—Añade cuatro —responde Dial, de mala gana.
—Aparentas menos —concede la otra—. Es por el pelo corto y esa forma de vestir, pareces un chico. A mí las pelucas me envejecen, no creas que no lo sé. Pero cuando se tiene este aspecto, que tampoco creas que lo ignoro, una se pone majestuosa o no sale de casa.
—Deberías arreglarte. —La deriva de la conversación hacia una intrascendencia femenina ha calmado la irritación de Diana—. Salir y dar la cara. Demuestra quién eres y lo que vales.
—¡Tienes razón! ¡Todos los hombres son iguales! —Se incorpora con ímpetu—. Me visto, elijo peluca y que les den a todos por saco. Tomaremos el desayuno en el comedor. ¡Y con la cabeza bien alta!
Al abandonar la cama, en el hueco del colchón que ocupaba su trasero aparece un papel con el membrete del
S. S. Karnak
. Roxana, siguiendo la dirección de la mirada de su amiga, también lo ve.
—Ah, una factura —dice con un mohín de despreocupación, lo arruga y lo arroja a un rincón—. Siempre lo mismo, dinero, dinero y dinero.
Diana Dial ha tenido tiempo de sorprender la firma de lo que parece un breve comunicado, un e-mail impreso en el ceremonioso papel con membrete del barco.
Jaume Andreu, Departament de Medicina Forense, Hospital Clínic, Barcelona
.
La mañana ha transcurrido con tranquilidad hasta que un suceso aparentemente banal, causado por un malentendido, ha calentado los ánimos del pasaje.
Durante el desayuno en común, cada oveja se ha mantenido con su pareja, o con sus allegados, y en todos los rostros se pintaba esa sonrisa de cortesía con que se afrontan los períodos de aturdimiento previos a una tormenta. Incluso Lady Roxana, impecable con una peluca rosa con mechas azules, ha mantenido el tipo mientras departía con amabilidad de anfitriona con la detective, lanzaba cariñosos besos voladores al resto de los invitados instalados en el comedor y sostenía, con helada determinación, las miradas ajenas. Luego, en grupos o en parejas, la gente se ha dispersado por las distintas cubiertas, optando unos por jugar al ajedrez o a las cartas en el salón, ocupando otros mesas individuales y hamacas para dedicarse a la mera observación del paisaje. Unos pocos han preferido exponerse al sol en bañador, entre ellos Lulú Cartier que, en diminuto bikini, atraía la atención de los camareros. Hadi Sueni, en bermudas de camuflaje y camisa verde con trabillas a lo militar en los hombros —y con su inseparable sombrero Fedora—, cejijunto como un Ramsés guerrero, ha cortado como ha podido todo intento de acercamiento por parte de los obsequiosos muchachos: «¿Un refresco? ¿Un parasol?», ofrecían cada dos por tres, sin inmutarse, intercambiando esas risas nerviosas de quienes están en el secreto del sexo manual practicado a solas o entre ellos, con la fantasía puesta en los encantos de las extranjeras. El banquete occidental que los chicos de esta región imaginan, mientras se masturban, no está demasiado lejos, en su irrealidad, de aquellas fantasías orientalistas, plagadas de inexistentes huríes de ojos lascivos y vientres al aire, que asolaron Europa a raíz del viaje iniciático que Napoleón y su equipo artístico realizaron al país del Nilo.
El incidente que ha roto los nervios de los invitados se ha producido cuando, a media mañana, el
Karnak
ha atacado una maniobra de acercamiento al embarcadero de Kom Ombo, en donde los encargados del amarre de la nave y el tendido de pasarela les aguardaban sonriendo de oreja a oreja. Los pasajeros se han contemplado con sorpresa: así que, después de todo, vamos a bajar a tierra, parecían decirse, con silencioso alivio. Acodados a la borda, contemplaban con infantil excitación la abierta curva de piedras perfectamente pavimentadas que, en doble murete inclinado e interrumpido por cortos tramos también dobles de peldaños, esperan el amarre de las embarcaciones en ese lugar en donde el río inicia un pronunciado codo, antes de enderezarse hacia Edfu, Esna y Luxor, final del viaje.
Entre enormes buques de cruceros masivos que parecen edificios en movimiento, el
Karnak
maniobraba como una bailarina. Los marineros han lanzado cabos, han afirmado el ancla y extendido la angosta pasarela de acero. Lo más emocionante para quienes, desde el barco, seguían la maniobra, ha sido ver la precisión con que los hombres han desplegado una estrecha alfombra —a tono con la decoración del vapor—, tan ajustada al improvisado pasillo que bien la podían tomar como una prolongación de su confortable vida a bordo. ¿No suponía ese detalle, esa cortesía, que nada podía nublar la perspectiva de una travesía placentera, ajena a los designios de las anfitrionas?
Cuando los muchachos del barco se han dirigido a las señoras extendiendo las manos, con la pretensión de ejecutar su caballeroso papel de acompañantes de torpes damiselas, el vocejón de Roxana, imponiéndose a cualquier otro sonido, ha interrumpido toda actividad. Los invitados, convertidos en estatuas —Diana y Fattush, que estaban juntos haciendo planes, también se han quedado inmóviles—, han compuesto una expresión de trágame, Nilo.
—
Monsieur le Directeur! Monsieur le Directeur!
—A gritos y repetidamente, la falsa Lady ha conseguido que Seboso llegara hasta ella con expresión de Isaac yendo hacia la piedra del sacrificio, dispuesto a asumir cualquier culpa que la mujer fuera a echarle encima, e incluso el golpe del hacha en su cogote.
Ha seguido una bronca descomunal en caprichoso francés, salpicada de tacos en español y en catalán y, finalmente, Seboso ha reconocido que se le ha olvidado por completo la orden de no detenerse en Kom Ombo, recibida al iniciarse el crucero. El hombre debió de creer, en su momento, que se trataba de una breve excentricidad, propia de alguien que cada dos por tres cambia el color y la forma de su peinado. Percatado de la enormidad de su descuido, Seboso ha puesto a todos sus hombres a deshacer la operación y, como en la proyección inversa de una película, la alfombra ha vuelto a ser enroscada, la pasarela ha sido desplazada hasta quedar pegada de nuevo al casco, se han izado los cabos y la prisión de Alcatraz ha vuelto a surcar las aguas río abajo.
Pasado el sobresalto, pero no el disgusto, los pasajeros, mudos y cabizbajos, como niños que vuelven a clase después del recreo, han regresado a los lugares en donde se hallaban antes de caer en el espejismo terrestre. Mal encarados, también. Diana sorprende en ellos muecas adustas que no presagian nada bueno. Aunque a lo mejor, sí. Cuanto antes se produzca el estallido, piensa, antes podrá solucionar el caso y abandonar el buque fantasma.
Acodados a la borda, Dial y Fattush charlan como si nada hubiera ocurrido, con los sobreentendidos uniéndoles como de costumbre.
—Si no me equivoco —reflexiona la detective—, los ánimos se irán caldeando a cada nueva frustración. Que no van a ser pocas, considerando el ambiente que aquí se respira.
—Tienes que conseguir copia del e-mail del hospital —sugiere Fattush, a quien Dial le ha narrado previamente su encuentro con Roxana en la suite.
—Y tú tienes que impedir que mi amiga te encadene a ella. Te estás convirtiendo en su tabla de salvación para consolarse de lo de Sueni.
—Tenía pensado dedicarle un rato al doctor Creus.
—Inténtalo. En lo que a mí respecta, me apetece permanecer a solas con mis cuadernos y los de Agatha Christie, en esa mesa que ves.
Y le señala una, relativamente alejada de los pasajeros que, aparentemente resignados, toman el sol en la cubierta superior. El libro
Agatha Christie’s Secret Notebooks
, de John Curran, figura en la superficie entre papeles, libretas y Pilot.
—¿Y si alguien se te acerca? —pregunta el policía.
—Eso es exactamente lo que pretendo. Parecer ocupada, pero disponible para una conversación. ¿Qué mejor forma de iniciar un interrogatorio, digamos, casual?
—¿Algún candidato?
—Mientras se producía el frustrado desembarco, he observado que alguien no dejaba de mirarme.
—¿Quién, Mickey Jones? ¿O el cantante del rímel corrido?
—Frío, frío, querido amigo. Ismail. Me gusta ese chico.
—Bien, me voy a por el médico. ¿Tienes idea de dónde anda?
—Busca a Marga. Seguro que lo tiene dando vueltas a su alrededor como un halcón en celo. Cuando acabes con él, intenta utilizar tus encantos con Claudia Mollà. Seguro que funciona.
Fattush inclina la cabeza, sonriente.
—A veces me emociona tu fe en mí.
Dial le señala la mano:
—Te has vuelto a poner la alianza.
Se la quita con un suspiro, disculpándose:
—Es por fidelidad histórica.
Y se aleja, agitando la mano como si fuera una maraca.
Diana Dial se cala el sombrero de lino, se desabrocha los dos primeros botones de la blusa, coloca los pies, enfundados en zapatillas deportivas, encima de la mesa, y se repantiga en el sillón de mimbre, dispuesta a utilizar el libro como excusa y las gafas de sol como pantalla, mientras observa lo que ocurre a su alrededor y, supuestamente, subraya párrafos y toma notas.
En la orilla oriental, el paisaje de palmeras ha sido sustituido por uno de árboles domesticados —algunos, podados al cubo— que parecen reírse de los ocupantes del barco mientras éste pasa de largo del promontorio en donde se alza el templo de Kom Ombo, uno de los muchos que no podrán visitar.
—Es una lástima. —Alguien, a su lado, ha expresado sus pensamientos en voz alta.
Ismail, el guía, inclina hacia Diana su bello rostro egipcio, de ojos almendrados y oscuros, sombreados por espesas pestañas; la nariz, recta; los labios, gruesos, pero de una sensualidad no agresiva, culminan en una fina mandíbula, que refleja sensibilidad y determinación. Las cejas, pobladas y bien definidas, y el cabello, corto y ondulado, rematan la composición de una esbelta cabeza que podría pertenecer al pasado y estar guarecida dentro de una vitrina, en una sala de museo.
A Dial el muchacho le cae bien, sin que el sentido turbio de las palabras intercambiadas con Laia en el camarote de ésta se opongan a su percepción favorable. Es un buen chico, y a su edad —veinticuatro, veinticinco años— se le ve responsable, maduro y masculino, pero esto último sin prepotencia. Suave y sincero, se dice la detective. Un hijo de la clase media-baja cairota, tan capaz y tan maltratada.
—Siéntate, por favor.
El joven acepta el ofrecimiento, complacido, y deposita educadamente en la mesa una carpeta. Diana retira los pies del mueble.
—Como dicen ustedes —su castellano es muy bueno, con ese acento típicamente árabe, algodonoso, blando, en el que las vocales se deslizan y las consonantes se apretujan—, no hay mal que por bien no venga. Como no tengo nada que hacer, puedo trabajar en mi tesis.
Golpea la carpeta con sus dedos largos y morenos. Diana le aplaude:
—Pronuncias muy bien las pes.
—¡Mi trabajo me costó! —Se echa a reír el otro.
Poco a poco, sin esfuerzo, le cuenta su vida. Es el menor de cinco hermanos, su padre posee un almacén de víveres en el barrio de Dokki. Él es el único de los hermanos que ha recibido educación superior.
—Todos los míos han trabajado como animales para que yo tenga estudios. Soy su orgullo y su esperanza —dice—. No resulta fácil salir adelante en este país.
Diana le pide que la tutee, y le anima a seguir hablando.
—Tuve una buena infancia, las cosas no estaban tan mal hace veinte años. No era el paraíso, pero… La tienda funcionaba. Crecí acercándome a las pirámides por la noche, acompañado por mi mejor amigo, montando a caballo bajo la luna, durmiendo en el desierto cuando los turistas ya se habían ido. Ésa fue la época más feliz de mi vida. Nos sentíamos los dueños de Egipto, los dueños del mundo. Por entonces, yo no sabía lo que nos aguardaba, esta degradación, esta falta de futuro… Como si careciéramos de dignidad. Y la tenemos, créeme. La tenemos.
Hay ira en sus últimas palabras, pero a Diana también le gusta su ira. Recuerda quién eres. Respeta quién soy.
—Cuando ingresé en la Universidad de El Cairo, que es la pública, tenía claro que quería aprender español. Más que aprenderlo, aprehenderlo, ¿me entiendes? Me gustan vuestras palabras, he leído a vuestros poetas… Tuve suerte, yo ya trabajaba entonces como guía, porque aquí no hay otra salida para la gente con estudios… Mi mejor amigo, que se hizo arquitecto, también trabaja conduciendo grupos de turistas, me gustaría presentártelo. Él ya tiene familia. Nos casamos jóvenes, nos llenamos de hijos, entramos en la rueda, nos hacemos viejos. Y la vida se nos pasa resolviendo el día a día, intentando que no falte el pan en casa.
—Has dicho que tuviste suerte.
—Una profesora del departamento de español de la universidad, Salwa, que ahora es mi directora de tesis. Experta en literatura en castellano. Ella me dio libros, me ayudó a abrirme paso entre las ideas, a apreciar la belleza de las frases. Soy filólogo, no un guía que ha aprendido una lengua y que utiliza un vocabulario limitado, alguien que roza la superficie de las frases sin que el significado le conmueva. Un día, Salwa me pasó un libro que un compatriota tuyo escribió sobre nuestro Egipto antiguo. Terenci Moix, tienes que conocerle.
Asiente Diana:
—Una vez le entrevisté. Cuando yo era periodista. Murió, ¿sabes?
—No para mí. Decidí escribir mi tesis sobre él, sobre la importancia de Egipto en su obra. Después de
Terenci del Nilo
leí todos sus libros.
—Me parece muy bien —le alienta Dial—. Pero eso, ¿de qué te va a servir aquí? ¿Vas a poder dejar tu trabajo como guía turístico? ¿Te abrirás camino con tu licenciatura?
Niega Ismail:
—Éste es un país en donde la corrupción resbala desde la cúspide de la pirámide y empapa todos los estamentos. Si quieres medrar, no sólo tienes que sobornar y esperar llegar lo bastante alto para que te sobornen, también debes conocer a la gente oportuna. Mi familia es decente. Mi padre es honrado, y ha predicado entre nosotros con su ejemplo. Comprenderás que tenga que salir de aquí.
Ismail la observa ahora, calibrándola, como si estuviera preguntándose hasta qué punto puede confiar en ella. Comportándose como una mascota que atisba la posibilidad de recibir un premio por buen comportamiento, la detective produce una oleada de calidez y benevolencia. Se ablanda, acogedora. Miau.
—Tengo novia… Una novia secreta. Española —confiesa el chico.
—Ah, ¿sí? ¿Novia formal? —Procura no relamerse.