– Al sitio adonde lo hayan llevado. ¿Qué sé yo? ¿Dónde está Yevgueni? En el sitio adonde llevaron el cadáver. ¿Dónde está Alix? En el sitio adonde fue Yevgueni. ¿Dónde está Tiger? En el sitio adonde lo haya llevado Alix.
– ¿Qué cadáver?
– ¡El cadáver de Mijaíl, joder! ¿Quién iba a ser? Mijaíl, el hermano de Yevgueni. ¿Tiene serrín en la cabeza o qué? Mijaíl, por Dios, que murió en el tiroteo del
Free Tallinn.
¿Por qué cree que Yevgueni se ha propuesto iniciar una guerra? Estaba obsesionado con recuperar el cadáver. Pagó una fortuna por él. «Traedme el cadáver de mi hermano. En un ataúd de acero, con mucho hielo. Luego mataré al mundo entero.»
Oliver percibió muchas cosas simultáneamente. Que veía las imágenes en negativo, y no en positivo, de manera que por unos segundos la luna fue un círculo negro en el cielo blanco. Que se hallaba sumergido bajo el agua, privado del habla y el oído. Que Aggie le tendía una mano pero él se estaba ahogando. Cuando recobró sus facultades, Mirsky hablaba otra vez de Massingham.
– Alix informa a Randy sobre el cargamento, y Randy se lo sopla a sus antiguos jefes, el jodido Servicio Secreto británico. Sus antiguos jefes lo notifican a Moscú. Moscú moviliza a la marina rusa en pleno, organiza un nuevo Pearl Harbor, mata a cuatro hombres, confisca el barco, tres toneladas de mierda de primera calidad vuelven a Odessa para que los de aduanas se hagan de oro. Yevgueni enloquece, ordena que le vuelen la cabeza a Winser. Eso sólo para empezar. Ahora viene lo serio.
Oliver habló con tono inexpresivo, la vista al frente, fija en las luces de la ciudad a través de los árboles.
– ¿Qué hacía Mijaíl en el
Free Tallinn
?
–
Viajar con la carga. Protegerla. Como favor a su hermano. Ya se lo he dicho. Estaban perdiendo demasiada mercancía. Demasiados errores, demasiadas cuentas congeladas, demasiado dinero tirado por el desagüe. Había ya mucho malestar. Todos echaban las culpas a todos. Mijaíl quiere comportarse como un héroe ante su hermano, así que embarca con el cargamento, armado de su Kalashnikov. La marina rusa aborda el barco, Mijaíl mata a un par de marineros, se crea mal ambiente. Ellos lo matan a él, y ahora tiene que pagarlo todo el mundo. Es lógico.
– Tiger vino a verlo -dijo Oliver con el mismo tono mecánico de antes.
– ¡Y un carajo!
– Vino a Estambul hace sólo unos días.
– Quizá sí, quizá no. Me llamó por teléfono. A la oficina. Eso es lo único que sé. No sonaba como un teléfono normal. Tampoco él hablaba como un hombre normal. Parecía que tuviese una cebolla en la boca. Quizá era una pistola. Mire, lo siento, ¿de acuerdo? Ya sé que es su padre, joder.
– ¿Qué quería?
– Me insultó. Me acusó de intentar robarle en Navidad. «Robarle yo, lo dudo -dije-. En cambio, por esas fechas sí teníamos la clara impresión de que usted nos robaba a nosotros. En todo caso, ganó usted, así que poco importa.» Entonces me dice que debo retirar esa descabellada reclamación de doscientos millones de libras. Hable con Yevgueni, le digo. Hable con Hoban. Esa reclamación no es idea mía. Quéjese al cliente, no a mí. Son ellos quienes han tomado la decisión. Y entonces me dice: «Si se presenta ahí mi hijo Oliver, no hable con él, es un lunático de mierda. Dígale que deje de joder, que no me siga. Dígale que se largue de Estambul y se busque una madriguera donde esconderse. Dígale que el juego ha terminado.»
– Eso no se parece en nada a la manera de hablar de mi padre.
– Es su mensaje. En palabras mías. También es mí mensaje. Soy abogado. Transmito lo esencial. Lárguese de Estambul ahora. ¿Quiere que lo lleve a alguna parte? ¿El aeropuerto? ¿La estación de tren? ¿Tiene dinero? Lo dejaré en una parada de taxis.
Mirsky puso el motor en marcha.
– ¿Por quién se ha enterado de que el traidor fue Massingham?
– Por Hoban. Alix está bien informado. Aún conserva contactos en Moscú, gente que forma parte del sistema. Espías.
Sin encender las luces, Mirsky quitó el freno de mano y dirigió el coche lentamente hacia la carretera, dejando que la luna le alumbrase el camino.
– ¿Por qué le dijo Hoban que fue Massingham quien delató al
Free Tallinn
?
–
Me lo dijo, sin más. Porque somos amigos. Porque nos metimos juntos en negocios cuando corrían malos tiempos y éramos un par de agentes secretos, trabajando por el bien del comunismo y embolsándonos un pavo bajo mano.
– ¿Dónde está Zoya?
– En las nubes. No la moleste, ¿me oye? Las rusas están locas. Alix tiene que volver a Estambul e internarla en un sanatorio o algo así. Alix está descuidando sus deberes conyugales.
Habían llegado ya al pie del monte. Mirsky miraba sin cesar por los retrovisores. Oliver los miraba también. Vio acercarse el Ford por detrás, y cuando Mirsky aminoró la velocidad para arrimarse a la acera, vio pasar de largo a Aggie, con expresión tensa y las manos firmemente sujetas al volante.
– Es usted un buen tipo. Espero no verle nunca más la cara. -Se sacó la pistola de la cintura-. ¿Quiere una de éstas?
– No, gracias -respondió Oliver.
Mirsky detuvo el coche poco antes de una rotonda. Oliver se apeó y aguardó en el bordillo. Apretando el acelerador, Mirsky dio una vuelta completa a la rotonda y emprendió el regreso a casa, sin volver a mirar a Oliver. Transcurrido un tiempo prudencial, lo sucedió Aggie.
– Mijaíl era el Sammy de Yevgueni -comentó Oliver con la mirada perdida. Habían aparcado cerca del agua. Oliver había dado el parte de su misión a Aggie.
– ¿Quién es Sammy? -preguntó ella, marcando ya el número de Brock en el teléfono móvil.
– Un niño que conozco. Me ayudaba con mi magia.
Elsie Watmore oyó el timbre en sueños, y después del timbre oyó decir a su difunto marido Jack que volvían a reclamar la presencia de Oliver en el banco. A continuación, ya no era Jack sino Sammy quien, con la luz del pasillo encendida y envuelto en su batín, le decía que dos policías de paisano llamaban a la puerta, que debía de haberse cometido un asesinato, y que uno de ellos era calvo. Últimamente Sammy tenía una marcada propensión a las ideas morbosas. Muerte y desastres, ésos eran sus temas preferidos, y nunca parecía cansarse de ellos.
– Si van de paisano, ¿cómo estás tan seguro de que son policías? -preguntó Elsie mientras se ponía la bata-. ¿Qué hora es?
– Han venido en un coche de policía -respondió Sammy, siguiéndola escalera abajo-. Un coche que lleva escrita la palabra policía.
– No te quiero rondando por aquí, Sammy, así que no vengas conmigo. Es mejor que te quedes arriba.
– No pienso quedarme arriba -repuso Sammy.
Ésa era otra de las cosas que preocupaban a Elsie: la rebeldía de Sammy desde que Oliver se había marchado. Había aparecido junto con la incontinencia de orina por las noches y el deseo de que todo el mundo muriese en algún desastre. Acercó el ojo a la mirilla. El que estaba más cerca de la puerta llevaba sombrero. El otro iba descubierto y lucía una calva tan monda como la de un luchador, y Elsie nunca antes había visto a un policía completamente calvo. Su liso cuero cabelludo relucía bajo la lámpara del porche, y Elsie sospechó que se aplicaba algún ungüento especial. Detrás de ellos, aparcado justo al lado de la furgoneta mágica de Oliver, se hallaba su Rover blanco. Elsie abrió la puerta, pero no quitó la cadena.
– Es la una y cuarto de la madrugada -dijo por la abertura.
– Lo sentimos mucho, señora Watmore, se lo aseguro. Porque es usted la señora Watmore, ¿verdad?
Hablaba el del sombrero; el calvo sólo observaba. Una voz londinense, cultivada, pero no tanto como él desearía.
– ¿Y qué si lo soy? -replicó.
– Soy el sargento Jenning, de la Brigada de Investigación Criminal, y mi compañero es el agente Ames. -Agitó ante ella una tarjeta plastificada, pero podría haber sido su pase de autobús-. Actuamos sobre la base de información recibida acerca de cierta persona con la que nos gustaría hablar antes de que se cometa otro delito. Creemos que quizá usted pueda ayudarnos en nuestras pesquisas.
– ¡Vienen por Oliver, mamá! -exclamó Sammy con un ronco susurro desde el codo izquierdo de Elsie, y ella estuvo a punto de darse media vuelta y ordenarle que cerrase aquella bocaza.
Retiró la cadena de la puerta, y los policías pasaron al vestíbulo, uno pegado a los talones del otro. Debe de ser cosa de esa ex esposa suya, pensó; seguro que lo ha demandado para exigirle la pensión. O ha pillado una de sus borracheras y le ha dado una paliza a alguien. Se representó a Oliver encogido en el suelo, de costado, tal como lo había encontrado aquella vez en su habitación, con la mirada fija en la pared de una celda.
El policía del sombrero se descubrió. Ojos lagrimosos de alcohólico. Por alguna razón, avergonzado de sí mismo. El de la calva reluciente, en cambio, no se avergonzaba de nada. Había visto el registro de entradas del Reposo y, encorvado sobre él, lo hojeaba como si fuese suyo. Hombros de matón. Culo desproporcionadamente pequeño.
– Un tal West -dijo el agente calvo, humedeciéndose el pulgar con la lengua para pasar otra hoja-. ¿Conoce a algún West?
– Supongo que alguno se ha alojado aquí de vez en cuando. Es un apellido bastante corriente.
– Enséñasela -propuso el agente, y siguió pasando páginas mientras el sargento del sombrero extraía de su cartera un sobre de papel encerado y mostraba a Elsie una fotografía de Oliver a lo Elvis Presley, con el pelo ahuecado y los párpados hinchados, de la época en que se dedicaba a aquello de lo que había huido.
Sammy, de puntillas, trataba de echar una ojeada a la foto y decía:
– A mí, a mí.
– Nombre de pila, Mark -informó el sargento-. Mark West. Más de metro ochenta, cabello oscuro.
Elsie Watmore tenía sólo intuición, y el recuerdo de las contenidas llamadas telefónicas de Oliver, como mensajes de SOS de un barco a punto de hundirse: «¿Qué tal, Elsie? ¿Cómo está Sammy? Yo estoy bien, Elsie; no te preocupes por mí. Pronto volveremos a vernos.» Sammy había cambiado su súplica por un «Enséñamela, enséñamela», y chasqueaba los dedos bajo la nariz de su madre.
– No es él -dijo Elsie con voz quebrada, como una declaración formal ensayada demasiado a menudo.
– No es
¿quién? -
inquirió el agente calvo, irguiéndose a la vez que se volvía hacia ella-. ¿
Quién
no es quién?
Tenía los ojos muy claros y la mirada vacía, y fue ese vacío lo que la asustó: la convicción de que por más amabilidad que una vertiese en aquellos ojos, se desperdiciaría hasta la última gota. No cambiaría de expresión ni aun viendo agonizar a su madre, pensó.
– No conozco al hombre de la fotografía, así que no es él, ¿no? -repuso, devolviendo la fotografía-. Debería darles vergüenza andar despertando así a personas decentes.
Sammy no soportaba ya más su exclusión. Apartándose de las faldas de su madre, avanzó con paso firme hacia el sargento y tendió resueltamente la mano.
– Sammy, vete a la cama, por favor. Hablo en serio. Mañana tienes colegio.
– Enséñasela -mandó el agente, si bien sus labios no se movieron. Un agente dando órdenes a un sargento.
El sargento entregó la fotografía a Sammy, y éste la examinó con gran alarde de concentración, primero con un ojo, luego con los dos.
– Ningún Mark West ha estado aquí -dictaminó por fin, y la devolvió con un gesto de desdén, como si fuese una inmundicia. A continuación, subió ruidosamente por la escalera sin mirar atrás.
– ¿Y un tal Hawthorne? -preguntó el agente calvo, consultando de nuevo el registro de entradas-. O. Hawthorne. ¿Quién es?
– Ése es Oliver -respondió Elsie.
– ¿Quién?
– Oliver Hawthorne, un huésped de la pensión. Trabaja en el mundo del espectáculo. Para niños. El tío Ollie.
– ¿Está aquí en este momento?
– No.
– ¿Dónde está?
– Ha ido a Londres.
– Para qué.
– A actuar. Tenía un compromiso. Un viejo cliente. Uno muy especial.
– ¿Y un tal Single?
– «Y un tal… y un tal…» ¿No sabe decir otra cosa? -Por fin le brotaba la ira, esa clase de ira intensa y diáfana que tan buen resultado le daba-. No tienen derecho a hacer esto. No han traído ninguna orden judicial. Salgan de aquí.
Abrió la puerta y la mantuvo abierta para que se fuesen, creyendo notar que se le hinchaba la lengua tal como ocurría a los mentirosos, según le decía siempre su padre. El agente calvo se acercó a ella y le echó a la cara su aliento a whisky y jengibre.
– ¿Alguna persona de este establecimiento, varón, ha viajado recientemente a Suiza, por placer o por negocios?
– No que yo sepa.
– ¿Por qué, pues, ha enviado alguien a su hijo Samuel una postal con una imagen de un campesino suizo agitando una bandera? ¿Una postal donde ese alguien anuncia que regresará pronto a casa? ¿Y por qué el sello de dicha postal se cargó a la cuenta de la habitación del señor Mark West?
– No lo sé. Yo no he visto esa postal, ¿no?
Los ojos de mirada vacía aún más cerca, los efluvios del whisky más tibios y hediondos.
– Si está mintiéndome, señora, como así creo, usted y el chismoso de su hijo desearán no haber nacido -dijo el agente, y luego le dio las buenas noches con una sonrisa y se dirigió hacia el coche con su compañero.
Sammy esperaba en la cama de su madre.
– He hecho bien, ¿verdad, mamá? -preguntó.
– Tenían mucho más miedo ellos que nosotros, Sammy -aseguró Elsie, y empezó a temblar.
Una vez, dejándose arrastrar por la fogosidad de su ya lejana juventud, Brock había hecho llorar a un hombre a golpes. Aquellas lágrimas, tan inesperadas, le causaron desconcierto y vergüenza. Al entrar en la Zahúrda de Plutón menos de una hora después de su conversación con Aggie, recordó ese incidente, como siempre que volvía a asaltarlo la tentación, y juró que se atendría a la lección aprendida en el pasado. Carter abrió la puerta de acero y, por el semblante de Brock, adivinó que se había producido alguna novedad significativa. Mace, atrapado en el pasillo, se apretó respetuosamente contra la pared para dejar paso a Brock. En la calle, Tanby aguardaba en su taxi, con el taxímetro corriendo y la radio de operaciones abierta. Eran las diez de la noche, y Massingham, sentado en un sillón, cenaba comida china con un tenedor de plástico y veía a un grupo de risueños periodistas de televisión felicitarse mutuamente por su ingenio. Brock desenchufó el televisor desde la puerta y ordenó a Massingham que se pusiese en pie. Él obedeció. La debilidad reflejada en el rostro de Massingham era una mancha que en los últimos días se había oscurecido más y más tras cada interrogatorio. Brock echó el cerrojo desde dentro y se guardó la llave en el bolsillo, sin poder explicarse ni entonces ni más tarde por qué lo hacía.