Shelly no podía leer bien su expresión. Pero le gustaba lo que estaba oyendo.
—Continúa —dijo sobriamente.
—Haces que el mercurio de mi romanzómetro suba sin parar. Pero no quería decírtelo hasta que todo estuviera arreglado. Sobre todo en el barco, delante de Coco. Hasta que estuviera seguro de que querías ir. Y seguro de que no dirías nada a nadie. No lo has hecho, ¿no?… ¿Decir algo? —preguntó, con una mirada suplicante en sus irresistibles ojos verdes.
Shelly negó con la cabeza en respuesta a su pregunta. También lo hizo en señal de que no se creía su historia. Consideraba la idea de que Kit Kinkade realmente sintiera algo por ella un poco de la misma forma en que el mundo veía que Michael Jackson alegara que no se había hecho la cirugía estética. El tipo tenía más nervio que un diente sin endodoncia. No había manera de que pudiera volver a tragarse cualquiera de sus mentiras de vagabundo. Ni de coña.
—¿En serio? ¿El billete es para mí?
¡Dios! ¿Quién estaba escribiendo el guión de este matrimonio? ¿Por qué seguía perdonándole? Bueno quizá tuviera algo que ver con sus anteriores novios. El violonchelista de la Academia, cuyo instrumento estaba entre sus piernas con más frecuencia que ella. El flautista de labios sensuales del colegio… pero una chica no puede sobrevivir mucho tiempo con un hombre que lo primero que hace por las mañanas es tocar la flauta dulce. Luego estuvo la cita soporífera que había estado planeando sobre su vida desde entonces. Y el terror a volver a las citas a ciegas, con sus espantosas charlas triviales y circuitos orbitales de cócteles, esas carreteras de circunvalación conversacionales interminables que no tenían objetivo a la vista. Esa debía de ser la razón por la que Shelly quería creer a Kit con tanto empeño. Como toda mujer sola que padece falta de afecto, ella había intentado leer lo que le deparaba la suerte, pero parecía estar en sánscrito.
—¿En serio? ¿Quieres que vaya contigo? —se oyó a sí misma decir de nuevo con voz temblorosa. (¡Cuidado, polilla, piensa en el fuego!)
Cuando él tocó su brazo, ella se sintió ungida por su atención y su determinación se derritió cual mantequilla bajo el sol tropical. Oye… ¿por qué interrumpir su viaje al centro de la Autodestrucción? En la limusina, Kit le había preguntado qué tenía que perder. Oh, no gran cosa, se reprendió a sí misma en ese momento. Sólo el respeto hacia sí misma, sus ahorros de toda la vida y la cordura.
Shelly pasó bruscamente a ignorar su mano.
—Lo siento, pero acabo de comprobar el nivel de mercurio en nuestro romanzómetro y en realidad estamos legalmente muertos, chico.
Entonces reapareció Dominic con su traje para el baile… un conjunto de sadomasoquismo para él y para ella que incluía unos pantalones de cuero y un collar de perro con pinchos. Para asombro de éste, Shelly lo atrajo a la hamaca y olisqueó su cuello con entusiasmo vampírico.
Kit elevó la mirada al cielo, y al hacerlo divisó a Gaby y a su equipo corriendo apiñados en los paraguas bajo la lluvia hacia ellos, en la cabaña.
—Fóllame desnuda. —Él retrocedió—. Eso es todo lo que necesito.
Enlatados en la cabaña, Gaby agitó la cabeza para quitarse el agua del pelo.
—¡Shelly! ¡Dominic! ¡Ahí estáis! He estado buscándoos por todos lados, tortolitos. —Hizo un gesto a Mike el Silencioso para que se acercara con su micrófono
Boom
con forma fálica—. Bueno, un giro erótico bastante sorprendente para mi documental, perdón, mi película desastrosa, ¿no cree, Kinkade? ¿Tiene algo que decir a la nación?
Hizo una señal para que Towtruck girara su cámara hacia el novio rechazado.
—Sí, bueno, es como que tengo la sensación de que mi mujer puede estar perdiendo interés en mí.
—¿Oh? ¿Por qué lo dices? —sondeó Gaby.
—Pues porque parece estar lamiendo la bota militar de un dominador sexual con suspensorio de cuero y aros de oro en los pezones… en nuestra luna de miel.
—Perdónenle, espectadores —dijo Shelly al objetivo—. Después de todo, el hombre tiene un trastorno de hipocresía.
—Por lo menos yo soy un hombre. Esa cosa que estás besando es prácticamente púber. ¿Qué vas a hacer… tener una cita con él o adoptarlo?
—No hay nada malo en me guste un hombre joven… Dado que los hombres nunca maduráis, en realidad da igual, ¿no? —respondió Shelly.
—Mira, en serio necesito hablar contigo con sinceridad.
—¿En serio? ¿Pero vas a saber hacerlo?
—A solas —apremió Kit, ignorando la pulla de Shelly y a los telespectadores.
—Ni de coña —gritó Gaby—. Necesitamos a la señora Green en pantalla. Ahora tiene un nuevo papel que desempeñar… ¡un idilio en el que el hombre no es la paloma ni la mujer la estatua!
—Hazlo por los viejos tiempos —rogó Kit.
—¡Ja! —se burló Shelly—. ¿Qué «viejos tiempos»?
—Es sólo una pequeña charla, Shelly. No te estoy pidiendo que hagas de piloto de pruebas de un bombardero sigiloso.
—Eso sería más fácil —se quejó con fastidio, pero al final se bajó de mala gana de la hamaca.
—¿Vendrás conmigo entonces?
—Por supuesto que iré contigo. ¿De qué otra forma puedo golpearte en la cabeza con un coco, tirarte a la piscina y hacer que parezca una muerte por ahogo? —Shelly había empezado a entender que sin duda hay una línea de separación muy fina entre la frustración sexual y el homicidio.
*
—Mi pasaporte, los billetes de avión y todo el dinero han desaparecido —soltó Kit una vez reubicados en el rincón más alejado de la cabaña—. Sólo una persona tiene la llave… Coco.
—¿Coco? ¿Le diste la llave a Coco? ¿Por qué tendrías que darle una llave a Coco? —Por lo general había sólo una razón para que un hombre diera a una mujer la llave de su habitación… y no era para remendar cortinas.
A pesar de los moratones de la pobre mujer, Shelly se había hecho adicta a odiar a Coco. Hasta esa noche solo la había odiado en eventos sociales, pero a partir de ahora la odiaría cien veces al día. «Por así decirlo: si los libaneses invadieran la isla y nadie avisara a Coco y por casualidad decidiera dar un paseo tranquilo y seguro por la calle principal con una minifalda microscópica, no me importaría mucho», se confesó Shelly a sí misma.
—Necesitaba esconderse de Gaspard. Pero la muy zorra me ha timado. No hay otra explicación. Sé que ahora mismo está en el gimnasio del hotel. No puedo pasar el control de seguridad del alojamiento de las empleadas. Pero tú sí…
—¿Era Coco la persona a la que ibas a llevar a Madagascar? —dijo Shelly con una perspicacia repentina y triste—. Dios. Esa es la única razón de que fingieras que querías llevarme contigo, ¿verdad? Para engañarme y que te devolviera tus malditos billetes.
Kit no era un caballo de Troya, era el hombre de Troya. Ella le había permitido que entrara rodando en su fortaleza, creyendo que era un regalo, para luego descubrirlo lleno de trampas.
—Shelly.
La cogió por las caderas y la giró hacia él. Mientras que Dominic era todo porte refinado y seducción experta tras mucha práctica, Kit tenía un encanto instintivo y lánguido. Ojalá pudiera parar de pensar en su lengua ágil, la clase de lengua que podía apartar de un lametazo a los insectos de las hojas. Y en la forma en que la había devorado con increíble éxtasis salaz, tal como se había comido el mango en la playa.
—¿Y por qué iba yo a querer ayudarte de toda formas?
—Pues para recuperar tu dinero de la fianza de una vez. Se han presentado cargos contra Coco en el tribunal. Tu dinero está en mi puto monedero.
—Oh, mierda —respondió Shelly con elocuencia. «Ya sólo quedan tres días de esta horripilante luna de miel —pensó, armándose de valor—, a menos que tenga suerte y muera.»
—Te lo explicaré todo, vale, pero sólo después de que encuentres mis cosas. Ahora no hay tiempo. Créeme. Es un asunto de vida o muerte.
Kit hablaba con tal apremio, y su rostro estaba tan cargado de emoción, que Shelly sintió que su determinación cedía, como la goma elástica de unas bragas de algodón muy viejas… la clase de bragas que Coco no tendría, por supuesto. También se le pasó por la cabeza a Shelly cuan satisfactorio sería demostrarle a Kit que un hombre nunca debería confiar en una mujer que no usa bragas para la regla… razón por la cual, diez minutos después, estaba en la zona de las empleadas, escondida tras sus gafas de sol de esclava del amor. Intentó no reírse al ver el cartel de la puerta, que rezaba: «Debido a la falta de decoro que muestran los huéspedes del sexo opuesto en las habitaciones, se sugiere que se utilice el vestíbulo para tales efectos».
La centinela solitaria señaló el compartimento de Coco en la primera planta. Segundos después estaba escuchando como una mujer de la limpieza por el ojo de la cerradura. No se oía nada dentro. Y no había luz. Con el corazón alrededor de las amígdalas, Shelly giró el pomo de la puerta y entró en la habitación de su justo castigo.
Lo primero que descubrió fue que un tobillo es sólo un dispositivo para encontrar mesas de café en la oscuridad. Intentando no aullar de dolor, se pregunto cómo coño la había convencido Kit para que se metiera en esto. No podía confiar en sí misma a la hora de mantenerse alejada de ese hombre. Tendría que contratar a un detective para que la siguiera y evitara que hiciera gilipolleces como irrumpir en la habitación de —la luz se encendió— una maníaca psicótica.
Coco estaba de pie en el centro de su dormitorio en ropa interior de color rosa flamenco, apuntando al pecho de Shelly con una pequeña pistola.
—¡Por Cristo Todopoderoso! ¿Qué haces con la pistola? Sé que es temporada de turistas, Coco, ¡pero no creo que eso signifique que tengas que dispararnos!
—Pensé que podías seg Gaspagd. Esto es mi anticonceptivo. Mi, cómo se dice, «sexo segugo».
—Dame el pasaporte de Kit, los billetes y el dinero. Que tú robaste. ¡Increíble! Después de todo lo que ha hecho por ti, no ha sido muy considerado por tu parte, ¿verdad?
«¿Muy considerado?» La Real Academia de Educación Clásica le estaba siendo nuevamente de gran ayuda.
—Lo siento, pego eso no es pagte del plan.
—Bueno, no creo que tener a Dominic esperándome en la piscina fuera tampoco parte de tu plan. Pero si no vuelvo en cinco minutos, irá a buscar al mánager.
—¿Dominic? ¿Te kguees que Dominic te está esperando a ti? —Coco contempló el tanga y las medias de rejilla de Shelly—. ¡No me hagas ggueíg! Qué tal si te quitas las gafas y así ves lo gguidícula que estás.
Shelly se quitó las gafas de sol, de las cuales se había olvidado.
—Para tu información, Dominic me encuentra muy atractiva.
—Sí, bueno, el alcohol hace ese efecto en los hombgues.
Una gran rabia brotó dentro de Shelly. Se abalanzó sobre el pelo de Coco, tirando con todas sus fuerzas de esos famosos tirabuzones negros.
Shelly no vio venir el pie de Coco, sólo la pared a la que se estaba precipitando de manera alarmante. Al quedarse desparramada y aturdida en el suelo, se dio cuenta, atontada, de que su sangre parecía estar en el lado equivocado de su piel. Y que eso no podía ser bueno.
La visión de una amazona con pistola añadida lanzándose sobre una guitarrista de guitarra clásica no especialmente valiente tuvo el efecto imaginado. Shelly gritó, con toda su alma.
Coco tapó con su mano la boca de Shelly. Shelly hundió los dientes en la mano de la cantante, obligándola a soltar la pistola. Shelly se lanzó a por ella, pero Coco le puso el pie sobre el brazo, clavándola en el suelo como un ejemplar de mariposa en un panel de exhibición. Coco farfulló algo que Shelly supuso sería francés para «di adiós a tus ovarios, querida». Desesperada, buscó a tientas cualquier cosa que pudiera agarrar. Apareció un bote de desodorante, con el cual dio un golpe a Coco en los ojos. La chica cayó a1 suelo y se retorció, con las manos en los ojos. Shelly se habría ofrecido para comprobar si había un homeópata en la casa, pero ahora no había nada
hippie-psicodélico
en Coco. La chica era más como Boudica con síndrome premenstrual.
Shelly aprovechó el dolor de Coco para agarrar la pistola, y luego para recuperar el pasaporte de Kit, el monedero y los billetes del bolso de Prada que estaba junto a la cama de Coco. Hubo un ruido de pisadas en el pasillo y las luces de la entrada se encendieron. Coco, con los ojos llenos de lágrimas, se soltó y saltó, cual bailarina del
Ballet del Bolshoi
, por la ventana del primer piso.
Shelly no tuvo más opción que seguirla… pero con menos gracilidad de gacela. A pesar de que sabía que el auténtico logro sería no dispararse en su propio pie, literalmente, se guardó la pistola y los documentos en sus medias de rejilla, puso con cuidado las piernas por encima del alféizar de la ventana y luego hizo algo parecido a abalanzarse hacia el lateral del edificio, arañando toldos y ramas, y finalmente cayó en un charco de lluvia con un ruido sordo, a tres metros distancia, sobre un montón revuelto.