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Authors: Maruja Torres

Tags: #Policíaco

Sin entrañas (14 page)

BOOK: Sin entrañas
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—¿Para obedecerle? —le ataja Diana.

El hombre retrocede, todo su cuerpo encogido en un gesto de defensa, como si la detective hubiera rozado un nervio demasiado sensible. Suavemente, Fattush interviene:

—Cuéntenos cómo murió.

Diana recibe el aviso de su compañero de aventuras y guarda silencio. Policía bueno, detective mala. Hombre bueno, mujer perversa. Ay, qué harta estoy. Y qué útil resulta.

—El
Karnak
había salido de Esna, a medio camino entre Asuán y Luxor: por la mañana habíamos abandonado la esclusa, Oriol y yo seguimos la operación. Resulta emocionante pasar junto al muro, casi rozándolo, y examinar los rostros expertos de los marineros, con esos atuendos antiguos y esas manos seguras. Es un trabajo precioso, varonil, ¿me entienden?

—O sea, que ustedes lo pasaban muy bien juntos. —Le enjabona el libanés.

—Sí, sí, claro. —El médico suspira, nostálgico—. Desde niños. Él era un aventurero, un descubridor nato. Un vividor, en todos los sentidos de la palabra. Yo…, me acostumbré a una existencia vicaria, agradecido por el privilegio de permanecer cerca de él. Se portó muy bien conmigo. Me estimulaba, me aconsejaba, me decía que tenía que aspirar a más. Me ayudó a entrar en el equipo médico del Barça, no me avergüenza reconocerlo.

—Y cuando le dio el primer jamacuco le encadenó a él. —Dial no puede contenerse, pese a la mirada que le dirige Fattush.

—Qué equivocados se encuentran. Yo ya estaba atado a él, a ellos, porque Marga también me necesitaba, desde mucho antes.

El inspector carraspea:

—Es evidente que las relaciones humanas pueden ser muy complejas.

Creus sonríe con gratitud. Fattush:

—Estaba contándome…, contándonos, cómo murió su amigo. —Pronuncia la última palabra con devoción.

—Ah, fue terrible, terrible. Aquel mismo día, después de comer, Oriol y Marga se retiraron a dormir la siesta. Él mismo empujaba la silla y ella, aunque fatigada, parecía intensamente feliz. Recuerdo que les vi alejarse hacia la suite Um Kulzum, y que Oriol se volvió hacia mí y me gritó: «¡Voy a cumplir con mis deberes conyugales! ¡Chincha, envidia!» Como cuando era un crío y conquistaba a las niñas más guapas.

Perplejos, Fattush y Diana se miran. El inspector se adelanta a lo que podría ser un exabrupto de Dial:

—¿Tenían vida sexual? —inquiere.

—Bueno… Un sucedáneo, supongo. Él la tenía, desde luego. Por aquí y por allá. En cuanto al matrimonio, lo que fuera que hicieran en la cama nunca me lo quisieron contar, ni como amigo ni como médico. Por otra parte, Marga, aunque insensible… podía satisfacerle de otras formas.

—Ya, claro. —Frunce el ceño Diana—. Pero ¿y ella?

—Algunas mujeres —el médico sonríe como si levitara— son irremediablemente masoquistas, y encuentran placer en el sufrimiento y la renuncia. Usted, que parece tan inteligente, debería saberlo, señora.

Menudo mamón está resultando el médico. Sin embargo, la enanita aguafiestas que Dial lleva dentro le dice que a Creus no le falta razón. ¿Cuántas mujeres no hacen de su abnegación una especie de órgano sexual extra, que soban para sí mismas, mientras exhiben sus desdichas como si tuvieran propiedades paranormales?

—No nos ha contado cómo murió. —Es Fattush.

—A ello iba, pero aquí la dama no deja de interrumpirme.

Se cose mímicamente la boca Diana, al tiempo que golpea la esfera de su reloj con el índice, dejando claro que se trata de una concesión temporal.

—No despertó de su siesta. Corrí a la suite, alertado por los gritos de Marga, y por el alboroto formado por los empleados de este barco. Oriol yacía en la cama, y Marga le abrazaba, llorando inconsolablemente. Mi amigo, con los ojos abiertos, la boca torcida. ¡Esta vez va en serio!, pensé, mientras abría mi maletín a toda prisa para auscultarle, pero ya era tarde. No sé si saben que Oriol había sufrido dos derrames cerebrales previos, aunque muy leves. De los dos se había repuesto con facilidad. Era demasiado acaparador en todo: bebía, comía…

—¿Tomaba drogas? —Se interesa el inspector.

—Medicamentos para controlar la tensión… Algún estimulante en las temporadas de más trabajo. A Oriol le gustaba apurar la vida al máximo, tragársela a chorros.

—¿Y usted le recetaba… algunos de esos chorros? —pregunta Diana.

Se escandaliza el médico:

—¿Cómo puede decir eso? —Ojos desorbitados, mostrando el horror que la sugerencia le produce.

Se vuelve hacia Fattush.

—Hice cuanto pude para controlarle. No era fácil, ni mucho menos. Se creía el rey del mundo. Pensaba que era inmortal, y que con hacerme caso de cuando en cuando, ya era suficiente. Pasaba temporadas fuera de sí, y luego practicaba lo que él llamaba sus «ramadanes». Poco antes de morir se puso a dieta de sushi… Habíamos estado los tres en Japón, le encantó la comida, le adjudicaba propiedades depurativas. Él era así. Iba de un extremo a otro. Yo le comprendía. Era lo contrario de mí. Tenía mucho éxito: en los negocios, con las mujeres, con la egiptología, con su equipo de fútbol… Con Marga. No resultaba sencillo ponerle límites. Y sí, señora —desafiante, a Diana—, Oriol mandaba en mí. Por consiguiente, no me culpe por la vida que él llevaba. Jugó demasiado con su buena suerte.

—Le auscultó, pues —prosigue el inspector—. ¿Ya estaba muerto?

—Sí. Ni pulso, ni aliento… Marga no paraba de sacudirle, de abrazarle. «¡Despierta! ¡Despierta!», era desgarrador. Perdí mi capacidad de reacción. Aquello no podía suceder, ¿comprenden? Pese a los ataques previos, Oriol muerto era una conclusión inconcebible para mí. Me amparó durante toda mi vida. De repente, perdí su sombra. No supe qué hacer, intenté consolar a Marga pero ella ni siquiera me veía. Hasta que llegaron Roxana y Hadi, que en otro tiempo fueron muy íntimos, no sé si conocen la historia… Bien, entraron en la suite y se hicieron cargo de la situación.

—¿Quién propuso momificarle?

—Si lo pensamos ahora, puede parecer un completo desatino —concede el médico que, bastante más relajado que al comienzo del interrogatorio, se golpea ambos muslos con las manos—. Por entonces, creímos que era lo mejor. Roxana movió sus contactos, y los de su hermano, en el mundo de la alta política catalana. Comunicó la noticia y pidió bula para decidir, como siempre, lo que le pasa por…, por la cabeza. Sueni hizo lo propio con las autoridades de El Cairo, saltándose a las de la zona. El
Karnak
amarró en un pequeño embarcadero, al norte de Esna, y un funcionario que subió al barco trajo unos papeles que firmamos Hadi y yo. El tema legal quedaba así zanjado. Muerte natural. Poco después, con la colaboración de Haggar, el chico de Roxana, Hadi y yo cargamos el cuerpo de Oriol en una motora que pilotaba un silencioso nubio. Bastante al sur, ya en tierra desértica y en la orilla oriental, unos hombres nos recibieron con una furgoneta, y desde allí nos dirigimos a la cueva donde tuvo lugar la operación más alucinante a que he asistido en toda mi vida. ¡Una momificación! Como científico, comprendí que aquél era el último regalo que mi amigo me hacía. Todo un privilegio.

—¿Conoce el lugar en donde se encuentra la cueva?

—No lo recuerdo. Pregúnteselo a Hadi. A mí, aquella jornada me parece ahora una ensoñación. Sé que era hacia el sur, en territorio desértico. Forzosamente, ya que se precisa calor y sequedad durante los tres meses en que el cuerpo se momifica, antes de entregarlo a la familia. Pasamos horas allí dentro. Hadi, con perfecta profesionalidad, me daba explicaciones de la operación. Ya saben, la extracción del cerebro, de los órganos, la limpieza del cuerpo de todo vestigio de sangre… Era hipnótico, fascinante y terrible a la vez. Nuestro Oriol, vaciado. Dejamos la cueva al amanecer, y un chico nos llevó en la furgoneta, hicimos un largo camino hasta Asuán. Por entonces, el
Karnak
estaba amarrando en Luxor. Tomamos vuelos distintos, Hadi con destino a El Cairo, en donde tenía que cubrir los agujeros que nuestra actuación hubiera provocado, y yo a la antigua Tebas, en donde me quedaba la dura tarea de consolar a Marga, viuda de un faraón de nuestro tiempo, presa una vez más de la tragedia que marcó su vida desde que se casó con Oriol Laclau i Masdéu. ¡Ah, qué drama, también, para la exquisita hermana de mi difunto amigo, la generosa e inimitable Lady Roxana!

Para esta última parte, recitativa y pedante, el doctor se ha puesto en pie y mira la puerta de madera del camarote como un actor miraría al público desde el borde del proscenio.

Antes de que Diana abra la boca suenan enérgicos golpes en la puerta que concentran la atención de Creus. Es Roxana, llamándola en susurros. Fino oído el del doctor, se dice. Y se pregunta si el declamado, tan baboso, no iba dirigido a la falsa lady, de cuya aquiescencia depende ahora su empleo. Diana recuerda lo bien que se escuchan las conversaciones desde el exterior.

Baja la voz:

—Una última pregunta, doctor. —Le hace señales para que él también reduzca el volumen.

—¿Está seguro de que Oriol Laclau falleció de muerte natural?

El médico susurra, mirando a la puerta, temeroso.

—Hace un año, lo estaba. Ahora no sabría qué decirles.

Se hace una pausa. El médico también sospecha.

—¿Por qué?

Vacila el doctor, y está a punto de decir algo cuando el vozarrón de Roxana les llega desde el otro lado, ahora gritando el nombre de su amiga. Creus abre los ojos, puro pánico. Responde Joy, con rapidez:

—La señora está descansando, no se encuentra bien.

—¿Y el doctor Creus?

Diana gesticula, Joy la interpreta.

—Se fue hace un buen rato, después de darle un calmante.

—En cuanto despierte —brama la otra—, ¡puedes decirle a tu ama que esta noche no falte a la cena! ¡No me importa si tiene que venir a rastras! ¡Fuad el-Rashid va a cantar para Lady Margaret!

Los cuatro se miran, alarmados.

Diana siente que se agudizan sus presentimientos. Han venido fraguándose desde que inició su pantomima en el comedor.

XVIII

Una vez que se ha ido el médico, Diana felicita a sus colaboradores por su impecable actuación, que no desmerece de la suya. Joy saca un teléfono móvil del bolsillo del uniforme de doncella que le proporcionaron sus colegas en Luxor. Aunque con Diana nunca usó tales vestimentas, la filipina aceptó de buen humor esta exigencia de Roxana y Marga. Ahora, impecablemente almidonada, explica, satisfecha:

—Haggar espera mi llamada para venir a contarles algo que ha descubierto.

Pletórica, Diana salta de la cama. Su ropa, arrugada, arrastra aún el olor del doctor Creus; y su cuerpo, la inquietud que el relato de la momificación le ha producido. ¿No ha detectado en él cierto deleite mientras les contaba que a su íntimo amigo lo dejaron más hueco que la cabeza de su hermana?

—Que venga el chico —determina.

La visita del muchacho se desarrolla bajo la batuta de Joy, que siempre se comporta con Diana no sólo como una sirvienta, sino como aliada y amiga, y que se sitúa —incluso físicamente, cuando es necesario—, protectora, entre su jefa y cualquiera que le resulte extraño. Qué suerte que estés aquí, piensa Dial, bañada en gratitud y cálido afecto.

—Cuéntale lo que viste —ordena Joy.

Haggar. Cómo muda su aspecto cuando Roxana no se encuentra en las inmediaciones. Es un nubio bruñido y esbelto, de unos veinte años, agradable. Y coqueto. Entre él y Joy seguro que hay algo, Dial se regocija. Cómo le gustaría a la detective que Joy echara una cana al aire aprovechando el periplo fluvial. Solía gozar de mucho éxito en su circuito beirutí antes de sentar la cabeza con Ahmed.

Vuelve Diana al muchacho. Alejado de quienes le pagan gana en vivacidad, y el patético uniforme —demasiado exótico, de monito de feria— con que Roxana le hace vestir ya no llama la atención de sus interlocutores. Su gracia natural se impone, rompe barreras.

—Ha descubierto algo —insiste la doncella.

—Adelante. —Dial, impaciente.

Apoyando la espalda en la puerta, Fattush muestra una atención no por muda menos interesada.

—Entre mis obligaciones a bordo —arranca por fin el chaval— se encuentra la de hacer la ronda, un par de veces al día, para revisar los equipajes de mis patronas. Ocupan tres cabinas, en la cubierta inferior. Aunque les parezca una exageración, tratándose de un crucero de pocos días, necesitan una considerable cantidad de prendas y accesorios. Cajas y más cajas con pelucas para Lady Roxana. Lady Margaret, por su enfermedad, precisa de muchos complementos. Trajimos una silla de ruedas de repuesto, dos corsés de los que usa para que su espalda soporte las fatigas del viaje…, medicamentos… Aunque los más imprescindibles están en su camarote, cerca de ella, por si los necesita en plena noche (algunos los lleva en el bolso de mano, con el que duerme y no permite que nadie lo toque), en este tipo de traslado nos acompaña un botiquín muy bien surtido. Una de mis responsabilidades consiste en que todo se encuentre en su sitio, y listo para ser usado. Tabia y Halima, las sirvientas, disponen de llave para entrar y salir a su antojo.

—No tiene que ser fácil trabajar para las cuñadas —simpatiza Diana.

—No, señora. Pero, gracias a Dios, este empleo da para mantenerme a mí y a mi familia. Somos muchos en casa, y no sabe cómo se agradece una boca menos que, además, aporta algo de dinero. Y yo prefiero este trabajo a arrastrar camellos para turistas, o a no hacer nada en la calle, como tantos otros.

Si los jóvenes juntaran sus fuerzas, se dice la ex reportera, si se unieran… Porque ¿no son las de este chico, Haggar, frustraciones idénticas a las de Ismail, el lingüista obligado a hacer de guía? ¿No comparten ellos, como tantos millones de egipcios, aspiraciones y desesperanzas?

—Ayer, antes del almuerzo, Lady Roxana me envió a buscar su peluca verde. Hacía rato que me aguantaba una necesidad, de modo que, nada más entrar, y sin ni siquiera prender la luz, me metí en el baño. Estaba a punto de abrir el grifo para lavarme las manos cuando escuché, fuera, el chasquido de una llave al girar en la cerradura. A oscuras, y con mucho cuidado, abrí la puerta del baño lo mínimo para ver qué ocurría en el camarote. ¿Era una de las doncellas, enviada para recoger algo que cualquiera de las ladies pudo exigir en el último momento? ¿Se trataba de un ladrón? Bien sé que este barco es muy seguro, y que la vigilancia por parte de la dirección es estricta. Sin embargo, ¿acaso el año pasado no se produjo, aquí mismo, una extraña muerte? ¿Quién puede aseverar que no se ha aflojado el control? ¿Se encontrará entre nosotros, mientras recorremos incautamente el Nilo, algún amigo de lo ajeno? ¿O querría alguien del pasaje hacerse (aunque no alcanzo a entender por qué) con alguna de las pelucas de mi ama? No debe de resultar difícil sobornar a un empleado poco escrupuloso y peor pagado para que facilite copia de la llave de un camarote.

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