Muertos el zapatero y el profesor Masa, doña Elvira volvió a rezar el rosario todas las tardes, en Madrid y en Cercedilla, de regreso a sus costumbres de soltera. Aquel entorno tenía poco que ver con la mentalidad de su difunto marido, un liberal que, cuando murió, estaba muy cercano a las ideas demócratas y socializantes de Giner de los Ríos y de Bartolomé Cossío.
Pero para sus hijos ya no hubo vuelta atrás. Educados en la Institución, todos los fines de semana, ya fuera invierno, primavera, otoño o verano, se escapaban hasta la sierra para hacer grandes marchas y escalar en los montes de La Cabrera y del valle del Lozoya. Durante aquellas escapadas de la infancia, Luis, de la mano de los hombres del Club Alpino o de las gentes de la Institución, había aprendido a esquiar y a patear el monte.
Por esas y otras razones, en cuanto el joven se enteró de que algunos miembros del Batallón Alpino que tanto admiraba tenían como base un palacete requisado en la calle Velázquez, no tardó ni un día en presentarse voluntario. Él fue uno de los jóvenes que formaron la primera compañía del batallón cuando se anunció en el Coliseo de Pardiñas, en Madrid, una tarde en la que como colofón al acto se incluyó el pase de la película rusa
Los marinos del Kronstadt
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Aquel primer invierno de la guerra, sin grandes choques tras establecerse el frente en Somosierra, Luis, a las primeras de cambio y en cuanto tuvo permiso, dijo a sus compañeros que bajaba hasta El Paular en vez de ir a Madrid a ver a su madre. Puso como disculpa que en el monasterio, ocupado por los milicianos, tenía conocidos, mientras por su cabeza pasaba el rostro moreno de Jimena. Por más que hubiera coqueteado con otras chicas, la sombra de la joven se le había clavado en el corazón como un recuerdo dulce y ardiente, nunca olvidado, sólo orillado a la espera del día en que pudiera regresar a El Paular. No había pasado ningún año sin que Luis, al regreso de sus veraneos en Burriana, preguntase por las nietas de la Justa a su amiga Fernanda de los Ríos o a alguno de los Menéndez Pidal, que seguían frecuentando la fonda de la abuela de Jimena.
—¡Ay, Luisito, qué te dejarías tú en aquel verano de El Paular! Sí, Jimena sigue allí, y cada día más guapa, más hecha y señorita, como su prima Pilar. Ahora, que sepas que están yendo los hijos de los noruegos, rubios y más guapos que tú —le contaba Fernanda, siempre con un deje de ironía.
Por eso, la primera tarde que se pudo escapar del batallón con un permiso, los esquíes de Luis volaban por la carretera de Los Cotos. Cuando llegó a El Paular las cosas habían cambiado mucho. La señora Justa había muerto y el monasterio era poco menos que un lugar abandonado, con milicianos cansados, mal vestidos, peor calzados y poco que comer.
Ni corto ni perezoso, atraído como un imán, Luis siguió otros dos kilómetros escasos hasta la pequeña pensión de Los Cascajales, en Rascafría, donde Carmen y Lorenzo tenían alojados a algunos de los mandos republicanos que subían y bajaban en los camiones hacia el frente del Reventón. No podía esperar más para ver a Jimena.
Anochecía y Luis estaba reventado. Se paró ante los zarzos de madera que, sin duda, habían hecho las habilidosas manos de Lorenzo con las tablas que sobraban de la fábrica de los belgas. El corazón se le subió a la garganta.
«Luis, por Dios, que eres un hombre. Tranquilízate. ¿Qué coño de historia es esta que te tiene loco?». Porque allí estaba Jimena, de perfil, en el patio cuadrado de aquella casa humilde, de dos pisos y escalera exterior. La muchacha sujetaba la puerta de la leñera con un pie mientras cargaba en su brazo los palos de pino cortados para la estufa. Luis esperó unos minutos bajo el cielo plomizo de diciembre. Necesitaba calmarse. Estaba seguro de que era ella: aquel perfil con la nariz menuda, perfecta, y el cuerpo esbelto, más flaco de lo que recordaba, pero con las curvas ya hechas. Jimena había crecido. Era una mujer, como le había comentado Fernanda.
—Jimena.
La joven volvió la cabeza y los palos que con tanto esfuerzo había ido acumulando cayeron de golpe sobre sus pies. Llevaba unas zapatillas de paño y los consabidos calcetines blancos enrollados al tobillo, pero debajo lucía unas medias de lana negras, bien tupidas.
Jimena lanzó un grito que murió en su garganta y se llevó las manos a la boca por el susto, el golpe de los palos en los empeines y la visión de aquel rostro, a escasos metros de ella.
—Pero ¿qué haces aquí? ¿No estás en el frente, como todos?
Se dio cuenta tarde de que la pregunta era una tontería. Luis llevaba el uniforme del Batallón Alpino. Alguno de sus miembros había bajado ya hasta el pueblo, buscando chicos que supieran esquiar y quisieran alistarse. Uno de ellos había estado en la pensión preguntando por mozos del valle que se sujetaran sobre unas tablas. Y llevaba el mismo uniforme que Luis: un pantalón de paño gordo y amplio y una blusa larga con capuchón, impermeable al agua y al viento. Unas prendas que Jimena había envidiado para su padre, en lugar de las mantas palentinas, que, por muy bien que escurriesen el agua y la nieve, nada tenían que ver con aquella fibra.
Luis llevaba también un gorro con la estrella roja en el frente, porque los trajes los había regalado la nueva URSS a la joven República española, según le habían contado.
Mientras Jimena le miraba, pasmada aún, Luis parecía enajenado, con una sonrisa boba en la boca. Por fin pudo susurrarle:
—Jimena, sí, estoy aquí. Soy yo. Bajo del frente.
E intentó quitarse el gorro con las manos aún enfundadas en las manoplas de tres dedos, sin atinar.
—Tienen tres dedos para poder disparar el fusil —le dijo estúpidamente mientras se quitaba una, desistía del gorro y cruzaba el zarzo del patio, donde Jimena seguía clavada, con los palos de pino esparcidos a sus pies.
Luis acercó su mano hasta el rostro de Jimena. Le puso la palma en la mejilla, recorrió con el índice el óvalo perfecto y le apartó los dos rizos rebeldes que se le metían en los ojos.
La muchacha se retiró, como si Luis quemara. No le había visto desde aquel adiós de septiembre, aunque ella bien sabía de él por los otros chicos de la Institución que habían seguido subiendo a El Paular. Pero ahí estaba Luis Masa, que preguntaba por ella a los amigos que seguían yendo a El Paular, que le enviaba recuerdos y, una vez, hasta una postal. Pero nada más. Era hijo de un profesor de Ciencias Naturales, decían que no rico, pero con una madre que ya no quiso volver a Rascafría, como en su primer verano de viuda. Y sus hijos tampoco. Desde la última vez que vio a Luis, cuando éste iba a coger el coche de línea para Madrid, Jimena había evocado su rostro todas las noches antes de dormir. Recordaba sus ojos y sus manos, aquellas que en la pradera de la Virgen de la Peña le habían hecho intuir lo que debía de ser una mujer perdida en los brazos de un hombre.
Ahora lo tenía allí, frente a ella, con la cara más morena, quemada por la nieve de la sierra, y esos ojos que apenas podía distinguir porque la noche se les había echado encima.
—Jimena, ¿pero qué haces? Trae la leña, que tengo la tapa apartada desde hace un rato y me voy a quemar con el gancho. Se está llenando todo de humo…
Lorenzo no terminó la frase cuando se asomó al patio. Al ver al soldado del Batallón Alpino pensó lo peor: un extravío, una mala noticia, una necesidad de ayuda…
—Señor Lorenzo, que soy yo, ¿no se acuerda? Estuve hace pocos veranos en El Paular, en la pensión de su suegra, con los De los Ríos. Mi padre era amigo de don Enrique de Mesa y don Enrique de la Vega. Era el profesor Martín Luis Masa.
Lorenzo dejó el gancho sobre el poyete que había junto a la puerta y se fue hacia el muchacho para darle un abrazo. Al sentirle helado, le empujó dentro de la casa.
—Y tú, hija, que pareces un pasmarote ahí clavada. Si os conocíais ya, ¿cómo te asustas así? Anda, recoge los palos y ven a echar leña al fuego. Entra, muchacho. La Carmen tiene ya las sopas de ajo y hoy sólo están dos mandos, un teniente y un sargento que mañana parten hacia Buitrago. Allí las cosas están peor que aquí, aunque aún los sujetamos arriba, ¿no? Cenarás con nosotros. ¿Tienes dónde dormir?
—Iba a volver a El Paular. Estoy en el Batallón Alpino y tengo una semana de permiso. No sé si sabe usted que el pasado septiembre nos reunimos las seis compañías. Patrullamos desde Navacerrada y Los Cotos hasta Reventón y Malagosto. Es como volver a hacer las excursiones con mi padre y sus amigos. He querido bajar para recordar viejos tiempos, cuando todo era distinto.
—Sí, hijo, sí. Bien distinto. Pero hasta ahora habéis tenido suerte. No estáis de excursión, sino haciendo la guerra. ¡Carmen! Ven aquí, mira quién ha venido. Tenemos a uno de los viejos huéspedes de tu madre. ¡Pon otro plato a la mesa!
Carmen vio a Luis y de inmediato supo que era el hijo de doña Elvira y Martín Luis Masa. Desde el verano que habían pasado en El Paular, su hija Irene no hacía más que canturrear a su hermana mayor lo de que «¡a Jimena le gusta Luis y bailan en la Virgen de la Peña!». A la madre nunca se le había escapado el tono púrpura y la irritación de su hija mayor ante los piques maliciosos de su hermana.
Sea como fuere, aquel chico estaba allí y tenía que cenar. Delante de un plato de sopa de ajo, con pan, bien de huevo, pimentón y hasta un poco de jamón sofritado, Luis explicó a Lorenzo y a los dos mandos republicanos los actos del 1 de septiembre, cuando en el monasterio de El Paular se realizó la formación completa del Batallón Alpino, que luego se llamó Batallón de Montaña del Ejército del Centro.
Durante su perorata, el muchacho no apartó ni un segundo sus ojos de una Jimena que servía la mesa, como aquel verano. Las sopas de ajo de Carmen olían como las de la señora Justa, y las manos de su nieta eran aún más largas, incluso elegantes, a pesar de los dedos rojizos de lavar en el agua helada; a pesar de llevar las uñas recortadas hasta la yema. Luis no tardó en reanudar el juego perdido en las noches de cena del monasterio: el roce del dorso de su mano con la de ella al coger el pan, sus dedos aferrándole la muñeca para retirarle la jarra de agua y luego el porrón del vino peleón que se servía en la mesa. Su hombro le rozaba la cintura, si cabe más cimbreante; su cabeza acariciaba como sin querer el seno de Jimena, que, ahora sí, era el pecho de una mujer.
La tensión entre ambos se hizo insoportable. Jimena temblaba como una hoja. Cuando fue a depositar la cazuela con el conejo al vino en el centro de la mesa, la muchacha se cambió de lado, por temor a que Luis la tocara cuando se estirara para dejar la fuente.
Aprovechando que su madre sirvió la compota de manzana, Jimena escapó al frío del patio. Era una noche de diciembre. Hacía una semana que no nevaba, aunque en las cunetas, a la orilla de las caceras y en los rincones de los ventisqueros aún se veían restos dé la última nieve. El cielo estaba raso y la estrella polar brillaba sobre Peñalara. Jimena se echó encima la toquilla negra que su madre siempre tenía colgada a la entrada y respiró profundamente, con el deseo de que su corazón se tranquilizara.
Aspiró el frío, el olor a humo y leña de pino y roble que salía de las chimeneas. A la gente le daba miedo encenderlas por el día. Cuando llegaron los primeros bombardeos del verano y los fascistas estaban cerca, se optó por esconder el fuego de los hogares. Los fogones y las chimeneas se encendían al anochecer y se guisaba para los días siguientes.
No le había terminado de entrar el aire en los pulmones ni su vista había descendido de la estrella sobre Peñalara cuando sintió a su lado a Luis, empujándola ligeramente, con ese saber hacer que a ella tanto miedo le daba.
—Jimena… No te he olvidado nunca, ni un segundo, ni un minuto, ni un día en estos inviernos y veranos… Tenía miedo de que estuvieras ya ennoviada… Tus labios, Jimena, tu piel de melocotón…
Y las manos de Luis, ahora sin las manoplas, recorrieron el rostro de Jimena. Sus ojos negros se confundían con la noche, pero reflejaban ligeramente la luz de la lámpara de petróleo que se filtraba por la ventana del comedor que daba al poyete en el que estaban sentados.
Su voz calaba a la joven, taladraba su corazón, su estómago, su cuerpo, sus piernas y sus rodillas temblorosas, debilitándola, impidiéndole ponerse de pie. No podía hablar. Las palabras se le quedaban en la garganta en un nudo de soga que le impedía articular la voz.
—Es mentira. He mentido al batallón diciendo que venía a ver a unos amigos que tenía en El Paular, pero sólo he venido a buscarte. Déjame quererte, Jimena. Cada vez que estoy en las cumbres, sorteo las laderas de Malagosto o del Reventón y veo el camino que baja al monasterio, siento la tentación de dejarlo todo, hasta esta guerra por la que soy capaz de dar tanto, y bajar a buscarte. No sé qué tienes, no sé qué me diste, además de aquel beso que te robé. Di algo, por Dios, Jimena, que nos van a matar un día y yo sólo quiero saber que sientes lo mismo por mí, aunque te suene a locura, después de estos veranos lejos.
Pero Jimena no podía decir nada. Su boca se entreabrió, exhalando el vaho por los grados bajo cero de aquel rincón. Miró a Luis a la cara y de sus ojos cayeron dos lágrimas enormes, lentas, hasta la comisura de su boca…
—A nosotros no nos matarán, Luis.
Murmuró las seis palabras, sorbiendo sus lágrimas, en una promesa rotunda. Luis cogió el rostro entre sus manos y se dispuso a aspirar aquel vaho y aquellas dos lágrimas que se perdían en la comisura de aquellos labios que primero besó con cuidado, después con ternura y por último con pasión, mientras con su lengua perseguía recuperar las lágrimas que Jimena había tragado.
Al día siguiente, Luis madrugó. Había dormido en el mismo cuarto que los dos oficiales republicanos, pero sin pegar ojo pensando en Jimena, en su resistencia inicial y después entregada, en sus respiraciones anhelantes, en su pecho, que él había sentido a través de la ropa, en sus cuerpos fundidos en el poyete, ardiendo a bajo cero, mientras Carmen llamaba a su hija desde la cocina para recoger la mesa.
Con el tazón de malta en las manos y la blusa del uniforme sobre los hombros, salió a hablar con Lorenzo, que estaba cortando teas con el podón para encender la estufa al atardecer.
—Señor Lorenzo, quiero a Jimena. Quiero ser su novio y creo que ella también me quiere. Es más, quiero que nos casemos enseguida, no sea que esta guerra nos mate.
Lo soltó todo de carrerilla, sin respirar. Sabía que en aquel hombre maduro, un trozo de pan, buena gente, que compartía sus ideales políticos, tenía un aliado frente a la resistencia que intuía que iba a oponer Carmen; sin duda, más pragmática, menos creyente en la lucha de clases.