—Es la pena, que nos tiene alterados. —Dolors ha intentado justificar el arrebato, compungida.
Al levantarse, la detective ha preguntado:
—En su testamento, ¿tienen ustedes algo que rascar?
—¿Nosotros? —Permanyer ha dejado escapar una mueca de despecho, de inmediato borrada porque Dolors le ha apretado la mano—. No sé, algo. Puede. No creo.
—Algún detalle sí que habrá tenido —le ha reemplazado la mujer—, porque, ya le digo, generoso sí que lo era. Lo que pasa es que el testamento aún no se ha hecho público. Pobre señor Laclau… Cada vez que pensamos en lo que le sucedió, la emoción nos trastorna. ¿Verdad, Alfons?
Y se seca los ojos con el pañuelo.
—¿Les preguntaste por el astrolabio?
—No sueltan prenda —responde Diana—. Y tú a Roxana, ¿le sacaste algo acerca del testamento?
—No. Cambió de conversación y me agarró el muslo con la mano, por si quieres saberlo.
—Le habrás dicho que estás casado. —Sonríe ella.
—Ni una palabra. —El inspector le enseña el anular, desnudo de alianza—. Querida, nos encontramos encerrados en un viejo vapor del siglo
XIX
, en medio del Nilo y a merced de una excéntrica mujer libidinosa y de una misteriosa viuda. ¡Cada uno de nosotros deberá utilizar las armas de que dispone!
Dial constata un gesto de admiración:
—Te estás divirtiendo.
—Como un loco. ¿Y tú?
La hamaca del policía, cercana, no lo está tanto como para que la detective pueda propinarle uno de sus amistosos codazos. Pero esboza el gesto y el otro lo capta, contrae el costado, se ríe.
—¿Sabes qué opino? —Fattush cruza los brazos bajo su cabeza y contempla, satisfecho, el firmamento.
—Que tiene razón Permanyer cuando afirma que esto es un burdel —replica Dial.
—Yo no lo expondría así. Un literato cursi afirmaría que las estrellas que ahora vemos nos amparan o nos vigilan desde lo alto. Pero cualquier astrónomo nos diría que hace millones de años que muchas de ellas se extinguieron, y que sólo nos alcanza su reflejo.
—¿Un mundo desaparecido, una reliquia colonial? —A Diana no le cuesta seguir los argumentos de su amigo. A él le ocurre lo mismo.
—Toda esta pompa, con miembros del servicio encerrados en sus camarotes, y saliendo justo a tiempo para atender a sus amas… Por no hablar del propio barco, cuyo
atrezzo
teatral puedo entender por razones de interés turístico, como entiendo (aunque si fuera un egipcio normal, de la calle, no creo que me gustara) esa parafernalia que rodea el Nilo en los puntos de atracción, escondiendo la amarga realidad. Pero ¿quién soy yo para quejarme? Los libaneses somos maestros en el arte de la ocultación mediante envoltorios vistosos. ¿Sabes? Me parece que el nudo del asunto, el auténtico misterio, no lo constituye el asesinato de Oriol Laclau. Lo que me intriga es que nadie haya acabado todavía con toda su familia y lo que representan.
Diana saca de su bolsa el Moleskine rojo y un bolígrafo con linterna. Repasa sus notas.
—Es pronto para sacar conclusiones —reflexiona—. Nos quedan los peces más importantes por interrogar. El médico, Roxana, tu sospechosa viuda, el cantante teñido, el señor Indiana Jones. ¡Y también Ismail! Mañana les atacaré, a él y a Laia. Y está Claudia, creo que sería mejor que te encargaras de ella. Se te dan muy bien las mujeres maduras.
—Lo tomaré como un piropo —acepta Fattush, con su sorna habitual—. Más vale que nos pongamos a trabajar de firme. Roxana ha dado órdenes de navegar con lentitud para compensar que no nos detendremos a ver templos. No es que a mí me importe.
—A mí tampoco —coincide Diana—. Bastantes ruinas tenemos a bordo.
Se sonríen con complicidad.
—Mataría por una copa —susurra ella.
Sin decir nada, Fattush realiza un gesto muy libanés: le guiña los ojos, a la vez que saca de debajo de su manta una botella de Macallan y vasos de papel.
Diana pega un respingo.
—¡Joder! ¿Has sobornado a un camarero?
—Sólo para los vasos. El whisky procede de La Cigàle, lo compré para ti antes de venir. Espero que te guste, es un doce años.
—Para estar a tono con el ambiente debería tener doce siglos…
Brindan silenciosamente.
—¿Echas de menos Beirut? —pregunta el hombre.
—A veces. Todo está aquí.
Y señala ese lugar en donde la gente suele tener el corazón.
—¿Te tratan bien? ¿Estás contenta?
Joy intenta poner orden en el camarote de Diana antes de que su patrona lo abandone para desayunar. No se fía del servicio de limpieza del
Karnak
, aunque a Dial todo el mundo le parece muy competente. Mientras la filipina recoge ropa, la dobla y la coloca en el armario, la detective entretiene a Yara con un sonajero. La niña patalea en la cesta, que Joy ha depositado en la cama, embutida en un buzo de lana que tiene campanillas cosidas hasta en los pies. A sus cuatro meses es muy nerviosa, por lo que el ruido del sonajero, que Diana sacude con entusiasmo, queda ahogado por el tintineo que el bebé produce al moverse.
—¿No va demasiado abrigada?
—El Nilo es traicionero, Ahmed lo dice. Te asas a mediodía, pero corre un frío…
—Eso es porque estamos al sur, que es de temperaturas extremas, según la hora. —Dial acaricia la frente de Yara y ésta se echa a reír. Es simpática como su madre.
Le gusta tener de nuevo a Joy a su servicio. Su cabellera negra, a la que se habituó en Beirut sin concederle importancia, hoy le parece una bendición, un símbolo.
—¿Qué tal te llevas con las otras chicas? —inquiere.
—¿Halima y Tabia? Bien, son buena gente, aunque muy sumisas, en mi opinión. No se atreven a criticar a las amas; cuando lo hacen, bajan la voz, y además sólo hablan egipcio, menos mal que me he acostumbrado con Ahmed. Mi marido dice que el árabe egipcio es mejor que el libanés. Vamos, que es el árabe que cuenta.
—En eso tiene razón. Mira, mira, mira, mira… —asiente Dial, mientras agita el sonajero llamando la atención de la nena, y ésta da patadas en el aire.
—Pues yo lo encuentro muy duro, el árabe egipcio. De todas formas, son buena gente, ya le digo. El más estirado es Haggar, y de él sí que cuentan cosas… Me han dicho que, de todo el servicio, el nubio es el que conoce mejor los secretos de la familia.
Diana tuerce la cabeza.
—Supongo que Roxana se los cuenta en la cama… Guapa, no estaría mal que sonsacaras un poco a ese chico. Que te haga de canguro una de las doncellas, y dedícale al muchacho un rato, una caída de ojos y otra de melena. Debe de estar de los michelines de mi amiga hasta los bombachos.
El teléfono, contemporáneo del señor Bell, que figura sobre la consola, lanza varios timbrazos que se unen al concierto de campanillas y sonajero.
—Atiendo yo, cuida tú de Yara —ordena Diana.
Descuelga. Monosílabos.
—Sí, sí. Sí.
—Es Roxana. Quiere que desayune con ella, en su camarote. Anda, ayúdame a elegir qué ponerme.
La suite Agatha Christie se encuentra pegada al camarote de Diana, de cara a la proa, en la cubierta de estribor. Dado su estatus superior, el resto de los pasajeros no suele acercarse a curiosear; sólo acceden al recinto los miembros de la tripulación que, discretos, realizan sus tareas de limpieza, así como el personal de servicio que atiende a Lady Roxana. Antes de reunirse con su amiga, la detective aprovecha esta oportunidad de permanecer a solas en la proa, sin barreras entre ella y el Nilo, que se desliza bajo el vapor con lentitud y docilidad, abriéndole un camino recorrido miles de veces.
Un cielo blanco, de postal antigua, con cenefas de nubes rosadas y las ya familiares palmeras de todos los tamaños, acompaña el placentero avance del
Karnak
. Diana es consciente de que éste es su primer y último viaje por el Nilo en tan especiales circunstancias, y todo su ser absorbe las sensaciones que el lugar le envía. Observa las reses que, desperdigadas, pacen en la orilla, y al hombre en galabeya gris que, desde una esbelta faluca, lanza sus redes, dueño de su oficio y de su tiempo, y posiblemente con una caterva de hijos que alimentar. Una bandada de ibis se abalanza intermitentemente sobre el agua para picotear su desayuno.
Así de absorta se halla Dial cuando la puerta de la suite se abre y Haggar, con el
tarbush
en una mano y remetiéndose un faldón de la blusa de seda con la otra, aparece en cubierta casi violentamente, como si alguien le hubiera empujado desde dentro. El muchacho, ajeno en principio a la presencia de la investigadora, expresa un doloroso hastío en el pliegue de sus labios, que se torna en deferente sonrisa —con ese automatismo nativo que a Diana también le resulta doloroso: recuerda quién eres— en cuanto la descubre.
—La señora la espera. —Inclina la cabeza, ya con el
tarbush
encajado. Vacila—: No se encuentra muy bien…
Y dobla hacia la cubierta de babor, pasando por delante de la suite Lady Duff-Gordon. Diana imagina que la viuda todavía duerme, o quizá se encuentre ya en manos de sus doncellas, bañada y manipulada como un bebé, como Yara.
Por puro trámite, golpea con los nudillos la puerta, que Haggar ha dejado sin cerrar, y entra con un animoso «¡Buenos días!» a punto de salir de su boca. Se le hiela el saludo ante el espectáculo que el interior le ofrece, y no sólo porque la suite, rodeada de cristaleras que dan al río, constituye en sí misma una coreografía digna de admiración y de envidia: los camarotes normales carecen de vistas al Nilo, ya que las persianas de sus ventanucos nunca se abren. Lo que deja sin habla a Diana es que, en la cama monumental, hecha un ovillo y agitada por sincopadas sacudidas, se encuentra una criatura que a Diana le cuesta identificar.
—¡Él me obligó! —solloza la cosa, es decir, Roxana—. ¡Decía que lo encontraba sexy, al estilo de las cortesanas del antiguo Egipto!
Con el cráneo mondo como una bola de billar, y el aspecto de un perro de Valentino inflado como un globo y en kimono, la mujer llora inconteniblemente y tiende sus brazos hacia Diana, que se apresura a sentarse a su lado y a pasarle un brazo por los hombros.
—Vamos, vamos. —Le acaricia la cabeza: es una tentación irresistible, concede la detective, aunque tenga poco que ver con el erotismo—. ¿Quién te obligó? ¿A qué?
—Quiso que me rapara. Ese traidor. Ese mal hombre. —Extrae un pañuelo de papel de la caja que tiene a mano y se suena, algo más calmada—. Ese chantajista, ese asesino. Ese donjuán.
—¿Hadi Sueni?
Asiente la otra, a punto de caer en una nueva convulsión emotiva. Perpleja, Diana busca una frase hecha en el hatillo de sus tópicos de emergencia. Pero le sale sin entusiasmo, en forma de interrogante, como si se preguntara a sí misma por la verosimilitud de la afirmación.
—¿Todos los hombres son iguales? —Rectifica y afirma, animosa—: Todos los hombres son iguales. Deberías saberlo.
—Tienes razón. Yo… Yo era una joven viuda indefensa, cuando sucumbí a sus encantos. Treinta y, ejem, pocos años, una niña, sobre todo para la época, a finales de las ochenta décadas, ya sabes, cuando llevábamos aquellas hombreras… ¡Y él! Todavía no iba vestido como ahora, pero te puedes imaginar, qué prestancia, qué exotismo. No es por nada, pero el pobre Plàcid había sido muy buen político y muy buen marido, y paraba poco en casa, pero no estaba precisamente como un tren, que decíamos entonces. Cuando mi hermano me presentó a Hadi en una de las expediciones en que participó… Por entonces tampoco era el gran mandamás de las antigüedades, pero ya sonaba como futuro encargado del plató de Giza, y tenía mucha mano con la mujer de Mubarak; me pregunto si estuvo liado con ella… Ah, era un seductor nato, sigue siéndolo. Me llevó una noche a ver la Esfinge, solos a la luz de la luna. El resto te lo puedes imaginar.
—¿Y el afeitado? —pregunta Diana, curiosa.
—Eso vino después, en otro viaje. Me lo suplicó, me dijo que le excitaba. ¿Qué podía hacer yo? Antes, me ayudó en las gestiones para quedarme con la villa de Luxor, por un precio que no te lo podrías creer. No lo conté en Barcelona para que a mis amigas no les diera por venir también a instalarse aquí, con lo barata que es la vida… El caso es que, con la villa a nuestra disposición, entonces Luxor no era lo que ahora, cuatro gatos y podías hacer lo que te daba la gana, sacabas un dólar y… Ahora, por menos de veinte no se te bajan al pilón. Pero bueno, que aquello sí que era vida. Con la excusa de los templos, Hadi estaba siempre en casa. ¿Cómo no me iba a afeitar? El cráneo y lo de abajo, eso también les vuelve locos.
Insinúa el gesto de abrirse el kimono pero Diana la detiene justo a tiempo.
—¿Y este sofocón? —pregunta, pasándole nuevamente la mano por la bombilla.
Da gustito.
—Ahora quiere chantajearme, ya te lo habrá contado ese tipazo de inspector que te has traído. Ha venido a mi crucero para coaccionarme. ¡Lo quiere todo! ¡Las antigüedades que mi hermano fue atesorando con el tiempo! ¡Quiere hasta las que compró en Sotheby’s y Christie’s, antes de que se conocieran y le salieran casi de balde! Se ampara en que también fueron robadas. Y quiere la villa. Bueno, la villa está dispuesto a perdonármela pero ¿para qué coño la necesito si, por culpa de ese canalla, voy a sentirme aquí como una extraña, como una repudiada? Porque no te engañes, si consigue quedarse con lo mío, quiero decir con lo nuestro (Marga y yo vamos a partes iguales), a mí la villa se me caerá encima, vacía de contenido, como si dijéramos. ¿A qué me voy a dedicar? ¿A Haggar? Si me sale de la patata, a ése me lo compro y me lo llevo a Pedralbes… No, no, es todo, ¡todo perdido! Toda la ilusión que puse en esto, ¿comprendes? ¡El amor! ¡Los ideales! ¡Mis
nilinas
! Tendré que volver a pintar marinas…
Se cubre el rostro con las manos. Sin peluca, sus orejas salen disparadas hacia arriba, más de bulldog francés que nunca.
—¿Has dicho que Marga y tú vais a medias? —inquiere Dial—. ¿Es que ya se ha hecho lectura del testamento?
Niega la otra con la hipnótica cabeza.
—Es algo que mi hermano ya había hablado con nosotras. El negocio, las antigüedades. Igual que lo otro, lo del maldito embalsamamiento, y su deseo de ser enterrado en el Valle de los Vips. Era
vox pupurri
, lo sabíamos la familia, los allegados. Por eso permitimos que le embalsamaran de estranjis, a propuesta de Hadi, ya te lo dije. En el crucero del año pasado todavía estuvo cariñoso. No teníamos ya nada, él no es hombre de una sola mujer, le pasa lo que a mi hermano, pero sin una Marga a la que regresar; un faldero, vamos. Pero me trataba con respeto, y siempre me decía que siguiera afeitándome el cráneo, en recuerdo suyo. Yo estas atenciones las agradecía, qué voy a decirte. Cuando tengas mi edad comprenderás que una mujer tan mujer como soy yo necesita sentirse admirada. Aunque mucho no te falta, ¿cuántos tienes ahora? ¿Cincuenta?