Pero Zoya sostenía aún el arma y había conseguido dirigir el cañón hacia la entrepierna de Oliver, y se advertía tal letargo en sus movimientos, tal desesperación en su semblante, tan absoluta indiferencia a la vida y la muerte, que tan probable parecía que disparase como que no. Se produjo, pues, un largo silencio durante el cual Oliver se mantuvo firme ante la cristalera, Aggie observó entre bastidores, y Zoya trató de reconciliarse con la idea de tener a Oliver de nuevo ante ella después de tantos años padeciendo lo que la vida le hubiese deparado. Finalmente Zoya, apuntándolo todavía con el arma, dio un paso al frente, luego otro, hasta que se hallaron cara a cara separados por el cristal, y ella pudo examinarle los ojos y tomar una decisión sobre lo que veía en ellos. Manteniendo el arma empuñada con la mano derecha, extendió la izquierda y trató de descorrer el cerrojo, pero su delgada muñeca carecía de la fuerza necesaria. Optó por dejar el arma y, tras arreglarse el pelo para recibirlo, empleó las dos manos para franquearle el paso. Aggie entró inmediatamente después, se agachó a recoger la Kalashnikov y se la metió bajo el brazo.
– ¿Podrías decirme, por favor, quién más hay en la casa? -preguntó Aggie a Zoya con tranquilidad, como si se conociesen de toda la vida.
Zoya negó con la cabeza.
– ¿Nadie?
No hubo respuesta.
– ¿Dónde está Hoban? -dijo Oliver.
Zoya cerró los ojos en expresión de repudio.
Oliver la cogió de los codos y la atrajo hacia sí. Le extendió los brazos y se los colocó alrededor de sus propios hombros. Luego la abrazó él a su vez, estrechando su cuerpo frío, dándole palmadas en la espalda y meciéndola. Entretanto Aggie comprobó el cargador de la Kalashnikov, la amartilló y, sosteniéndola cruzada ante el pecho, salió con sigilo de la habitación para inspeccionar la casa. Después de marcharse Aggie, Oliver mantuvo a Zoya entre sus brazos largo rato, esperando a que se relajase y entrase en calor contra su cuerpo, a que distendiese los puños y le soltase las solapas de la chaqueta, a que levantase la cabeza y le rozase la mejilla. Oliver notaba los latidos de Zoya contra el pecho y el temblor de su descarnada espalda, y las sacudidas de sus costillas cuando al cabo de unos minutos empezó a sollozar con prolongadas exhalaciones, expulsando de su pecho bocanada tras bocanada de dolor. Su extrema delgadez lo sobrecogió, pero supuso que no era algo nuevo en ella. Tenía el rostro cadavérico, y cuando alzó la barbilla y apretó la sien contra la mejilla de Oliver, él notó que su piel se deslizaba sobre el hueso como la de una anciana.
– ¿Cómo está Paul? -preguntó Oliver con la esperanza de que si la persuadía a hablar de su hijo, conseguiría abrir la puerta a todo lo demás.
– Paul es Paul.
– ¿Dónde está?
– Paul tiene
amigos -
explicó Zoya, como si ese fenómeno diferenciase a Paul del resto de los niños-. Ellos lo protegerán. Le darán de comer. Lo dejarán dormir. No habrá funerales para Paul. ¿Quieres ver el cadáver?
– ¿Qué cadáver?
– Quizá ya no está.
– ¿Qué cadáver, Zoya? ¿El cadáver de mi padre? ¿Lo han matado?
Las habitaciones delanteras de la villa estaban comunicadas entre sí. Aferrándose al brazo de Oliver con las dos manos, Zoya lo guió a través de la habitación con los muebles de Catalina la Grande y la moto cubierta y del dormitorio vacío de Paul hasta el cuarto con flores esparcidas por el suelo, la mesa de caballetes en el centro y los maderos clavados en forma de cruz ortodoxa.
– Es nuestra tradición -dijo Zoya, situándose junto a la mesa.
– ¿Qué tradición?
– Primero lo ponemos en un ataúd abierto. Los aldeanos preparan el cuerpo. Aquí no tenemos aldeanos, así que lo preparamos nosotros mismos. No es fácil vestir a un cadáver con muchas heridas de bala. También la cara había quedado dañada. Aun así, llevamos a cabo la tarea.
– La cara ¿de quién?
– Junto al cadáver, colocamos sus objetos preferidos. Su paraguas. Su reloj. Su cinturón. Sus pistolas. Pero conservamos su cama arriba para él. Le reservamos un sitio a la mesa. Comemos por él a la luz de una vela. Cuando los vecinos vienen a despedirse de él, les damos la bienvenida y bebemos todos por él. Pero aquí no tenemos vecinos. Somos exiliados. También forma parte de la tradición dejar la ventana abierta para que el alma parta como un pájaro. Quizá su alma partió, pero eran días muy calurosos. Cuando el cadáver abandona la casa, se dan tres vueltas a las manecillas de los relojes contra su dirección natural, su mesa se pone patas arriba, se retiran todas las flores, y antes de que el ataúd emprenda su viaje se golpea la puerta tres veces con él.
– El cadáver de Mijaíl -dijo Oliver, y Zoya lo confirmó con prolongados y lúgubres gestos de asentimiento.
– Quizá deberíamos hacerlo, pues -propuso Oliver, disimulando su alivio con un resuelto ánimo.
– ¿Cómo?
– Volver la mesa del revés.
– No fue posible. Cuando se fueron, me quedé sola, y yo no tengo fuerza suficiente.
– Juntos sí tenemos fuerza suficiente. Ya verás. Déjame a mí. ¿Qué te parece si simplemente la pliego?
– Recuerdo que eres muy amable -dijo Zoya, y sonrió con admiración mientras Oliver doblaba las patas bajo la mesa, las encajaba en su alojamiento y ponía la mesa boca abajo en el suelo de parquet.
– Quizá también deberíamos limpiar esto de flores. ¿Dónde hay una escoba? Necesitamos una escoba y un recogedor, será lo mejor. ¿Dónde guardas las escobas? -La cocina le recordó a la de Nightingales: amplia, con vigas vistas y olor a fría piedra-. Enséñamelas.
Al igual que Nadia, Zoya abrió varios armarios antes de encontrar lo que buscaba. Al igual que Nadia, Zoya explicó entre dientes la ausencia de los criados. Regresaron a la habitación delantera, y Zoya barrió distraídamente las flores mientras Oliver le sostenía el recogedor. Al cabo de un rato, le retiró la escoba de las manos y la apoyó contra la pared, porque se había echado a llorar de nuevo, y esta vez Oliver tuvo la impresión de que su compañía la había reanimado y esas lágrimas ejercían un efecto catártico. Y Oliver puso de sí cuanto pudo para atenderla: sus sentimientos, su compasión y su fuerza de voluntad se concentraron en ella. Para arrancarla con ternura de su estado de catatonia y devolverla a la vida, Oliver se vio obligado a imponerse la disciplina de no pensar en nada más; porque de lo contrario la habría apartado de un empujón, dejándola con sus lágrimas y convulsiones, para correr de vuelta a la cocina y mirar en el segundo armario de la izquierda, donde había una bolsa de viaje marrón a juego con su abrigo -«de mano», había dicho Nadia-, con el nombre «Señor Tommy Smart» escrito de puño y letra de Tiger en la etiqueta, abandonada entre botas mohosas, chanclos de goma y números atrasados de periódicos en ruso.
– A mi padre lo traicionó el tiempo -anunció Zoya, apartándose de él-. Y también Hoban.
– ¿Cómo ocurrió?
– Hoban no quiere a nadie, así que no traiciona a nadie. Cuando traiciona, en realidad es leal consigo mismo.
– ¿A quién ha traicionado Hoban, además de a ti?
– Ha traicionado a Dios. Cuando vuelva, lo mataré. Es necesario.
– ¿Cómo ha traicionado a Dios?
– Eso no importa. Quizá nadie lo sepa. A Paul le gusta mucho el fútbol.
– A Mijaíl también le gustaba el fútbol -dijo Oliver, recordando algún que otro partidillo en el jardín y a Mijaíl, todavía con la pistola en la caña de la bota, saltando a por la pelota-. ¿Cómo ha traicionado Hoban a Dios?
– No importa.
– Pero estás dispuesta a matarlo por ello.
– Traicionó a Dios en el partido de fútbol. Yo estaba presente. No me gusta el fútbol.
– Pero fuiste.
– Paul y Mijaíl irán a ver el partido; ya está todo previsto. Hoban ha conseguido las entradas. Ha comprado demasiadas.
– ¿Aquí en Estambul?
– Era de noche. Sobre el estadio de Inönü brillaba la luna llena. -Zoya desvió la mirada hacia la ventana. Volvía a temblar, y Oliver la abrazó-. Hoban ha conseguido cuatro entradas, y por tanto hay un problema. A Mijaíl no le gusta Hoban. No quiere que Hoban vaya. Pero si voy yo también, Mijaíl no lo resistirá, porque me quiere. Esto Hoban también lo sabía. Yo nunca había presenciado un partido de fútbol. Estaba asustada. El estadio de Inönü tiene capacidad para treinta y cinco mil espectadores. Es imposible conocerlos a todos. En el fútbol hay un descanso. En este descanso, los jugadores se retiran y hablan. Nosotros también hablamos. Llevábamos pan y embutido. Y vodka para Mijaíl. Yevgueni apenas permite tomar vodka a Mijaíl, pero Hoban ha traído una botella. Yo ocupo un asiento en un extremo del grupo. A mi lado se sienta Paul y más allá Mijaíl. En la otra punta está Hoban. Los focos dan una luz muy intensa. No me gustan los focos.
– Y hablasteis -dijo Oliver con delicadeza, guiándola.
– Hablo de fútbol con Paul. Me explica las sutilezas del juego. Está contento. Es raro que su padre y su madre asistan juntos a un acontecimiento como ése. Se habla también del
Free Tallinn.
Hoban propone a Mijaíl que haga un viaje por mar en el
Free Tallinn.
Lo tienta como el diablo. Será una hermosa travesía. El paso por el Bósforo desde Odessa es hermoso. Mijaíl disfrutará mucho. No se lo contarán a Yevgueni. Será un secreto, un regalo para sorprenderlo.
– ¿Y Mijaíl accedió?
– Hoban fue muy sutil. Los diablos siempre son sutiles. Plantó la idea en la cabeza de Mijaíl, la fomentó, pero en su conversación se aseguró de que la idea saliese de Mijaíl. Felicitó a Mijaíl por su buena idea. Se volvió hacia mí. Mijaíl ha tenido una excelente idea. Viajará a bordo del
Free Tallinn.
Hoban es perverso. Es lo normal en él. Aquella noche estuvo más perverso de lo que es normal en él.
– ¿Le has contado eso a Yevgueni o Tinatin?
– Hoban es el padre de Paul.
Habían regresado a la sala de estar, y allí se puso de manifiesto que Aggie, en alguna etapa de su adiestramiento, había adquirido nociones de enfermería, porque había preparado un consomé con pastillas de caldo y dos huevos, y en ese momento, sentada en el brazo del sillón que Zoya ocupaba, le daba el consomé con una cuchara, le tomaba el pulso, le frotaba las muñecas y le humedecía la cara con agua de colonia que había encontrado en el cuarto de baño. E inevitablemente Oliver se acordó de Heather en las ocasiones en que él padecía sus accesos de fiebre galopante y escalofríos, pero en tanto que Heather sentía una especie de poder sobre él al impartirle sus cuidados, Aggie simplemente parecía sentirse responsable de todo el universo, lo cual complacía a Oliver pero a la vez lo desconcertaba, porque hasta entonces había supuesto que a ese respecto él era un caso único. Oliver había ido a buscar la bolsa de Tiger y no le había revelado nada, excepto que dondequiera que estuviese o no estuviese, carecía de ropa para cambiarse. Tras desmontar la Kalashnikov, Aggie la había dejado en un rincón apoyada contra la pared y había traído velas nuevas porque, al igual que Oliver, tendía de manera instintiva a preservar el ambiente y no quería sobresaltar a Zoya con la aspereza de la luz eléctrica.
– ¿Quién eres? -preguntó Zoya a Aggie.
– ¿Yo? Soy sólo la nueva chorba de Oliver -respondió ella, y soltó una alegre risotada.
– ¿«Chorba»? ¿Qué significa eso, por favor?
– Estoy enamorado de ella -explicó Oliver, y observó mientras Aggie tapaba a Zoya con una manta, le ahuecaba las almohadas que había bajado de los dormitorios, y le humedecía la frente con un paño empapado en colonia-. ¿Dónde está mi padre?
Siguió un largo silencio durante el cual Zoya pareció recomponer su memoria. De pronto, para asombro de Oliver, se echó a reír.
– Fue absurdo -dijo, moviendo la cabeza con macabro humor.
– ¿Por qué?
– Nos habían traído a Mijaíl. Desde Odessa. Primero lo llevaron a Odessa. Luego Yevgueni les pagó y nos lo mandaron aquí a Estambul. El ataúd era de acero. Parecía una bomba. Compramos hielo. Yevgueni hizo una cruz. Estaba fuera de sí. Lo colocamos en la mesa dentro de su ataúd, envuelto en hielo.
– ¿Se encontraba ya aquí mi padre?
– No.
– Pero vino a esta casa.
Zoya rió de nuevo.
– Fue de lo más teatral. Ridículo. Sonó el timbre de la puerta. No había criadas. Abrió Hoban, pensando que traían más hielo. No era hielo; era el señor Tiger Single con un abrigo. Hoban estaba encantado. Lo llevó a la habitación y dijo: «Mirad. Por fin nos visita un vecino. El señor Tiger Single ha venido a presentar sus respetos al hombre que ha asesinado.» A Yevgueni le pesaba demasiado la cabeza. No pudo levantarla. Hoban tuvo que llevarlo ante él para que le creyese.
– ¿Cómo? Llevarlo ¿cómo?
Zoya dobló el brazo tras la espalda, con la mano tan arriba como le fue posible. Luego alzó la barbilla e hizo una mueca de dolor.
– Así -añadió.
– ¿Y después?
– Después Hoban dijo: «¿Lo saco al jardín y le pego un tiro?»
– ¿Dónde estaba Paul? -preguntó Oliver, experimentando de pronto una inexplicable inquietud por el niño.
– Con Mirsky, gracias a Dios. Cuando llegó el cadáver de Mijaíl, envié a Paul a casa de Mirsky.
– Sacaron a mi padre al jardín, pues.
– No. Yevgueni dice: «No, no lo mates. Si estamos en presencia de los muertos, estamos también en presencia de Dios.» Así que lo ataron.
– ¿Quién lo ató?
– Hoban tiene a sus hombres. Rusos de Rusia, rusos de Turquía. Mala gente. No sé cómo se llaman. A veces Yevgueni los echa, pero más tarde se olvida o se arrepiente.
– ¿Y después de atarlo? ¿Qué hicieron entonces con él?
– Lo obligaron a contemplar a Mijaíl en la mesa. Le enseñaron los orificios de bala. No le gustó lo que veía. Lo forzaron a mirar. Luego se lo entregaron a un guardián para que lo encerrase en una habitación.
– En la buhardilla hay una cama individual -informó Aggie-. Está empapada.
– ¿De sangre?
Aggie negó con la cabeza y arrugó la nariz.
– ¿Cuánto tiempo lo mantuvieron encerrado en esa habitación? -preguntó Oliver a Zoya.
– Quizá una noche, quizá más. Quizá seis. No lo sé. Hoban es como Macbeth: ha asesinado el sueño.
– ¿Dónde está ahora? -dijo Oliver, refiriéndose a su padre.
– Hoban repite a todas horas: «Lo mataré. Déjame matarlo. Es un traidor.» Pero a Yevgueni no le queda voluntad. Está destruido. «Mejor será que lo llevemos con nosotros. Hablaré con él.» Lo bajan. Alguien le ha golpeado, quizá Hoban. Le vendo las heridas. Es tan pequeño… Yevgueni apela a su honor: «Te llevaremos de viaje. Hemos alquilado un avión. Tenemos que enterrar a Mijaíl, su cuerpo está ya corrompido. No debes resistirte, eres un prisionero. Debes acompañarnos como un hombre, o si no Hoban te matará de un balazo o te tirará del avión.» Yo no lo oí. Es lo que Hoban me contó. Quizá sea mentira.