Si a los tres años no he vuelto (2 page)

Read Si a los tres años no he vuelto Online

Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
4.87Mb size Format: txt, pdf, ePub

Durante treinta años, la Justa y el Leandro aprendieron a escuchar a políticos, profesores, pintores, escritores, poetas, todos «leídos e intelectuales». Pero ellos callaban, echándose para el coleto cada palabra y muchas de las ideas que allí se desgranaban con esa sabiduría que da la tierra a quienes han crecido en familias de campesinos humildes. Con una media sonrisa ante aquellas disputas, oían y cabeceaban, sin asentir ni negar.

A veces, después de la cena, sencilla pero abundante, la bronca subía de tono. Los rostros enrojecidos parecía que se iban a desencajar por culpa de las botellas de rioja que llegaban con los carreteros que transportaban desde Madrid las vituallas necesarias para la parada de la Chata.

La sangre nunca llegaba al río, porque siempre una o dos señoras se acercaban y ponían orden. Con cajas templadas mandaban a la cama a sus maridos, unos señores que eran la
crème de la crème
de la intelectualidad de España y en esos momentos parecían sólo unos mendigos. Se levantaban cada mañana al amanecer para subir hasta la laguna de Peñalara. Eran jornadas duras y debían reponer fuerzas.

Por todo lo aprendido entre las faldas de su madre, a Carmen no le gustaba significarse políticamente. Pero el pueblo había caído del lado del bando legal, el de los republicanos, y necesitaban su modesta pensión, montada a la sombra de los viajeros que le enviaba su madre, porque el sueldo que Lorenzo cobraba como obrero de la Sociedad Belga de los Pinares de El Paular apenas daba para sacar adelante a sus cuatro hijas.

Bien diferente fue la reacción de Lorenzo cuando un par de sargentos y un teniente republicano con cuatro soldados se instalaron en su casa. Él era socialista. Socialista y de la UGT, que para eso tenía su carné del sindicato. Formaba parte del comité de los obreros de la fábrica. La mejor madera de pino de toda España, decía el padre de Jimena a los camaradas soldados sobre los árboles de Valsaín. Estaba encantado de alojar a los compañeros en su casa, pese al gesto adusto y silencioso de su mujer, convencida de que aquello no traería nada bueno.

Mientras la nieve bajaba del cielo lechoso y caía con la suavidad de la pluma, cubriendo el suelo, los árboles y las zarzas, Jimena repasaba el barullo de sus pensamientos. Lorenzo seguía tejiendo el mimbre de la cesta y contaba a sus hijas cómo la loba parda y sus secuaces habían salido espantados al oír los tiros del encargado de la fábrica de los belgas.

—Padre, ¿sabe qué le digo? ¡Que me voy a acercar al pueblo! Ustedes me han mentido esta mañana y Luis no viene porque está malherido.

Lorenzo tiró la cesta a un lado y no quiso oír las protestas de sus tres hijas pequeñas. Más rápido que su mujer, se acercó a la puerta, metiéndose en el camino de Carmen, que ya se secaba las manos en el delantal y se dirigía hacia su hija. El padre se plantó a la espalda de la hija mayor, su debilidad, y con una mano le hizo señas a su mujer para que retrocediera y le dejara a él.

Apartó un poco las mantas que cubrían la entrada y se sentó en el saliente de la roca. Pasó un brazo por los hombros de Jimena, que se estremeció. Su padre era un hombre callado que se había plegado al carácter de su madre desde la muerte de su hijo Joaquín, víctima de una gangrena producida por una rozadura al caerse del caballo. Había fallecido unos meses antes de que estallara la guerra. Desde ese momento, el carácter de Carmen, vestida de negro ya para toda una vida, cambió y nunca volvió a ser el mismo. Jimena se lamentaba de que sus tres hermanas pequeñas ya sólo recibieran los mimos de la madre cuando estaban enfermas.

Para Jimena y su padre, Carmen sólo guardaba reproches. Para el padre, en voz alta. Todo lo hacía mal. Para Jimena, en voz baja y exigente. Parecía que hubiera preferido que uno de ellos dos hubiera muerto en vez de su único hijo, que la desidia del médico le arrancó en menos de quince días. En aquellos momentos, Jimena estaba muy lejos de imaginar que un día entendería la amargura de su madre.

—Escúchame, Jimena, no te hemos mentido. Luis sólo tiene unos rasguños y el brazo roto, entablillado. No ha subido porque no está bien que suba hasta aquí. Ya sabes cómo es tu madre, no le gustan las confianzas. No está segura de vosotros, no se le olvida que es el hijo de don Martín Luis Masa y de doña Elvira. Es un veraneante de El Paular, Jimena.

—Pero, padre, Luis es mi novio. Se lo dijo a usted y a madre. Usted es su amigo. Recuerdo lo contento que se puso cuando apareció por casa, vestido con el uniforme del batallón, el invierno pasado. Usted quiso darle patatas para su madre. Y un par de chorizos cuando le contó el hambre que había en Madrid. Los dos me han enseñado que no hay clases, que esas cosas no importan…

—Y es verdad, hija, y menos en estos tiempos, pero a tu madre no hay quien la cambie. Lo que te juro es que Luis no está…

Lorenzo no acabó la frase. Como un resorte, estiró la mano hacia atrás y cogió la escopeta de caza que estaba escondida a su espalda. El silencio de la nieve no lo rasgaba sólo el Garcisancho. Alguien se acercaba por el camino. Jimena se puso en pie despacio e hizo una seña a su madre llevándose el dedo a los labios.

Carmen paró de recitar la cuarta estrofa de «El conde Sol», su alternativa a la loba parda de Lorenzo para que la chiquillería se estuviera quieta y entretenida.


Grandes guerras se publican en la tierra y en el mar y al conde Sol lo nombraron…

Lorenzo cargó la escopeta de postas y se llevó el cañón a la cara, apuntando al otro lado del arroyo. Los ruidos, pese a que la nieve amortiguaba las pisadas, estaban ya muy cercanos.

—¡Eh, Lorenzo! ¡No tire, que soy yo!

Jimena lanzó un grito, dio un codazo a su padre y se lanzó a cruzar el arroyo. A ciegas, sin mirar si era el paso de piedras grandes que había preparado su padre, resbaló en el tablón que hacía de puente para las niñas, se cayó y notó cómo el agua helada le cubría todo el cuerpo. Sin embargo, no sintió frío. Se le salía el corazón por la boca.

—Luis, Luis… ¿estás ahí? —susurró.

Empapada, con la ropa chorreando en plena noche y los copos sobre el pelo y la toquilla negra, ahora pesada y con el olor de la lana mojada, salió a rastras del arroyo y se arrojó a los pies del hombre que adivinó que estaba a lomos de una burra, cubierto con una manta y doblado hacia delante, como si se tratara de una de las ramas de pino que agachaba la nieve.

El hombre se incorporó. Con dificultad, cruzó la pierna y se dejó resbalar por el lomo del animal. Le había hecho parar cuando vio salir del arroyo a aquel fantasma jadeante, cuya figura negra se recortaba entre la blanca nieve que cubría las orillas.

—Jimena, mi vida, mi amor… Chisss, calla. Soy yo.

Luis aguantó el dolor del brazo al meter a Jimena bajo su manta. La muchacha escondió su cara de agua y nieve en el hueco de su cuello. El joven sintió cómo resbalaban por la camisa las gotas heladas del Garcisancho mezcladas con las lágrimas calientes de ella. La cobijó bajo su brazo izquierdo y, con la mano vendada y en cabestrillo, levantó su rostro para recorrerlo con los labios, bebiéndole el agua, los copos de nieve y las lágrimas, una mezcla que en su vida olvidaría. Apartado, Lorenzo esperaba en la oscuridad, al otro lado del río, con el farol de petróleo encendido.

Jimena temblaba. Las piernas volvían a fallarle como unas horas antes, pero le daba igual. Cuando Luis terminó de besarle los párpados, levantó la cabeza para pasar sus manos por la cara del joven, buscando las heridas, los arañazos, la muestra de la cruel guerra en aquel cuerpo por el que ella hubiera dado la vida. Mientras sus dedos resbalaban en busca de cicatrices, vio a su padre, recortado al contraluz de la cueva, con el farolillo en una mano y con la otra apartando algo de sus ojos. La muchacha tuvo la sensación de que su padre también se quitaba algo más que los copos de nieve.

El fuego crepitaba dentro de la cueva y el humo se escapaba por el agujero que hacía de chimenea. Era un refugio contra los caprichos del Pico Peñalara. Cuando Peñalara se moja, Rascafría se enoja, decía el refrán. O se acongoja, decía Lorenzo cada vez que los nubarrones se cernían sobre la cumbre.

Jimena seguía tiritando, aunque su madre y su hermana Irene le habían quitado la ropa mojada. Luis, metido bajo una manta, la miraba. Su hermoso pelo negro, rizado, empapado y humeante, como el vaho que salía de la ropa tendida ante la chimenea, le daba un aire de misterio. De pronto, tuvo miedo de que se fuera a evaporar. La lumbre iluminaba su perfil, su nariz pequeña, perfecta, que aún aleteaba porque seguía respirando entrecortadamente, como si se ahogara.

A cada minuto, la joven giraba la cabeza y sus enormes ojos se detenían en el rostro de Luis, asombrados, sonrientes, reflejando la luz anaranjada del fuego, como si no se creyera que él estaba allí, sentado a su lado. Mientras, Lorenzo, testigo ahora mudo del reencuentro que había presenciado bajo la nieve, escondía su sorna y se llevaba a la boca un vaso de vino caliente con higos secos.

3

«Es guapa Jimena», pensaba Luis mientras sus ojos verdes la devoraban con calor y ternura. Lo vio nada más conocerla, durante el primer y último verano que había estado en El Paular, con su madre recién enviudada. Les había invitado Giner de los Ríos. Aunque Luis había ido allí con frecuencia en invierno, cuando era alumno de la Institución Libre de Enseñanza, en la pensión de la señora Justa en El Paular no estaban sus nietas.

Fue después, en aquel verano, cuando Jimena y su prima Pilar llegaron de Rascafría para ayudar a su abuela, que cada día estaba más mayor para los trotes que le daban las familias de la Institución.

Jimena estaba a punto de cumplir los quince años y Luis y su hermano Ramón, con dieciocho y dieciséis, vivían sus primeras vacaciones de huérfanos, arropados por las familias de los amigos de su padre.

Aunque siempre guardando las distancias, a media tarde, cuando las tareas de las nietas de la Justa terminaban y la prole de la Institución dejaba sus deberes, Jimena y Pilar se sentaban con los demás jóvenes en los poyetes del patio de Santa María.

Lo de Jimena y Luis había sido más que un flechazo de adolescentes en pleno verano; había sido un reconocimiento de dos almas que se encuentran y dos cuerpos que se atraen, aunque el fuego abrase y la presión del entorno asfixie. El estómago de la pobre niña adolescente se agitaba cada vez que veía a aquel chico que ya era un hombre. Era tan guapo y tan atento…

Los años que se llevaban no habían sido óbice para que Luis no pudiera despegar sus ojos de aquella cara morena, perfecta, de enormes ojos negros, como su pelo, cuyos rizos se escapaban por la frente y no necesitaban de artificios —si acaso una cinta blanca para apartarlos de la cara cuando estaba en la cocina o servía la mesa—. Era alta, de cintura estrecha y menuda como un pájaro, pero con unas piernas hermosas, nervudas, acabadas siempre en unos calcetines blancos enrollados en el tobillo y metidos luego en unos espantosos zapatos marrones, atados con cordones. Por las tardes, Jimena y Pilar cambiaban sus batas de faena color azul, que les habían cosido sus madres, por un par de vestidos camiseros, con menudos estampados de flores y un gran cinturón que les hacía sus cinturas de avispa aún más estrechas.

Cada vez que sus ojos se cruzaban, Jimena se ponía roja como un tomate y a Luis le sacaba de sus casillas que los chicos se rieran cuando la muchacha servía la mesa y le temblaba el pulso al echarle el agua en el vaso. Por ello, desde el tercer o el cuarto día, Luis había decidido ser el aguador de todos. Sin embargo, si Jimena cogía su plato para servirle, él aprovechaba para rozarle los dedos, la mano, arrimar el hombro a su cintura. Una corriente de alto voltaje se descargaba entre ambos jóvenes al más mínimo roce. Los dos lo sabían.

Estaban enfermos de amor, de ese amor que todo lo devora a los catorce y a los dieciocho. Jimena se moría literalmente cada vez que él aprovechaba cualquier circunstancia para rozarle las yemas de los dedos, el dorso de la mano, ya fuera en la mesa o durante los juegos de la tarde, en la puerta o en el patio.

¡Habían pasado tantas cosas desde aquel verano! Jimena se acordaba muchas veces de la romería del 15 de agosto en la ermita de la Virgen de la Peña, en las afueras de El Paular. Fue la primera vez que bailó con Luis. Ella temblaba por la osadía de él, que le abarcaba la cintura con un solo brazo y deslizaba las manos por su espalda, suave, despacio, sin que nadie lo notara. Jimena, temblando, derritiéndose, era incapaz de levantar la cara. Temía que en cualquier momento su madre o su abuela apareciesen por la romería y le cruzasen la cara delante del gentío del valle.

Llegó septiembre y el final del verano. El chico de las sombras del monasterio, que aparecía en cada esquina abandonada de la enorme cartuja, que la perseguía, que surgía entre las sábanas blancas de añil y lejía que ella y Pilar tendían en la parte de atrás de la pensión, sólo para asustarla, para pasarle un dedo por la mejilla, tenía que volver a Madrid.

Mientras recordaba aquel primer adiós de final de verano, Jimena repasaba con ansiedad la cara del joven en busca de alguna cicatriz en el rostro amado, tan soñado durante los últimos estíos, desde que logró robarle el primer beso; inocente ella, mucho menos él.

Los tiempos de juegos parecían muy lejanos. La vida les había dado la vuelta, como si se hubiesen subido en un tiovivo. Pero para ellos dos, pese a la tragedia de la guerra, todo había sido para mejor.

Después de aquel triste adiós de septiembre pasaron algún verano sin verse y la guerra les había vuelto a juntar a principios del invierno de 1936.

Tras la sublevación de los militares golpistas el 18 de julio, Luis acudió a apuntarse al Batallón Alpino Juventud, autorizado por las Juventudes Socialistas Unificadas en Cercedilla. Conocía bien el pueblo por sus excursiones con los compañeros de la Institución, aunque no había vuelto a ir por aquella zona en verano.

Doña Elvira Pérez de Santos, la madre de los chicos Masa, tras el primer verano de viuda en El Paular, había decidido que era mejor veranear en su pueblo castellonense. Cada vez más alejada del entorno de la Institución, había vuelto al redil de su familia conservadora y católica.

Su padre había sido un modesto zapatero artesano, nacido en Burriana y emigrado a la capital desde Levante. El humilde remendón tuvo el suficiente ingenio para hacerse un hueco entre las buenas familias de la capital gracias a sus hábiles manos. Ocupado en labrarse un nombre para él y sus hijos, había dejado al frente del hogar a la abuela de Luis y Ramón, tan temerosa de Dios que a veces al zapatero le ponía nervioso. Sus tres hijos —dos chicas y un chico— le habían salido también muy meapilas, pensaba el viejo de Burriana, y algo pretenciosos, pero, afortunadamente, su hija Elvira se casó con un hombre que a él le resultó un excelente yerno, Martín Luis Masa. Entre los dos lograron que los chavales crecieran en el laicismo y la buena idea de enseñarles a pensar.

Other books

Love Made Me Do It by Tamekia Nicole
Dead Stay Dumb by James Hadley Chase
Silk Stalkings by Diane Vallere
La incógnita Newton by Catherine Shaw
A Time to Stand by Walter Lord