Siete años en el Tíbet (19 page)

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Authors: Heinrich Harrer

Tags: #Biografía, Ensayo, Referencia

BOOK: Siete años en el Tíbet
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Si algún día el y los que como el piensan llegan al poder, una revolución radical trastornara las costumbres y el modo de vivir del Tíbet.

Sin interrumpir su discurso, Kabchopa escupe de cuando en cuando para aclararse la voz y, cada vez, un criado que sostiene una escupidera de oro se precipita hacia su amo. Esto no es ninguna cosa insólita, pues en Lhasa en todas las reuniones se ponen ante los invitados unos recipientes reservados para este fin. Aturdidos por la elocuencia del ministro procuramos abreviar la visita y nos retiramos deshaciéndonos en expresiones de agradecimiento. En la antesala, una multitud de pedigüeños, llevando cada uno un regalo, esperan humildemente ser recibidos por Su Excelencia el ministro.

El monje-ministro, que reside en el Lingkhor (camino de peregrinaciones, de ocho kilómetros, que rodea la ciudad de Lhasa), nos recibe con más sencillez. Ya no es joven y luce una barbita blanca de la que se muestra muy orgulloso. (La barba es, en efecto, una cosa verdaderamente excepcional en Lhasa.) Por lo demás, es un hombre de esclarecido talento, pero que se expresa de modo muy semejante a sus colegas. Se llama Rampa y es de los pocos funcionarios eclesiásticos de origen noble.

La situación internacional parece causarle honda inquietud, porque nos hace toda clase de preguntas acerca de las intenciones de la política rusa. Según nos explica, en unos viejos libros ha hallado esta profecía: una gran potencia del Norte llevara la guerra al Tíbet, destruirá la religión y tratara de imponer al mundo su hegemonía…

La última visita es para Punkhang, el más anciano de los miembros del Consejo, el cual nos recibe al lado de su esposa. Según es costumbre, se halla en un sitial más elevado que el de esta, y, sin embargo, se adivina inmediatamente que no es el sino ella la que manda, e incluso apenas si le deja meter baza en la conversación; además, Punkhang tiene la desventaja de una fuerte miopía que le obliga a usar lentes. Nos explica que su defecto es para el un constante motivo de preocupaciones durante las fiestas o ceremonias oficiales. Como a los lentes se les considera un «producto de inspiración extranjera», a los funcionarios les esta prohibido usarlos en público; no pueden hacerlo mas que en privado, y aún esto no significa mas que una simple tolerancia y no una autorización.

Punkhang es el único que disfruta de una derogación, por un especial favor del decimotercer Dalai Lama, pero esta no es válida mas que durante las «horas de oficina».

El hijo del ministro esta casado con una princesa del Sikkim, una de las más bellas mujeres asiáticas que he conocido. Se educó a la europea y ha sido la primera que se ha negado a casarse además con sus cuñados. La joven esposa, cuyo marido es gobernador de Gyangts, me parece muy digna de lástima, pues su inteligencia y su cultura no pueden expansionarse en un ambiente tan retrógrado.

Resueltamente progresista, estoy convencido de que, de tener la posibilidad, habría sido capaz de luchar por la obtención de la igualdad de derechos para la mujer tibetana.

Como pertenece a una familia que cuenta entre sus miembros a un Dalai Lama, Punkhang se muestra orgulloso de su estirpe y se empeña en enseñarnos su oratorio particular. Entre las numerosas estatuas que en el se encuentran, hay una que nos enseña con evidente satisfacción: la del dios protector de su hogar. Antes de despedirnos, también a el le pedimos que nos ayude a obtener la autorización de residir en el Tíbet, y, lo mismo que sus colegas, nos confirma sus buenas disposiciones con respecto al asunto.

No obstante, a pesar de todas estas protestas de amistad y simpatía, vivimos en una penosa incertidumbre. Aufschnaiter y yo conocemos ya lo suficiente a Asia y a sus habitantes para saber que el «no» no tiene el mismo sentido que entre nosotros y que el «sí» no significa a menudo nada de afirmativo. De modo que por temor a la extradición en el caso de que sea rechazada nuestra solicitud, hacemos una gestión cerca del encargado de negocios de la Legación china. Nos recibe con la refinada cortesía de sus compatriotas y le preguntamos si, llegado el caso, su Gobierno querrá concedernos autorización para residir y trabajar en su país. Nos promete transmitir por radio nuestra petición.

En los días siguientes, al azar de nuestros paseos por la capital, algunas personas nos abordan haciéndonos preguntas que nos ponen en guardia. Entre ellas, un chino nos saca una fotografía, y este hecho, verdaderamente insólito en la ciudad santa, despierta nuestros recelos. Poco a poco vamos enterándonos de que hay muchas personas encargadas de informar al extranjero sobre nuestras idas y venidas, pues si bien los ingleses están convencidos de que somos inofensivos, otras naciones nos atribuyen intenciones subversivas y ambiciones desmesuradas. En realidad, no aspiramos mas que a una cosa: obtener el derecho de asilo y trabajar en paz, en espera de poder volver a nuestro país.

La ociosidad a que nos vemos sometidos y las numerosas visitas que se suceden constantemente empiezan a pesarnos y se hace indispensable un poco de ejercicio. Curioseando por la ciudad, descubrimos un campo de baloncesto. Aunque estamos aún en febrero, en Lhasa ya se inicia la primavera. La ciudad se halla más cerca del Ecuador que El Cairo, por ejemplo, y, dada la altura de 3.700 metros, la insolación es tan fuerte que durante el día no hace nada de frío, ni siquiera en pleno invierno. Junto con algunos muchachos tibetanos y chinos formamos dos equipos y nos dedicamos al baloncesto. Todavía más que ese deporte, lo que se lleva todas nuestras simpatías es una instalación de duchas (la única de la capital), por más que utilizarla cueste un ojo de la cara: ¡diez rupias! Esta tarifa exorbitante tiene su explicación, pues para calentar el agua el propietario emplea boñigas de
yak
desecadas; es el único combustible que puede encontrarse en la ciudad y ni siquiera resulta demasiado fácil conseguirlo. El precio de una ducha equivale exactamente al de un cordero.

Nuestros compañeros de juego nos explican, no sin cierto pesar, que algunos años atrás Lhasa contaba con diez equipos de fútbol reclutados entre la juventud local. Los partidos fueron celebrándose sin interrupción hasta que un día, durante uno de ellos, se abatió sobre el campo una tempestad de granizo. El regente aprovechó inmediatamente aquella circunstancia para prohibir los encuentros, con la excusa de que el granizo había sido enviado por los dioses que manifestaban así su desaprobación. Por mi parte, sospecho que la Iglesia lamaísta, alarmada por el creciente éxito de las competiciones, quiso destruir en embrión una posible competencia, pues hasta los monjes de los grandes monasterios de Sera y Drebung asistían ya a los partidos.

Interesado por esa historia, muy original cuando menos, aprovecho la ocasión para preguntar a mis interlocutores si es cierto que existen lamas capaces de evitar las tormentas o de provocar la lluvia.

Mi pregunta les sorprende mucho, ¡tan evidente les parece la cosa!, y uno de ellos me hace observar:

—Al ir por el campo, ¿no té has fijado en los montículos de piedras coronados por una copa? Cuando se acerca el mal tiempo, se queman en ellas unos bastoncillos de incienso. Un lama conjura a los dioses, y estos atienden su suplica.

Esta creencia se halla tan extendida, que algunos pueblos tienen su «hacedor del tiempo», un monje que a son de trompa dispersa las nubes que amenazan.

Para reforzar su argumentación, los muchachos me cuentan un caso que se remonta al reinado del decimotercer Dalai Lama.

Este había contratado al más famoso «hacedor del tiempo» del Tíbet para proteger su jardín de verano, pero el granizo había demostrado poder más que los sortilegios, destruyendo manzanas, peras y flores. Llamado a justificarse ante su amo, el desventurado lama se vio en la precisión de realizar en el acto algo extraordinario, so pena de ser despedido. El mago cogió un colador y le preguntó al Buda Viviente si el hecho de impedir que el granizo pasara a través de los agujeros bastará para evitarle el despido.

Una vez el monarca hubo respondido afirmativamente, el hombre puso manos a la obra. El experimento tuvo éxito e instantáneamente el mago recobró la confianza de su soberano. Sea cual fuere el procedimiento empleado, hay que reconocer que el resultado era convincente.

Seguimos sin saber a que atenernos en cuanto a nuestra suerte y no cesamos de preguntarnos que podríamos hacer para ganarnos el pan de cada día; afortunadamente, el ministro de Asuntos Exteriores nos abastece de
tsampa
, harina, manteca y té. Además, en la tarde del día 12 de febrero, un joven noble viene a visitarnos. Dice que le envía su tío, el omnipotente ministro Kabchopa, el cual le ha encargado de entregarnos quinientas rupias.

Tsarong nos ofrece hospitalidad

Hace ya tres semanas que disfrutamos de la hospitalidad de Thangme y su esposa, y, deseosos de no seguir siendo una carga para ellos, aceptamos el ofrecimiento del rico Tsarong, hijo del director de la Casa de la Moneda, el cual se ofrece a alojarnos en una de sus numerosas casas. No por ello olvidamos a los que primero nos hospedaron, y la firme amistad que con ellos nos une no ha de sufrir alteración durante toda nuestra permanencia en Lhasa.

En el nuevo domicilio disponemos de una gran habitación con el suelo cubierto por gruesas alfombras; su mobiliario lo componen dos camas europeas, una mesa y varias sillas. Una puerta da a un cuarto de aseo que posee incluso retrete, aunque de un sistema muy primario. Esto constituye un lujo sin precedentes, pues la instalación de que disponemos es única en su genero en todo el Tíbet.

Cada mañana vamos por turno a la cocina a buscar el agua caliente, porque estamos firmemente decididos a no depender de la servidumbre.

La cocina se encuentra a unos veinte metros de distancia del edificio principal; en el centro de una habitación situada en la planta baja y sobre el suelo de tierra apisonada se alza una enorme estufa de arcilla, en la que el fuego arde día y noche. A la hora de preparar las comidas, un hombre aviva el fuego con un fuelle de piel de cabra, semejante a los que en nuestras tierras se emplean en las fraguas. En estas altitudes, las porciones de excrementos de
yak
desecados que se usan como combustible arden mal y por eso hay que atizar la llama con esta corriente de aire artificial. En la cocina de Tsarong están empleados varios cocineros; uno de ellos ha aprendido el oficio en el mejor hotel de Calcuta y conoce a la perfección los platos europeos.

Los asados son su especialidad, pero donde su arte hace maravillas es en la pastelería. Otro ha vivido varios años en China, iniciándose en aquella cocina. En cambio, las mujeres no están allí mas que como auxiliares y son las que cuidan de que el té se conserve siempre caliente.

El tibetano comienza el día con una taza de té con manteca y lo acaba de igual modo; cualquier ocasión es un pretexto para tomar su bebida favorita. Según dicen, algunos llegan a beberse hasta cien tazas diarias, aunque no acabo de creerlo, por más que la tetera humea en todas las casas a todas las horas del día y que rechazar la bebida nacional constituye una imperdonable descortesía.

Las comidas se hacen, la una, a las diez de la mañana, y la otra, después de la puesta del sol. El almuerzo lo tomamos solos en nuestra habitación, pero a la noche cenamos en compañía de Tsarong y de toda su familia reunida en torno a la gran mesa. El gran número de platos favorece la conversación, y todo el mundo tiene oportunidad de comentar los sucesos del día. Después de la cena pasamos todos a la sala de estar, donde escuchamos la radio fumando cigarrillos.

No hay más que dar la vuelta a un botón para escuchar todas las emisoras del mundo, pues allí no existen los parásitos. Además del aparato de radio, Tsarong tiene varios fonógrafos, maquinas de retratar, cámaras de cine y prismáticos. Una noche, nos deja estupefactos enseñándonos un teodolito. Posee también infinidad de libros en varios idiomas occidentales; la mayoría de ellos le fueron regalados por europeos que vinieron a Lhasa, a casi todos los cuales había hospedado en su casa.

Aun cuando Tsarong ya no forma parte del gabinete ministerial, su influencia es considerable, y, cada vez que se plantea algún problema delicado, se tienen muy en cuenta sus opiniones. El único puente metálico del Tíbet es una muestra del espíritu innovador de Tsarong, pues el fue quien tuvo la idea de hacerlo construir.

Después de importarlo de Inglaterra, fue desmontado al llegar a la India y trasladado pieza por pieza hasta el Techo del Mundo a lomos de
yak
… y de hombre, antes de proceder a montarlo en su sitio. El favorito del anterior Dalai, que es un típico self made man, posee unas cualidades y una inteligencia que en cualquier país le habrán conducido a la cúspide de los honores. Su hijo, educado en la India, ha conservado su nombre de pila inglés, George, y es un fotógrafo de talento. Una noche nos da la sorpresa de proyectar, en honor nuestro, una película tomada por el mismo. Se ha procurado un generador que le suministra la corriente necesaria para la proyección. Uno casi se olvida de que estamos en Lhasa; pero la realidad recobra pronto sus derechos: el motor se para y yo tengo que intervenir.

Pasamos los días deambulando por la ciudad, procurando recoger el mayor número posible de impresiones, y las veladas las pasamos reunidos con Tsarong y sus numerosos invitados; todo lo cual es tanto más aprovechado cuanto que, en el fondo, tememos siempre que ese momento de respiro sea de corta duración. Ningún indicio nos autoriza a imaginar que decisión será la que se tome en definitiva con respecto a nosotros; sin embargo, algunas alusiones que se hacen en nuestra presencia son demasiado claras para no suscitar nuestra desconfianza. Por ejemplo, en varias ocasiones nos cuentan el caso de un profesor inglés que había solicitado del Gobierno el permiso para abrir una escuela en Lhasa. Una vez en posesión de un contrato en toda forma y cuando se disponía ya a poner por obra sus proyectos, la sorda oposición de los monjes le obligó a renunciar, y seis meses después, desengañado, abandonaba el país.

Todos los días hacemos varias visitas de cortesía, lo cual nos permite conocer más a fondo a los habitantes de la capital.

En especial, podemos observar una cosa: el tiempo no cuenta y nadie se fatiga por exceso de trabajo, muy al contrario. Los funcionarios y hasta los simples empleados de los ministerios y oficinas gubernamentales salen de sus casas muy avanzada la mañana, se van a sus empleos y vuelven a salir a primera hora de la tarde. Si algún amigo los espera, o si los retiene algún quehacer urgente, con facilidad encuentran quien los sustituya: les basta avisar a un compañero de trabajo.

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