Sobre héroes y tumbas (52 page)

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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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Pero aquel instante de lucidez fue apenas un relámpago que iluminó los abismos. Luego perdí el sentido de lo cotidiano, el recuerdo preciso de mi existencia real y la conciencia que establece las grandes y decisivas divisiones en que el hombre debe vivir: el cielo y el infierno, el bien y el mal, la carne y el espíritu. Y también el tiempo y la eternidad: porque lo ignoro, y nunca lo sabré, cuánto duró aquel diabólico ayuntamiento, pues en aquel antro no había noche ni día y todo fue una única e infernal jornada.

No dudo ahora de que aquel ser tenía la facultad de manejar los poderes inferiores; que, si es que no crean la realidad, son en cualquier caso capaces de levantar terribles simulacros fuera del tiempo y del espacio, o, dentro de ellos, transformándolos, invirtiéndolos o deformándolos. Asistí a catástrofes y a torturas, vi mi pasado y mi futuro (mi muerte), sentí que mi tiempo se detenía confiriéndome la visión de la eternidad, tuve edades geológicas y recorrí las especies: fui hombre y pez, fui batracio, fui un gran pájaro prehistórico. Pero ahora todo es confuso y me es imposible rememorar exactamente mis metamorfosis. Tampoco es necesario: siempre volvía, obsesiva, monstruosa, fascinadora y lúbrica, la misma y reiterada unión.

Creo recordar un turbulento y caliente paisaje de esos que imaginamos en períodos arcaicos de nuestro planeta, entre gigantescos heléchos: una luna turbia y radiactiva iluminaba un mar de sangre que lamía playas amarillentas. Y más allá de la playa, se extendían inmensos pantanos en los que flotaban aquellas mismas victorias regias que había visto en mi otro sueño. Como un centauro en celo corrí por aquellas arenas ardientes, hacia una mujer de piel negra y ojos violetas que me esperaba aullando hacia la luna. Sobre su cuerpo renegrido y sudoroso veo todavía su boca y su sexo, abiertos y sangrientamente rojos. Entré furiosamente en aquel ídolo y entonces tuve la sensación de que era un volcán de carne, cuyas fauces me devoraban y cuyas entrañas llameantes llegaban al centro de la tierra.

Todavía sus fauces chorreaban mi sangre cuando esperaba un nuevo ataque. Como un unicornio lúbrico corrí por los arenales ardientes hacia la mujer negra, que me esperaba aullando a la luna. Atravesé lagunas y pantanos fétidos, cuervos negros se levantaron chillando a mi paso y entré finalmente en la deidad. Nuevamente sentí que era un volcán de carne que me devoraba, y todavía estaban sus fauces chorreando sangre cuando esperaban, aullando, el nuevo ataque.

Entonces fui una serpiente que atravesaba las arenas sibilantes y eléctricas. De nuevo espanté a fieras y pájaros, y entré con salvaje furia en su cavidad. Una vez más sentí el volcán de carne, que se hundía hasta el centro de la tierra. Luego fui pez-espada.

Después, pulpo, con ocho tentáculos que entraron sucesivamente en lo deidad, y sucesivamente fueron devorados por el volcán carne.

La deidad volvía a aullar y volvía a esperar mis ataques.

Fui entonces vampiro. Ansioso de venganza y sangre, me lancé con furia sobre la mujer de piel negra y ojos violetas. Siento el volcán de carne que abre sus fauces para devorarme y siento que sus entrañas llegan al centro de la tierra. Y todavía sus fauces estaban chorreando sangre cuando ya me precipitaba nuevamente sobre ella.

Fui entonces sátiro gigante, luego una tarántula enloquecida, después una lujuriosa salamandra. Y siempre fui tragado por el furioso volcán de carne hirviente. Hasta que se desencadenó una espantosa tormenta. Entre relámpagos, en medio de una lluvia de sangre, la deidad de piel negra y ojos violetas fue prostituta sagrada, caverna y pozo, pitonisa y virgen propiciatoria. El aire electrizado y barrido por el huracán se llenó de alaridos. Sobre los arenales calientes, en medio de una tempestad de sangre, debí satisfacer su lujuria como mago, como perro hambriento, como minotauro. Y siempre para ser devorado. Luego fui también pájaro de fuego hombre-serpiente, rata fálica. Y aún más, debí convertirme en nave con mástiles de carne, en campanario lúbrico. Y siempre para ser devorado. La tempestad entonces se hizo inmensa y confusa: bestias y dioses cohabitaban con la deidad, junto conmigo. El volcán de carne fue entonces desgarrado a cornadas por minotauros, cavado ávidamente por ratas gigantescas, sangrientamente devorado por dragones.

Sacudido por los rayos, temblaba todo aquel territorio arcaico, encendido por los relámpagos, barrido por el huracán de sangre. Hasta que la funesta luna radiactiva estalló como un fuego de artificio: pedazos, como chispas cósmicas, se precipitaron a través del espacio negro, incendiando los bosques; un gran incendio se desató, y propagándose con furia inició la destrucción total y la muerte. Entre oscuros clamores, sangrantes jirones de carne crepitaban o eran arrojados a las alturas. Territorios enteros se abrieron o se convirtieron en cangrejales, en que se hundieron o eran devorados vivos hombres y bestias. Seres mutilados corrían entre las ruinas. Manos sueltas, ojos que rodaban y saltaban como pelotas, cabezas sin ojos que buscaban a tientas, piernas que corrían separadas de sus troncos, intestinos que se enredaban como lianas de carne e inmundicia, úteros gimientes, fetos abandonados y pisoteados por la muchedumbre de monstruos y bazofia. El Universo entero se derrumbó sobre mí.

XXXVIII

Nada puedo saber ahora sobre el tiempo que duró aquella jornada. En el momento en que desperté (por decirlo de alguna manera) sentí que abismos infranqueables me separaban para siempre de aquel universo nocturno: abismos de espacio y de tiempo. Enceguecido y sordo, como un hombre emerge de las profundidades del mar, fui surgiendo nuevamente a la realidad de todos los días. Realidad que me pregunto si al fin es la verdadera. Porque cuando mi conciencia diurna fue recobrando su fuerza y mis ojos pudieron ir delineando los contornos del mundo que me rodeaba, advirtiendo así que me encontraba en mi cuarto de Villa Devoto, en mi única y conocida pieza de Villa Devoto, pensé, con pavor, que acaso una nueva y más incomprensible pesadilla comenzaba para mí.

Una pesadilla que sé ha de terminar con mi muerte, porque recuerdo el porvenir de sangre y fuego que me fue dado contemplar en aquella furiosa magia. Cosa singular: nadie parece ahora perseguirme. Terminó la pesadilla del departamento de Belgrano. No sé cómo estoy libre, estoy en mi propia habitación, nadie (aparentemente) me vigila. La Secta debe estar a distancias inconmensurables.

¿Cómo llegué nuevamente hasta mi casa? ¿Cómo los ciegos me dejaron salir de aquel cuarto rodeado por un laberinto? No lo sé. Pero sé que todo aquello sucedió, punto por punto. Incluso ¡y sobre todo! la tenebrosa jornada final.

También sé que mi tiempo es limitado y que mi muerte me espera. Y cosa singular y para mí mismo incomprensible, que esa muerte me espera en cierto modo por mi propia voluntad, porque nadie vendrá a buscarme hasta aquí y seré yo mismo quien vaya, quien
deba ir
, hasta el lugar donde tendrá que cumplirse el vaticinio.

La astucia, el deseo de vivir, la desesperación, me han hecho imaginar mil fugas, mil formas de escapar a la fatalidad. Pero ¿cómo nadie puede escapar a su propia fatalidad?

Aquí termino, pues, mi Informe, que guardo en un lugar en que la Secta no pueda hallarlo.

Son las doce de la noche. Voy hacia allá.

Sé que ella estará esperándome.

IV - Un Dios desconocido
I

En la noche del 24 de junio de 1955, Martín no podía dormirse. Volvía a ver a Alejandra como la primera vez en el parque, acercándose a él; luego, caóticamente, se le presentaban en la memoria momentos tiernos o terribles; y luego, una vez más, volvía a verla caminando hacia él en aquel primer encuentro, inédita y fabulosa. Hasta que poco a poco fue embargándolo un pesado sopor y su imaginación comenzó a desenvolverse en esa región ambigua. Entonces creyó oír lejanas y melancólicas campanas y un impreciso gemido, tal vez un indescifrable llamado. Paulatinamente se convirtió en una voz desconsolada y apenas perceptible que repetía su nombre, mientras las campanas tañían con más intensidad, hasta que por fin golpearon con verdadero furor. El cielo, aquel cielo del sueño, ahora parecía iluminado con el resplandor sangriento de un incendio. Y entonces vio a Alejandra que avanzaba hacia él en las tinieblas enrojecidas, con la cara desencajada y los brazos tendidos hacia delante, moviendo sus labios como si angustiada y mudamente repitiera aquel llamado.
¡Alejandra!
, gritó Martín, despertándose. Al encender la luz, temblando, se encontró solo en su pieza.

Eran las tres de la mañana.

Durante un tiempo permaneció sin saber qué pensar ni qué hacer. Por fin,
empezó
a vestirse, y a medida que lo hacía su nerviosidad aumentaba, hasta que se encontró precipitándose a la calle y corriendo a la casa de los Olmos.

Y cuando desde lejos entrevió sobre el cielo nublado el resplandor de un incendio, ya no tuvo ninguna duda. Corriendo con desesperación alcanzó a llegar hasta la casa, desplomándose entre la gente agolpada. Cuando recobró el conocimiento, en la casa de unos vecinos, corrió nuevamente hasta la casa de los Olmos, pero ya la policía había llevado los cadáveres, mientras los bomberos hacían sus últimos esfuerzos por localizar el incendio en el Mirador. De aquella noche Martín recordó hechos aislados y sin conexión: la idea que un idiota puede tener de una catástrofe. Pero los hechos parecen haber sucedido de este modo:

Alrededor de las dos de la madrugada, un hombre que bajaba (según declaró después) por la calle Patricios hacia el Riachuelo vio humo. Luego resultó, como siempre, que habían sido varios los que vieron humo o fuego o sospecharon algo. Una vieja que vive en un conventillo lindero declaró: “Duermo poco, de modo que sentí el olor del humo y le avisé a mi hijo que trabaja en TAMET y que duerme en la misma
pieza y
que tiene el sueño pesado pero me dijo que lo dejara en paz”, agregando con ese orgullo —pensaba Bruno— que la mayor parte de los seres humanos, sobre todo los viejos, ponen en el vaticinio de graves enfermedades o de mortales calamidades “y ya ven que tenía razón”.

Mientras se intentaba apagar el fuego en el Mirador, después que fueron retirados los cuerpos de Alejandra y su padre, la policía sacó de la casa al viejo don Pancho, envuelto en una manta, sobre su misma silla de ruedas.
¿Y
el loco? ¿Y Justina?
, se preguntaba la gente. Pero entonces vieron cómo traían a un hombre de pelo canoso y cabeza alargada en forma de dirigible; llevaba un clarinete en la mano y parecía demostrar cierta alegría. En cuanto a la vieja sirvienta india, mantenía su impasible rostro habitual.

Se pedía a gritos que despejaran la calle. Algunos vecinos colaboraban con los bomberos y la policía, rescatando muebles y ropas. Se observaba mucho movimiento y esa euforia con que la gente sigue las catástrofes que momentáneamente los arranca de una existencia gris y vulgar.

Bruno no pudo averiguar ninguna otra cosa digna de mención de lo que sucedió aquella noche.

II

Al otro día, Esther Milberg lo llamó por teléfono a Bruno para decirle que en
La Razón
acababa de leer la noticia policial (seguramente los diarios de la mañana no habían tenido tiempo de dar la noticia). Bruno ignoraba todo: Martín vagaba como un idiota por las calles de Buenos Aires, y aún no había llegado a casa de Bruno.

En el primer momento, Bruno no atinó a hacer nada. Luego, aunque en realidad era inútil, corrió a Barracas para ver los restos del incendio. Un agente de policía impedía acercarse a la casa. Preguntó por el viejo Olmos, por la sirvienta, por el loco. Con lo que el agente pudo decirle y con las informaciones que obtuvo después, llegó a la conclusión de que los Acevedo habían tomado rápidas decisiones, indignados y asustados por la información de los diarios de la tarde (no tanto por el hecho mismo, porque, supuso, a los Acevedo no podría sorprenderles nada de lo que proviniera de aquella familia de locos y degenerados), información que proyectaba una ola de escándalo y de habladurías sobre toda la familia, aunque más no fuera que por el lejano parentesco. De modo que ellos, la rama rica y sensata, que siempre habían trabajado con eficacia para que aquella desagradable parte de la familia se mantuviese en el anonimato (hasta el punto de que eran muy pocos los que en la sociedad de Buenos Aires conocían su sobrevivencia y, sobre todo, su parentesco), se encontraban de pronto con semejante escándalo en la crónica policial. De modo que (seguía pensando Bruno) se habrían apresurado a llevárselos a Don Pancho, al Bebe y hasta a la propia Justina para que no quedaran rastros y con el fin de que los periodistas no pudieran obtener partido de aquellos seres irresponsables. Porque había que descartar la posibilidad del afecto o la compasión, conociendo como conocía Bruno el odio que los Acevedo profesaban a aquel residuo lastimoso de un pasado brillante.

Esa misma noche, cuando volvió a su casa, supo que había estado a buscarlo “aquel muchacho flaco”, muchacho que, según la expresión recriminatoria de Pepa (que siempre parecía responsabilizar a Bruno de los defectos de sus amigos), ahora parecía además un extraviado. Y ese “además” lo hizo sonreír en medio del horror, pues indicaba una serie de defectos que su ama de llaves habría sucesivamente encontrado en el pobre Martín hasta llegar a esa última y calamitosa condición de “extraviado”, palabra que exactamente correspondía a la real y espantosa situación de su espíritu: como un niño que se ha perdido en un bosque nocturno, tembloroso y asustado. ¿Cómo podía sorprenderle que hubiese venido en su búsqueda? Aunque era tan reservado, hasta el punto de que nunca le había oído una frase completa sobre nada, y mucho menos sobre Alejandra, ¿cómo no iba a recurrir a él, a la única persona sobre la que podía descargar parte de su angustia y acaso encontrar algún género de explicación, de consuelo o de apoyo? Bruno, claro, no ignoraba la índole de la relación entre ellos, no porque Alejandra le hubiera contado (no era del tipo de persona para hacer ese género de confidencias) sino por la índole de silencioso refugio que aquel muchacho había buscado a su lado, por algunas palabras que de vez en cuando balbuceaba sobre Alejandra, pero, sobre todo, por esa insaciable sed que los enamorados tienen de oír todo lo que de alguna manera puede referirse al ser que aman; ignorando que preguntaba o escuchaba a una persona que de algún modo también había sentido amor por Alejandra (aunque fuera la reverberación o la proyección falaz y momentánea del otro, del verdadero amor por Georgina). Pero si bien sabía o intuía que Martín mantenía cierto género de relaciones con Alejandra (y la expresión “cierto género” era inevitable tratándose de ella), ignoraba los detalles de aquella amistad amorosa que Bruno había seguido con asombro; porque, aunque Martín era un muchacho en varios sentidos excepcional, era realmente eso: un muchacho, casi un adolescente, mientras que Alejandra, aunque con sólo un año más de edad física, tenía una espantable y casi milenaria experiencia. Asombro que revelaba (se decía a sí mismo Bruno) una pertinaz y al parecer inextinguible frescura en su propia alma, pues bien sabía (pero sabía con el intelecto, no con el corazón) que nada de lo que se refiriese a seres humanos debería causar jamás asombro y sobre todo porque, como decía Proust, los “aunque” son casi siempre “porqués” desconocidos, y debía haber sido sin duda aquel abismo de edad espiritual y de experiencia del mundo el que precisamente podía explicar el acercamiento de una mujer como Alejandra
a
un chico como Martín. Esta intuición fue poco a poco confirmada después de la muerte y del incendio, a medida que oyó aquellos confusos pero maniáticos y a veces minuciosos detalles de la relación con Alejandra. Maniáticos y minuciosos no porque Martín fuese un anormal o una especie de loco, sino porque la maraña alucinante en que se había movido siempre el espíritu de Alejandra lo forzaba a ese análisis casi paranoico; ya que el dolor producido por una pasión con obstáculos, y sobre todo con obstáculos oscuros e inexplicables, es siempre causa más que suficiente (pensaba Bruno) para que el hombre más sensato piense, sienta y actúe como un enajenado. Claro que esos relatos no los hizo en aquella primera noche que siguió al incendio, en que Martín se apareció, después de caminar por las calles de Buenos Aires, casi idiotizado por el crimen y el incendio; sino después, en aquellos pocos días y noches que siguieron hasta que tuvo la malhadada idea de pensar en Bordenave; aquellos días y noches en que se instalaba a su lado, a veces sin hablar durante horas, y a veces hablando como un individuo al que se ha aplicado una de esas drogas de la verdad; o quizá, para decirlo más apropiadamente, alguna de esas drogas que hacen brotar tumultuosas y delirantes imágenes de las zonas más profundas y más herméticas del ser humano. Y también años después, cuando vendría a verlo desde aquel remoto sur, en virtud de ese afán (pensaba Bruno) que tienen los hombres de aferrarse a cualquier despojo de alguien que quisieron mucho, esos despojos del cuerpo y del alma que han quedado abandonados por ahí: en esa especie de destrozada e incierta inmortalidad de los retratos, de las frases que alguna vez dijeron a otros, del recuerdo de alguna expresión que alguien recuerda, o dice recordar, y hasta de esos pequeños objetos que de ese modo alcanzan un valor simbólico y desmesurado (una cajita de fósforos, una entrada de cine); objetos o frases que producen entonces el milagro de hacer presente aquel espíritu aunque fugaz, inasible y desesperadamente presente, del mismo modo que un recuerdo querido con algún transitorio golpe de perfume o un fragmento de música; fragmento que no tiene por qué ser importante ni profundo, y que bien puede ser humilde y hasta trivial melodía que en aquel tiempo mágico nos hizo reír por su vulgaridad, pero que ahora, ennoblecida por la muerte y la separación eterna, nos parece conmovedora y profunda.

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