Siete años en el Tíbet (20 page)

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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

BOOK: Siete años en el Tíbet
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Las mujeres nobles pasan el tiempo componiéndose y yendo «de tiendas», en busca de telas raras con las que puedan eclipsar a sus «buenas» amigas en la próxima reunión. Todas ellas, aunque raramente se ocupan de los quehaceres caseros, llevan siempre unos grandes manojos de llaves, pues hasta las cosas más insignificantes se encierran en armarios y arcones.

En fin, el mahjong hace furor en la mayoría de hogares tibetanos, y las apuestas son elevadísimas, no siendo únicamente los amos los que se entregan con pasión a ese juego, sino también los criados; yo mismo me aficiono a el, aunque desde el principio tomo la decisión de no jugar mas que ciertos días, para evitar que se convierta en hábito. Más adelante comprobé cuan bien había hecho, pues, al ver que el mahjong se iba extendiendo cada vez más por todas las clases sociales, un buen día el regente lo prohibió a rajatabla. El Gobierno confiscó todos los juegos, amenazando a los contraventores con fuertes multas, que deban hacerse efectivas en especie o en prestaciones de trabajo. Cuanto más alta era la categoría del delincuente, tanto más elevada era también la multa. ¡La sabiduría tibetana no es una palabra vana! La ley fue aplicada con el rigor más extremado; al principio se oyeron llantos y rechinar de dientes, pero, poco a poco, todo el mundo se sometió. En Lhasa. La autoridad no bromea y sabe imponer sus decisiones por la fuerza si no basta con la persuasión.

Con todo, los tibetanos, jugadores empedernidos, supieron hallar otros pasatiempos con los que llenar las horas de descanso del sábado (el sábado equivale allí a nuestro domingo) y se refugiaron en el ajedrez, las charadas y otros juegos de sociedad.

En las visitas que hacemos a los nobles, muchos de estos nos hacen proposiciones para confiarnos la administración de sus inmensas posesiones. En realidad, la mayoría de ellos no las conocen mas que de oídas, limitándose a embolsarse el censo anual que les presenta su administrador. Hace siglos que la agricultura tibetana no ha experimentado el menor cambio, por lo que a muchos propietarios les gustaría aprovechar nuestra experiencia en estas cuestiones, especialmente la de Aufschnaiter. Nos cuentan que en algunas regiones meridionales, el rendimiento de la tierra podría multiplicarse por diez con una explotación racional. A decir verdad, estas proposiciones son verdaderamente tentadoras, pues algunas de las propiedades están al sur del Himalaya y, como disfrutan de un clima tropical, se dan allí el arroz, las naranjas, la viña y los plátanos, y también nos atrae la perspectiva de crear plantaciones de té. El Tíbet importa cada año té de China y de la India por valor de varios millones de rupias, cuando sería sumamente fácil producir en el país la cantidad suficiente para el consumo nacional. No obstante, pensándolo bien, creo que tal vez resultara difícil hacer cambiar de costumbre a los tibetanos, que son rutinarios y conservadores por naturaleza y que, aficionados al té chino, se muestran reacios a beber el de la India, a pesar de que es más barato.

Un día, al entrar en una tienda donde solemos comprar el pan y los dulces, nos tropezamos con un antiguo conocido, Chanse, el que hace tiempo nos detuvo y nos devolvió al otro lado de la frontera; ha abandonado el oficio de las armas y ahora es correo oficial.

Perfectamente enterado de nuestra presencia en Lhasa, declara que ya nos habría hecho una visita si no hubiera sabido que éramos huéspedes del poderoso Tsarong. Han transcurrido ya dos años desde nuestro último encuentro y, como puede apreciar, sus antiguos prisioneros se encuentran bastante bien. Sin rencor, lo invitamos a tomar el té con nosotros.

Nos ordenan salir de Lhasa

El 16 de febrero (un mes después, día por día, de nuestra llegada), el sobrino del ministro Kabchöpa se presenta de nuevo en nuestra casa. ¡Esta vez no es portador de regalos, sino de un imperativo mensaje!

—Se ruega a los dos «germanos» que abandonen Lhasa inmediatamente.

Protestamos por pura fórmula, pues sabemos que tan sólo una solicitud dirigida a las altas esferas del Gobierno puede dar resultado, y en el acto nos dedicamos a estudiar sobre el mapa del Tíbet algún nuevo itinerario. Si es que han decidido rechazarnos otra vez hacia la India, más valdrá no perder minuto y procurar alcanzar el territorio chino. ¡Todo antes que vernos de nuevo tras unas alambradas!

Tenemos algún dinero, un equipo completo y provisiones y, si no fuera por mí ciática, la fuga no se presentará mal. Por desgracia, nada me da resultado, ni las medicinas, ni las inyecciones intramusculares que me pone el médico agregado a la Legación inglesa. A pesar de ello, al día siguiente me presento en casa de los padres del Dalai Lama para intentar una última gestión, y entre todos redactamos una solicitud al ministro de Asuntos Exteriores. El texto es el siguiente:

Al Ministerio de Asuntos Exteriores del Gobierno tibetano.

Lhasa, 17 de febrero de 1946.

Kabchöipa Se Kuscho (que quiere decir «hijo», pero no se usa mas que para las personas de alcurnia) vino ayer a visitarnos en nombre del Gobierno, requiriéndonos el que abandonemos el Tíbet a la mayor brevedad para dirigirnos a la India. En respuesta de esta orden, nos permitimos exponer nuestro caso como sigue:

En 1943 se concertó un convenio entre los Gobiernos del Tíbet y de la India; el texto publicado en la prensa declaraba que los transportes de mercancías (excepto aquellas que tuvieran carácter militar) entre la India y China quedaban autorizadas para atravesar el territorio tibetano. Basándonos en esta declaración, sacamos la consecuencia de que el Tíbet se consideraba neutral, y por ello decidimos refugiarnos en este país. Además, la neutralidad tibetana nos ha sido confirmada por el señor Hopkinson, jefe de la Misión comercial inglesa en Lhasa; hace pocos días, durante la entrevista que con él tuvimos, nos aseguró solemnemente que se abstendría de intervenir con el fin de obtener nuestra extradición. El convenio de neutralidad estipula que todo prisionero que consigue llegar a un territorio neutral queda ipso facto autorizado a permanecer en él, y el Gobierno lo tomará a su cargo en espera de una posible repatriación. Esta es una cláusula que respetan los Gobiernos del mundo entero, ningún país neutral, cualquiera que sea, enviaría jamás tras las alambradas a un prisionero evadido.

Por otra parte, según lo que hemos podido saber, los súbditos alemanes internados en la India no han sido repatriados; de modo que devolvernos a la India equivaldría a enviarnos al cautiverio.

No obstante, si nuestra presencia en el Tíbet se halla en contradicción con la actitud general del Gobierno y del pueblo tibetanos con respecto a los extranjeros, nos permitimos hacer notar, tal como Kahc hopcl Se Kuse ho también ha observado por su parte, que durante estos últimos años el Gobierno, tomando en consideración sus profesiones o bien algún otro motivo, ha concedido algunas derogaciones en favor de ciertos extranjeros. Fiados de lo cual, también nosotros creemos poder beneficiarnos con alguna derogación.

Estamos muy agradecidos al Gobierno tibetano por la hospitalidad que nos ha concedido hasta el momento y lamentamos tener que importunarle. Tan solo esperamos que las autoridades se hagan cargo de que, después de cinco años de cautiverio y ahora que hemos logrado llegar al Tíbet y recobrar la libertad, nos sentimos poco dispuestos a reintegramos al campo de concentración.

En consecuencia, rogando humildemente al Gobierno del Tíbet que nos conceda un trato semejante al que los demás países neutrales conceden a los prisioneros evadidos y nos autorice a residir en su territorio hasta el día en que sea posible nuestra repatriación.

P
ETER
A
UFSCHNAITER

H
EINRICH
H
ARRER

Pocos días después, mi enfermedad se agrava y me veo obligado a guardar cama. Aufschnaiter llama a todas las puertas y moviliza a todas nuestras amistades para inclinar la balanza a nuestro favor.

El 21 de febrero se presenta un teniente del Ejército tibetano acompañado por tres soldados. Estos últimos toman posiciones en el patio, de cara a la casa que habitamos. Cortésmente, el oficial nos comunica que se le ha dado orden de conducirnos a la frontera india y nos ruega que estemos preparados para marchar al día siguiente.

Acostado y hundido debajo de las mantas, yo me hallo incapaz de hacer el menor movimiento.

Aufschnaiter me señala con el dedo y pregunta:

—¿Tienen preparada una litera?

Nuestro interlocutor se queda desconcertado, pues la pregunta lo coge de sorpresa. Aufschnaiter, aprovechando rápidamente el azoramiento del oficial, prosigue:

—Pues entonces, ¿cómo piensa usted trasladar a mi compañero?

—Montado en un mulo. El Gobierno pone dos bestias de carga a su disposición.

—Tenga la bondad de decir de nuestra parte a los que lo envían que el Sahib Harrer esta enfermo y no se halla en situación de soportar semejante cabalgada. Si en efecto es imprescindible que salgamos de Lhasa mañana mismo, es indispensable que podamos disponer de una litera.

Turbado por esta inesperada resistencia, el teniente se marcha llevándose a sus acólitos.

Al otro día, por la mañana, y al revés de lo que esperábamos, no se presenta nadie, y se lo participamos a Kabchopa. Suponiendo que todo aquello esta motivado por la desconfianza de la Misión inglesa, que no ve con buenos ojos nuestra instalación en Lhasa, resolvemos eludir aquella dificultad intentando una salida por la tangente.

Aprovechando el momento en que se halla reunido un gran número de personas, Aufschnaiter declara:

—Esta fuera de toda duda que se nos expulsa para satisfacer los deseos de la Misión comercial inglesa.

Le responde un murmullo de aprobación y una serie de cabezazos muy significativos.

—Además, salta a la vista que nuestro amigo Harrer, que sufre dolores agudísimos, no podrá resistir una cabalgada de dieciséis días. Será un verdadero suplicio, y eso no puede exigirse de un humano, por más que se trate de un prisionero de guerra.

Un coro de
«¡A-tsii! ¡A-tsii!»
le responde.

—En ese caso, más valdría dejar la decisión en manos de un médico, por ejemplo, el comandante Gutherie, actual jefe de la Misión inglesa. Propongo, pues, que sea él quien resuelva el caso en última instancia.

El doctor Gutherie, que viene a asistirme, intenta mejorar mi estado con inyecciones, pero en vano; el algodón termógeno que Tsarong me regala me alivia infinitamente más. Por último, un lama me aconseja que haga rodar un palo por el suelo apoyando sobre el las plantas de los pies. Al principio, los dolores son espantosos, pero luego, poco a poco, mis músculos se van distendiendo y al fin puedo dar unos cuantos pasos por el jardín. De momento al menos, satisfecho por el certificado que me ha extendido el comandante inglés, el Gobierno parece haber olvidado lo ilegal de nuestra situación y nos deja en paz.

El primer día del año Fuego-Perro

Da comienzo el Año Nuevo tibetano y yo estoy desesperado por no poder asistir a las fiestas con que se celebran esta fecha. A lo lejos se oye el redoble de los tambores y el sonar de las trompas; Tsarong y su hijo, que cada mañana vienen a verme a mi habitación, me explican la importancia de estas solemnidades: duran veintiún días y en ese período se suspenden todas las actividades para dar lugar a las innumerables ceremonias religiosas que se suceden sin interrupción.

Los magistrados municipales dimiten temporalmente de sus funciones, poniéndolas en manos de los sacerdotes; en el interior del Lingkhor, el «círculo de en medio», los monjes reinan como dueños y señores absolutos. En esta época, el centro de Lhasa muestra una escrupulosa limpieza, mientras que durante el resto del año no es esa precisamente su cualidad dominante. Si los monjes descubren la menor infracción a las leyes que promulgan, por ejemplo un garito clandestino o alguna basura en la calle, el trasgresor se ve inmediatamente sancionado por una soberana paliza y una buena multa. A veces ocurre que el apaleado se les queda entre las manos, pero, en general, el regente interviene entonces y castiga a los responsables.

Así, pues, disfrutamos de una tregua segura y durante veinte días nadie se meterá con nosotros; sin duda, a las autoridades les basta el hecho de que el comandante Gutherie no me haya declarado aún en estado de viajar.

Con todo, juzgamos prudente preparar a escondidas nuestra fuga en dirección a China; lo esencial es que yo recobre el uso de mis piernas.

Cada día me tiendo al sol, cuyo calor va aumentando por momentos en intensidad. No obstante, una mañana descubro con la mayor sorpresa que los tejados, el suelo y las montañas aparecen cubiertos de una uniforme capa blanca; me dicen que es un caso rarísimo en aquella época del año. Incluso en pleno invierno la nieve no dura y al cabo de pocas horas ya no queda ni rastro de ella. A causa de su situación en el centro del continente asiático, Lhasa posee un clima seco, favorecido por la altitud, la fuerte insolación y el aislamiento debido a la presencia de la barrera del Himalaya. Más también, durante la primavera, las inexistentes lluvias se ven reemplazadas por tempestades de arena casi diarias. Entonces, todo el mundo se atrinchera en su casa y procura no sacar en absoluto la nariz al exterior; pero la arena logra penetrar incluso dentro de las casas filtrándose por los intersticios de puertas y ventanas. Los animales, filosóficamente, se vuelven de espaldas al viento y con el mayor estoicismo esperan que cese, para pacer otra vez la corta hierba; innumerables perros vagabundos, que son los que cuidan del saneamiento de la ciudad (pues se alimentan sobre todo de excrementos humanos), se enroscan formando una bola en algún rincón resguardado. Esta época, que dura dos meses, es la más penosa del año.

Las tempestades de arena se levantan puntualmente a primeras horas de la tarde, para terminar al anochecer. De lejos se ve una inmensa columna de arena que se traslada con la rapidez de un torbellino, y el Potala desaparece tras ella como si esta fuese una gran cortina.

Vendedores, paseantes y mirones se apresuran a meterse en sus casas.

Se oyen golpear puertas y ventanas, y cristales que se rompen. Tan sólo se alegran los que poseen un jardín, porque eso significa que el invierno ha terminado y que ya no han de temer las heladas nocturnas. Ya empiezan a apuntar las primeras hierbas junto a los canales de riego. Por la misma época, la gran pradera que se extiende ante la entrada del gran templo, el Tsug Lha Kang, empieza a verdear; se la denomina «la cabellera de Buda», y con cierta dosis de imaginación puede muy bien admitirse este símil al contemplar los millares de hierbecillas que brotan de la tierra.

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