—¿Qué ocurrió en Barcelona?
—Me distancié de Marga. Viajé a El Cairo en dos ocasiones, para ver a Ismail y conocer a su familia. Son gente muy cálida. Cariñosa, sincera. Todo un cambio a favor, para mí.
—¿Por qué accediste a repetir el crucero?
—Es obvio. —Laia apoya la cabeza en el hombro del muchacho—. Puede que le parezca una crueldad, pero a pesar de todo lo que ocurrió en el otro, nosotros fuimos muy felices. Queríamos repetir la experiencia.
Permanecen en silencio, hasta que lo rompe Dial.
—¿En qué puedo seros de utilidad? Porque habéis acudido por eso, ¿no?
—En lo que a mí respecta, no tengo dudas. Haré lo que quiera, me casaré con quien quiera. Renunciaré al legado. No quiero ese dinero, ni la carga que comporta. No nos asusta ganarnos la vida. Pero Ismail necesita una recomendación. Ha presentado su tesis en la Universidad Folch i Torras de Barcelona, y he pensado que usted puede echarnos una mano para que le den una beca. La terminaría en mi ciudad, estaríamos juntos, Ismail buscaría un empleo. Al casarnos, obtendría la ciudadanía. Su familia está de acuerdo en que el hijo menor, aquel por el que todos han luchado, abandone Egipto y se labre un futuro en Europa.
—¿Os casaréis? ¿Aquí? —inquiere, súbitamente preocupada.
Laia, por primera vez relajada, se echa a reír.
—¡No es un secuestro, es un rescate!
—Es ella quien me salva a mí. —Sonríe el muchacho.
Hay tanto amor en ellos que Diana Dial no duda en comprometerse.
—Yo no tengo influencias, pero mi ex marido, sí. Y él nunca me niega nada. Dejadlo en mis manos.
Reconfortada, la pareja abandona el camarote.
—¿Dónde te habías metido? —Roxana, debajo de su peluca blanca, parece un juez británico—. Esta noche no quiero perderte de vista. No quiero que te escaquees y bajes a tierra, aprovechando que nos hemos detenido en Edfu para repostar. De todas formas, dos empleados del barco montan guardia, por si al asesino se le ocurre escapar.
—He estado en la oficina de recepción, tenía que comprobar mi correo. ¿Todavía crees que a tu hermano lo mataron? ¿Tienes el resultado de la autopsia?
La otra la examina de arriba abajo. Omite responder a sus preguntas.
—¿Un vestido negro, ninguna joya, y un echarpe de terciopelo burdeos por toda alegría? Hija, estoy por mandar a Haggar a que traiga mi mantón de Manila para animarte un poco.
—No me encuentro bien.
—Debe de ser una plaga. El doctor Creus está en su camarote, automedicándose. ¿Le has pasado un virus? —inquiere, desconfiada—. Después de auscultarte a ti, o lo que sea que haya hecho, ha estado atendiendo a mi cuñada más de dos horas. Me he cruzado con él cuando salía de su camarote, y el pobre se veía a punto del desmayo. A veces me pregunto si no tendríamos que cambiar de médico… Bueno, si Hadi Sueni cumple su amenaza y tenemos que entregarle todas nuestras cositas egipcias, se impondrá una renovación total. Me han dicho que en la antigua Yugoslavia se encuentran sitios preciosos y baratos. Ay, con lo que me gustaba a mí pintar
nilinas
.
Gran parte de los invitados se encuentran en el salón-bar, conversando, aparentando una actitud normal. Dial y su anfitriona pasan al comedor, en donde Haggar está acabando de instalar a Lady Margaret en su sitio habitual. Extraño trabajo el del muchacho, subiendo y bajando escaleras con una discapacitada en brazos. Al cruzarse con él, la detective observa que el mozo parece radiante. ¿Tiene una cita con Joy? Bien por ella.
—¿Quieres que te baje mi mantón? —pregunta Roxana, sujetando a Haggar por el brazo—. ¿Un broche, unos pendientes?
—¿Por qué no una peluca? —Sonríe Diana, con cariño en su entonación.
Evoca las palabras de la madura, sensata, Laia: «Está loca, pero no es mala persona.» Tiene razón. O eso prefiere creer.
—Mañana hablaremos, Roxana. Has estado ocultándome cosas, jugando conmigo como el gato con el ratón. No, no quiero tus mantones ni tus joyas. Quiero la verdad. Mañana, en cuanto te despiertes. Desayunaremos juntas, y en esta ocasión iremos hasta el final.
Con una leve inclinación de cabeza, Diana se separa de la anfitriona y se dirige al fondo del comedor, en donde su amigo Fattush la espera, sentado a la misma mesa que ocuparon el primer día. ¿El primer día? ¡Ayer! Tan sólo ayer.
—La has dejado con la boca abierta —comenta el inspector.
—Y eso que no sabe de la misa la media. —Diana concede que, en inglés, la frase no resulta tan convincente como en su versión original.
—¿Qué quieres decir? ¿La mitad de una misa?
—Es una forma muy española de expresar que nuestra Lady no tiene ni idea de lo que acabo de conseguir.
Y se calla —un silencio significativo— dispuesta a que el otro, siguiendo su mutua costumbre, digiera la información, y le haga las preguntas pertinentes a su debido tiempo. Éste, cuando investigan juntos, constituye uno de sus juegos favoritos.
El libanés curva los labios, con ironía, y escancia vino en la copa de Diana, adelantándose al camarero que pretendía realizar la función. Cachazudo, se recuesta en el asiento, extiende su mirada alrededor, levanta su copa, y brinda:
—Por los presentes y los ausentes. —Acentúa su sonrisa—. Te habrás percatado de que falta uno.
—Se ha puesto enfermo, me lo ha contado Roxana. Le habrá entrado cagalera después de mi…, de nuestro interrogatorio. Como remate, el infeliz ha pasado media tarde entregado a los quejidos de la viuda. La expresión médico de cabecera debería cambiarse, en su caso, por la de médico de felpudo.
A la izquierda de Marga, el asiento del galeno se mantiene ceremoniosamente vacío. Al menos, la viuda no tendrá que someterse a sus olores corporales. Aunque quizá se haya acostumbrado. Puede que le gusten. ¿Qué sabe Diana de esa frágil mujer en cuyo interior, según Laia, se agitan emociones violentas y apasionados deseos? A su derecha, Roxana, melena albina y cuerpo envuelto en tules violetas, ornados con lentejuelas plateadas. Fuad el-Rashid y Hadi Sueni compiten en galas nocturnas. El primero, con una chaqueta de piel de tiburón y una camisa con pechera de encaje medio desabotonada de la que surge un pañuelo de terciopelo azul eléctrico tapizado con estrellitas plateadas; Diana observa que la capa de maquillaje que habitualmente le cubre el rostro es más espesa esta noche, y que el aplique capilar lanza destellos a tono con el rímel de sus pestañas. Sueni luce un esmoquin de seda adamascada cuyo color granate se confunde con el de los asientos. Cierran el círculo Farida y Raheb, que han sido autorizados a cenar en la mesa principal, y que se lanzan bolitas de pan y sonrisas estúpidas. Claro que están liados, es evidente. Dial decide que el viejo ídolo debe de tener cataratas, si no se apercibe del romance que se desarrolla bajo su techo.
Lulú Cartier, a quien no ha alcanzado la gracia de las cuñadas, permanece en una mesa aparte, enfundada en un traje de raso que marca sus curvas y muestra tres cuartas partes de sus pechos. Lo cual no parece impresionar a Pitu Morrow que, a su lado, saluda a Diana con el brazo derecho y una sonrisa entregada en su semblante.
Alfons Permanyer y Dolors Moltó cultivan su estilo conspirativo, cuchicheando en la mesa más cercana a la puerta: la peor colocada, representativa del desdén con que son tratados por las amas. Claudia, Laia e Ismail, situados junto a una ventana que da a la cubierta de babor, permanecen silenciosos. Sin embargo, desde la distancia, la periodista puede apreciar que la pareja desprende un halo de optimismo. Se felicita por lo que considera un logro suyo. Sí, llamará a su ex, a Lluís Brunet, alias
Viceversa
, y le pedirá una recomendación para el chico. Si es necesario, le hará una rebaja en su pensión mensual.
Fija los ojos en Moltó y Permanyer, escuálidos y grises, papel borroso al fondo de la reluciente estampa de otro mundo que entre todos componen.
—Ese par de sinvergüenzas —deja caer, en espera de que Fattush reaccione.
Al inspector no le queda otro remedio:
—Si no te muestras más específica…
—¿Ah, no lo sabías? Nuestra lacrimógena secretaria y el arqueólogo de pega robaron el astrolabio que perteneció, o eso dicen, a León el Africano.
Diana coloca su mano sobre el bolso rectangular, de seda y azabaches, que descansa a su lado, en la mesa.
—Aquí dentro tengo copia del correo que Jonathan Johansson, experto en antigüedades de Nueva York, ha enviado a Roxana, contándole la peripecia seguida por el mencionado instrumento de orientación espacial, desde que desapareció de las propiedades de Oriol Laclau, al poco de su muerte. La pista conduce a esos dos pájaros, sin ningún género de dudas.
—¡Vaya! —exclama el inspector, admirado—. Querían asegurarse el futuro para cuando llegara el despido. ¿Cuánto iban a sacar por ello?
—Nada, porque son imbéciles. Una pieza así no puede pasearse por los circuitos de subastas, aunque sean clandestinos. Llama demasiado la atención. Otra cosa es lo que Roxana y Marga deberían hacer con ella. Supongo que devolverla, con el resto de su colección, si Sueni se empeña en hacerse con la misma.
Ya están en el segundo plato, y Fattush sigue sin preguntar por sus descubrimientos. El hombre se concentra en el lenguado
meunière
que toca esa noche, separando la carne de la espina con desenfadada pericia.
—¿Qué tal tu encuentro con la hermana pequeña? —Por fin, Fattush abandona los cubiertos en el plato y centra su atención en ella.
—Querrás decir la hija. —Dial se explaya, contándole su conversación con Laie e Ismail.
—¡Vaya con los Kennedy de Cataluña! —comenta el inspector.
—No les falta detalle. —Sonríe la mujer—. ¿Qué le has sacado a Claudia?
—Nada. Esa mujer es… ¿Cómo te diría? Es una ausente. No es que no hable, es que no se entera. Vive encerrada en sí misma. Por supuesto, ni una palabra sobre que su hermana es hija suya y de Oriol. Te diría que esa mujer, que debe de haber sufrido mucho, especialmente por la forma en que fue anulada por los Laclau, parece haberse blindado con bótox más por dentro que por fuera.
—Eso concuerda con la versión de Laia… En fin, no importa. En la trama que nos ocupa, como en la vida, Claudia Mollà ha sido una perfecta secundaria. No la veo con trazas de asesina. No me cosquillea el estómago cuando la examino.
Carraspea y hace una pausa. En vista de que el otro continúa callado, se lanza.
—Hay algo mejor. Y está también en mi bolso. ¡Una copia del informe forense!
Ahora el libanés la contempla, arrobado, y ella se sumerge en su amistosa complicidad. Por fin.
—No te lo muestro porque nos descubrirían.
Se seca delicadamente los labios Fattush, con la servilleta de hilo que lleva la K de
Karnak
bordada en hilo de seda.
—Sin embargo, lo habrás leído.
—Por supuesto.
—¿Quieren encargarme el postre o servirse del bufete especial? —les interrumpe un camarero.
Goloso, Fattush se apresura a levantarse.
—¡Quiero elegir! —exclama—. ¿Te traigo algo?
—Paso de postres. Soy mujer de principios, no de finales. Deberías saberlo.
Con solemnes andares, el policía se dirige al gran aparador —
déco
, naturalmente—, abarrotado de dulces, helados y frutas que un esmerado chef ha dispuesto en variados recipientes, dándoles caprichosas formas y rodeándolos de sorbetes de colores y fantasías decorativas hechas con chocolate y caramelo.
Desde su asiento, comprensiva como una buena madre, Diana le ve quedarse encandilado, le ve dudar, le ve escoger cuidadosamente, le ve cargar con un enorme plato. Ya en la mesa, el inspector se instala con majestuosa calma y procede a saborear los dulces. Entre una cucharada y otra va dedicándole comentarios sobre los distintos sabores, acompañados por jubilosos ronroneos. Cuando le ve apartar el plato, Dial considera que se acabó la tregua.
—¿Has terminado?
El hombre asiente, dichoso.
—Pues siento amargarte la digestión. Porque lo que consta en el informe del departamento de Medicina Forense del Hospital Clínic de Barcelona es que a Oriol Laclau i Masdéu no le asesinaron. Por lo menos, no se puede probar. Según su autopsia, falleció por paro cardíaco.
—¿Están seguros?
—Todo lo seguros que pueden estar, considerando que el cerebro y la sangre habían sido eliminados, ya sabes que es lo primero que se extrae para las momificaciones, el cerebro por la nariz, con una cucharilla… Dios santo, qué asco.
Hasta el templado Fattush frunce los labios, con una mueca de disgusto.
—¿Y los órganos? ¿Y los vasos canopos?
—Sólo el cuerpo, hecho una mojama con su corazón dentro, se mantiene bien. Les estafaron. A la familia, quiero decir. Pagaran lo que pagasen, las sales de natrón, o lo que fuera que tenían que usar como conservante, eran de segunda clase. Al abrir los vasos se han encontrado con simples calditos. Bueno, simples no. Pero para sacar alguna conclusión habrá que dedicarles todos los adelantos de la ciencia forense, cosa que, por mucha influencia que tenga Roxana, no van a hacer, ni en el Clínic ni en ninguna parte, si no hay una orden judicial de por medio que justifique los gastos.
El inspector se tira de la coleta, distraídamente.
—¿Cuándo le mandaron el mensaje, el de la autopsia?
—Ayer. Ya había llegado cuando embarcamos. Lo recogió de inmediato.
—Así que, en estos dos días que llevamos navegando, Roxana (y Marga, seguro) han sabido que no pueden demostrar que su pariente fue asesinado.
—De ahí su mal humor creciente —asiente Diana—. Menudo crucero inútil, qué estúpido embarque.
Horas más tarde, cuando la desazón de los acontecimientos recientes contamine el amanecer, Diana Dial pensará, antes de sumirse en el sueño —desparramando sobre la colcha las cuartillas—, que anoche presenció la escena más extraña de cuantas ha podido contemplar desde que Roxana la metió en esta historia, más insólita incluso que su encuentro con la momia de Oriol en el sótano de Luxor. La escena del cortejo en la nave de los locos, o el crucero del amor enfermizo, como también le gusta llamar a esta aventura compartida, quedará grabada en ella mientras le quede memoria, como síntesis de los días transcurridos en el Nilo.
Ahora se limita a vivirla, a formar parte como comparsa, como espectadora.
Componen una singular comitiva, dirigiéndose escaleras arriba hacia la cubierta superior del
Karnak
, con Lady Margaret —libélula de encaje beige y oro veneciano—, en brazos de Haggar, encabezando la marcha, y el resto de los pasajeros siguiéndola, en silenciosa procesión. Se dirigen lenta y mansamente, como en una alucinación, a la cubierta donde se desarrollará el recital a cargo de Faud elRashid en memoria de Laclau y para disfrute morboso de su viuda. Apenas se cumplen dos jornadas desde que iniciaron la travesía, pero el marchito transcurrir del tiempo a bordo del barco obra el prodigio de descarnarlos, de afantasmarlos, de diluirlos. Si desaparecieran en el Nilo —si Shobek, el dios cocodrilo, abriera sus fauces para devorarlos— la mayoría de los invitados, así como sus anfitrionas, se evaporarían sin dejar rastro ni llanto ni pesar detrás.