Siete años en el Tíbet (21 page)

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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

BOOK: Siete años en el Tíbet
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En cuanto mis piernas me lo permiten, me arrastro hasta el jardín de Tsarong para examinar los árboles frutales. Todos son muy jóvenes y no han dado nunca fruta. George, el hijo de Tsarong, Aufschnaiter y yo nos dedicamos sistemáticamente a hacerles algunos injertos. Como en el idioma tibetano no existe ninguna palabra para designar esa operación, nuestros amigos le dan el nombre de «casamiento», y esta idea levanta tempestades de risas.

El tibetano se ríe por cualquier cosa, como un niño; basta que alguien tropiece o se caiga, para que todos los espectadores se desternillen de risa; sí, una vez calmado el acceso de risa, alguien hace alusión al incidente dos o tres horas más tarde, las carcajadas estallan de nuevo. Nadie puede zafarse de las burlas, pullas y remoquetes. El menor incidente sucedido a fulano o a zutano se convierte en la comidilla de todo el mundo, sean cuales fueren la condición o el cargo del aludido.

Los folletos y libelos circulan con asombrosa rapidez, dado que allí no se conocen los periódicos. Por otra parte, el tibetano es el primero en hacer burla de sus propias equivocaciones y planchas. Por ejemplo, algunos lhasapas (habitantes de Lhasa) utilizaban los termos como calientapiés, y al enterarse por fin de su error, les pareció tan gracioso que se apresuraron a contarlo a todo bicho viviente, de modo que la historia corrió por toda la vecindad. A veces, cuando alguna canción o algún chiste le parecen al Gobierno excesivamente atrevidos o cáusticos, los prohíbe; aunque esa prohibición es sólo teórica o formularia, pues no se castiga a nadie, por lo que la gente se limita a cantar en voz más baja o a murmurar en vez de contarlo en voz alta. Los obreros y los muchachos y muchachas que se pasean por el Parkhor son los más despiadados y mordaces y a ellos se debe la mayoría de chistes y bromas que corren por la capital.

El Parkhor es el verdadero corazón de la ciudad; los principales comercios y almacenes se abren sobre la explanada que corre junto a los muros del gran templo de Lhasa, y aquél es también el tradicional punto de partida y de arribo de las procesiones y desfiles militares. Cuando se celebra alguna festividad, cada día al atardecer convergen multitud de gentes piadosas hacia el Parkhor; algunos fieles miden con su cuerpo, la distancia que de él los separa, tendiéndose en el suelo y levantándose sin parar. En fin, aquel es también el sitio adonde las mujeres acuden para lucir sus nuevos atavíos, para flirtear y dejarse hacer la corte; a decir verdad, no todas pertenecen a la categoría de las mujeres decentes. Pero el momento de apogeo del Parkhor, centro comercial y lugar de cita de la sociedad y de las comadres, es la época de Año Nuevo.

Tras quince días de convalecencia, ya estoy casi totalmente restablecido y por fin puedo tomar parte en las fiestas, entre las cuales la más importante y curiosa de todas es la del día 15 del primer mes del año.

Para que podamos presenciarla, Tsarone promete hacernos reservar dos plazas en una ventana que da a la explanada. Estas no pueden hallarse, desde luego, mas que en la planta baja, puesto que el Dalai Lama va a asistir a la procesión y esta prohibido contemplar al dios-rey desde lo alto de un primer piso y, con mayor motivo, desde un tejado. Las casas que se construyen en el Parkhor no pueden, en ningún caso, tener más de dos pisos, para no estropear la perspectiva ocultando la vista del paisaje dominado por las moles gemelas del Potala y del gran templo de Lhasa, el Tsug Lha Kang. Con todo, un corto número de nobles están autorizados a levantar sobre el tejado de sus casas una especie de barracones de planchas; pero esto únicamente de modo temporal, pues en cuanto se anuncia la participación del Dalai o del regente en alguna ceremonia, estas edificaciones desaparecen; la orden es rigurosa y a nadie se le ocurrirá el quebrantarla.

La esposa de Tsarong, que tantas veces nos ha demostrado ya su benevolencia, nos sirve de cicerone, dándonos toda clase de explicaciones sobre el espectáculo que va a desarrollarse ante nuestros ojos.

Desde hace varios meses, los monjes trabajan modelando grandes montañas de manteca que esta noche quedaran expuestas en cuanto se ponga el sol. En previsión de esta ceremonia, los funcionarios que detentan altos cargos y los ciudadanos más ricos encargan en los monasterios las torma, imágenes de dioses o representaciones de flores ejecutadas exclusivamente en manteca. En cada convento, los monjes especializados esculpen y modelan estatuas y motivos ornamentales sirviéndose de mantecas de colores. El buen gusto, el talento y la minuciosidad se conjugan para producir verdaderas obras de arte. Un maderamen de varios metros de altura constituye el armazón de estas construcciones, y en cuanto se pone el sol, se juntan las figuras y ornamentos que formaran el edificio definitivo.

Las formas son tan caras, que a menudo se juntan dos o tres familias nobles para ofrecer una colectivamente. Las personas de gran fortuna (Tsarong entre otras) tienen a gala costear por sí solas su torma, pues la riqueza de la ornamentación demuestra la opulencia y poderío del donante. Las torres policromas, conos gigantescos y brillantes, se alinean en el Parkhor, ocultando las fachadas de casas y templos.

El Gobierno concede un premio a la más bella construcción de manteca, y el honor recae no sólo sobre el personaje que la ofrece, sino también sobre el monasterio donde se hizo. La esposa de Tsarong declara que, desde hace veinte años, los monjes del monasterio de Gyu han salido vencedores en todos los concursos.

La multitud se apiña ante las tormas, admira, compara y hace cálculos sobre las probabilidades de unas y otras.

Después del crepúsculo se oyen resonar tambores y charangas.

El gentío abre calle a los soldados que llegan y forman un cordón para contener a los espectadores; estos se apretujan con la espalda contra las casas. Entonces se encienden millares de farolillos que pueblan la noche con sus puntitos luminosos. La luna llena se va elevando en el cielo; toda la gente tiene los ojos fijos en la puerta del Tsug Lha Kang, pues, de un momento a otro, el dios-pontífice va a hacer su aparición apoyándose en los brazos de dos abades. De pronto, los espectadores se inclinan hasta el suelo y, de no ser que no queda espacio suficiente, todo el mundo se arrojaría de bruces entre el polvo. Nadie se atreve a mirar al hombre-dios. El joven Dalai avanza lentamente y viene a detenerse ante las figuras de manteca, a las que contempla unos momentos, antes de ponerse en marcha a la cabeza del cortejo. Formando parte de el, en el lugar que le corresponde según su categoría, pasa también nuestro amigo Tsarong, el cual, como todos los nobles, sostiene un bastoncillo de incienso.

A continuación vienen las autoridades religiosas y civiles. Reina un profundo silencio, roto de vez en cuando por los sones de las bandas monacales. Los instrumentos son trompetas, tubas, címbalos y salterios. Nos rodea un singular ambiente, extraño e irreal, que nos arrebata: a la luz de miles de farolillos, las tormas parecen cobrar vida, mientras las plegarias murmuradas por cientos de labios se elevan como una melopea. Ocultos tras la ventana, Aufschnaiter y yo somos testigos del estremecimiento de emoción que sacude a la muchedumbre en el momento en que el dios-rey pasa a nuestra altura.

Por más que me diga que el Dalai Lama no es mas que un niño, este marco nos subyuga. Ya sea en un lugar o en otro, late intensa, absoluta, todopoderosa, hace prodigios, y ese espectáculo del fanatismo que me rodea me arrebata a pesar mío. No tengo mas que cerrar los ojos, aspirar el perfume que se desprende de los pebeteros y de los incensarios, para creerme transportado a otros climas y parajes.

Una vez terminado el desfile, el Buda Viviente y su cortejo desaparecen en el interior del Tsug Lha Kang; los soldados se reagrupan y la multitud se desborda, rompiendo todos los diques. Se da libre curso al fanatismo religioso, y las personas que hace tan sólo unos minutos se inclinaban con la más viva piedad, se transforman en verdaderos posesos, víctimas de la histeria colectiva de las multitudes: giran, aúllan y se revuelcan por el suelo, con los ojos fuera de las órbitas y dando palmadas.

De súbito, y sin saber cómo, aparecen los dob-dob, lanzándose con sus garrotes en alto a mantener a los alucinados lejos de las torma. Los dob-dob, monjes soldados, armados con látigos y bastones, son los encargados del orden durante las ceremonias religiosas.

De una brutalidad sin igual, golpean sin mirar a quien, derribando indistintamente a hombres y mujeres. Por otra parte, los fieles casi parecen disfrutar provocando los golpes, y se diría que la paliza constituye para ellos como una suprema recompensa; entre tanto, las antorchas encendidas caen por el suelo, se oyen gritos de dolor y los alaridos de un hombre pisoteado dominan incluso a los sones de las trompas y las tubas.

A la mañana siguiente me entero de que ya se han llevado las torma. En el Parkhor vuelve a reinar la tranquilidad y de nuevo se abren los comercios; se ha hecho fundir la manteca de que estaban formadas las estatuas, que en adelante servirá para alimentar las lámparas de los templos.

Atraídos por las fiestas de Año Nuevo, han venido a Lhasa muchos tibetanos originarios de la parte occidental del país, los cuales, al enterarse de que nos hallamos en la capital, vienen a visitarnos para reanudar nuestra anterior amistad. Nos traen carne desecada, especialidad de su región, y nos dicen que los funcionarios de los distritos por donde pasamos han sufrido represiones y a algunos hasta se les impusieron multas. No obstante, parece que nadie nos lo reprocha, y de ello tenemos la prueba el día que nos tropezamos con un
bönpo
al que conocimos dos años atrás.

Lejos de guardarnos rencor, se alegra sinceramente de encontrarnos sanos y salvos en la capital.

Sin embargo, este año se produjo un accidente durante las fiestas: dos hombres se mataron en el Parkhor mientras levantaban un enorme mástil, y en toda la ciudad no se habla de otra cosa.

En efecto, en cuanto se ha hecho la proclamación del nuevo año, en el paseo de ronda que circunda el recinto se levanta una especie de pirámide formada por troncos de árboles atados entre sí.

Como en los alrededores de Lhasa no hay ningún bosque, cada tronco ha de traerse de muy lejos y, cosa increíble, el transporte se realiza a espaldas de hombres, a razón de veinte culis por árbol.

Una vez fui testigo de una de esas conducciones: veinte hombres, con una cuerda atada a la cintura, arrastraban un tronco inmenso por un camino pedregoso y, mientras cantaban una lenta melopea, iban avanzando todos al mismo paso.

Los pueblos que se hallan en el itinerario facilitan la mano de obra y los porteadores satisfacen así una parte de sus impuestos, como los siervos de la Edad Media.

Los tibetanos han sabido copiar de los chinos varias cosas útiles; pero, en cambio, el Gobierno de Lhasa se opone enérgicamente a la introducción de vehículos de ruedas en su territorio. Más adelante pude comprobar que, hace dos o tres siglos, los vehículos rodados se empleaban en el Tíbet, pero que después, tanto el uso de la rueda como el del timón parecían haberse perdido. En efecto, mientras estuve dirigiendo los trabajos de rectificación del curso de algunos ríos, encontré a menudo, esparcidos por el campo, bloques de piedra de muchas toneladas de peso, que antaño se trajeron de canteras que distaban varias decenas de kilómetros. Ahora bien, su transporte resultaba imposible sin vehículos de ruedas, pues el terreno lo impide, y hoy día los culís dividen en pedazos esos enormes bloques venidos de lejanas canteras, para utilizarlos en el mismo lugar en que se hallan.

El Tíbet posee un grandioso pasado histórico, como lo prueba el obelisco de piedra, que data del año 763 después de Cristo, alzado para conmemorar las victorias conseguidas contra los chinos.

Después de llegar hasta las mismas puertas de la capital del imperio, el ejército impuso sus condiciones, estipulando que China entregara al Tíbet, en señal de sumisión, el tributo anual de cincuenta mil cilindros de seda. Poco a poco, de guerrero que antes era, el Tíbet fue inclinándose hacia la mística. ¿Se sentirá tal vez más feliz al haber perdido sus virtudes marciales? El Potala, que es un templo pero también una fortaleza, data precisamente de aquella época. Un día, al preguntarle a un cantero que trabajaba a mis órdenes por que sus compatriotas no construían ya monumentos análogos a los que edificaron sus antepasados, me respondió, en un tono que no admita replica:

—¡Pero si el Potala es obra de los dioses y no de los hombres! Los espíritus vinieron y lo construyeron en una noche. ¡Los hombres no habrían podido construir nunca semejante maravilla!

Tal vez fue a causa de un razonamiento análogo, por esa total ausencia de ambición y esa negación del progreso, por lo que el Tíbet renunció al uso de la rueda, prefiriendo atenerse al ancestral sistema de transporte.

Una vez llegados a Lhasa, los troncos se reúnen formando un enorme haz, sostenidos entre sí por correas de cuero de
yak
, y se empavesan con un largo gallardete de veinte metros de altura, sobre el cual están pintadas las plegarias sacadas de los libros santos. Contrariamente a los mástiles que se usan en Europa y en los que la bandera se pone en el extremo superior, en el Tíbet el gallardete se fija paralelamente a lo largo del mástil que lo sostiene, desde la punta hasta la base.

Este año, el pesado andamiaje se hundió, matando a dos obreros e hiriendo a otros tres. Esto es un mal presagio, y todo Lhasa se echa a temblar pensando en el porvenir. Se teme que ocurra alguna catástrofe: una inundación o un terremoto; algunos llegan a decir que se aproxima una guerra con China. Incluso los tibetanos educados en las escuelas inglesas, en la India o en otros países, están aterrados por aquel suceso. Con todo, por muy supersticiosos que sean, los responsables conducen a los heridos no a sus lamas, sino a la Misión comercial inglesa, donde, al cuidado de un médico europeo, hay siempre diez camas preparadas para casos de urgencia. Cada mañana puede verse una larga fila de pacientes a la puerta de la Legación, y por la tarde el comandante Gutherie efectúa las visitas a domicilio. Los monjes toleran en silencio estas actividades, pues, por un lado, conocen los éxitos del comandante en el tratamiento de las enfermedades, y por otro, no ignoran tampoco que Inglaterra es una potencia con la que hay que contar. En el Tíbet hallarán trabajo infinidad de médicos, pues el comandante Gutherie y su colega chino agregado a la Legación de su país son los únicos en un territorio que cuenta aproximadamente con tres millones y medio de habitantes.

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