Como suele sucedemos al despertar de una pesadilla, intenté hacer conciencia del lugar en que estaba y de mi real situación. Muchas veces, ya de grande, me sucedió que creía despertar en el cuarto de mi infancia, allá en Capitán Olmos, y tardaba largos y espantosos minutos en ir reconstruyendo la realidad, el verdadero cuarto en que estaba, la verdadera época: a manotones de alguien que se ahoga, de alguien que teme ser arrastrado de nuevo por el río violento y tenebroso del que a duras penas ha comenzado a salvarse agarrándose a los bordes de la realidad.
Y en aquel instante, cuando la zozobra de aquel canto o gemido había llegado a su punto más angustioso, volvía a sentir esa extraña sensación e intenté asirme desesperadamente a los bordes de la verdadera circunstancia en que despertaba. Sólo que ahora la realidad era todavía peor, como si estuviera despertando a una pesadilla al revés. Y mis gritos, devueltos en apagados ecos en la gigantesca bóveda de la gruta, me llamaron a la verdad. En medio del silencio hueco y tenebroso (mi encendedor había desaparecido en el agua, al caerme) se repetían hasta apagarse en la lejanía y en la oscuridad las palabras de mi despertar.
Cuando el último eco de mis gritos murió en el silencio, quedé anonadado por largo tiempo: recién entonces parecía tener plena conciencia de mi soledad y de las poderosas tinieblas que me rodeaban. Hasta ese momento, o, mejor dicho, hasta el momento que precedió al sueño de la infancia, yo había estado viviendo en el vértigo de mi investigación y sentía como si hubiera sido arrastrado en medio de una loca inconsciencia; y los temores y hasta el espanto sentidos hasta ese instante no habían sido capaces de dominarme; todo mi ser parecía lanzado en una demencial carrera hacia el abismo, que nada podía detener.
Sólo en ese momento, sentado sobre el barro, en el centro de una cavidad subterránea cuyos límites ni siquiera podría sospechar, sumergido en la tiniebla, empecé a tener clara conciencia de mi absoluta y cruel soledad.
Como si aquello perteneciera a una ilusión, recordaba ahora el tumulto de arriba, del otro mundo, el Buenos Aires caótico de frenéticos muñecos con cuerda: todo se me ocurría una infantil fantasmagoría, sin peso ni realidad. La realidad era esta otra. Y solo, en aquel vértice del universo, como ya expliqué, me sentía grandioso e insignificante. Ignoro el tiempo que transcurrió en aquella especie de estupor.
Pero el silencio no era un silencio liso y abstracto, sino que poco a poco fue adquiriendo esa complejidad que adquiere cuando se lo vive un tiempo largo y anhelante. Y entonces se advierte que está poblado de pequeñas irregularidades, de sonidos al principio imperceptibles, de apagados rumores, de misteriosos crujidos. Y así como mirando pacientemente las manchas de una pared húmeda empiezan a vislumbrarse los contornos de rostros, de animales, de monstruos mitológicos; así, en el gran silencio de aquella caverna, el oído atento iba descubriendo estructuras y dibujando figuras que adquirían poco a poco un sentido: el característico rumor de una cascada lejana; las apagadas voces de hombres cautelosos, el cuchicheo de seres acaso muy próximos; enigmáticos y entrecortados rezos; chillidos de aves nocturnas. Infinidad de rumores e indicios, en fin, que engendraban nuevos pavores o desatinadas esperanzas. Porque, así como en las manchas de humedad Leonardo no inventaba rostros y seres monstruosos sino que los
descubría
en esos laberínticos reductos, así tampoco debe creerse que mi imaginación ansiosa y mi pavor me hacían oír rumores significativos de apagadas voces, de ruegos, de aleteo o chillido de grandes pájaros. No, mi ansiedad, mi imaginación, largo y pavoroso aprendizaje sobre la Secta, el afinamiento de mis sentidos y mi inteligencia durante largos años de búsqueda, me permitían descubrir voces y estructuras malignas que para un hombre corriente habrían pasado inadvertidas. Ya en mi primera infancia tuve las primeras prefiguraciones de aquel mundo perverso en mis pesadillas y alucinaciones. Todo lo que luego hice o vi en mi vida estuvo de
una
manera o de otra vinculado a aquella trama secreta, y hechos que para la gente común no significaban nada, saltaban a mi vista con sus contornos exactos, del mismo modo que en esos dibujos infantiles donde debe encontrarse un dragón disimulado entre árboles y arroyuelos. Y así, mientras los otros muchachos pasaban de largo, aburridos, obligados por los profesores, por las páginas de Homero, yo, que había pinchado ojos de pájaros, sentí mi primer estremecimiento cuando aquel hombre describe, con aterradora fuerza y precisión casi mecánica, con perversidad de conocedor y vengativo sadismo, el momento en que Ulises y sus compañeros hienden y hacen hervir el gran ojo del Cíclope con un palo ardiente. ¿No era Homero ciego? Y otro día, abriendo al azar el gran volumen de mitología de mi madre leí: “Y yo, Tiresias, como castigo por haber visto y deseado a Atenas mientras se bañaba, fui enceguecido; pero apiadada la Diosa me concedió el don de comprender el lenguaje de los pájaros proféticos; y por eso te digo que tú, Edipo, aunque no lo sabes, eres el hombre que mató a su padre y desposó a la madre, y por eso has de ser castigado”. Y como nunca creí en la casualidad, ni aun de niño, aquel juego, aquello que creí hacer por juego, me pareció un presagio. Y ya nunca pude apartar de mi mente el fin de Edipo, pinchándose los ojos con un alfiler después de oír aquellas palabras de Tiresias y de asistir al ahorcamiento de su madre. Como tampoco ya pude apartar de mi espíritu la convicción, cada vez más fuerte y fundada, de que los ciegos manejaban el mundo: mediante las pesadillas y las alucinaciones, las pestes y las brujas, los adivinos y los pájaros, las serpientes y, en general, todos los monstruos de las tinieblas y de las cavernas. Así fui advirtiendo detrás de las apariencias el mundo abominable. Y así fui preparando mis sentidos, exacerbándolos por la pasión y la ansiedad, por la espera y el temor, para ver finalmente las grandes fuerzas de las tinieblas como los místicos alcanzan a ver al dios de la luz y de la bondad. Y yo, místico de la Basura y del Infierno, puedo y debo decir. “¡CREED EN MÍ!
Así, pues, en aquella vasta caverna, entreveía por fin los suburbios del mundo prohibido, mundo al que, fuera de los ciegos, pocos mortales deben de haber tenido acceso, y cuyo descubrimiento se paga con terribles castigos y cuyo testimonio nunca hasta hoy ha llegado inequívocamente a manos de los hombres que allá arriba siguen viviendo su candoroso sueño; desdeñándolo o encogiéndose de hombros ante los signos que deberían despertarlos: algún sueño, alguna fugaz visión, el relato de algún niño o un loco. Y leyendo como simple pasatiempo los relatos truncados de algunos de los que acaso llegaron a penetrar en el mundo prohibido, escritores que terminaron también como locos o como suicidas (como Artaud, como Lautréamont, como Rimbaud) y que, por lo tanto, sólo merecieron la condescendiente mezcla de admiración y desdén que las personas grandes sienten por los niños.
Sentía, pues, a seres invisibles que se movían en las tinieblas, manadas de grandes reptiles, serpientes amontonadas en el barro como gusanos en el cuerpo podrido de un gigantesco animal muerto; enormes murciélagos, especie de pterodáctilos, cuyas grandes alas ahora oía batir sordamente y que, en ocasiones, me rozaban con asquerosa levedad el cuerpo y hasta la cara; y hombres que habían dejado de ser propiamente humanos, ya sea por el contacto perpetuo con aquellos monstruos subterráneos, ya por la misma necesidad de moverse sobre terrenos pantanosos; de manera que más bien se arrastran en medio del barro y de la basura que en aquellos antros se acumulan. Detalles que aunque no pueda decir que los haya verificado con mis ojos (dada la oscuridad que domina) los he presentido por mil indicios que nunca nos dejan equivocar: un jadeo, una manera de gruñir, una forma de chapotear.
Durante mucho tiempo permanecí quieto, presintiendo aquella existencia asquerosa y apagada.
Cuando me incorporé, sentí como si las circunvoluciones de mi cerebro estuvieran rellenas de tierra y enredadas en telarañas.
Durante un largo tiempo permanecí de pie, tambaleante, sin saber qué decisión tomar. Hasta que por fin comprendí que debía marchar hacia la región en que parecía advertir cierta tenue luminosidad. Entonces comprendí hasta qué punto las palabras
luz
y
esperanzo
deben de estar vinculadas en la lengua del hombre primitivo.
El suelo por el que realicé aquella marcha era irregular: por momentos el agua me llegaba hasta las rodillas y en otros apenas empapaba el suelo, que me parecía idéntico al fondo de las lagunas pampeanas de mi infancia: limoso y elástico. Cuando el nivel del agua aumentaba, torcía mi marcha hacia el lado en que disminuía para volver a seguir la dirección que me conducía hacia aquella remota luminiscencia.
A medida que fui avanzando aquella claridad aumentaba, hasta que comprendí que la caverna en que creí haber estado era en verdad un formidable anfiteatro que se abría sobre una grandiosa planicie iluminada mortecinamente por una luz entre rojiza y violácea.
Cuando salí del anfiteatro lo suficiente como para abarcar con mi mirada aquel cielo desconocido, vi que la luminiscencia provenía de un astro acaso cien veces más grande que nuestro sol, pero cuyo desfalleciente brillo indicaba que era uno de esos astros ya cercanos a la muerte y que, con los últimos restos de su energía, bañan los frígidos y abandonados planetas de su universo con una luminosidad semejante a la que, en la oscuridad de una gran habitación silenciosa, produce una chimenea cuyos leños se han consumido y apenas perduran las brasas finales, rodeadas y casi apagadas por las cenizas; misterioso resplandor rojizo que, en el silencio de la noche, nos sume siempre en pensamientos nostálgicos y enigmáticos: vueltos hacia lo más profundo de nuestro ser, cavilamos sobre el pasado, sobre leyendas y países remotos, sobre el sentido de la vida y de la muerte hasta que, ya casi totalmente adormecidos, parecemos flotar sobre un lago de imprecisas ensoñaciones, en una balsa que a la deriva nos lleva sobre un profundo y crepuscular océano de aguas apenas vivientes.
¡Comarca de melancolía!
Abrumado por la desolación y el silencio, quedé largo tiempo inmóvil, contemplando aquel vasto territorio.
Hacia la región que parecía ser el poniente sobre el violáceo crepúsculo de un cielo tormentoso pero paralizado, como si una grandiosa tempestad hubiese sido cristalizada por un signo, contra un cielo de nubes que parecían desgarrados y deshilachados algodones empapados en sangre, se recortaban extrañas torres de colosal altura; derruidas por los milenios y acaso, también por la misma catástrofe que había desolado aquel fúnebre territorio. Esqueletos de altas hayas, cuyas espectrales siluetas cenicientas contrastaban sobre el rojo sangre de aquellas nubes, parecían indicar que un incendio planetario había sido el comienzo o el fin de aquella catástrofe.
Entre las torres se levantaba una estatua tan alta como ellas. Y en su centro umbilical brillaba un faro fosforescente, que habría jurado yo que parpadeaba, si la muerte que reinaba en aquella comarca no indicara que ese parpadeo no era más que una ilusión de mis sentidos.
Tuve la certeza de que allí tendría acabamiento mi largo peregrinaje y que, tal vez, en aquel reducto poderoso encontraría por fin el sentido de mi existencia.
Hacia el septentrión, el melancólico páramo terminaba en una cordillera lunar, que seguramente llegaba a elevarse hasta veinte o treinta mil metros de altura. La cordillera parecía la espina dorsal de un monstruoso dragón petrificado.
Hacia el borde meridional de la planicie, en cambio, sobresalían cráteres que también recordaban los circos lunares. Apagados y al parecer frígidos, se perdían sobre la pampa mineral hacia los ignotos territorios del sur. ¿Eran aquellos volcanes apagados los que en otro tiempo habían arrasado y calcinado la comarca en sus torrentes de lava?
Desde donde yo estaba, alucinado y estático, no era dable advertir si aquellas colosales torres se levantaban aisladas en la planicie (torres acaso sagradas de ritos desconocidos) o si, por el contrario, se erigían en medio de chatas ciudades muertas que, desde allí parecían inexistentes.
El Ojo Fosforescente parecía llamarme y pensé que me era fatal marchar hacia la gran estatua en cuyo vientre estaba.
Pero mi corazón parecía haber entrado en una existencia latente, como la de los reptiles en los largos meses de invierno: apenas latía. Y yo sentía la penosa y sorda sensación de que se hubiese encogido y endurecido ante la vista de aquel aciago paisaje. Ningún sonido, ninguna voz, ningún rumor ni crujido se oía en aquel imperio fúnebre, y una indecible melancolía se levantaba como una bruma de aquel territorio de misterio y desolación.
¿Serían realmente solitarias aquellas altísimas torres? Por un instante imaginé que en tiempos pasados podían haber sido el reducto de gigantes feroces y misántropos.
Pero el Ojo Fosforescente seguía atrayéndome y poco a poco aquella atracción fue venciendo mi anonadamiento, hasta que comencé a marchar hacia la región de las torres.
Durante un tiempo que me es imposible calcular, porque el astro declinante permanecía fijo en el tormentoso firmamento, marché por la gran planicie plateada.
Y a medida que avanzaba, veía que nada era viviente, que todo había sido calcinado por la lava o petrificado por las ardientes cenizas que aquel cataclismo cósmico había lanzado en edades pretéritas.
Y cuanto más cerca estaba de las torres, mayor era su majestad y su misterio. Eran veintiuna, dispuestas sobre un polígono que debía tener un perímetro tan grande como el de Buenos Aires. La piedra de que estaban construidas era negra, quizá de basalto, y de ese modo se destacaban con solemnidad sobre aquella planicie cenicienta y contra aquel violáceo desgarrado por las deshilachadas nubes de color púrpura. Y aun derruidas por los milenios y la catástrofe, su altura era imponente.
En el centro distinguía ahora con nitidez la estatua de una deidad desnuda en cuyo vientre brillaba el Ojo Fosforescente.
Las veintiuna torres parecían formar guardia en torno de ella.
La deidad estaba hecha de piedra ocre. Su cuerpo era de mujer, pero tenía alas y cabeza de vampiro, en negro brillante basalto. Sus manos y sus pies terminaban en poderosas garras. La deidad no tenía rostro, pero en el lugar del ombligo refulgía el gigantesco ojo que me había guiado y atraído: ese ojo podía ser una enorme piedra preciosa, tal vez un rubí, pero más bien se me ocurría el reflejo cambiante de un fuego interior y perpetuo, porque su brillo parecía tener vida; lo que en medio de aquella lúgubre desolación producía un escalofrío de pavor y fascinación.