Cuando Seboso se larga al trote, con la nota y un enésimo disgusto que encaja lastimeramente, sin duda pensando en las represalias que la compañía naviera puede tomar contra él, Diana saca de su bolsa unas gafas y se las muestra a Fattush. Un cristal aparece estriado, al otro le falta la mitad.
—Eran de Creus. Estaban en su escribanía. ¿Recuerdas la herida en mi pie de anteanoche, cuando me descalcé mientras esperábamos la llegada de las autoridades que retiraron el cuerpo de El-Rashid?
—¡Al doctor se le cayeron las gafas cuando le asestó el golpe mortal! —dictamina el otro.
—Exactamente. Yo ya tenía mis sospechas, y por eso monté ayer el numerito a lo Hércules Poirot. Aparte de que me gustó hacerlo. Iba de farol, como te dije, pero sentí uno de mis famosos pálpitos, que no te comuniqué por miedo a cometer un error y a que te burlaras de mí. Estos presentimientos míos, a la hora de resolver asesinatos, resultan tanto o más necesarios que las pequeñas células grises a que alude la señora Christie.
—¡Cierto! —Sonríe Fattush, admirado—. ¡Otro caso resuelto con tu peculiar habilidad! ¡Nunca he dudado de tus pellizcos en el estómago!
Ahora es Diana quien sonríe, agradecida y algo sofocada.
—No tan deprisa, amigo mío —le corta—. Éste no es el verdadero final. Hay otra vuelta de tuerca.
Y golpea el bolsillo derecho de su pantalón, desde cuyo interior la carta dirigida por Creus a Lady Margaret le envía prometedores crujidos.
Lady Roxana ya ha sido puesta al corriente de la noticia cuando Fattush y Diana irrumpen en su suite, y ha tenido tiempo de vestirse de negro riguroso y de calarse una peluca color tinieblas.
—¿Dónde está Marga? —se interesa Diana.
—En sus aposentos. Desolada. No sé qué hacer para que no se hunda del todo. ¡Tres seres queridos, violentamente desaparecidos en un mismo año! No creo que le consuele el hecho de que el último fuera quien asesinó, con sus propias manos y mediante cruel veneno, seguido de tortura, a mi querido hermano, su no menos adorado esposo, el gran hombre, digas tú lo que digas, Oriol Laclau i Masdéu. ¡Un mártir!
Se atusa la melena y balancea los pies desnudos, que no le llegan al suelo. Sentada en un lado de la cama, con un maquillaje gótico por decir poco, la falsa lady se asemeja más que nunca a un travestido felliniano en horas bajas.
Sin hacerle caso, la detective ocupa un sillón frente a ella y Fattush se instala junto a uno de los ventanales que se abren a proa y estribor, utilizando como asiento una de las repisas.
—De modo que, debajo de esa peluca —empieza Diana—, de cualquiera de las pelucas que te pones para afianzar tu personaje de mujer rica, excéntrica y falta de seso, existe un cerebro calculador, una mente maquinadora. Desde el principio tenías un plan, y no era aquel para el que me preparaste cuidadosamente en tu villa de Luxor.
—No sé a qué te refieres —resopla Roxana—. Deberías mostrar un poco más de respeto por estas pobres mujeres que somos mi cuñada y yo. ¿Habrán visto los dioses alguna vez, en estos bellos parajes, destino tan doloroso como el nuestro?
Diana y el inspector se echan a reír.
—No tiene remedio —comenta la primera.
—Forma parte de su encanto —concede Fattush.
—Me fastidia, pero no puedo evitar que me haga gracia.
—Demasiada gracia durante demasiado tiempo, eso es mucho demasiado.
—Lo mismo pensé cuando me propuso el caso. Sin embargo, piqué. Por su encanto, sin duda. Y el de estos bellos parajes…
Toda la risa acumulada a lo largo del accidentado crucero aflora en este momento, y la pareja de investigadores se entrega a ella de buen grado.
—¿De qué va la broma? —Se revuelve la otra—. Porque yo no le veo gracia alguna a nuestra desgracia, salvo que os riáis como las hienas, claro está.
Nuevo ataque de hilaridad a cargo de la pareja, hasta que Dial, enjugándose el terapéutico llanto, se aviene a explicarse:
—Perdona, mujer. Es la flojera que sigue a la tensión, no te lo tomes a mal. Pero prométeme responder con sinceridad a nuestras preguntas.
—Depende —contesta Roxana, ceñuda—. Aquí todo el tercer mundo tiene que respetarme, empezando por vosotros.
Fattush abandona su puesto, y se deja caer en una silla cercana a Dial.
—¿Cuándo empezaste a sospechar de tu cuñada? —pregunta el inspector.
Inicia la mujer un gesto de protesta pero, rápida, la detective extrae el sobre que lleva en su bolsillo y lo agita en el aire:
—¡Lo cuenta todo! Creus también se despidió de Marga —sacude el sobre delante de las narices de Roxana—, escribiéndole esta extensa carta. La hemos leído. Y, si no te avienes a razones, no tendremos inconveniente en entregársela a las autoridades competentes. O mejor a la prensa. Quizá aún te dé tiempo a leer, en tu terraza de Luxor, antes de que Sueni te arrebate la villa, o las ganas de Egipto, el increíble derrumbamiento de los Laclau.
—¿En el
Times
?
—No hay para tanto, mujer. Bastaría con
La Vanguardia
, que leen todas tus amistades, así como los miembros del partido al que perteneció tu difunto esposo.
—¿Qué dice la carta? —La falsa lady se da por vencida.
—¿Resumiendo? Expresiones de amor eterno y reproches aparte, el doctor Creus le recuerda a tu cuñada que fue ella quien se tiró por las escaleras de la casa de Pedralbes, desesperada por las infidelidades que había descubierto en su marido desde el mismo viaje de novios. Que, una vez en la silla de ruedas a que la condenó su acción, comprendió que disponía de un arma extraordinaria para someter a Oriol a todos sus caprichos: la culpa que él sentía. Que entre la pareja se forjó una morbosa complicidad que iba más allá de la sinceridad con que Laclau le confiaba sus conquistas: en ocasiones, ella misma se las procuraba. En otras, a Marga (Creus siempre se refiere a ella como Margaret, parece creerse el protagonista de
Cumbres borrascosas
) le apetecía presenciar sus hazañas, sobre todo si se trataba de un desvirgamiento. El médico hace expresa mención de la violación de la hija de Pitu Morrow, que tuvo lugar en la casa, y que los Laclau tapasteis como solíais, con dinero. Y no demasiado.
—Mujer, contado así parece que seamos unos anormales —opone Roxana débilmente—. Esa carta ha sido escrita bajo estado de rencor.
—Eso también, pero no creo que el despechado médico pudiera inventarse semejante historia. Es más, se refiere a ella con naturalidad. No es eso lo que le reprocha a Marga, sino que le traicionara.
—Marga, ¿traicionar a ese infeliz?
—Pues sí. En Japón, fue ella quien propuso adquirir el concentrado de fugu, algo completamente clandestino cuya adquisición resulta muy cara. Fue Marga quien insufló en Creus la idea de acabar con Oriol, y de hacerlo retorcidamente. Y también fue ella quien, perpetrado el asunto, vivió calladamente con este conocimiento y entretuvo al doctor, dándole esperanzas, para, al final, dejarle caer. Cosa que hizo, según cuenta él en la carta, y le creo porque alguien que va a suicidarse raramente miente, aquí, en el
Karnak
, un año después. No me extraña que Creus se encerrara en su camarote, fingiendo una enfermedad. Lo que Marga acababa de decirle, poco después de que yo le interrogara, es que robarle el fugu y asesinar a Oriol había sido un error, que ella nunca había amado tanto a su marido como ahora que estaba muerto, y que jamás, jamás aceptaría la presencia del hombre que le eliminó. Marga rompió su relación con el médico de familia horas antes de darse el baño de ego que supuso el recital de Fuad el-Rashid. Frenético, Creus le escuchó desde su camarote, quizá salió a cubierta, y permaneció allí, como un paria expulsado de un banquete. Cuando Fuad bajó por la escalera, vio su oportunidad y le mató. Luego salió corriendo, sin percatarse de que Haggar, desde la escalera de babor, había visto un revuelo de faldas que resultó, deduzco, el borde de su bata.
Roxana baja la cabeza. Guarda silencio.
—¡Por fin callada! —comenta Dial, con sorna—. Lo sabías, ¿no?
—No todo. Ignoraba la última escena. Así que, cuando el recital, mientras ella se hacía la lánguida con las canciones románticas, la suerte de Fuad y la de Creus ya estaban echadas, como lo estuvo la de mi hermano. Maldita zorra.
—Era eso lo que querías que yo averiguara. Por eso me propusiste el caso. Sospechabas de tu cuñada…
—Siempre supe que era mala por dentro. Y lo bastante astuta para que nadie la pueda encarcelar. ¿Cuándo te diste cuenta de mis intenciones?
—Lamento confesar que me costó. ¡Pero lo descubrí cuando miré atrás! ¿Recuerdas cuando ésta —se vuelve hacia Fattush, señalando a Roxana con un movimiento de cabeza— me enervó tanto, al avisar a todo el mundo de que nadie podría abandonar el barco hasta que diéramos con el asesino de Oriol?
—¡Te agarraste un mosqueo considerable! —confirma el inspector—. Sólo se te pasó a base de negroni.
—No se me pasó. Me quedó la mosca detrás de la oreja. Y, de repente, me di cuenta. ¿Por qué en Filé? ¿Por qué en la isla? ¿Por qué en un lugar desde donde el asesino, advertido, podía largarse con facilidad? ¿Por qué no esperar a que nos encontráramos en el
Karnak
?
Y Diana se queda mirando al inspector. Éste, por fin, reacciona:
—Porque Roxana sabía que la persona que había inspirado el crimen, la verdadera asesina, era su cuñada, la mujer condenada a vivir en una silla de ruedas. Y que no podía huir.
—Ahhhhhhhh, ahhhhhhhh.
Diana Dial expele el humo de la
shisha
, la primera que fuma después de su aventura en el
Karnak
, con tal delectación que, a su alrededor, jeques y putas y ejecutivos y espías y personal de embajadas y familias egipcias de alto
standing
la contemplan con admiración y un punto de envidia. Se encuentran, de nuevo, en los jardines del hotel Marriott, en El Cairo.
El inspector Fattush, sentado frente a ella, alza su copa de coñac:
—Por ti, Diana. Aunque… Una vez más, una asesina queda en libertad… ¿No te da coraje?
—¿Quién? ¿Lady Margaret Middlestone? ¡No me hagas reír! Si yo fuera ella, preferiría el cadalso a vivir el resto de mis días en compañía de Roxana. No quiero ni pensar en las fechorías domésticas que se le ocurrirán para torturar a su perversa cuñada. Sobre todo ahora que ya no tendrá
nilinas
que pintar.
—¿Vas a seguir la vista en Barcelona?
—No tengo la menor intención. El
Karnak
queda atrás, con su memorable carga de momias y de, ¿cómo los llama Pitu Morrow?, sí, cortesanos, raza de canallas. Créeme, lo único bueno que hemos sacado de este asunto, aparte de averiguar la verdad, y de que los malos están muertos o sometidos a vejaciones, es el fervoroso amor que se dispensan Ismail y Laia. ¡Me han pedido que sea su madrina de boda! Se casan aquí, en familia.
—¿Y vas a aceptar?
—¡Naturalmente! Por otra parte, está mi Joy. Ha vuelto con Ahmed.
—¿Lo dudabas?
—Hum. —La detective tuerce la boca—. Esperaba que mi influencia, así como las alegrías que le ha proporcionado Haggar, impidieran su regreso al nido familiar. Pero a ella le gusta la vida que lleva, y no seré yo quien se oponga. Sabe que, ocurra lo que ocurra, siempre me tendrá.
—¿Alguna nueva aventura en perspectiva? —se interesa el inspector.
—¡Roma! No sé por qué, pero me apetece Roma. ¿Sabías que el jefe de la Banda de la Magliana, que aterrorizó la Ciudad Eterna en los años ochenta, está enterrado en la sede del Opus Dei?
—No creo que pueda acompañarte. Carezco de tu libertad de movimientos.
Sonríe Diana y levanta su copa:
—Siempre hay una solución para un conflicto. Si no lo creyera, estaría muerta.
FIN
Ésta es una obra de ficción. Los personajes —excepto cuando pertenecen a las crónicas o los libros de Historia—, como los nombres, apellidos, la situación social y las relaciones de amistad, de parentesco, sentimentales o eróticas que tienen, son fruto exclusivo de mi imaginación. Si existe alguna coincidencia, la rechazo de plano desde ahora mismo.
M. T.
MARUJA TORRES, nació en Barcelona en marzo de 1943. De familia murciana, ejerce como periodista, columnista, escritora y guionista de cine. Comenzó a trabajar a los catorce años como mecanógrafa, y acabó siendo secretaria de redacción de la sección “Página femenina” del diario
La Prensa
y colaboradora de la revista de cine
Fotogramas
. Fue enviada especial en los frentes del Líbano y Panamá para el diario El País, periódico para el que también es columnista. En 1986 publicó su primera obra:
¡Oh, es él! Viaje fantástico hacia Julio Iglesias
, enfocado en la figura del cantante con tono humorístico. Su segunda novela,
Mientras vivimos
, obtuvo el Premio Planeta del año 2000, y
Esperadme en el cielo
(2009) obtuvo el Premio Nadal. En la obra autobiográfica
Mujer en guerra
(1999) narra su vida periodística. Es colaboradora de las revistas
Qué leer
y
El espectador
. Si bien no tuvo formación académica periodística, ha cultivado todas las áreas del periodismo, desde el reportaje de guerra hasta la crónica de sociedad.
[1]
Véase
Fácil de matar
(Planeta, 2011), novela anterior de la autora.
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