–…Eso he oído decir.
–…No perderías nada probando suerte allí cuando esto termine, ¿no sé si me entiendes?
–…Buena idea. Quizá lo tenga en cuenta.
Aggie lo intentó de nuevo.
–…¿Te acuerdas de Walter?
–…Sí, claro, Walter, ¿cómo no? Uno de los matones de Tanby. ¿Qué ha sido de él?
–…¡Huy, Walter! En fin, se fue al norte; nos abandonó por una de esas empresas de seguridad de tres al cuarto. Treinta y cinco mil dólares al año y un Rover con tapicería de piel. Da asco. ¿Dónde está la lealtad? ¿Dónde está el sentido del servicio?
–…Eso digo yo: ¿Dónde? -convino Oliver, y sonrió por el detalle de la tapicería de piel.
–…Tuvo que ser una experiencia horrible para ti, ¿no? ¿Descubrir que tu padre era un sinvergüenza y todo eso? Y tú recién salido de la facultad de derecho, convencido de que la ley servía para proteger a la gente y mantener la sociedad en el buen camino. O sea, ¿cómo reacciona alguien ante eso, Oliver? Y te recuerdo que hablas con una persona que estudia filosofía, para mi tormento -dijo Aggie. Oliver no hablaba con nadie, estudiara lo que estudiase, pero ella no cejó en su empeño-. O sea, ¿cómo es posible saber, en una situación así, si simplemente odias al muy hijo de puta o actúas por amor a la justicia? Preguntándote día y noche: ¿Soy un hipócrita, fingiendo a todas horas que he obrado de una manera noble, íntegra y virtuosa a lomos de mi caballo blanco, cuando de hecho le he vuelto la espalda a mi propio padre? ¿Fue así como lo viviste, o son imaginaciones mías?
–…Sí, bueno.
–…En serio, eres un verdadero ídolo para nosotros, ¿lo sabías? El intrépido solitario. El idealista. El mayor disidente de todos los tiempos. Hay gente en el Servicio que daría cualquier cosa por tener tu autógrafo.
Un largo silencio en el que incluso la aguerrida Aggie habría deseado quizá no ser tan aguerrida.
–…No existe ningún caballo blanco -masculló Oliver-. Sería más bien un tiovivo.
La camioneta puso el intermitente de la izquierda. Descendieron tras ella por un ramal de salida y continuaron el viaje por caminos vecinales. La moto los siguió. El follaje nuevo se cerraba sobre ellos, ocultando el cielo. Los rayos del sol centelleaban entre los troncos de los árboles. La radio emitía un continuo gruñido de estática. La camioneta se detuvo en un área de descanso; la moto tomó por un desvío. El coche bajó en picado por un pronunciado declive y cruzó un arroyo. Ascendieron a lo alto de una loma. Sobre una gasolinera, flotaba un globo cautivo con el rótulo harris pintado en su superficie. Ella ya ha estado antes aquí, pensó Oliver, observando a Aggie con el rabillo del ojo. Ella y todos los demás. En el cruce, dobló a la izquierda. Bordearon el pueblo y vieron la iglesia recortada contra el horizonte y, a su lado, la cilla y los chalets de tejas acanaladas a cuya construcción Tiger se había opuesto con uñas y dientes. Entraron en Autumn Lane, un camino cubierto todo el año de hojas caídas. Pasaron ante una calle sin salida llamada Nightingales End y vieron una furgoneta de la compañía eléctrica aparcada. Tenía la escalerilla extendida, y un hombre manipulaba los cables de la luz encaramado en ella. En la cabina del conductor, una mujer hablaba por teléfono. Aggie avanzó otros cien metros y paró junto a una parada de autobús.
–…Has de ponerte en marcha -anunció.
Oliver se apeó. Detrás de los árboles el cielo se veía aún diurno, pero entre los setos oscurecía por momentos. En un monumento conmemorativo de ladrillo erigido en medio de un recuadro de césped constaban los nombres de los gloriosos caídos. Cuatro muchachos apellidados Harvey, recordó Oliver. Todos de la misma familia, todos muertos a la edad de veinte años, y su madre vivió hasta los noventa. Empezó a caminar y oyó alejarse a Aggie en el coche. Los enormes pilares de la verja se alzaban ante él, coronados por sendos tigres labrados en piedra, cada uno de ellos con el escudo de armas de Single entre las garras. Los tigres procedían de un parque escultórico de Putney y costaban una fortuna. Los escudos de armas eran obra de un pedante heraldista llamado Potts que dedicó todo un fin de semana a interrogar a Tiger sobre sus antecedentes históricos, sin darse cuenta de que variaban según las estaciones. El resultado fue un barco hanseático en representación de unos comerciantes de Lübeck antepasados nuestros, hasta entonces desconocidos para Oliver, un tigre rampante, y dos tórtolas por nuestro ascendiente sajón, si bien la relación entre las tórtolas y Sajonia era un misterio que sólo el señor Potts podía desentrañar.
El camino de entrada fluía como un río negro sobre las praderas en penumbra. Ésta es la tumba donde nací, pensó. Aquí es donde viví antes de hacerme niño. Pasó ante la casa del guarda, que sólo ocupaba Gasson, el chófer, cuando Tiger decidía quedarse a dormir allí. No se veían luces en las ventanas; las cortinas del piso superior estaban echadas. En el patio había un establo móvil con la barra de tracción apoyada en un montón de ladrillos. Oliver tiene siete años de edad. Es su primera clase de equitación, y lleva el rígido sombrero hongo y la chaqueta de tweed que Tiger ha decretado desde su remoto puesto de mando. Ninguno de sus compañeros de clase lleva sombrero hongo, de modo que Oliver ha intentado esconderlo, junto con la fusta de mango de plata que Tiger le ha enviado mediante un mensajero para su cumpleaños porque por esas fechas las visitas de Tiger se producen sólo en raras ocasiones oficiales.
–…¡Saca el pecho, Oliver! ¡No te encorves! ¡Estás cabeceando, Oliver! ¡Toma ejemplo de Jeffrey! Él no cabeceaba, ¿verdad? Erguido como un soldado, así iba Jeffrey.
Jeffrey, mi hermano, cinco años mayor que yo. Jeffrey, que hacía bien todo lo que yo hago mal. Jeffrey, que era perfecto en todos los sentidos y murió de leucemia antes de poder dirigir el mundo. Oliver pasaba ante el depósito de hielo, una construcción de piedra arenisca. Había llegado por arte de magia en tres camionetas verdes y había quedado listo en una semana, convirtiéndose de inmediato en su lugar de castigo: los ciento setenta pasos a la carrera hasta el depósito de hielo, tocarlo, los ciento setenta pasos de regreso, una vuelta por cada verbo irregular del latín no aprendido, y más vueltas aún por no estar a la altura de Jeffrey, ni en latín ni en correr. El señor Ravilious, el profesor particular de Oliver, es metódico. Tiger también. En sus conferencias telefónicas, hablan de puntos, notas, distancias, horas empleadas y castigos merecidos, y sobre los porcentajes necesarios para que Oliver acceda a un sitio llamado Dragon School donde Jeffrey vistió los colores del equipo de críquet y consiguió una beca para ingresar en otro sitio aún más temible llamado Eton. Oliver aborrece los dragones, pero admira al señor Ravilious por sus chaquetas de terciopelo y su tabaco negro. Cuando el señor Ravilious se fuga con la criada española, Oliver lo celebra por él en medio de la indignación general.
Optando por el camino más largo alrededor del jardín tapiado, Oliver bordeó un montículo nivelado que no era ni un túmulo funerario ni un punto de salida de un campo de golf, sino un helipuerto para invitados cuya elevada posición hacía impensable el transporte terrestre. Invitados como Yevgueni y Mijaíl Orlov con sus bolsas de plástico cargadas de adornos lacados rusos, botellas de vodka al limón y embutidos ahumados de Mingrelia envueltos en papel encerado. Invitados con guardaespaldas. Invitados con tacos de billar plegables acarreados en fundas negras porque no se fían de los tacos de Tiger. Pero sólo Oliver sabía que el helipuerto era un altar secreto. Inspirándose en la anécdota de una tribu indonesia que colocaba a la vista aviones de madera a modo de reclamo para atraer a los turistas ricos que sobrevolaban la zona, Oliver había puesto allí en ofrenda las comidas preferidas de Jeffrey con la esperanza de hacerlo regresar del cielo para concluir su infancia. Pero obviamente la comida del cielo era mejor, porque Jeffrey nunca volvió. Y no era Jeffrey el único ausente. En medio de la bruma cada vez más densa se hallaban las vallas de hípica, siempre pintadas de un blanco radiante, y el campo de polo, que permanecía todo el año con las líneas marcadas y el césped cortado, y los establos, donde cada silla, brida y estribo se mantenían lustrados en espera del imaginario día en que Tiger, después de veinte años en viaje de negocios, llegase en su coche por el camino, con Gasson al volante, y reanudase merecidamente la vida inglesa feudal.
El camino se ocultaba entre unas hayas rojas. Más adelante había un par de casas de ladrillo y pedernal para el servicio. Al pasar frente a ellas, Oliver aminoró la marcha con la esperanza de ver a Craft, el mayordomo, y su esposa sentados a la mesa tomando el té. En su infancia, adoraba a los Craft y los utilizaba como ventana al mundo que se extendía más allá de las paredes de Nightingales. Pero la señora Craft había muerto hacía quince años y el señor Craft había regresado a Hull, donde tenía sus raíces, llevándose consigo como obsequios una caja de Fabergé y un juego de miniaturas del siglo xviii perteneciente a los esquivos antepasados de Tiger, esta vez unos holandeses radicados en Pensilvania. Oliver empezó a descender de la colina y Nightingales apareció ante él, primero los sombreretes de las chimeneas, luego toda la mole de piedra gris, rodeada de grava, que crujió bajo sus pies como hielo resquebrajándose cuando se acercó al porche delantero. El tirador de la campanilla era una mano de latón con los dedos doblados y juntos. Imitando ese gesto con su propia mano, tiró de ella a la vez que el corazón le latía con fuerza, asaltado por la ineludible nostalgia de un hijo. Se disponía a tirar de nuevo cuando oyó arrastrarse unos pies al otro lado de la puerta y se preguntó aterrorizado cómo debía llamarla, porque detestaba usar la palabra «madre», y más aún «mamá». Cayó en la cuenta de que había olvidado el nombre de pila de aquella mujer. Había olvidado también el suyo propio. Tenía siete años de edad y estaba sentado en una comisaría a diez kilómetros de allí, y no recordaba siquiera el nombre de la casa de la que había huido. La puerta se abrió y una oscuridad salió hacia él. Oliver sonreía y farfullaba. Tenía taponados los oídos. Notó el roce de una rebeca de mohair contra su sonrisa cuando los brazos de ella le rodearon el cuello. La envolvió a su vez en un protector abrazo. Cerró los ojos e intentó volver a ser niño, pero no lo consiguió. Ella le besó la mejilla izquierda, y él percibió un olor a menta y un aliento nauseabundo. Ella le besó la otra mejilla, y él recordó lo alta que era, más alta que cualquier otra de las mujeres que había besado. Recordó su temblor y su aroma a jabón de lavanda. Sintió curiosidad por saber si temblaba siempre o sólo ante él. Ella retrocedió. Sus ojos, como los de él, estaban anegados en lágrimas.
–…Ollie, cariño -lo saludó. Has acertado, pensó Oliver, porque a veces lo llamaba Jeffrey-. ¿Por qué no me has avisado antes? Mi pobre corazón. ¿En qué lío te has metido ahora?
Nadia, recordó Oliver: «No me llames “madre”, Ollie, cariño. Llámame Nadia; me haces sentir tan vieja.»
La cocina era enorme y de techo bajo. Cazos de cobre abollados, comprados en una subasta por un decorador de interiores desaparecido, pendían de las antiguas vigas añadidas durante alguna de las innumerables reformas. En la mesa había espacio de sobra para veinte criados. Un viejo horno redondo de hierro, jamás conectado a la salida de humos, ocupaba el oscuro rincón del fondo.
–…Debes de estar muerto de hambre -comentó ella analíticamente, como si comer fuese un hábito que tenían otras personas.
–…Pues no, la verdad.
Echaron un vistazo al frigorífico por si a Oliver le apetecía algo.…
¿Una,
…botella de leche? ¿Un paquete de pan integral de centeno? ¿Una lata de anchoas, quizá? Su mano temblorosa reposaba sobre el hombro de él. Dentro de un momento estaré temblando yo también.
–…Cariño, hoy es el día libre de la señora Henderson -dijo-. Los fines de semana me pongo a dieta. Siempre lo he hecho. Ya lo has olvidado. -Sus miradas se cruzaron bajo la iluminación cenital, y Oliver advirtió que ella le tenía miedo. Se preguntó si estaba borracha o sólo camino de estarlo. A veces balbuceaba como una niña cuando apenas había empezado aún a beber. Otras veces, en cambio, con dos botellas en el cuerpo permanecía aparentemente serena-. No tienes muy buen aspecto, Ollie, cariño. ¿Has estado exigiéndote demasiado? Te tomas las cosas tan a pecho…
–…Estoy perfectamente. Tú también tienes buen aspecto. Increíble.
No era increíble en absoluto. Cada año antes de Navidad se tomaba unas «breves vacaciones», como ella decía, y regresaba sin una sola arruga en la cara.
–…¿Has venido a pie desde la estación, cariño? No he oído llegar ningún coche, y…
Jacko
…tampoco. -
Jacko,
…el gato siamés-. Habría ido a recogerte si hubieses telefoneado.
Hace años que no conduces un coche, pensó Oliver. Desde que atravesaste la pared del establo con el Land Rover una Nochevieja y Tiger te quemó el permiso de conducir.
–…Me encanta ese paseo, de verdad -respondió-. Ya lo sabes. Incluso cuando llueve.
En cuestión de minutos ninguno de los dos sabremos qué decir, pensó Oliver.
–…Por lo general, los trenes de esta línea son muy poco fiables los fines de semana. La señora Henderson tiene que hacer transbordo en Swindon para visitar a su hermano -se quejó.
–…El mío ha llegado justo a su hora. -Oliver se sentó a la mesa en su sitio de costumbre. Ella permaneció en pie, contemplándolo con adoración, temblorosa y preocupada, accionando los labios como un bebé antes de la toma-. ¿Hay alguien en casa?
–…Sólo yo y los gatitos, cariño. ¿Quién más iba a haber?
–…Era simple curiosidad.
–…Ya no tengo perro. No he vuelto a tener ninguno desde que vi consumirse de pena a…
Samantha.
–…
Lo sé.
–…Al final se pasaba el día echada en el vestíbulo, esperando el sonido del Rolls. No se movía, no comía, no me oía.
–…Ya me lo contaste.
–…Había decidido que era una perra de un solo amo. Tiger me dijo que la enterrase junto a la faisanería, y eso hicimos. Yo y la señora Henderson.
–…Y Gasson -le recordó Oliver.
–…Gasson cavó el hoyo. La señora Henderson pronunció unas palabras. No éramos un grupo muy alegre, me temo.
–…¿Dónde está, madre?
–…¿Te refieres a Gasson, cariño?
–…Tiger.
Ha olvidado su papel, pensó Oliver, viendo lágrimas en sus ojos. Trata de recordar qué debe decir.