– ¿Adónde iba el avión?
– A Senaki, en Georgia. Es un secreto. Lo enterrarán en Belén. Temur se encarga de los preparativos desde Tiflis. Será un doble funeral. Cuando Hoban mató a Mijaíl, mató también a Yevgueni. Es lo normal.
– Pensaba que Yevgueni no era bienvenido en Georgia.
– Su situación allí es precaria. Si está callado, si no compite con las mafias, lo toleran. Si manda grandes cantidades de dinero, lo toleran. Últimamente no ha podido mandar mucho dinero, así que su situación es precaria. -Zoya dejó escapar un profundo suspiro y cerró los ojos por un rato. Luego los abrió lentamente-. Yevgueni no tardará en morir, y Hoban será el rey de todo. Pero tampoco entonces estará satisfecho. Mientras quede un solo hombre inocente en la tierra, no estará satisfecho. -Una bella sonrisa asomó a sus labios-. Así que ten cuidado, Oliver. Tú eres el último hombre inocente.
Percibiendo el ambiente algo más distendido, Oliver se puso en pie, sonrió, se desperezó, se rascó la cabeza, movió los brazos en círculo, enarcó la espalda, e hizo en general todo aquello que solía hacer cuando llevaba mucho tiempo sentado en una misma posición, o cuando pensaba en tantas cosas a la vez que los motores de su cuerpo necesitaban liberar un poco de presión. Formuló unas cuantas preguntas -con aparente despreocupación-, como por ejemplo cuál era el apellido de Temur y qué día habían partido exactamente. Y mientras se paseaba por la habitación y tomaba nota mentalmente de las respuestas de Zoya, no pudo resistir la tentación de realizar un breve peregrinaje hasta la BMW de la habitación contigua, donde levantó la funda y contempló con una sonrisa sus resplandecientes contornos, constatando al mismo tiempo a través de la puerta que Aggie, con su inquebrantable solicitud, aprovechaba su ausencia para darle más caldo a su paciente.
Escapando de la línea de visión de Aggie, se acercó en silencio a la cristalera, agarró la llave y, con toda la suavidad posible, la hizo girar hasta descorrer completamente el pasador. A continuación empujó las puertas un par de centímetros, comprobando para su satisfacción que, como la cristalera de la sala de estar, se abrían hacia afuera. Y en ese punto se adueñó de él un sentimiento de culpabilidad casi insufrible, que prácticamente lo impulsó a regresar a la sala de estar, bien para confesar lo que acababa de hacer, bien para invitar a Aggie a acompañarlo. Pero le estaba vedado tanto lo uno como lo otro, porque si lo hacía, no estaría ya protegiéndola, cosa que, dados los riesgos de su empresa, consideraba lo más decente. Furtivamente, pues, como un colegial haciendo novillos, echó otra ojeada a través de la puerta que comunicaba las dos habitaciones y, una vez confirmado que Zoya y Aggie habían entablado conversación, abrió de par en par las puertas de la cristalera, retiró la funda de la moto, plegó la patilla, montó, dio al contacto, apretó el botón de arranque y, con un rugido que pareció surgir de las entrañas mismas de su ser, se adentró en la noche estrellada y atravesó el puente del Conquistador camino de Belén.
A Oliver le entusiasmaban las motos desde que Tiger las había decretado propias de la clase baja. En sueños, había huido en ellas, dotándolas de alas y otros poderes mágicos; en el pueblo cercano a Nightingales, había montado detrás de los hijos de los granjeros y probado el elixir de la velocidad; en la adolescencia, había soñado con chicas de piernas largas yendo de paquete detrás de él. Pero si bien el viaje hasta Ankara cumplía muchas de sus expectativas más exóticas -una luna brillante, el cielo nocturno, la carretera sinuosa y vacía a cualquier parte-, no pudo dejar de atormentarse con los peligros que se hallaban ante él, y con los que había dejado atrás.
Al pasar junto al Ford, se había detenido sólo el tiempo suficiente para coger dinero de la bolsa de viaje y escribir una nota que dejó sujeta bajo una de las varillas del limpiaparabrisas: «Lo siento, pero no me creía con derecho a meterte en esto, Oliver.» Pasadas unas horas, ese texto se le antojaba tan inadecuado que deseaba ponerse en contacto con ella por teléfono, regresar y explicarse mejor. La ropa, el teléfono móvil, los pasaportes a nombre de Single y el resto del dinero los había dejado en su sitio. Había decidido tomar la carretera a Ankara porque había visto el indicador, y porque supuso que la primera medida de Brock en cuanto recibiese la noticia sería vigilar los vuelos con salida de Estambul. Pero eso no significaba que Ankara fuese totalmente segura, ni que pudiese embarcarse libremente en un vuelo de Ankara a Tiflis. Por otra parte, el señor West no disponía de visado para entrar en Georgia, y Oliver sospechaba que lo necesitaría. Pero estas preocupaciones no eran nada en comparación con la imagen grabada en su mente de Tiger con el brazo doblado tras la espalda, obligado a andar por Alix Hoban; de Tiger golpeado, sangrando, forzado a contemplar el cadáver destrozado de Mijaíl; de Tiger crinándose de terror mientras esperaba la hora de ser conducido a Belén y asesinado. «Es tan pequeño…», había dicho Zoya.
Al principio continuó por la carretera. No tenía alternativa. Avanzaba deprisa, pero los baches eran su continuo temor. A ambos lados veía pasar montes negros salpicados de ciudades satélite con altos edificios, semejantes a plataformas petrolíferas iluminadas. Llegó a un túnel. Lo atravesó y, al salir, vio poco más adelante una viga horizontal azul con luces blancas y unos números saltaron hacia él a la altura de la cabeza. Era un peaje. Milagrosamente, frenó a tiempo, echó un billete de cincuenta millones de liras al estupefacto hombre de la ventanilla y siguió adelante. Dos veces, o quizá más, tuvo que detenerse en controles policiales por orden de unos hombres con blusones amarillos de plástico y bandas plateadas fosforescentes en el pecho. Provistos de linternas, escrutaban su rostro y su pasaporte en busca de algún rasgo kurdo o algún otro trastorno semejante. En una ocasión, se metió de pleno en un considerable socavón y estuvo a punto de rodar por el suelo. En otra ocasión, frenó derrapando al borde mismo de un profundo despeñadero. Se quedó sin gasolina y tuvo que parar a un coche para que lo llevase, descubriendo que había una estación de servicio a sólo quinientos metros. Pero estas penalidades quedaron atrás como un sueño, y cuando despertó, se encontraba ante el mostrador de información del aeropuerto de Ankara, donde le comunicaron que la única manera de viajar en avión a Tiflis era volver a Estambul y tomar el vuelo de las ocho de la tarde, es decir, a catorce horas vista. Pero Estambul era el lugar donde había dejado a Aggie, y a las ocho de la tarde Hoban ya podía haber librado a Tiger de sus sufrimientos.
Oliver recordó entonces que era rico, y que llevaba consigo parte de sus riquezas, y que el dinero, como Tiger solía decir, era la herramienta de utilidad general más eficaz del mundo. Así pues, descendió a las catacumbas administrativas del aeropuerto y, con cinco billetes de cien dólares sobre la mesa entre ambos, habló lentamente en inglés con un grueso caballero que combatía el nerviosismo deslizando con los dedos unas cuentas ensartadas en un hilo y que finalmente abrió una puerta y dio un grito a un subordinado que regresó acompañado de un hombre ojeroso que vestía un mugriento mono verde con alas en el bolsillo y se llamaba Farouk, y Farouk era dueño y piloto de un avión de transporte que se hallaba en reparación en el hangar pero estaría listo en una hora, convertida al final en tres. Y Farouk aceptaría el servicio por la módica suma de diez mil dólares, siempre y cuando Oliver no se marease en su avión ni dijese a nadie que Farouk lo había llevado a Tiflis. Oliver sondeó la posibilidad de viajar a Senaki, pero Farouk no se dejó tentar por Senaki, ni siquiera a cambio de otros cinco mil dólares.
– Senaki demasiado prohibido. Demasiados rusos. Abjasia da muchos problemas.
Una vez cerrado el trato, el caballero grueso con la sarta de cuentas para los nervios no pareció muy contento. Un arraigado instinto burocrático le decía que el trámite había sido demasiado fluido y demasiado rápido.
– Debe rellenar papeles -informó a Oliver, ofreciéndole una pila de formularios viejos en turco. Oliver rehusó el ofrecimiento. El caballero grueso buscó otros pretextos para demorarlo, pero finalmente se rindió.
El avión despegó, se sacudió en el aire y pasó rozando sobre las montañas, y durante la segunda mitad del viaje Oliver afortunadamente durmió, y quizá también Farouk durmió, ya que aterrizaron en Tiflis con tal brusquedad y rodaron tan corta distancia por la pista que dio la impresión de que el piloto hubiese despertado de un profundo sueño en el último momento. En el aeropuerto de Tiflis era obligatorio presentar un visado de entrada en vigor, y la ley no podía tomarse a la ligera. Ni el mariscal de campo de Inmigración, ni su colega el almirante de Seguridad, ni ninguno de los muchos edecanes, auxiliares y navegantes podían contemplar siquiera la posibilidad de permitir la entrada de Oliver en el país por menos de quinientos dólares en metálico, y sólo se aceptaban billetes pequeños. Por entonces era ya última hora de la tarde. Oliver cogió un taxi y dio al conductor la dirección de Temur, que era una puerta con diez timbres y ni un solo nombre junto a los botones. Apretó uno, luego otro, y por último todos a la vez, y si bien se veía luz en varias ventanas del edificio, nadie bajó, y cuando llamó a Temur a gritos, algunas de las luces se apagaron. Telefoneó desde un café, pero también fue inútil. Empezó a caminar. Barría la ciudad un gélido viento norte procedente del Cáucaso. Las casas de madera crujían y vibraban como barcos viejos. En los callejones, hombres y mujeres con abrigos y pasamontañas se apretujaban alrededor de neumáticos de coche en llamas buscando un poco de calor. Regresó a la casa de Temur y llamó otra vez a todos los timbres. Nada. Se echó a caminar de nuevo, manteniéndose en el centro de las estrechas callejas porque en la total oscuridad lo asaltó de pronto un miedo irracional. Bajó por una cuesta y, para alivio suyo, reconoció el mosaico dorado de la puerta de los antiguos baños termales. Una anciana cogió su dinero y lo acompañó a una habitación vacía revestida de azulejos blancos. Un hombre esquelético en calzoncillos lo sumergió en una bañera de agua sulfurosa, lo hizo tenderse desnudo sobre un tajador y le restregó con una esponja de
luffa
hasta dejarlo en carne viva desde el cuello hasta los pies. Con todo el cuerpo escocido, fue a una discoteca y, después de volver a telefonear a Temur en vano, preguntó dónde podía alojarse y le dieron instrucciones para llegar a una pensión sin nombre. Aunque se hallaba a sólo dos calles de distancia, la oscuridad era tal que estuvo a punto de perderse. Pasó junto a una fila de espectrales trolebuses y recordó que en Tiflis los trolebuses se paraban en el acto cuando se producía un corte en el suministro eléctrico, cosa que ocurría la mayor parte del día. Llamó a la puerta de la pensión con el puño y aguardó, oyendo descorrerse los cerrojos. Apareció un viejo con bata y redecilla en el pelo y le habló en georgiano, pero Oliver tenía ya muy olvidadas las clases de Nina. El viejo probó en ruso, y fue aún peor, así que Oliver juntó las manos y apoyó la cabeza en ellas simulando dormir. El viejo lo guió hasta Una celda de la buhardilla con un catre del ejército, una lámpara con la pantalla estampada de ninfas retozonas y remendada, y un lavabo provisto de un trozo de jabón del ejército y un pañuelo muy grande o una toalla muy pequeña. Sonaron sirenas a lo largo de toda la noche. ¿Un incendio? ¿Un golpe de Estado? ¿Un asesinato político? ¿O una niña muerta en un accidente de tráfico y llamada Carmen? Aun así, concilio el sueño, con la camisa y el pantalón y los calcetines puestos, y el resto de su ropa amontonado sobre la cama para darle calor, y la piel dolorida, y el viento sacudiendo los aleros de madera mientras echaba en falta a Aggie y temía por Tiger, y en sus sueños lo vio ir lloriqueando de un lado a otro de Belén en tanto Hoban y Yevgueni intentaban ponerse de acuerdo sobre cuál era el mejor sitio para volarle la cabeza. Despertó y descubrió que estaba aterido de frío. Despertó de nuevo y sudaba azufre. Despertó una tercera vez y marcó el número de teléfono de Temur, y éste contestó de inmediato, la eficiencia personificada. ¿Un taxi, un helicóptero? No hay problema, Oliver. Tres mil dólares en efectivo, pásate por aquí a las diez de la mañana.
– ¿Te espera esa gente allí arriba? -inquirió Temur.
– No.
– Quizá los avise. Así no se pondrán nerviosos.
De todas las órdenes que Brock podía haber dado a Aggie en aquel momento, la peor con diferencia era, decidió, exigirle que se quedase de brazos cruzados esperando nuevas instrucciones. Si le hubiese pedido que saltase al Bósforo, si la hubiese reprendido severamente, si le hubiese mandado que se presentase con la cabeza rapada en castigo ante la puerta trasera de la embajada para su repatriación inmediata, como mínimo habría sentido menos la humillación. Sin embargo el mensaje recibido, con aquel acento sensato y ecuánime de Liverpool, era: «¿Dónde estás, Charmian? ¿Puedes hablar libremente con nosotros? ¿Y a qué hora ocurrió, lo recuerdas? Bien, quédate donde estás, Charmian, por favor, y no hagas nada hasta que tengas noticias mías o de tu madre…» Razón por la cual Aggie llevaba dos horas enjaulada en aquel mísero restaurante con el techo de hojalata, bancos vacíos, pollos de cuello desplumado, y un perro escrofuloso de pelaje amarillo llamado
Apolo
que mantuvo la cabeza apoyada en la rodilla de Aggie y la miró con ojos tiernos hasta que ella le compró otra hamburguesa.
Y todo es culpa mía, se repetía Aggie sin cesar. Ha sido un accidente que esperaba el momento de ocurrir, a cámara lenta, con mi consentimiento, así que ha ocurrido. Aggie había visto la motocicleta, había percibido las intenciones de Oliver, había notado que pese a mostrarse solícito con Zoya estaba muy pensativo. Y cuando lo contempló alejarse como una enorme liebre plateada a través de la hierba iluminada por la luna hasta llegar al camino y perderse de vista detrás de la casa, su primer pensamiento fue: Hijo de puta impaciente, si hubieses esperado un segundo, ahora estaría encima de esa moto contigo.
Pero era una crisis, y Aggie la había superado como tantas veces. Hizo todo lo que debía hacer, meticulosa y concienzudamente, como si se preparase para emprender el viaje más largo de su vida, que por alguna razón era como se sentía. Corrió al coche y leyó la nota de Oliver, que la enfureció como correspondía hasta que recordó su voz diciendo a Zoya sin la menor afectación: «Estoy enamorado de ella.» Telefoneó al número directo de Brock, contestó Tanby, y le ofreció el mínimo indispensable en el más desapasionado de los tonos: «Primo ha robado una moto y, según parece, viaja rumbo a Georgia. Más información dentro de dos horas. Corto y fuera.» Corrió nuevamente al lado de Zoya, a quien la marcha de Oliver parecía haberle devuelto el ánimo, ya que sonreía complacida de una manera que en otras circunstancias habría molestado considerablemente a Aggie. Pero Aggie tenía trabajo pendiente y promesas que cumplir, aunque se las hubiese hecho a sí misma. Acompañó a Zoya al piso superior, permaneció a su lado mientras se lavaba, y juntas buscaron un camisón y ropa que ponerse a la mañana siguiente. Tomándose todas esas molestias por Zoya, Aggie se vio obligada asimismo a escuchar consejos de discutible sabiduría sobre la relación entre Oliver y ella misma, impartidos por Zoya con la autoridad de los desquiciados. Prometiendo que lo tendría muy en cuenta, Aggie pensó qué más podía hacer por ella. Un papel autoadhesivo con el número particular de Mirsky pegado a la pared junto al teléfono le proporcionó la respuesta. Marcó el número y salió el contestador automático de Mirsky. Se describió a sí misma como una amiga neozelandesa de Zoya que pasaba por allí, y dijo que si bien no deseaba entrometerse, ¿sería posible que los Mirsky ofreciesen a Zoya atención urgente, como por ejemplo conseguirle un médico y llevársela a otra parte durante una temporada? Quitó el cerrojo de la Kalashnikov y se lo guardó en el bolso. Luego subió otra vez al dormitorio para asegurarse de que Zoya estaba acostada y, para su satisfacción, la encontró dormida. Volvió de inmediato al Ford.