Un golpe en la puerta y la voz con acento de Glasgow de Aggie lo obligaron a ponerse en pie con sentimiento de culpabilidad, ya que en otra de sus muchas cabezas se atormentaba pensando en Carmen: ¿Estará todavía en Northampton? ¿Cómo tendrá la herida de la ceja? ¿Se acuerda de mí tanto como yo de ella? Y en otra cabeza: Tiger, ¿dónde te has metido? ¿Pasas hambre? ¿Estás cansado? Pero como las preocupaciones de Oliver nunca se excluían mutuamente, y nunca había aprendido a dejar que cada una tomase su propio camino, se angustiaba también por Yevgueni, y por Mijaíl, y por Tinatin, y por Zoya, preguntándose si sabía ya que estaba casada con un asesino. Sospechaba que sí lo sabía.
– ¿Era un disparo de pistola lo que he oído desde abajo, Oliver? -inquiría Aggie nerviosamente al otro lado de la puerta.
Oliver dejó escapar un gruñido ininteligible, en parte por pura coincidencia, en parte por bochorno, y se frotó la nariz con el antebrazo.
– Sólo venía a traerte tu traje elegante, planchado y listo para usar -explicó Aggie-. ¿Puedo pasar a entregártelo?
Oliver encendió la luz, se ciñó bien la toalla en torno a la cintura y abrió la puerta. Aggie llevaba un chándal negro y zapatillas de deporte y se había recogido el pelo en un austero moño. Oliver cogió el traje e hizo ademán de volver a cerrar la puerta cuando notó que ella miraba con fingido terror en dirección al camastro.
– Oliver, ¿qué demonios es ese objeto? ¿Está bien que
vea
yo eso? ¿Has descubierto un vicio nuevo o algo así?
Oliver se volvió y contempló también su obra.
– Es media jirafa -admitió-. El trozo que no ha reventado.
Aggie tenía expresión de asombro, de incredulidad. Para mitigar su inquietud, Oliver se sentó en el camastro y completó la jirafa. Luego, por insistencia de ella, modeló también un pájaro y un ratón. Aggie quiso saber durante cuánto tiempo conservaban la forma y le pidió que hiciese uno para una sobrina de cuatro años que vivía en Paisley. Parloteó y le expresó su admiración, y Oliver agradeció debidamente sus buenas intenciones. Nadie podría haber sido más amable con él, ni ir vestida de manera más apropiada, mientras aguardaba el momento de subir al patíbulo.
– El Mosquito ha convocado una reunión urgente dentro de veinte minutos por si se han producido novedades -informó Aggie-. ¿Son ésos los zapatos que vas a ponerte, Oliver?
– Ya están bien como están.
– No para el Mosquito, ni mucho menos. Me mataría.
Cruzaron una mirada: ella porque todo el equipo tenía órdenes de tratarlo cordialmente; Oliver porque cuando una chica guapa lo miraba, se planteaba siempre una relación de por vida.
Lo trasladaron en taxi hasta Park Lane. Tanby era el taxista; Derek simuló pagar a Tanby, y luego Derek y otro muchacho lo acompañaron por Curzon Street -probablemente por si se le ocurría echar a correr- antes de darle las buenas noches y seguirlo a distancia mientras cubría los cincuenta metros restantes. Esto es lo que sucede en el momento de mi muerte, pensó Oliver. Mi vida es un manojo de cabos sueltos, frente a mí se alzan unas puertas negras, y unos críos de negro me instan a continuar desde la otra acera. Deseó hallarse de regreso en la pensión de la señora Watmore, viendo la televisión ya entrada la noche en compañía de Sammy.
– No ha entrado ni salido nadie desde la hora de cierre del viernes y tampoco ha habido llamadas telefónicas desde el interior -había informado Brock en la reunión-. Se ven luces en la Sala de Transacciones, pero no hay nadie trabajando. Las llamadas externas las recibe el contestador automático y el mensaje grabado dice que las oficinas permanecerán cerradas hasta el lunes a las ocho de la mañana. Aparentan estar muy ocupados, pero con Winser muerto y Tiger desaparecido nadie mueve un dedo.
– ¿Dónde está Massingham?
– En Washington, camino de Nueva York. Telefoneó ayer.
– ¿Y Gupta? -preguntó Oliver, preocupado por el criado indio de Tiger, que vivía en el sótano.
– Los Gupta ven la televisión hasta las once y apagan las luces a las once y media. Es su rutina de todas las noches, y eso mismo han hecho hoy. Gupta y su esposa duermen en la sala de calderas; su hijo y su nuera ocupan el dormitorio; los niños están en el pasillo. En el sótano no hay sistema de alarma. Cuando Gupta baja, echa la llave de la puerta de acero y dice adiós al mundo. Según el equipo de vigilancia, lleva todo el día llorando y moviendo la cabeza. ¿Alguna otra pregunta?
Gupta, que quería a Tiger como nadie, recordó Oliver con tristeza. Gupta, cuyos tres hermanos, pese a su inocencia, habían sido inculpados mediante pruebas falsas por la policía de Liverpool hacía cien años, pero, según la leyenda, salieron en libertad gracias a la audaz intervención de san Tiger de todos los Singles. Gupta, que sólo rogaba poder seguir sirviendo a Tiger, llorando y moviendo la cabeza todo el día. Una animosa luna había ascendido a la planta vigésima de un monstruoso hotel insertado como un rascacielos de Manhattan en el perfil urbano de Londres. En el aire flotaba una bruma pulverulenta, mitad llovizna, mitad relente. Las farolas de sodio proyectaban un pegajoso resplandor sobre los familiares elementos del paisaje: los bancos de Riad y Qatar, Chase Asset Management y una heroica tiendecita llamada Tradition que vendía soldados en miniatura de tiempos pasados. Oliver solía entretenerse ante el escaparate cuando necesitaba hacer acopio de valor para entrar en Casa Single. Ascendió por los cinco peldaños de piedra que había jurado no volver a pisar jamás y se tanteó los bolsillos buscando la llave hasta que se dio cuenta de que la tenía en la mano. Llave en ristre, avanzó con desgana. Las mismas columnas. La misma placa metálica proclamando las remotas delegaciones extranjeras del imperio Single: Single Leisure Limited, Antigua… Banque Single amp; Cie… Single Resorts Monaco, Ltd… Single Sun Valley de Grand Cayman… Single Marcelo Land de Madrid… Single Seebold Löwe de Budapest… Single Malanski de San Petersburgo… Single Rinaldo Investments de Milán… Oliver podía recitar de memoria por orden de aparición la lista de empresas fantasma mientras dejaba vagar la mirada por todas partes sin fijarla en nada.
– ¿Y si han cambiado la cerradura? -había preguntado Oliver.
– Si la han cambiado, nosotros hemos vuelto a poner la antigua.
Llave en mano, Oliver lanzó un último vistazo a ambos lados de la calle e imaginó que veía a Tiger en varias puertas, envuelto en su abrigo negro con solapas de terciopelo, presto a echarle un maleficio. Un hombre y una mujer se achuchaban en la penumbra bajo una marquesina. Un bulto humano yacía en el portal de una agencia inmobiliaria. «Apostaré a tres agentes en la calle para cualquier emergencia», había informado Brock. Con «emergencia» se refería al intempestivo retorno del Tigre a su jaula. Sudaba copiosamente, y el sudor se le metía en los ojos. No debería haberme puesto el jodido chaleco. El traje era uno de los seis que le habían cosido a toda prisa en Hayward para el día de su investidura como socio adjunto. Habían llegado junto con una docena de camisas hechas a medida, unos gemelos de oro de Cartier -cada uno de ellos con un tigre grabado en una de las piezas y un tigrillo en la otra-, y un Mercedes deportivo marrón con equipo cuadrafónico y las iniciales TS en la matrícula. Sudaba y empezaba a nublársele la vista, y si no era el peso del chaleco lo que lo abrumaba, era el peso de la llave. La cerradura cedió sin un chirrido. Empujó la puerta, que se abrió treinta centímetros y se detuvo. Volvió a empujar y notó deslizarse ante él la correspondencia del sábado. Levantó el pie y dio un paso largo. La puerta se cerró a sus espaldas, y los espectros del infierno, aullando, salieron de súbito a recibirlo.
¡Buenos días, señor Oliver!… Pat, el conserje, cuadrándose en broma.
El señor Tiger ha llamado a todas partes preguntando por ti, Oliver… Sarah, la recepcionista, desde la centralita.
Le has dado un meneo a la nena de desayuno, ¿eh, Ollie?… Archie, el chico de familia obrera convertido en prodigio de la Sala de Transacciones, disfrutando de su momento de camaradería con el hijo del jefe.
– Nunca has dejado el negocio -había explicado Brock a Oliver mientras aguardaban la hora idónea-. Al menos no en el Evangelio según Tiger. Nunca has renunciado al puesto de socio, nunca te has evaporado. Estás en excedencia por razones de estudios, acumulando títulos en el extranjero, fomentando contactos. Cobras el salario íntegro, según las memorias anuales de la empresa. La remuneración a los socios con dedicación exclusiva ascendió el año pasado a un total de cinco millones ochocientas mil libras. Tiger declaró a Hacienda tres millones brutos. O sea, que otro par de millones están escondidos en alguna cuenta
offshore.
Enhorabuena. Además, enviabas un telegrama a la oficina con motivo de la fiesta de Navidad, lo cual era todo un detalle por tu parte. Tiger lo leía en voz alta.
– ¿Dónde estaba?
– En Yakarta. Derecho marítimo.
– ¿Quién se cree esas gilipolleces?
– Todos los que quieren conservar el empleo.
Una tenue luz se filtraba desde la calle a través de la abertura del ventilador situado sobre la puerta. La famosa jaula dorada del ascensor estaba abierta, invitando a los visitantes distinguidos a elevarse hasta la última planta. «El ascensor de Single sube y nunca vuelve a bajar», había escrito con entusiasmo el adulador corresponsal de una revista de economía, previamente agasajado con un almuerzo en el Kat’s Cradle. Tiger había hecho enmarcar el artículo para colgarlo junto a los botones. Oliver prescindió del ascensor y subió por la escalera, pisando con cuidado, sin notar el contacto de los pies en la alfombra, sin saber siquiera si realmente los tenía allí, guiándose por el pasamanos de caoba pero rozándolo apenas con los dedos, sin agarrarlo porque su pátina era el orgullo de la señora Gupta. Al llegar a un rellano, vaciló. La Sala de Transacciones se hallaba a su izquierda, tras las dos hojas de una puerta de vaivén que se cerraba con igual fuerza que la de una cocina de restaurante. La empujó con suavidad y echó una ojeada a la sala. Dave, Fuong, Archie, Sally, Mufta, ¿dónde estáis? Soy yo, el gran Ollie, el príncipe regente. Nadie respondió. Han saltado por la borda. Bienvenidos al
Marie Celeste.
En el lado opuesto del rellano arrancaba el largo pasillo del Departamento de Administración, área destinada a secretarias vestidas de ejecutivas en espera de un empleo mejor y a un trío de contables conocidos como los «pañales mojados», porque se encargaban de las tareas sucias que los millonarios dejan en manos de quienes trabajan para ellos: coches, perros, casas, caballos, yates, palcos en Ascot, compensaciones económicas a amantes desechadas, discretas negociaciones con criados desafectos que se fugaban con el Rolls, una caja de whisky y el chihuahua del cliente. El decano de los pañales mojados era un gigante viejo y tímido llamado Mortimer que vivía en Rickmansworth y se regodeaba de los excesos de los detestables personajes que tenía bajo su tutela.
Además
la mujer se cepilla al mayordomo, murmuraba por la comisura de los labios, cargando su hombro contra el de Oliver para mayor confidencialidad.
Además
está vendiendo los Renoirs de su maridito y colgando en su lugar reproducciones porque el vejete ya no ve tres en un burro.
Además
está excluyendo de la herencia a los hijos de él y tramitando el permiso de obras para construir veinte chalets adosados en el jardín…
Ascendiendo ingrávidamente hasta el siguiente rellano, Oliver se detiene ante la puerta de la sala del consejo de administración el tiempo suficiente para componer un cuadro vivo con Tiger entronizado a la cabecera de la mesa de palo de rosa, Oliver en el extremo opuesto, y Massingham, el maître, repartiendo contabilidades falsas encuadernadas en piel a una patulea de lores desharrapados, ministros defenestrados, venales representantes de la prensa económica londinense, abogados bien remunerados y desconocidos a sueldo. Llegó a un descansillo intermedio y vio por encima de su cabeza las patas con ruedas de un pupitre de conserjería y la mitad inferior de un espejo convexo. Estaba aproximándose a lo que Massingham, pese a las procaces burlas de los oficinistas, insistía en llamar el Área Reservada.
«Hay un lado blanco y un lado negro -había explicado Oliver a Brock en la sala de interrogatorios de cartón piedra de Heathrow-. El lado blanco da para pagar las facturas; el lado negro empieza en la tercera planta.» Y Brock había preguntado: «¿Tú en qué lado estás, hijo?» Después de pensar durante un rato, Oliver había contestado: «En los dos», y a partir de ese momento Brock dejó de llamarlo «hijo».
Oyó un golpe y quedó paralizado. Un ladrón. Las palomas. Tiger. Un ataque al corazón. Subió más deprisa, huyendo hacia adelante, aprestándose para el forzoso encuentro:
Soy yo, padre. Oliver. Siento mucho haber llegado con cuatro años de retraso, pero es que conocí a una chica, empezamos a charlar, una cosa lleva a la otra, y se me han pegado las sábanas…
Ah, hola, padre, perdona si te aburro, pero sencillamente tuve una crisis de conciencia, ¿entiendes? O supongo que era la conciencia. No una intensa luz en el camino a Damasco ni nada por el estilo. Simplemente desperté en Heathrow tras una agotadora serie de visitas relámpago a clientes importantes y decidí que ya era hora de declarar parte del contrabando que había acumulado en la cabeza…
¡Padre! ¡Fantástico! ¡Me alegro mucho de verte! Pasaba por aquí y se me ha ocurrido entrar… Es sólo que me enteré de la muerte del pobre Alfie Winser, sabes, y lógicamente no podía menos que preguntarme cómo lo llevabas…
¡Ah, padre! ¡Tú por aquí! Miles de gracias por los cinco millones y pico para Carmen. Ella aún es un poco joven para darte las gracias personalmente, pero Heather y yo damos gran valor al gesto…
Ah, padre, a propósito, Nat Brock dice que si por alguna casualidad estás huyendo, te agradecería que le dieses la oportunidad de llegar a un acuerdo contigo. Por lo visto, te conoció en Liverpool y pudo admirar de primera mano tus habilidades…
Y por otra parte, padre…, bueno, en realidad he venido a llevarte a un lugar seguro… si no tienes inconveniente. ¡No, no, no, soy tu amigo! O sea, sí, es verdad que te traicioné, pero eso fue una intervención terapéutica necesaria. En el fondo sigo siendo sumamente leal…
Se hallaba ante una puerta del patio interior de la fortaleza, examinando innecesariamente el panel numérico que controlaba la cerradura. Una ambulancia ululaba en South Audley Street pero, a juzgar por el estruendo, daba la impresión de que subiese por la escalera. La siguieron un coche de policía y otro de bomberos. Estupendo, pensó, un incendio es justo lo que necesito. «Tenemos ante nosotros, caballeros, lo que yo llamo una combinación rotatoria -explica un experto en seguridad de semblante lúgubre con voz mascullada de ex policía a los altos ejecutivos allí congregados de mala gana, Oliver entre ellos-. Los primeros cuatro dígitos son invariables, y todos los conocemos.» Sin duda los conocemos. Son 1-9-3-6, el bienaventurado año del nacimiento de Tiger nuestro Señor. «Las dos últimas cifras son, como nosotros decimos, las rodantes, y éstas se obtienen restando al número cincuenta el día de la fecha presente. Por ejemplo, si hoy es el día 13 del mes, como así es según información fidedigna de mis espías, ja, ja, pulsaré los dígitos tres siete. Si es primero de mes, pulsaré los dígitos cuatro nueve. ¿Se ha asimilado bien, caballeros? Soy consciente de que esta mañana me dirijo a un público superior a la media y en extremo ocupado, así que no los retendré más de lo necesario. ¿Ninguna pregunta? Gracias, caballeros, ya pueden fumar, ja, ja.»