—¿Qué llevas ahí? —se interesa Fattush, señalándole la pechera.
—¿Qué voy a llevar? —contraataca Diana—. Unos impertinentes. Me los regaló una amiga que vive en París, según ella pronto volverán a ponerse de moda. No se me ocurre mejor ocasión que ésta para estrenarlos. ¿Crees que voy a representar semejante comedia a lo Hércules Poirot a pelo, sin los debidos complementos? Y si tuviera bastón, bastón emplearía para señalar, uno a uno, a los sospechosos.
Complacida, y usando el artilugio, de inocuos cristales y montura de plástico azul, que pende de su cuello mediante una cinta de terciopelo, Dial examina el salón y comprueba que
Monsieur le Directeur
ha sabido interpretar sus instrucciones.
Las mesas han sido arrinconadas, y la colección de sillas y sillones antiguos, con sus variopintas y añejas tapicerías, que habitualmente aparece perezosamente desperdigada por la estancia, ha sido dispuesta formando un amplio cuadrilátero cubierto por una alfombra. Espacio suficiente para que la detective pueda evolucionar tal como ha leído en las novelas y visto en las películas que hace Poirot, en el capítulo o secuencia en donde el presumido belga enumera los motivos que cada sospechoso tuvo para cometer el o los crímenes.
De acuerdo con las disposiciones recibidas, Seboso se retira al otro lado de la barra del bar, en donde deberá mantenerse, intentando mostrarse como un digno —y mudo, ha especificado Diana— representante de la compañía naviera. Teme la investigadora que el director, llevado por sus habituales arrebatos de sumisión, en cualquier momento abandone su función contemplativa para arrastrarse servilmente ante los pasajeros. Lo cual disolvería la perplejidad ambiental que precisa para desplegar su virtuosismo acusador.
Roxana es la primera en pasar al salón, seguida de Marga, cuya silla empuja un Haggar de semblante impasible. Con ellos, el reaparecido doctor Creus, cuyo desmejorado aspecto ya ha inquietado a la detective antes, en el comedor. Más que víctima de una indisposición coyuntural, el médico parece haber sido devastado por una epidemia. Enflaquecido y ojeroso, su deplorable estado físico resulta más evidente porque luce una inoportuna camisa floreada, de tipo caribeño, por cuyas cortas mangas asoman sus huesudos brazos. No lleva gafas, pero este detalle, en lugar de rejuvenecerle, pone de relieve sus ojeras y arrugas.
—¡Qué idea, Diana! ¡Un mitin para desenmascarar al culpable! —se excita la falsa Lady—. Alguien debería hacer una película sobre esto, para la posteridad.
Los otros miembros del crucero parecen abotargados, como si la inesperada reunión hubiera abierto una grieta en su proceso digestivo. Laia y Claudia Mollà, que han compartido almuerzo con Ismail —lo que prueba que la última ha aceptado al muchacho—, se mantienen tranquilas, flanqueando al joven, como si esperaran instrucciones. Otro tanto hacen Permanyer y Moltó, aguardar, pero sin disimular los nervios; ella apretuja el pañuelo, él se rasca las manos como si le estuviera saliendo un eccema. Con un soberbio desdén instalado en su abultado labio superior, Hadi Sueni clava en Diana sus ojos de serpiente mientras, a su lado, Lulú Cartier no cesa de hablarle en voz baja, sin duda deslizándole su inquina hacia el resto de los pasajeros.
Pitu Morrow avanza hacia la detective hasta cubrirla con su efusividad amenazante, que se esfuma en cuanto se encuentra a menos de un palmo.
—¿Lo ha leído? —pregunta, más ansioso de lo que sería deseable.
—Sí, sí —se apresura la otra a contestar, sin dejar de observar al resto de los invitados—. Muy interesante, pero debo dedicarle una segunda lectura antes de opinar. ¿Autobiográfico?
—Salido de aquí. —Se golpea el voluminoso pecho—. ¿Cómo, si no, realizar la terapia, alcanzar el perdón que sólo la literatura puede ofrecernos? ¿Esta reunión es para darles caña a esos hijos de puta?
Dial le anima a tomar asiento.
Marga señala la esquina en donde quiere que Haggar la instale y, al pasar junto a Diana, ésta advierte que la auténtica Lady se divierte también, aunque la causa de su entretenimiento no parece clara. Existe la posibilidad de que se burle de mí, de mis esfuerzos, piensa la periodista, sintiendo una ráfaga de abatimiento, y recuerda, no sin rencor, que Fattush la acusa de sentir complejo de inferioridad ante las damas pudientes. Lo cual es falso, se endereza.
—¡Atención, atención! ¡Prestadme atención!
Anticipándosele, Roxana ha tomado las riendas. O más bien un vaso y una cucharilla que Seboso —el hombre sonríe desde la barra, feliz de servir para algo— ha puesto a su disposición. Tic, tic, tic.
—¡Necesito que prestéis atención!
Diana se da cuenta de que sobran sillas. Faltan El-Rashid, que se fue para siempre, su esposa Farida y su hijo, Raheb. Tres bajas, lo cual desluce un poco su representación. Y ni las doncellas, ni Joy ni Haggar van a sentarse, aunque ninguno de los sirvientes se perderá lo que aquí ocurra: Halima, Tabia y la filipina, con Yarita en brazos, permanecen en la cubierta de estribor, muy cerca de la puerta, que han dejado convenientemente entreabierta. Haggar se ha quedado dentro, apoyado en la pared, detrás de Marga, atento por si sus amas le requieren.
Los pasajeros se acomodan, dejando asientos libres entre ellos. Sueni y Lulú distan tres cuerpos de Permanyer y Moltó, y dos de Pitu Morrow. Claudia Mollà, Laia e Ismail forman un apretado terceto. Curiosamente, Creus se abandona —tal sería el verbo exacto para definir la dejadez con que arrincona su silueta de gárgola— en una silla alejada de Marga. Por primera vez, Diana no le advierte vigilante, pendiente de la viuda Laclau, sino ensimismado.
Fattush, en la esquina opuesta a la que ocupa Lady Margaret, parece el preparador físico de su boxeador, Diana Dial, en este improvisado ring de interiores en el que ella ocupa el centro.
Tic, tic, tic. Sacude Roxana la cucharilla contra el vaso.
—¡Prestadme atención, no volveré a decirlo!
¿Por qué grita tanto, si todo el mundo, incluso Lulú Cartier, guarda silencio desde que lanzó el primer aviso? Pero tiene razón Roxana: están callados pero se ven dispersos. Y atención es lo que no prestan.
—¡Quiero que guardemos un minuto de silencio en memoria del querido Fuad El-Rashid! —Mira a su cuñada, que asiente con entusiasmo—. Ya que no podemos asistir a su multitudinario entierro, que tendrá lugar hoy mismo, de acuerdo con el rito musulmán, al menos dediquémosle nuestra atención y nuestras plegarias. ¡Todos en pie!
Obedecen, y la fiera escarlata se recoge, como si rezara una oración. Una vez más, Dial se estremece al calibrar el disparate de todo este asunto. Acabar lo antes posible, salir del barco, huir.
Tic, tic, tic. De nuevo.
—Termina ya. —Exasperada, Diana empuja a su amiga—. Siéntate con tu cuñada. Déjame a mí.
Siente el deseo desesperado de salir a cubierta y arrojarse al embarcadero, aun a costa de romperse las piernas, pero la mirada llena de confianza del entrenador Fattush le insufla valor desde su rincón. Gong. A por ellos.
Carraspea y decide empezar fuerte.
—Todos y cada uno de vosotros tuvisteis razones para desear ver muerto a Oriol Laclau i Masdéu, cuyo inesperado fallecimiento, hace un año y en un crucero idéntico a éste, no hace falta ser un lince para calificar de misterio. Como sabéis, Lady Roxana tuvo a bien encargarme esta investigación, y debo decir que los pocos pero interesantes días que llevo viajando en el
Karnak
han aportado mucha luz a mi trabajo, en el que me acompaña mi amigo el inspector Fattush, miembro de la policía libanesa, y felizmente de merecidas vacaciones en Egipto.
El sonido de su propia voz le resulta tan impostado que ganas le entran de soltar una carcajada. Sobreponiéndose, prosigue.
—La persona que perpetró el asesinato lo preparó todo muy bien, y conocía a la perfección a su víctima. ¿Qué lugar más propicio para simular una muerte accidental (un ataque cerebral, en este caso) que un viaje por el Nilo, realizado en un buque del siglo
XIX
que reproduce fielmente las condiciones de impunidad que protegen a los poderosos desde que el mundo es mundo, pero en circunstancias todavía más excepcionales, si cabe?
Fatigada por el prolongado interrogante, Dial se da un respiro, que Hadi Sueni aprovecha para levantarse:
—¡Protesto! ¡No permitiré que se arrojen sospechas sobre mi honorabilidad! ¡Yo mismo fui testigo del fallecimiento natural de mi amigo! El médico de la familia certificó su defunción que, dados sus antecedentes, no asombró ni a su hermana ni a su viuda…
—¡Silencio! —le conmina, irónica, Diana—. Hablarás cuando llegue tu turno. Me extraña que, siendo tan pagado de sí mismo —ahora se dirige a la audiencia—, el director de Antigüedades ignore que estos trámites de exposición del delito y señalamiento de sospechosos los realiza el detective yendo de menor a mayor, por orden de importancia en el elenco. Y, quizá, también, de culpa.
Otro paseíto por la alfombra, otra exhibición de impertinentes. Finalmente, la ex reportera cruza los brazos detrás de la espalda.
—La primera pregunta que me hice fue cómo pudo morir Oriol Laclau. Y la respuesta no me presenta duda: ¡veneno! O quizá sobredosis de alguna sustancia estupefaciente, tipo cocaína, por ejemplo. Existe constancia, aunque privada, de abusos anteriores perpetrados por la víctima durante sus juergas de magnate.
Observa que Marga se remueve en su silla de ruedas, y levanta la mano para apaciguarla, como si le dijera: «Tranquila, en seguida abandono esta línea de investigación.» Sonriente, se apresura a añadir:
—Hallándose el cadáver, o mejor dicho, su momia y los vasos canopos que contienen los restos de sus vísceras, bajo control forense en uno de los más prestigiosos establecimientos hospitalarios de Barcelona, comprenderéis que no voy a extenderme sobre la naturaleza del veneno o sustancia que acabó con los días de Laclau. Es algo que atañe a los especialistas. A mí me interesa, sobre todo, el factor humano.
Los mira de hito en hito.
—¿Quién odiaba al difunto hasta el punto de eliminarle? ¿Quién le conocía lo bastante para saber que deseaba ser momificado a la antigua usanza, saltándose la ley y sus exigencias? ¿Quién estaba seguro de que su posición garantizaría no sólo su impunidad hasta después de muerto, sino también la de su asesino? Todos ustedes, incluidas su hermana y su viuda —nuevo gesto del brazo, ahora para amansar a ambas: «¿No veis que es un truco?»—, y, no me cabe duda de que, de haberle conocido mejor, yo misma habría sido una buena candidata a rebanarle el cuello. Porque Oriol Laclau i Masdéu era un perfecto miserable.
Ahora no mueve ni una ceja para tranquilizar a las parientas.
—Si en todos los casos que, hasta la fecha —nuevo carraspeo—, he resuelto hábilmente, el análisis de la personalidad de la víctima resultaba imprescindible para establecer la naturaleza del delito y las motivaciones del asesino, nunca como en este enigma se me apareció con tanta claridad, desde que Lady Roxana me hizo el encargo en su villa de Luxor, la urgencia de conocer a fondo la verdadera identidad del finado Oriol. ¿Quién era realmente nuestro gran hombre?
Como si la naturaleza respondiera a su pregunta, el suelo se mueve bajo sus pies.
—¿Qué pasa? —sale de su temática Diana—. ¿Hemos levado anclas?
Seboso se apresura a confirmar:
—Navegamos hacia Esna, en donde permaneceremos hasta que nos den permiso para pasar la esclusa, seguramente al amanecer.
Aprovechando que está en el uso de la palabra, el director pregunta si la distinguida concurrencia quiere tomar algo.
—Agua —ordena Dial—. Sólo para mí.
Cuando el camarero que se la ha traído sale sigilosamente del salón, la detective reanuda su… —se pregunta cómo llamarla— ¿exposición, diatriba?
—¿Quién era Oriol Laclau i Masdéu? Para el mundo y para la sociedad que le vieron crecer y le permitieron medrar, nuestro hombre era un valeroso emprendedor, un ejemplar portador de valores empresariales, un magnate inmobiliario de éxito que supo ponerse a buen recaudo, invirtiendo su fortuna lejos de la burbuja cuyo estallido, hace un par de años, ha conducido a tantos de sus pares a la ruina. Pero Laclau era mucho más que eso: como directivo de uno de los clubes más importantes del mundo, el Barça, formaba parte de un referente moral indiscutible. Emparentado por matrimonio con la más rancia aristocracia inglesa y miembro del partido conservador, era también un fervoroso egiptólogo, patrocinador de expediciones arqueológicas y dueño de, como el amigo Hadi Sueni no ignora, pues le ayudó a reunirla, una fantástica colección de antigüedades.
Bebe un sorbo de agua y continúa, en medio del receloso silencio de los presentes.
—Como es natural, tanta felicidad tenía que ser bendecida también por una fotogénica desdicha y, en este sentido, Oriol Laclau había tenido suerte. La desgracia que sufre su esposa, su parálisis, como consecuencia de una caída funesta, atrajo sobre él las simpatías del público, que Laclau cultivaba mostrándose sumamente tierno con Lady Margaret, tanto en público como en privado. Soy testigo de ello, como lo son todos ustedes. Nadie ha puesto en duda, jamás, que nuestro amigo, exhibicionismos aparte, amaba sinceramente a su esposa.
Se inclina hacia la viuda y, al reincorporarse, da unos pasos hacia atrás, hasta situarse junto a Fattush.
—He perdido el hilo —masculla la detective—. ¿Qué viene ahora?
—Concluye este bloque y empieza con los defectos.
Tranquilizada, ocupa el centro de la mullida alfombra.
—¿Quién era realmente Laclau? ¿Ángel o demonio? ¿Monstruo o víctima inocente?
Una tosecilla del inspector le indica que, como remate, le basta con esa frase. Aunque bien podría haberse entregado tan a gusto a la retórica vacua durante horas. Ah, cómo comprende ahora a los políticos. Qué dulce resulta dar rodeos y hablar, hablar sin parar con objeto de no decir absolutamente nada.
Recoge velas:
—Sin embargo, he averiguado qué escondía su impoluta fachada. Unas cuantas preguntas por aquí, unas respuestas por allá, y el cuadro que tenemos del honorable Oriol no es tan halagador como nos lo pintan sus allegados.
Da la espalda a las cuñadas y avanza hacia las Mollà, ignorando la mirada suplicante de Ismail.
—Era, para empezar, un hombre de insaciables apetitos, cuya sexualidad resultaba avasalladora. Claudia, la veterana modelo, nos lo podría contar. ¿Cuántas veces te humilló —la agarra por la barbilla, obligándole a levantar la cabeza—, mientras fuiste su amante? ¿No sufriste al tener que hacer pasar a Laia, la hija de ambos, por tu hermana? ¿No te hirió que, después de todo lo que te había hecho, él y su mujer pretendieran quedársela? ¿No es ése motivo suficiente para asesinar?